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Los tiempos y los espacios de la Constitución

CONSTITUCIONALISMO EN LA HISTORIA

Miguel Artola

Crítica, Barcelona

308 pp.

23 euros

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Ya no se escriben libros como éste. Posiblemente porque quedan ya muy pocos sabios capaces, como Miguel Artola, de poner su erudición al servicio de un texto claro y limpio en el que se argumenta con rigor una tesis central que el lector percibe sin problemas desde el principio de la obra: a saber, la de que el constitucionalismo es un sistema jurídico y político conformado por toda una serie de diferentes usos, reglas y principios, cuya combinación en el espacio y en el tiempo ha dado lugar a distintas formas de gobernar la sociedad: «El constitucionalismo –escribe Artola en la introducción de esta síntesis histórica– hace referencia a la totalidad del sistema político, que incluye normas y prácticas políticas. […] Todo sistema político estable se basa en una constitución no escrita, aunque desde 1776 se generalizaron las Constituciones escritas».

Apunta Miguel Artola, de ese modo, desde el principio mismo de su obra una diferencia conceptual –la existente entre las constituciones históricas y las Constituciones escritas (para las que el autor reserva la mayúscula)– que servirá para entender el cambio decisivo que supuso la Constitución como producto político característico del liberalismo revolucionario, triunfante en el último tercio del siglo XVIII a ambos lados del Atlántico: «La conquista revolucionaria del poder fue concebida por sus protagonistas como un retorno al Estado de naturaleza, que hacía necesario un nuevo contrato social que pusieron por escrito».Y es que, por más que Artola vaya señalando, en efecto, a lo largo de su obra cómo el constitucionalismo es un fenómeno político e intelectual construido también desde una cierta continuidad histórica y doctrinal entre el Estado liberal y las formas políticas que lo habían precedido, no deja, en todo caso, menos claro que aquello que lo define de verdad es la ruptura o, por utilizar el propio arsenal conceptual del historiador, la imposición final de las Constituciones escritas sobre las constituciones históricas. Es verdad, y Cádiz lo acredita, por ejemplo, de un modo incontestable: todos los que hemos estudiado el episodio revolucionario español de 1812 sabemos bien del empeño liberal por enfatizar la supuesta tradición de los principios recogidos en el texto gaditano, un empeño, incluso un punto ingenuo, que el Discurso Preliminar de la Constitución escrito por Argüelles trasluce con meridiana claridad. Pero todos sabemos también que lo que caracterizó a la Constitución (escrita) de 1812 fue el haber puesto «patas arriba», si se me permite la expresión, la constitución (histórica) de la monarquía española que los liberales habían heredado e intentaban entonces, por vez primera, superar.

Desde tal punto de vista, este Constitucionalismo en la historia, que juristas e historiadores harían bien en no perderse, culmina, en cierto modo, un ambicioso proyecto que Miguel Artola comenzó con la publicación en 1959 de su monumental Los orígenes de la España contemporánea y continuó, justo cuatro décadas después, con la elaboración de un libro igualmente imprescindible: La Monarquía de España. El primero de esos trabajos, una obra ya clásica de la historiografía española de la segunda mitad del siglo XX, constituye un gran fresco histórico sobre el proceso revolucionario que condujo a la aparición de la España liberal y constitucional, es decir, de la España que iba a ser gobernada –muchas veces, nada más desgobernada– con arreglo a las prácticas, reglas y principios del constitucionalismo de las Constituciones escritas. Frente a ella, La monarquía de España estudia, con la misma profundidad y rigor que Artola imprime a todos sus trabajos, la constitución política del Estado que nace con la fusión, en 1479, de los reinos de Fernando e Isabel. De hecho, el propio Artola subrayará la vinculación de ese trabajo sobre la constitución de la Monarquía de España y el que ahora se comenta al apuntar que en aquella obra se había servido de uno de los métodos posibles para construir el constitucionalismo histórico o, lo que es lo mismo, el constitucionalismo de los países sin constitución escrita: el consistente en analizar la práctica del poder para identificar sujetos, normas y procedimientos, y comprobar su presencia activa en el ejercicio del poder.

Salvadas todas las distancias, las que median entre las constituciones (históricas) y las Constituciones (escritas), esa identificación de sujetos, normas y procedimientos se conforma también como el objeto principal de este Constitucionalismo en la historia en el que Miguel Artola procede a destripar el constitucionalismo de las Constituciones escritas, en su evolución temporal desde finales del siglo XVIII y en su extensión territorial en el espacio occidental. La Constitución, que es obra de un sujeto, el poder constituyente, se caracteriza, así, según Artola, por la presencia de algunos principios (legitimidad, división de poderes, participación popular y responsabilidad del poder), porque identifica a los sujetos del poder (legislativo, ejecutivo y judicial) y porque, además de determinar las facultades de cada uno, prescribe los procedimientos a los que deben ajustarse en su actuación. Sobre este esquema sencillísimo –que presenta, deseo subrayarlo, la misma nitidez que ha caracterizado desde sus orígenes al edificio constitucional en tanto que experimento racional de ejercicio del poder– construye Artola su nueva y decisiva aportación a esa historia institucional a la que ha dedicado tantos años de su vida. El propio autor lo expone con concisión y claridad al presentar el objeto de su estudio: «De una u otra forma, la Constitución plantea una propuesta legitimadora destinada a ganar la opción de los ciudadanos para un determinado sistema político. La soberanía nacional y la separación de los poderes requieren la identificación de los sujetos de los poderes y contribuyen a la legitimación del sistema. La participación de los ciudadanos es la gran novedad política del constitucionalismo contemporáneo. El sujeto y la permeabilidad de cada uno de los poderes son necesarios para explicar el funcionamiento de cada uno de ellos: legislativo, ejecutivo y judicial. El constitucionalismo, finalmente, se basa en la responsabilidad de los sujetos».

Fiel a ese esquema, cada uno de los elementos apuntados (principios y sujetos) da lugar a otros tantos capítulos de un libro en que el autor se mueve con una asombrosa facilidad en escenarios históricos muy separados en el espacio y en el tiempo.Y ello, como ya se ha apuntado en algún comentario previo de la obra, siempre para explicar, nunca para describir, el tema analizado. Para explicar, en primer lugar, las fórmulas históricas del poder constituyente (la convención y la asamblea constituyente, pero también la dictadura, la Corona de las cartas otorgadas y los constituyentes exteriores de naturaleza colonial), pues mientras las constituciones históricas sólo pueden descubrirse «en la práctica continuada del poder», la Constitución escrita es un proyecto político de futuro, fruto siempre de un poder constituyente, «que hace el contrato-Constitución y dispone lo necesario para su aplicación». La identificación de los sujetos del poder constituyente hace posible –insiste Artola– la comparación entre tales sujetos y las diversas formas de gobierno que cada uno de ellos introdujo. Pero al autor le interesa de entre éstas, sobre todas, la que está relacionada con el gobierno constitucional por excelencia, es decir, con el representativo-liberal: por eso, al hablar de la legitimidad, ya en el capítulo segundo, se analizan los derechos y algunos de los instrumentos fundamentales que para garantizarlos se han construido a lo largo de la historia: el rule of law, la judicial review y el moderno Estado de derecho.Y por eso, también, la división de poderes y la representación, a los que se dedican los capítulos tercero y cuarto de la obra, se conforman como otros dos de los elementos esenciales que definen la anatomía del constitucionalismo escrito occidental.

La división de poderes, que ya el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 considerara, junto a los derechos, como el nervio esencial de cualquier Constitución digna de tal nombre, es abordada por Artola en su auténtico contexto –el de la proclamación de la soberanía nacional o popular– y en sus dos consecuencias fundamentales: el reparto territorial de las competencias del Estado, origen de las diversas formas de Estado federal, y la separación política de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial en torno a los que se articularán las funciones de un Estado que se define por la participación y la representación. El autor considera una y otra por completo inescindibles, pues en el Estado constitucional la participación está dirigida de forma primordial a organizar un mecanismo –el representativo– llamado a cambiar de un modo radical el proceso de toma de decisiones del Estado: «En lugar de la decisión personal del Rey en las asambleas medievales y modernas –concluye Artola, tras haber estudiado con detalle el bicameralismo, las formas de elección y las modalidades de la representación–, los representantes compartieron la iniciativa legal, el debate público sustituyó a los arcana imperii y la decisión se tomó por el número de votos en lugar de por el peso de éstos, como sucedía en Roma».

Se cierra, así, lo que debe considerarse a todos los efectos la primera parte de la obra –la dedicada a los principios– y se abre entonces una segunda centrada en los sujetos y en sus prácticas históricas, es decir, en los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, objeto, respectivamente, de los capítulos quinto, sexto y séptimo del libro.Todos ellos constituyen, desde luego, una exhaustiva radiografía de la forma de organización y las funciones de los tres poderes clásicos del Estado, pero también de los modelos resultantes de combinar las distintas formas de organizar el parlamento y el gobierno. El autor expone aquí, desde el principio, la tesis que luego argumentará con brillantez, al señalar que mientras que han existido miles de constituciones, los sistemas políticos se cuentan con los dedos de una mano, pues es la pluralidad de los sujetos la que determina las posibilidades de conflicto que pueden darse entre los mismos. Al fin y al cabo, escribe Artola, a lo largo de la historia occidental esos conflictos han girado en torno a dos confrontaciones primordiales: la que mantuvieron la corona y la asamblea, característica del largo período de vigencia de la monarquía constitucional; y la que se dio con posterioridad entre la asamblea y el gobierno, confrontación definidora de los sistemas democráticos que pusieron fin a aquellas monarquías.

El libro concluye con un capítulo final, el centrado en la responsabilidad, que, aunque pertenece materialmente a la primera parte de la obra, funciona de hecho como una especie de cierre del conjunto:pues,si, como afirma Artola,el poder y la responsabilidad son las dos caras de una misma moneda, lo lógico es culminar el estudio de los poderes a través de los cuales la Constitución organiza el ejercicio del poder con un detenido estudio de los dos grandes instrumentos –los penales y los políticos– que hacen efectiva su responsabilidad.Una responsabilidad, por eso, que, al igual que cierra el ciclo del ejercicio del poder, cierra también, en perfecta sintonía, una obra dedicada a describir, con la fina precisión de un relojero,su anatomía y su fisiología en los tiempos y en los espacios de la Constitución.

Sólo quien, como Miguel Artola, ha acumulado, a lo largo de toda una larga vida de estudio y reflexión, una vastísima cultura histórica y jurídica, posee la soltura y la frescura indispensables para escribir un libro como éste sin que en ningún momento el lector sufra con la muy densa urdimbre sobre la que aquél está construido desde el principio hasta el final. Porque este Constitucionalismo en la historia no es sólo un ejercicio monumental de erudición y análisis histórico, sino también de armazón expositiva y de talento narrativo. Como un experto director de cine o un veterano novelista, el gran historiador español monta su obra con un celo primoroso: hace constantes saltos en el espacio y en el tiempo, se mueve como pez en el agua en el uno y en el otro, los combina, los construye y reconstruye una y otra vez, y todo con una seguridad y una facilidad que son siempre el resultado de torcerle el brazo a lo complejo y no de echar mano a lo simplificador. Es, así, posible que, en tan solo nueve páginas desfilen por el texto, por ejemplo, Sieyès y Bonaparte, Luis XVIII, Maximiliano I de Baviera, Guillermo de Orange, Federico Guillermo III de Prusia y Metternich, Federico II de Wurtemberg, el cura Morelos y el chileno San Martín, Juan VI de Portugal y su hijo Pedro I del Brasil, Fernando VII, el papa Pío IX, Carlos Alberto de Cerdeña, Carlos de Hohenzollern,Abd-el-Hamed, el zar Nicolás II y Lenin, Stalin, Sverdlov y Bujarin, sin que la exposición chirríe o se pierda en un mar de erudición.Todo lo contrario: los ojos del lector resbalan por el libro sin darse cuenta de que su autor está llevándolo en el espacio hacia arriba y hacia abajo, y en el tiempo hacia delante y hacia atrás, con el único objetivo de explicar con claridad la evolución de uno de los inventos más portentosos que el hombre haya sido capaz de imaginar: el de la Constitución escrita, fuente y límite del único poder que se ha puesto al servicio de una comunidad de ciudadanos, es decir, de seres libres.

Pocas semanas después de aparecer, en 1999, La Monarquía de España, Miguel Artola charlaba en una larga entrevista con otro miembro de su gremio, Santos Juliá, y anunciaba en ella una primicia: que ya entonces estaba trabajando en su Constitucionalismo en la historia, con el que ahora vuelve a asombrarnos, según ya resulta en él habitual. Su intención con ese nuevo proyecto, adelantaba entonces el autor, era mostrar que la Constitución no puede contemplarse como una imagen puramente doctrinal, sino como la respuesta histórica a las circunstancias de su lugar y de su tiempo. Si ese era el objetivo, el profesor Artola puede sentirse sin duda, una vez más, plenamente satisfecho. Para orgullo suyo y para felicidad de sus lectores.

 

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