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El Heidegger secreto y los judíos

Heidegger y el mito de la conspiración mundial de los judíos

Peter Trawny

Barcelona, Herder, 2015

Trad. de Raúl Gabás

176 pp. 16,90 €

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1. El caso Heidegger

Como nadie ignora, Martin Heidegger (18891976) es considerado por gran parte de quienes se dedican al estudio y el cultivo de la filosofía como uno de los pensadores más creativos e influyentes del siglo XX. No pocos lo señalan incluso como el pensador más decisivo de su tiempo y como el último de los grandes representantes de la tradición filosófica occidental. Ecos de su pensamiento se extienden mucho más allá de los límites de la filosofía. Resultan claramente perceptibles, de diversos modos, en el ámbito de disciplinas como la crítica literaria, la lingüística, la psicología, la antropología, la sociología y la teología, por citar los ejemplos más obvios. Pero también artistas, arquitectos e incluso científicos de reconocido prestigio han creído encontrar impulsos inspiradores en su obra y, mientras Heidegger aún vivía, han buscado, en ocasiones, el diálogo personal con el filósofo, que parecía abrir caminos de pensamiento inexplorados y llenos de sugerencias, incluso para aquellos que no poseían una competencia filosófica del tipo que proporciona el cultivo sistemático de la filosofía académica.

En el ámbito de la propia filosofía académica, y en diversos medios culturales, desde Europa hasta Asia, pasando por Latinoamérica, la presencia y la influencia de Heidegger alcanzaron cotas altísimas, hasta el punto de dar lugar, en muchas ocasiones, a formas decadentes, cuando no grotescas, de la obsecuencia dogmática y el culto a la personalidad. Por el mismo motiv, las virulentas reacciones contra Heidegger y el heideggerianismo, no menos frecuentes, respondieron, en muchos casos, no sólo a la dificultad, la oscuridad y, eventualmente, la inaceptabilidad de un pensamiento tan exigente como pretencioso, sino también, y tal vez en mayor medida, a los rasgos más salientes y más irritantes del tipo de seguimiento, poco menos que ciego, que parecía motivar en muchos que se entregaban, sin más, al poder de su influjo. La paradoja fue que, como suele ocurrir en estos casos, el rechazo del pensamiento y la figura de Heidegger presentó, con mucha frecuencia, rasgos muy semejantes a los que mostraba la adhesión ciega contra la cual iba principalmente dirigido. 

Un tono diferente, radicalmente agudizado, adquirió la controversia, sin embargo, cuando, más allá de las oposiciones o pseudooposiciones filosóficas más habituales –por ejemplo, entre clásicos y modernos, realistas e idealistas, metafísicos y positivistas, racionalistas e historicistas, absolutistas y relativistas, etc.–, lo que adquirió protagonismo central en la discusión fue la cuestión relativa a la actitud de Heidegger frente a los terribles acontecimientos históricos de su tiempo y, en particular, su relación con el nacionalsocialismo. Así, contra la pretensión del propio Heidegger de desaparecer detrás de su obra, la relación entre la vida y el pensamiento o, al menos, una parte particularmente importante y penosa de ella quedaba situada, por primera vez, en el centro de la atención. Diversos hechos que involucraron a Heidegger con el nacionalsocialismo y con su fallida actuación como rector de la Universidad de Friburgo entre 1933 y 1934 eran ampliamente conocidos, por así decir, desde siempre. Denuncias como las de Karl Löwith, primero, y Jürgen Habermas, después, habían adquirido notoriedad, ya en vida de Heidegger, sin dar lugar, sin embargo, a un debate generalizado sobre el alcance de su filosofía y la naturaleza de sus vinculaciones con el movimiento político en el cual el filósofo, como muchos otros intelectuales, había depositado sus esperanzas de regeneración nacional a comienzos de los años treinta. Fue sólo hacia finales de los años ochenta cuando la controversia alcanzó el carácter radicalizado y generalizado que ahora muestra. Como nadie ignora, el desencadenante lo proporcionó la publicación en 1987, en francés, del polémico libro del chileno Víctor Farías titulado Heidegger y el nacionalsocialismo, cuya versión alemana, aparecida en 1989, fue prologada por el propio HabermasVíctor Farías, Heidegger et le nazisme, trad. francesa de Myriam Benarroch y Jean-Baptiste Grasset, Lagrasse, Verdier, 1987; Heidegger und der Nationalsozialismus, trad. alemana de Klaus Laermann, Fráncfort, Fischer, 1989. Ambos son traducciones del original español, Heidegger y el nazismo, Barcelona, Muchnik, 1989.. Pero el contexto más amplio en que se inscribió la aparición del libro, y que explica buena parte de su resonancia, al menos en Alemania, venía dado por la llamada «controversia de los historiadores» (Historikerstreit) sobre la singularidad del Holocausto de 19861987, en la que Habermas desempeñó un papel central como contradictor de Ernst Nolte, quien en 1980 había sugerido una comparación de los crímenes en masa del nacionalsocialismo con el sistema soviético de los gulag.

Habermas quiso ver en comparaciones de este tipo la expresión de un «revisionismo histórico» destinado a restaurar la conciencia nacional alemana, liberándola de la carga de su pasado, por la vía de una relativización de lo que sería su impronta única e irrepetible desde el punto de vista moral. La repentina caída del muro de Berlín en 1989 y la posterior reunificación alemana, llevada a cabo a una velocidad sorprendente, dieron lugar a un contexto de discusión completamente transformado, en el cual los temores frente a una restauración de la conciencia nacional alemana, lejos de desvanecerse, se incrementaron de forma dramática, al menos en quienes mantenían un punto de vista cercano al expresado por Habermas.

Desde los tiempos de la publicación del libro de Farías, que dio lugar a un amplísimo debate en el que participaron voces autorizadísimas y también otras muchas menos autorizadas, la discusión acerca de si existe o no una vinculación esencial entre el pensamiento filosófico de Heidegger y su compromiso con el nacionalsocialismo ya nunca cesó del todo, aunque, como es obvio, no mantuvo siempre la misma intensidad. Una nueva agudización se produjo en 2005 con la aparición del libro, poco menos que incendiario, de Emmanuel Faye, quien denuncia el pensamiento de Heidegger como la lisa y llana introducción del nazismo en la filosofía y aboga, sin más, por la exclusión de sus obras de las aulas y las bibliotecas universitariasEmmanuel Faye, Heidegger, L?introduction du nazisme dans la philosophie. Autour des séminaires inédits de 1933-1935, París, Albin Michel 2005 (Heidegger. La introducción del nazismo en la filosofía. En torno a los seminarios inéditos de 1933-1935, trad. de Óscar Moro, Madrid 2009). Para una detallada réplica a la interpretación de Faye, sobre la base de la evidencia textual disponible hasta entonces, véase la obra de Holger Zaborowski, Eine Frage von Irre und Schuld? Heidegger und der Nationalsozialismus, Fráncfort, Fischer, 2010.. Lo que adquirió mayor relieve en esta nueva fase de la controversia no fue simplemente la cuestión del nazismo, sino también, y más específicamente, la del antisemitismo, o, si se prefiere, el antijudaísmo. En este punto, y sobre la base de interpretaciones, cuando menos, altamente discutibles de escritos y cursos de los años 19331935, Faye no sólo atribuye a Heidegger una burda ideología antijudía, en la misma línea de Hitler, y aventura conjeturas sobre la supuesta proximidad del filósofo al círculo de colaboradores más cercanos al Führer (por ejemplo, a Joseph Goebbels), sino que, desde el punto de vista estrictamente filosófico, va incluso más allá: Faye sostiene que la filosofía de Heidegger, superadas las apariencias de juego meramente especulativo, no sería, en rigor, otra cosa que una doctrina criminal destinada a propugnar la guerra de exterminio contra el enemigo judío, cuya trasposición a la realidad conduciría, por tanto, necesariamente al Holocausto.

Los defensores de Heidegger habían argumentado tradicionalmente que el compromiso del filósofo con el nacionalsocialismo, innegable y penoso en sí mismo, era completamente ajeno a la adopción de toda forma identificable de antijudaísmo, y habían intentado interpretar de modo más o menos deflacionario las evidencias textuales, hasta entonces relativamente escasas, que pudieran sugerir lo contrario, porque, por otro lado, contaban con unas cuantas evidencias textuales que hablaban en favor de su propia interpretación, y también con hechos acreditados y testimonios personales que apoyaban con suficiente claridad la conclusión deseada por ellos. Frente a esta estrategia ampliamente difundida, de intención en mayor o menor medida mitigadora, la posición de Faye venía a representar algo así como el extremo opuesto: se trataba, en efecto, de una posición tan hiperbólicamente inflacionaria que difícilmente podía tomarse en serio, al menos en su pretensión más general. En este sentido, y por paradójico que pudiera sonar, Faye resultaba ser un adversario relativamente cómodo, precisamente en razón de su enconada agresividad y su, por momentos, notoria falta de ecuanimidad hermenéutica. Sin embargo, no estaba dicha la última palabra: la publicación de los Cuadernos negros vino a alterar drásticamente el panorama antes descrito.

2. Los Cuadernos negros

Entre marzo de 2014 y marzo de 2015 se publicaron en el marco de la «edición integral» (Gesamtausgabe) de los escritos de Heidegger cuatro volúmenes, numerados del 94 al 97, que contienen un vastísimo conjunto de anotaciones realizadas a lo largo de casi dos décadas, más concretamente entre 1931 y 1948, que, compiladas, dan lugar a un total de más de mil setecentas páginas. Se trata de anotaciones privadas en cuadernos, denominados «negros» por el propio Heidegger, que éste, en principio, no pretendía dar a conocer, pero cuya publicación finalmente consintió, a mediados de los años setenta, en el marco de las etapas preliminares encaminadas a dar forma al proyecto de la Gesamtausgabe, que, según el plan de edición vigente, configura un monumental corpus de 102 volúmenes. Lo hizo, sin embargo, con la exigencia expresa de que esos extraños cuadernos fueran publicados sólo al final, es decir, una vez completada la tarea de edición del resto de los volúmenes, una tarea que ya desde el comienzo se preveía ardua y muy prolongada en el tiempo. Mientras tanto, los manuscritos de los Cuadernos negros deberían permanecer en estricto secreto. Ahora bien, esta disposición expresa de Heidegger no fue respetada por los administradores de su legado manuscrito, que, como se sabe, son familiares directos del filósofo y colaboradores muy cercanos a él. Peter Trawny, autor del libro que es objeto de este comentario y cumplidísimo editor de varios otros volúmenes de la Gesamtausgabe, recibió entonces este particular encargo de edición.

Como no podía ser de otra manera, la decisión de no respetar la disposición expresa de Heidegger ha llamado poderosamente la atención del público especializado, sobre todo porque contrasta fuertemente con la política previa, mantenida a rajatabla, de una alegada fidelidad total a lo que habrían sido los deseos expresos del filósofo. Esa misma política de fidelidad, ahora quebrantada, había proporcionado en el pasado la justificación para decisiones, restricciones y reglas procedimentales en ocasiones difícilmente aceptables desde el punto de vista de las exigencias de cientificidad que plantea la propia labor de edición, por no mencionar las que tienen que ver específicamente con el libre ejercicio de la tarea de investigación y críticaA este respecto, basta mencionar la durísima denuncia realizada hace ya veinte años por un especialista de la talla de Theodore Kissiel.Véase Theodore Kissiel, «Heidegger’s Gesamtausgabe. An International Scandal of Scholarship», Philosophy Today, vol. 39, núm. 1 (1995), pp. 3-15. Véase también la reciente toma de posición de Peter Trawny, quien ha revelado incluso un caso de eliminación dudosamente justificada de un texto comprometido en 1997, en el cual el propio Trawny reconoce haber tenido participación como editor de Gesamtausgabe, 69, al ceder a determinadas presiones. Véase Peter Trawny, «Martin Heidegger und seine Gesamtausgabe. Die letzte Hand des Zauberers». A lo largo de todo 2015 se sucedieron las discusiones y las tomas de posición sobre este espinoso asunto, entre las cuales hay que destacar las correspondientes a la polémica entre Richard Wolin (Nueva York), afamado historiador y politólogo, y Vittorio E. Klostermann, principal representante de la reputada editorial filosófica Vittorio Klostermann, que lleva a cabo la edición de la Gesamtausgabe. El duro intercambio de reproches fue publicado en la revista de filosofía Hohe Luft. . En el presente caso, sin embargo, el propio Trawny ha creído poder justificar la decisión de los administradores apelando a «buenas razones», vinculadas con lo que sería la crucial importancia del texto de los Cuadernos negros, sobre el cual llega incluso a preguntarse si no constituye acaso el verdadero «legado filosófico» de Heidegger, cuya publicación el filósofo habría querido retardar, justamente, en virtud de su especial importancia (p. 17).

La sugerencia, formulada retóricamente a modo de pregunta, guarda estrecha relación con la interpretación que Trawny desarrolla en su libro. Sin embargo, pienso que una simple inspección superficial del contenido de los cuatro volúmenes resulta más que suficiente para comprender que se hace realmente muy difícil poder tomarla demasiado en serio. En efecto, un lector desprejuiciado muy difícilmente podría descubrir en este conjunto, no siempre internamente conexo, de anotaciones, referidas a todo un vasto conjunto de asuntos y temas diversos y dispersas a lo largo de casi veinte años, un «legado filosófico» de «especial importancia», que proporcionara algo así como la clave para entender el conjunto de la obra de Heidegger. Más bien todo hace pensar que el propio Heidegger consideraba, no sin razón, que estas anotaciones, lejos de suministrar una llave maestra para la comprensión de todo lo demás, sólo podían ser adecuadamente comprendidas y valoradas en su alcance y su importancia –también en lo que toca a lo mucho que contienen en materia de toma de posición frente a acontecimientos de la época– sobre la base del enorme conjunto de escritos, de diverso tipo, que debían publicarse con anterioridad. Esta suposición se compadece mejor, por otra parte, con la reticencia que, en general, Heidegger puso reiteradamente de manifiesto a la hora de dar a conocer sus escritos no publicados, convencido como estaba de que la época no estaba ni remotamente madura para comprender cabalmente su pensamiento: si esto valía, en general, para textos internamente muchos más conexos, como son los de las lecciones y otros manuscritos no dados a publicidad, ¿qué no podría decirse entonces de las anotaciones contenidas en los Cuadernos negros?

En cualquier caso, parece claro que el adelanto de la publicación de unos escritos destinados por el propio autor para ser dados a conocer sólo al final de un larguísimo proceso editorial denota un género de apresuramiento que resulta completamente ajeno a la actitud propugnada por el propio Heidegger. ¿Es demasiado aventurado pensar que razones diferentes de las alegadas, y seguramente bastante más pedestres, pueden haber desempeñado un papel no desdeñable en la motivación de un cambio de actitud tan drástico por parte de los administradores del legado manuscrito? La sospecha, me temo, no puede aventarse con excesiva facilidad. Y, en este particular contexto, tampoco resulta fácil dejar de evocar la campaña publicitaria lanzada con motivo de la publicación, en 1989, de las famosas Contribuciones a la filosofía (Beiträge zur Philosophie), de 19361938, contenidas en el tomo 65 de la Gesamtausgabe. Se las presentó entonces, pomposa e insistentemente, como la «segunda obra capital» (zweites Hauptwerk) del genial autor de Ser y tiempo: la obra, mantenida deliberadamente en secreto, en la cual se alumbraba nada menos que el nuevo y pretendidamente decisivo pensamiento del «evento» o «acontecimiento» (Ereignis). Quede reservada a una posteridad menos condicionada por los debates del presente la tarea de enjuiciar la validez de asertos tan pretenciosos como los que acompañaron a estos sucesos editoriales, separados entre sí por casi un cuarto de siglo, pero ambos tan singulares. Una cosa al menos es segura: si se compara todo esto con el trámite relativamente aburrido para el observador exterior que supuso, a lo largo de muchas décadas, la publicación de los tomos de la Husserliana, una edición crítica de la que puede decirse que realmente satisface estándares exigibles de rigor científico, se hace aún más patente lo peculiar y contrastante del caso de la Gesamtausgabe, y se comprende también un poco mejor por qué razón las denuncias de escándalo, en este caso, no siempre se vincularon primariamente con aspectos referidos al pensamiento de Heidegger, sino que apuntaron ya, antes de toda consideración de contenido, a los propios procedimientos implementados en la tarea de edición.

Comoquiera que sea, desde el punto de vista del contenido y el estilo, los textos contenidos en los Cuadernos negros no pueden ser fácilmente clasificados. La sugerencia del propio Trawny de que se trataría de una suerte de «diario de pensamiento» (Denktagebuch) (véase las consideraciones del editor en  Gesamtausgabe 94, p. 530; 95, p. 448; 96, p. 278; 97, p. 519) no parece muy acertada. Más bien pareciera que lo que hay que decir es que se trata simplemente de «reflexiones» (Überlegungen) (Gesamtausgabe 94, 95 y 96) y «anotaciones» (Anmerkungen) (Gesamtausgabe 97), que es, por otra parte, como el propio autor las denomina, de diversa extensión y orientación temática. En el caso de algunos de los textos más tempranos, Heidegger habla también de «guiños» (Winke). Tampoco parece guardar una adecuada correspondencia con las características dominantes de los textos la sugerencia de Trawny de que se trataría de «estudios filosóficos elaborados», que, dada la ausencia de correcciones en el original, supondrían indudablemente la existencia trabajos previos, no conservados (p. 17). Lo que se seguiría de esto último sería, a lo sumo, que los textos fueron pasados a limpio y corregidos en alguna medida. Pero no se sigue, en cambio, que estuvieran concebidos al modo de «estudios filosóficos elaborados», ni mucho menos que estuvieran puestos todos ellos al servicio de un desarrollo temático unitario, aunque resulta indudablemente cierto que, en su mayor parte, se organizan en torno a temas, problemas y motivos característicos del pensamiento heideggeriano de la época del llamado «giro» (Kehre).

Dadas las características de material textual con que nos enfrentamos, nada podría haber hecho pensar que los cuatro volúmenes que lo contienen hubieran podido encontrar un eco tan inmediato y tan extendido como el que de hecho tuvieron. La explicación de esta sorprendente circunstancia tiene que ver, como se sabe, con la presencia de un conjunto de pasajes, relativamente reducido, que contienen referencias directas al judaísmo y los judíos de un carácter, en algunos casos, problemático y, en otros, a todas luces, inaceptable, cuando no sencillamente penoso y hasta grotesco. En razón de esos pasajes, el texto de los Cuadernos negros atrajo de inmediato la curiosidad de todo el mundo y la obra se situó de golpe en el ojo del huracán. A la sorprendente inmediatez, la inusitada intensidad y la inevitable unilateralidad que mostró la amplia recepción de la obra contribuyó también, de modo significativo, el hecho de que, en su calidad de editor, el propio Trawny juzgó conveniente dar a conocer de modo oficioso algunos de los pasajes más irritantes, que citó e hizo circular en círculos heideggerianos de París ya en 2013, bastante antes de la aparición de la obra. Como se ve, la publicación de los Cuadernos negros fue objeto de un curioso doble anticipo, que delata urgencias un tanto llamativas.

3. La interpretación de Trawny

De modo paralelo a la aparición de los primeros tres volúmenes de los Cuadernos negros, en marzo de 2014, Trawny publicó la primera edición de su libro, que a estas alturas ya va por la tercera. La versión española, debida a Raúl Gabás, se basa en esta última edición, que contiene dos capítulos adicionales respecto de la primera, uno de ellos añadido ya en la segunda, y también los nuevos epílogos incorporados sucesivamente en la segunda y la tercera. Es una versión muy legible y ágil, que puede calificarse, en general, de precisa. Contiene, sin embargo, alguna inconsistencia en el vocabulario, algún error relevante y también varias erratas menoresEn materia de inconsistencias, la más notoria concierne a la traducción del término Machenschaft, que desempeña un papel muy importante a lo largo del texto. El término es difícil de traducir. La traducción más usual en español es «maquinación», o bien «intriga», pero es dudoso que refleje las connotaciones que el término adquiere en el lenguaje de Heidegger. Gabás se inclina por una solución diferente y, en su primera aparición, lo traduce como «construcción sistematizada», colocando, además, el término alemán entre paréntesis (p. 27). Más adelante, la traducción muta, sin embargo, a «producción sistematizada», sin que medie aviso alguno (p. 41 et passim). Por otra parte, un importante error de traducción, o tal vez de imprenta, que puede obstaculizar la comprensión, se encuentra en la página 147, donde, en lugar de «el hablar poético», debería leerse «el hablar profético»..

Lo que Trawny ensaya en el libro no es una presentación de conjunto de la temática de los Cuadernos negros, sino una interpretación centrada en los pasajes que conciernen a los judíos y el judaísmo. La tesis principal de Trawny consiste en atribuir a Heidegger una forma peculiarísima de antijudaísmo, cuya especificidad vendría dada por su conexión intrínseca con los temas que dominan el pensamiento de Heidegger durante esos años, a saber: la así llamada «historia del ser» o, si se prefiere, «ontohistoria» (Seinsgeschichte, Geschichte des Seins). Así, Trawny atribuye a Heidegger un «antisemistismo ontohistórico» (seinsgeschichtlicher Antisemitismus). Más preciso hubiera sido hablar de «antijudaísmo ontohistórico» y así lo haré en lo que sigue, aunque me aparte con ello de la terminología de TrawnyComo nadie ignora, el término «semita» se emplea con una extensión mucho mayor que el término «judío» o «hebreo». Se llama «semitas» a diversos pueblos históricos entre los cuales, además de los judíos, se cuentan, por ejemplo, los árabes, los fenicios, los asirios, los babilonios, etc. También se denomina de ese modo a las lenguas habladas por esos pueblos.. Se trataría de un antijudaísmo que, si bien no afecta de igual modo a la totalidad de la filosofía de Heidegger, la contamina y difumina, así, sus márgenes: pensamientos que hasta ahora parecían neutrales aparecerían ahora bajo otra luz (p. 15). Consciente de su peculiarísima naturaleza, y para evitar las confusiones, Heidegger habría mantenido su antijudaísmo en total secreto, ocultándolo incluso a los nacionalsocialistas (p. 19). La publicación de los Cuadernos negros lo pondría, pues, al descubierto por vez primera.

Trawny desarrolla la parte nuclear de su argumentación en cuatro pasos, a saber: primero ofrece un breve bosquejo del «paisaje de la historia del ser», en el cual se sitúa el «antijudaísmo ontohistórico» (pp. 2136); en segundo lugar, caracteriza los principales tipos de tal forma de antijudaísmo (pp. 3769); luego discute el papel que Heidegger otorga al concepto de raza (pp. 7183); y, finalmente, examina lo que sería la ambivalente actitud de Heidegger frente a lo extraño (pp. 8595). Comento muy brevemente estos puntos.

1) El núcleo narrativo de la concepción heideggeriana de la «historia del ser» reside, a juicio de Trawny, en la contraposición de dos «comienzos», a saber: el comienzo griego, que da lugar al desarrollo que concluye en la «construcción/producción sistematizada» de la técnica planetaria, por un lado, y el «nuevo comienzo», que adviene con el pensar no metafísico del ser como «evento» o «acontecimiento» (Ereignis) (pp. 26 y ss.). Esta contraposición, llevada a su extremo, daría lugar, piensa Trawny, a un «maniqueísmo ontohistórico» (seinsgeschichtlicher Manichäismus), que conduce a una oposición polar entre ser y ente, como extremos entre los cuales se produce una decisión excluyente (pp. 28 y ss.). Tal sería la atmósfera enrarecida en la que se mueve el pensamiento de Heidegger desde finales de los años treinta, sin conocer todavía las importantes matizaciones introducidas posteriormente, una vez concluida la guerra (pp. 29 y ss.). Los griegos son receptores del encargo del primer comienzo, mientras que el nuevo comienzo es el encargo que reciben los alemanes (p. 33). Los judíos, señala Trawny, se añaden a estos dos colectivos (p. 33), con lo cual busca sugerir, desde el principio, que los judíos desempeñarían un papel comparable en la narrativa ontohistórica. Sobre esta base, la relación con el nacionalsocialismo real es compleja: hay un momento de cercanía que permanece constante hasta el final de la guerra y que constituye, a la vez, una distancia insalvable que se refleja, entre otras cosas, en la severa crítica de Heidegger al biologismo y la absolutización del concepto de raza desde finales de los años treinta (pp. 34 y ss.). En último término, el nacionalsocialismo queda incluido en la órbita del pensar metafísico que ha de ser superado, de modo que ya no forma parte del «nuevo comienzo» (pp. 35 y ss.).

2) Trawny distingue tres tipos de «antijudaísmo ontohistórico» que, lejos de ser formas especialmente refinadas, no harían más que codificar en clave filosófica creencias vulgares. El primero vendría dado por la asociación del judaísmo con una racionalidad basada primaria o exclusivamente en la capacidad de cálculo, para la cual los judíos estarían especialmente dotados (pp. 37 y ss.). La «carencia de mundo» (Weltlosigkeit) propia de los judíos estaría conectada con su particular tenacidad en la habilitad de cálculo, que facilita el desplazamiento y la mezcolanza (Gesamtausgabe, 95, p. 97, núm. 5). En tal sentido, explica Trawny, los judíos serían especiales actores de la ontohistoria en cuanto que representarían paradigmáticamente una de las formas más antiguas de la «maquinación» o «construcción/producción sistematizada». La vulgar asociación del judaísmo con el cálculo y el dinero, de larga tradición, queda así investida de dignidad ontohistórica (pp. 42 y ss.).

El segundo tipo de «antijudaísmo ontohistórico» consiste en la creencia de que los judíos son quienes han vivido ellos mismos desde siempre según el principio racial, razón por la cual se opondrían decididamente a su aplicación generalizada y favorecerían, en cambio, el desarraigo de todos los pueblos, tal como este se produce en la lógica interna de despliegue de la «maquinación» o «construcción/producción sistematizada» (pp. 38 y ss.; véase también Gesamtausgabe, 96, p. 56, núm. 38). Aquí Trawny subraya el rechazo de Heidegger al pensamiento racial, cuya ideología constructivista no brota de la vida misma, pero afirma que dicho rechazo no supone el abandono del concepto de raza, sino su conservación como una condición necesaria del Dasein histórico, arrojado en su facticidad (pp. 47 y ss.). El reproche de Heidegger a los judíos consistiría aquí en haber aplicado desde tiempo inmemorial lo mismo que los nacionalsocialistas aplicaban ahora ilimitadamente con sus leyes raciales (p. 51): desde el punto de vista ontohistórico, la confrontación entre nacionalsocialistas y judíos se produce, pues, sobre un suelo común compartido (pp. 52 y ss.).

El tercer tipo de «antijudaísmo ontohistórico» viene dado por la creencia en la existencia de una función peculiar del «judaísmo mundial» como representante paradigmático de la humanidad sin arraigo ni vinculación, dentro del marco de la confrontación entre «americanismo» y «bolchevismo» (p. 39). Trawny recuerda que, en una conversación sobre los «Protocolos de los sabios de Sión» –una falsificación de gran circulación en la época, que tuvo su origen en conexión con el caso Dreyfus y de la que Hitler era considerado un ferviente seguidor–, Heidegger había expresado ante Jaspers su creencia en que existía, sin embargo, una «peligrosa unión internacional de los judíos» (p. 54)Como se ha hecho notar, no contamos con ninguna evidencia de que Heidegger leyera los «Protocolos». A esto Trawny replica, en el epílogo a la segunda edición, que su interpretación no atribuye a Heidegger tal lectura, sino que se limita a establecer una conexión, por así decir, atmosférica, en la que los discursos de Hitler habrían desempeñado un papel mediador (p. 163).. Trawny piensa que la ficción del dominio judío del mundo actual pudo proporcionar el punto de partida de la visión de Heidegger que situaba la confrontación de los nacionalsocialistas y los judíos en un mismo plano desde el punto de vista ontohistórico (pp. 55 y ss.), y que presentaba a los judíos como un enemigo imperceptible, presente en todas partes (pp. 59 y ss.; véase también Gesamtausgabe, 96, p. 262, núm. 9). En esa lucha, sin embargo, lo carente de suelo terminaría por aniquilarse también a sí mismo (p. 66), y ello, en definitiva, a través del «americanismo», que culminaría en el nihilismo (p. 68) y en el cual radicaría «todo lo funesto» por ser incapaz de un «nuevo comienzo» (p. 69).

3) En su discusión del papel que desempeña el concepto de raza, Trawny sostiene que la apropiación practicada por Heidegger busca retenerlo, mitigando al mismo tiempo la inflexión biologista dominante en el empleo por parte de los nacionalsocialistas. Según esto, Heidegger no rechazaría la conexión con la dimensión de «la sangre», es decir, con lo biológico y hereditario, pero pondría el énfasis más bien en la vinculación con el uso valorativo de la expresión, presente en expresiones en las que «tener raza», «ser alguien o algo de raza» o «mostrar raza» aluden al «rango», la «clase» o la «categoría» de algo, en el sentido de su calidad o excelencia (pp. 73 y ss.). Algo análogo sucede con la noción de autoctonía tal y como entra en la ideología de «sangre y suelo»: se trata de dimensiones que, en tanto remiten al origen, pertenecen al «ser arrojado» del Dasein, que condiciona su carácter esencialmente proyectivo (pp. 76 y ss.), pero que no sustituye dicho carácter, ni en el plano individual ni en el colectivo. Por lo mismo, tampoco la pertenencia a un «pueblo» queda decidida simplemente de ese modo, ya que sólo puede recibir su significación auténtica en y desde un determinado proyecto histórico. Dentro de este marco interpretativo, la distancia crítica con la concepción oficial del nacionalsocialismo, con su inflexión eminentemente biologista, va acentuándose crecientemente con el correr de los años (pp. 77 y ss.), porque, en definitiva, todo pensamiento racial no es otra cosa que una manifestación de la concepción moderna de la subjetividad (pp. 79 y ss.). Paradójicamente, señala Trawny en uno de los momentos más agudos de su interpretación, es esto último lo que facilita la ubicación de los judíos como representantes paradigmáticos del pensar calculador dentro la narrativa ontohistórica, justamente en la medida en que serían ellos quienes habrían vivido desde siempre según el principio racial (pp. 81 y ss.).

4) Finalmente, Trawny considera la actitud de Heidegger frente al fenómeno de lo extraño, en el sentido de lo ajeno y foráneo (fremd, das Fremde). Aquí Trawny contrasta lo que sería una actitud positiva frente a lo extraño, en el plano que concierne al ser y a su indisponibilidad en su carácter radical de evento o acontecimiento, por un lado (pp. 87 y ss.), con un evidente recelo frente a lo extraño y no autóctono, en el plano del ente, por otro (pp. 89 y ss.). Este último rasgo adquiere una sintomática agudización allí donde se trata de enfatizar el carácter deletéreo de toda identidad que poseería todo aquello que carece de arraigo, muy particularmente a la hora de poner de relieve el riesgo al que se ve expuesto el destino de los alemanes, caracterizado en términos románticos como «el pueblo de los pensadores y los poetas» (pp. 92 y ss.).

Con esto he ofrecido una somera presentación de lo que, a mi modo de ver, constituye el núcleo de la interpretación ofrecida por Trawny. Los restantes cuatro capítulos, dedicados a la actitud frente a Husserl (pp. 97110), a la relación entre vida y obra (pp. 111116), al motivo de la (auto)aniquilación (pp. 117131) y a la actitud mantenida tras el desvelamiento del Holocausto, donde desempeña un papel central la figura de Hannah Arendt (pp. 133151), incluyen una serie de consideraciones complementarias y corolarios que no puedo comentar aquí en detalle. Me limito a un par de observaciones más generales.

El tratamiento de los casos de Husserl y Arendt forma parte, a mi modo de ver, de los momentos menos logrados de toda la obra. En el caso de Husserl, Trawny se afana por mostrar que, además de las diferencias filosóficas y los conflictos personales, el distanciamiento crítico de Heidegger respecto de la versión husserliana de la fenomenología incluiría también la caracterización de esta última como una forma de pensamiento judío, es decir, como expresión de la habilidad para el mero pensar calculador (pp. 103 y ss.; véanse también pp. 38 y 46 y ss.). Hasta donde alcanzo a ver, no hay ninguna evidencia textual que avale este aserto. Por el contrario, la alegada por Trawny habla incluso claramente en el sentido contrario, en la medida en que atribuye a Husserl el logro duradero de haber hecho posible la superación de formas paradigmáticas del reduccionismo naturalista, como el psicologismo y el historicismoEn particular, la crítica a Husserl en Gesamtausgabe, 96, pp. 44 y ss., núm. 24, por haber pasado por alto la pregunta por el ser y, con ello, por no haber logrado adoptar el punto de vista adecuado en lo concerniente a la decisión fundamental entre el primado del ente y la verdad del ser (p. 47), parte expresamente del reconocimiento a Husserl por haber superado, con su concepción del método fenomenológico, toda «explicación psicológica» (psychologische Erklärung) y todo «recuento histórico de opiniones» (historische Verrechnung von Meinungen; p. 46). En ese sentido, su concepción posee una importancia duradera (bleibende Wichtigkeit) (ibídem).. En el caso de Arendt, por su parte, la presentación de Trawny resulta, en general, algo más convincente, pero contiene algunos puntos insalvables. Por ejemplo, en relación con la historia de la posible venta del original de Ser y tiempo a una biblioteca norteamericana en 1969, ¿era inevitable interpretar la petición de ayuda de Elfride Petri, la mujer de Heidegger, a Arendt para que averiguara un precio adecuado como una suerte de revelación indirecta de la atribución a los judíos de una especial sagacidad en asuntos monetarios? (p. 136). En cuanto al tratamiento de la relación entre vida y obra, puede decirse que apunta, fundamentalmente, a explicar el hecho reconocido de la proximidad de Heidegger a un amplio grupo de colegas y discípulos judíos, y lo hace con referencia al tipo de explicación que posibilitaría la categoría de «judíos de excepción», por contraste con el enemigo colectivo y anónimo, imperceptible, pero presente en todas partes (pp. 115 y ss.).

Mención especial merece, por último, el tratamiento del fenómeno de la (auto)aniquilación. Aquí aparece un cuadro que la precedente focalización en el motivo del antijudaísmo no permitía percibir en todo su alcance. En efecto, Trawny centra ahora su atención en la conexión que dicho motivo mantiene con toda una serie de elementos referidos a otras colectividades étnicas y otras configuraciones históricas, tales como Rusia o lo ruso, Inglaterra, el americanismo, el marxismo, el bolchevismo, el cristianismo, lo chinesco, lo asiático. Trawny cree poder asignar al judaísmo una particular centralidad en la concepción de Heidegger dentro de la dinámica de destrucción y (auto)aniquilación que configura el despliegue de la lógica interna de la «maquinación» o «construcción/producción sistematizada»: el judaísmo no sería otra cosa que la reducción apocalíptica misma (p. 120), que en Auschwitz llega finalmente a la autoaniquilación (p. 131). Sin embargo, el propio Trawny asume que el embate de Heidegger se dirige en rigor en estos años contra las tres formas más paradigmáticas de universalismo, históricamente determinadas: judaísmo, platonismo y cristianismo (p. 127). Esto no le impide, sin embargo, mantener su decisión hermenéutica de situar el motivo antijudío en el centro de su reconstrucción interpretativa, una decisión sobre cuya base puede incluso especular que, para Heidegger, nacionalsocialismo, americanismo, anglicismo y bolchevismo, a los que habría que añadir probablemente el cristianismo y no sé si incluso el platonismo, vendrían a configurar formas de expresión de «lo judío», identificado ahora sin residuo alguno con la «maquinación» o «construcción/producción sistematizada». Sólo sobre esta base puede alcanzar Trawny la conclusión de que el pensamiento de Heidegger representa una aniquilación de los aniquilados en Ausschwitz, en cuanto que piensa en esta aniquilación como una autoaniquilación (p. 130 s.).

Dejo al lector la tarea de evaluar la verosimilitud de esta última construcción interpretativa, para la cual, a mi modo de ver, ya no puede reclamarse ningún apoyo textual que pudiera avalarla en su pretensión más general. En todo caso, a la luz de la violencia interpretativa que se pone de manifiesto en este paso, me resulta difícil evitar la pregunta de si, en ocasiones, la aniquilación, real o supuesta, a la que somete el pensamiento filosófico aquello que piensa, no recibe, en el plano de la interpretación que debería aspirar a hacerle justicia, un pago con la misma moneda.

4. Observación final

En los «intentos de respuesta» con los que se cierra la obra (pp. 153165), Trawny sugiere que el «maniqueísmo ontohistórico» que proporciona el marco para el antijudaísmo que se revela en los Cuadernos negros quedaría posteriormente superado al llegar Heidegger a una nueva comprensión de la relación entre ser y ente y, con ello, también de la esencia de la técnica, tal como ésta se pone de manifiesto en los escritos posteriores al fin de la guerra. Sugiere, además, la posibilidad de que la decisión de Heidegger de dar a conocer el texto de los Cuadernos negros pudiera responder a su intención de mostrar hasta qué punto su pensamiento del ser se vio expuesto al extravío (pp. 158 y ss.). La pertinencia de estos intentos mitigadores depende, como es obvio, de la corrección del diagnóstico de Trawny referido al alcance de la posición contenida en el texto de los Cuadernos negros. Pero, en su pretensión más general, tal diagnóstico no puede sino generar serias dudas, pues existen indicios sólidos de que la focalización poco menos que excluyente en el motivo del «antijudaísmo ontológico» trae consigo una suerte de efecto lupa que, en último término, distorsiona fuertemente las proporciones del conjunto.

En cuanto a la posición del propio Heidegger, no deja de sorprender el modo en que combina su elevadísima pretensión de esencialidad con una asombrosa dependencia de generalizaciones empíricas carentes de toda fiabilidad, cuando no completamente simplistas, y con una ausencia de rigor histórico por momentos escalofriante. Sus referencias a lo que sería la esencia y el papel histórico de toda una serie de entidades colectivas altamente difusas, representadas de modo cuasihipostasiado como fuerzas históricas operantes, se mueven, con asombrosa frecuencia, en el plano que corresponde a un discurso groseramente vulgar, alimentado de generalizaciones no acreditadas, cuando no de prejuicios ajenos a toda crítica racional. Esto vale también, y muy especialmente, para el caso de la mayor parte de las referencias antijudías contenidas en los Cuadernos negros. No parece poder evitarse, por tanto, la conclusión de que, más allá de las muchas diferencias con las formas de antijudaísmo más habituales, en especial las basadas en la ideología de la sangre y el suelo propagada por los nacionalsocialistas, Heidegger no dudó en incorporar en su propio discurso diversos motivos característicos de formas tradicionales del antijudaísmo europeo. No es seguro que esto último baste para tildar a Heidegger, sin más, de un simple representante de esas formas de antijudaísmo, ya que su propia posición queda impostada finalmente en un nivel de reflexión completamente diferente. Pero tampoco puede haber duda, a mi modo de ver, de que su adopción acrítica de una serie de prejuicios característicos lo sitúa, en la práctica, en la cercanía de esas mismas formas de antijudaísmo. La pretensión de superarlas en clave ontohistórica no hace, en definitiva, más que sublimarlas, sin eliminarlas, y, con ello, contribuye también, quiérase o no, a legitimarlas.

Ahora bien, y más allá de toda posible matización ulterior, cabe primero preguntarse: ¿no constituye acaso una lección inolvidable en el arte de la autorrefutación pragmática el hecho de que el filósofo del ser que, con exuberante derroche de brillantez, ha puesto de manifiesto la tendencia anclada en el Dasein a someterse al imperio de la habladuría, termine por construir él mismo un pensamiento de alcance pretendidamente ontohistórico, pero apoyado acríticamente en gran medida en un conjunto de «ismos» que escapan a toda posible acreditación fenomenológica? Desde este punto de vista, la lectura de muchos pasajes de los Cuadernos negros que irradian una arbitrariedad tosca e irritante, por muy desagradable que pueda resultar, no deja de ser una experiencia importante, incluso imprescindible, para quienes se interesan verdaderamente por el pensamiento de Heidegger. En efecto, ayuda a comprender que también aquí, como en tantos otros casos, el único camino transitable no puede ser sino el del cultivo de una actitud ajena a todo fanatismo dogmático, sea de corte defensivo o condenatorio. Sólo así se estará en condiciones de adoptar una perspectiva de serena distancia, que permita aprender no sólo de los muchos y admirables aciertos de un filósofo extraordinariamente creativo y penetrante, sino también de sus errores y desvaríos, en ocasiones, espeluznantes.

Alejandro G. Vigo es profesor de Filosofía en la Universidad de Navarra. Sus últimos libros son Estudios aristotélicos (Barañaín, Eunsa, 2006; 2º ed. corr., 2011) y Juicio, experiencia, verdad. De la lógica de la validez a la fenomenología (Barañaín, Eunsa, 2013).

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Ficha técnica

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