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Horizontes cercanos (y II)

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Si la democracia liberal está en crisis, ¿cómo ponerle freno? Tal era la pregunta que nos hacíamos en este blog hace dos semanas, de la mano de un artículo del analista británico Timothy Garton Ash que se fija como meta la prescripción de una cura para el liberalismo. Pero ya puede advertirse aquí una aparente disonancia: ¿es que la democracia liberal y el liberalismo son la misma cosa? ¿Qué es lo que hay que revitalizar, la democracia liberal o el liberalismo? ¿O es que están vinculados de manera indisoluble?

La cuestión tiene enjundia. Ya advertíamos aquí contra el descuido analítico que consiste en poner en el mismo plano democracia liberal y liberalismo, sin distinguir por tanto entre las dos facetas de este último. Es obvio que el liberalismo trae consigo la democracia liberal en el plano histórico, de resultas de la lucha ilustrada contra el absolutismo monárquico y de los procesos revolucionarios británico, estadounidense y francés. Pero el liberalismo no es solamente una estructura institucional, sino también una doctrina política o ideología que defiende una cosmovisión particular y particulares soluciones para la resolución de los problemas sociales. Y así como no se puede ser liberal sin ser además demócrata liberal, se puede ser demócrata liberal sin ser liberal: de conservadores, libertarios, socialistas, ecologistas e incluso comunistas se espera que sean respetuosos con las instituciones democrático-liberales (imperio de la ley, separación de poderes, respeto de los derechos fundamentales, gobierno representativo, respeto jurídico del pluralismo, neutralidad moral estatal) incluso si ellos mismos defienden otra concepción del ser humano, vínculos comunitarios más fuertes o una redistribución igualitaria de la riqueza.

De manera que se hace necesario aclarar si uno quiere proteger la democracia liberal o revitalizar el liberalismo; salvo que uno quiera hacer las dos cosas a la vez, tal vez porque entienda que la buena salud del liberalismo mejora la salud de la democracia liberal. El asunto se complica si tenemos en cuenta que, al igual que sucede con las demás tradiciones políticas, no hay un liberalismo sino muchos liberalismos, sin que ninguno de ellos pueda decirse más auténtico que los demás; solo podrá ser más o menos convincente. Timothy Garton Ash no deja claro si sus recetas tienen por objeto tratar las patologías de la democracia liberal contemporánea o cambiar el liberalismo en su faceta de doctrina política particular, que compite con otras en el espacio público y en la arena partidista. Lo primero respondería a la amenaza que populistas y nacionalistas iliberales representan para la existencia o la integridad de la democracia liberal, mientas que lo segundo es una respuesta a la pérdida de atractivo del liberalismo. Pero tiene sentido pensar, no obstante, que la debilidad o impopularidad del liberalismo, entendido como cosmovisión o conjunto de creencias, es dañina para la democracia liberal y beneficiosa para los enemigos de esta última.

De ahí que la primera prescripción de Ash sea «la defensa de los valores e instituciones liberales clásicas» frente a las amenazas de populistas y autoritarios: libertad de expresión, tribunales independientes, instituciones contramayoritarias. Además de mencionar a Polonia, Ash cita el rechazo de Trump a conceder la derrota electoral o el intento de Boris Johnson de suspender la actividad del parlamento para sacar adelante el Brexit como demostraciones de que no podemos depender de las reglas informales y las buenas maneras. Y tiene razón: también en España hemos visto que los intereses partidistas o el ansia de poder pueden arrasar con las convenciones sin que los votantes protesten demasiado; ahí están la multiplicación del número de altos cargos sin la debida cualificación o el nombramiento de una ex ministra de Justicia como Fiscal General del Estado.

Timothy Garton Ash

Sin embargo, Ash no nos dice cómo han de reemplazarse las convenciones ni quién tiene que hacer qué para evitar que un líder político coquetee con el iliberalismo. Recurrir a las instituciones no parece servir de mucho, aunque los institucionalistas digan lo contrario: instituciones y normas operan en contextos culturales específicos, que condicionan en buena medida su desenvolvimiento y aplicación. Si se pide al gobierno que entregue un contrato o un informe sobre la base de la ley de transparencia, pero el gobierno dice que no lo encuentra, como ha sucedido en España, ¿qué se puede hacer? ¿Y quién debe hacerlo? Recuérdese que todos los partidos políticos españoles se sumaron alegremente a las movilizaciones populares convocadas tras hacerse pública la sentencia del caso de «la Manada», sin que ninguno de ellos se atreviese a defender a los jueces, su independencia o la complejidad técnica y las garantías del proceso penal. La necesidad de reforzar las instituciones liberal-democráticas es tan acuciante como la de dar forma a una cultura política democrática que ponga en su centro el cumplimiento de la ley, pero no está en absoluto claro a quién corresponde hacerlo ni por qué medios. Y la verdad es que Ash no nos lo dice.

La segunda receta de Ash se desdobla en dos direcciones: una de ellas se refiere a la doctrina liberal y la otra a la acción del Estado liberal, cuyas políticas deben ser impulsadas por los gobiernos democráticos. En ambos casos, la prescripción consiste en la mitigación del individualismo. Este último habría sido auspiciado por el liberalismo de los años de la Guerra Fría y habría tenido su expresión en un «fundamentalismo de mercado» cuyos efectos negativos habrían conducido a millones de votantes —dice Ash— al populismo. Vamos por partes.

Sobre lo primero, Ash cita a Pierre Hassner, filósofo político francés que avisó de que el final de la Guerra Fría no debía interpretarse como una derrota definitiva de las aspiraciones colectivistas: tanto el anhelo de comunidad e identidad como las demandas de igualdad y solidaridad estaban llamadas a regresar por la puerta grande. ¡El retorno de lo reprimido! Se trataría entonces de que el liberalismo reconociera que estamos ante valores —enfatizados unos por el conservadurismo y otros por el socialismo—que responden a necesidades humanas tanto como lo hace la mismísima libertad. De ahí que hayamos subestimado el impacto de la globalización, el cambio tecnológico o la liberalización económica; preocupados por el reconocimiento de las minorías, para colmo, no supimos ver que algunos miembros de las viejas mayorías empezaban a sentirse inseguros, lo que desembocó en el apoyo de la clase trabajadora blanca a Trump y el Brexit.

Pongamos que todo eso es así: ¿qué hacer? Dice Ash que el liberalismo no defiende o no debe defender «una fantasía cosmolibertaria de ciudadanos desarraigados», sino «el derecho de la gente a estar arraigada de más de una forma y en más de un lugar». No está claro dónde ni de qué manera se ha negado ese derecho; en todo caso, el argumento aquí es que no se debe dejar la nación a los nacionalistas: hay que «limitar la inmigración, proteger las fronteras y fortalecer un sentido de comunidad, confianza y reciprocidad dentro de ellas». Por añadidura, Ash pide que ralenticemos la velocidad de los cambios sociales, apuntándose incluso a la desaceleración intencionada defendida por el ex presidente alemán Joachim Gauck. Como puede verse, Ash mezcla aquí la doctrina liberal con la acción estatal: pide un giro teórico tanto como políticas concretas. Espera así que los teóricos liberales presionen para que se apliquen políticas públicas concretas, si bien el objetivo de «ralentizar el cambio social» se antoja extraordinariamente ambicioso y, en principio, bien poco liberal.

Sucede algo parecido cuando Ash habla de la desigualdad que estaría detrás del auge populista. Sus dimensiones son múltiples: socioeconómica, educativa, geográfica, intergeneracional, simbólica. ¡Ahí es nada! Para avanzar hacia una mayor igualdad de oportunidades, el autor británico propone medidas tales como el impuesto de la renta negativo, la renta básica universal (invocando como argumento de autoridad a favor de esta última que —¡sorpresa!— el 71% de los europeos se declara favorable), la herencia mínima universal o el reforzamiento de los servicios públicos, así como —lo han adivinado— la educación (incluida una educación superior que en algunos países tiene un coste muy elevado para los estudiantes). Para financiar este giro asistencial, Ash sugiere acabar con los paraísos fiscales, aprobar un impuesto a la riqueza (¿global?) o gravar a las grandes empresas digitales. Esta redistribución económica debe complementarse con una «redistribución del respeto» que conduzca a la revalorización de los ciudadanos no educados, con objeto de que la disparidad de estima no alimente a los partidos populistas; para ello, no sin una cierta grandilocuencia, Ash apela a la «imaginación liberal» que a su juicio ha estado ausente en estos años de desviación individualista. Y de ahí que llegue a pedir «un gran cambio ético» entre los ricos: ¡ha visto Parásitos! Se pregunta Ash:

«¿Podemos los liberales cosmopolitas afirmar con sinceridad que, en las décadas posteriores a 1989, hemos mostrado respeto y preocupación por la población del cinturón de óxido en Estados Unidos, o por las comunidades abandonadas del norte de Inglaterra?».

Y su pregunta puede responderla Hans Ulrich Gumbrecht, quien desde la por lo demás muy liberal Stanford se refería así en un libro recientemente traducido al español al desprecio de la izquierda cosmopolita por el electorado conservador:

«Cualquiera que viva fuera de las metrópolis y haya dejado atrás la juventud debe soportar todo lo que los responsables de los medios, que tan gustosamente se han atribuido el papel de custodios de la información, quieran promulgar. Desde esta posición de desproporcionada dignidad, no sólo condenan las decisiones tomadas, sino que cuestionan su legitimidad democrática, como si exclusivamente las opiniones de los votantes menores de treinta años y las de los residentes de las grandes ciudades tuvieran peso político».

Ocurre que los ejemplos que pone Ash son delatores del especial papel que cumple en su análisis el mundo anglosajón. No en vano es allí donde el populismo ha dejado una huella más fuerte a través del Brexit y de Trump (aunque la victoria de este último admite una explicación ordinaria tras dos presidencias demócratas). Pero es que también es allí donde puede establecerse una relación más directa entre omisión estatal y sensación de abandono. Es dudoso que esto sea nuevo: a principios de los años 80 ya abundaban las bromas de los políticos londinenses de la serie de la BBC Yes, Minister sobre las circunscripciones que estaban «up there», o sea en el norte del país. Por su parte, Estados Unidos ha sido tradicionalmente una sociedad poco preocupada por la desigualdad o, al menos, poco amiga de corregirla públicamente; tal como sugiere la favorable acogida al plan de estímulo del nuevo presidente Biden, tal vez esto esté cambiando. En todo caso, a pesar de los chalecos amarillos franceses, no parece que las advertencias de Ash sobre la desigualdad y el liberalismo sean igualmente aplicables a las sociedades anglosajonas que a las europeas continentales: basta pararse a mirar el porcentaje del PIB que corresponde al gasto público, que en Francia alcanzó nada menos que el 55.6% del PIB en el año 2019, para constatarlo.

A decir verdad, en el apoyo de los electorados democráticos occidentales al populismo y en el más general lamento sobre el estado de la desigualdad socioeconómica puede detectarse una negativa a aceptar las consecuencias globales de la caída del comunismo. Y es que la incorporación del resto del mundo a la economía competitiva de mercado reduce significativamente la pobreza y disminuye de manera notable la desigualdad entre países, pero aumenta la desigualdad en el interior de las sociedades ricas… sin que esto las condene precisamente a la pobreza. Pero hay que distinguir a su vez entre sociedades, pues no todas ellas son iguales ni sus desequilibrios internos pueden explicarse de la misma manera. Sumemos a ello el problema intergeneracional: por mucho que Ash ponga el acento en el egoísmo fiscal de los superricos, quizá haya que empezar por explicar a los pensionistas vascos —un suponer— que deberían dejar de manifestarse. Es curioso, en ese sentido, que Ash no mencione la racionalización del gasto público como medida necesaria para hacer al Estado más eficiente y aumentar de paso la legitimidad de la acción fiscal; de nuevo, parece estar pensando en la debilidad relativa del Estado asistencial en Estados Unidos o en los excesos de la política de austeridad conservadora en Gran Bretaña.

Es difícil estar de acuerdo con la afirmación de que el Estado de la Europa continental es un Estado débil, ausente de su sociedad o «liberalizado». Desde su atalaya norteamericana, Gumbrecht sugiere que la Europa continental —y en cada vez mayor medida su Norteamérica adoptiva— se caracterizaría más bien por la adopción casi unánime de lo que él denomina «socialdemocratismo», una ideología transversal que se orienta de manera fuerte hacia la intervención del Estado en los asuntos personales y en la conformación de la moral pública. La mayoría de los ciudadanos recibiría de buen grado esas prohibiciones y recomendaciones, por verlas como imposición justa de una moralidad universalizable. ¿Y qué hay entonces de las guerras culturales? Pues depende de la identidad de quien la libre: pueden entenderse como un movimiento de oposición a ese intervencionismo o como un llamamiento a intensificarlo. De este problema no se ocupa Ash, sin embargo, y uno diría que la reconfiguración del liberalismo pasa por la defensa del pluralismo razonable ante sus enemigos, lo que incluye forzosamente la defensa de la muy debilitada neutralidad moral del Estado.

En las recetas de Ash se aprecia así una tensión entre la orientación individualista —y por tanto pluralista— del liberalismo y la nostalgia por la comunidad que sienten republicanos, comunitaristas y socialistas; un anhelo que encontraría una expresión distinta, más fuerte y agresiva, en populistas y nacionalistas. Pero la crítica según la cual el liberalismo presta una atención insuficiente a la comunidad no da en el blanco. Tal como señala el teórico Alan Ryan, ocurre más bien que a los liberales les impresiona tanto el modo en que la sociedad influye sobre las vidas de sus miembros, que tratan de asegurarse de que no las distorsiona y aplasta. De ahí que resulte difícil crear una emocionalidad liberal en ausencia de enemigos exteriores —¿ocupará China el papel de la URSS a esos efectos?— y no digamos dar forma a un ideal de nación capaz de competir con el que propone el nacionalpopulismo.

Ahora bien: incluso si discrepamos con Ash, estaremos de acuerdo en que el reforzamiento de la democracia liberal y la rehabilitación de la doctrina política liberal son objetivos deseables. A mi juicio, el primero es más factible que el segundo, por la sencilla razón de que los rivales del liberalismo siempre encontrarán algo que reprocharle. Sí que parece aconsejable que el liberalismo apueste por un meliorismo escéptico que subraye la naturaleza inevitablemente parcial y accidentada del progreso humano, tal como las crisis económicas y las presiones ecológicas ponen de manifiesto; yo mismo he hablado de una «Ilustración pesimista» que evite las falsas promesas post-históricas. Pero la dificultad antes aludida subsiste: ¿quién ha de procurar el reforzamiento de las instituciones liberales o llevar a cabo la reconstrucción del liberalismo?

Ash señala que los cambios de gran calado que él mismo propone no podrán ser auspiciados solamente por los partidos liberales. ¡Y menos mal, porque no hay muchos! Lo que hace falta para que este ideario se lleve a la práctica es «una aplicación consistente que vaya más allá del alcance de cualquier grupo», lo que a su vez requiere «un consenso entre partidos». El ejemplo del que se sirve Ash es la colaboración de los partidos democristianos en la construcción de los Estados de Bienestar de la segunda posguerra mundial. Sin embargo, aquel proceso fue impulsado anímicamente por el trauma que supuso la concatenación de dos guerras mundiales, y económicamente por una situación que facilitaba el crecimiento rápido en un contexto demográfico favorable. Si algo caracteriza a las sociedades occidentales hoy, en cambio, es su declive demográfico, especialmente pronunciado en Europa. Y tampoco tenemos un trauma disponible: la pandemia no tendrá la suficiente fuerza unificadora, si bien la salida de la crisis puede dar nuevos bríos a unos cuerpos sociales deprimidos por la inacción forzosa.

En cualquier caso, la confianza de Ash en un consenso multipartidista resulta chocante, ya que es precisamente la competición electoral por el poder la que está haciendo atractiva la adopción del estilo político populista —tan rentable para los medios de comunicación y las plataformas tecnológicas que alojan a las redes sociales— sin que los deslizamientos iliberales en que algunas fuerzas políticas incurren cuando llegan al gobierno sean necesariamente castigadas por los votantes. Tal vez Ash se esté dirigiendo a académicos, intelectuales públicos y ciudadanos: a ellos correspondería la ingrata tarea de defender la democracia liberal y renovar el liberalismo, en la dirección que cada uno de ellos estime oportuno, esperando que su labor termine por reflejarse en la oferta partidista o las actitudes de los gobernantes. El atractivo natural de las sociedades abiertas debería hacer el resto: crucemos los dedos.

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