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Genes, hormonas, amor y sexo

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Dominancia

Humildes feromonas arreglan
cuestiones de amor y rango
entre las sufridas curianas.
En el amplio reino de los blátidos
es fácil dirimir quién domina
y quién debe ser dominado,
quién es percibido y se percibe
a sí mismo como esclavo
y quién como señor indiscutible,
quién puede amar
y quién nunca será amado.
Al menos ellos, felices,
no esconden los crudos hechos
bajo esa ornamentada capa
que algunos llaman Literatura.

Francisco García Olmedo,
El mar congelado

El de las hormonas es uno de los lenguajes de los genes y cuando decimos que estamos sujetos a nuestra fisiología, estamos admitiendo que, en mayor o menor medida, dependemos de los genes que nos codifican. ¿Cómo de dependientes somos? En general, más de lo que estamos dispuestos a admitir, a juzgar por las noticias que con cierta frecuencia van llegándonos de las revistas científicas.

Ni los hombres son estrictamente de Marte, regidos por la testosterona, ni las mujeres, de Venus, esclavas del estrógeno, pero sorprende saber cosas como que los hombres con una sola compañera sexual tienen la testosterona más baja que los mujeriegos y que los que no ligan. Además, los niveles hormonales genéticamente regulados pueden ser alterados por aplicación hormonal exógena y este tipo de interferencia altera el carácter del individuo tratado. Los que recuerden al tenista John McEnroe rompiendo raquetas con furia contra el suelo o peleándose ferozmente con el juez árbitro, tal vez recuerden también que, una vez jubilado, confesó que solía ir dopado con testosterona hasta las cejas. En versiones menos extremas, sorprende saber que un ligero spray en lugar sensible de alguna de las hormonas puede alterar sustancialmente el estado emocional de una persona, que una pizca de testosterona en tu epitelio nasal llega a interferir con la tendencia natural a mimetizar la cara del interlocutor o que un soplo de oxitocina en la nariz del otro hace que le gustes o le inspires confianza. 

La oxitocina es una hormona secretada por la glándula pituitaria, presente en los mamíferos, que desempeña un papel importante en lo que podía llamarse la neuroanatomía de la intimidad. Es bien conocido que interviene en el parto, provocando la distensión de la cérvix y del útero, y tal vez creando el vínculo maternofilial, y que media la emisión de leche materna. Además de en el comportamiento maternal, se la ha involucrado con mayor o menor nitidez en otros procesos tales como el reconocimiento social, la afinidad entre pares o la ansiedad. Incluso se ha sugerido que promueve el comportamiento etnocéntrico, la confianza y empatía dentro del grupo y, en consecuencia, el rechazo de lo que queda fuera del grupo.

A finales de 2013, un grupo de la Universidad de Bonn en Alemania, encabezado por René Hurlemann, ha publicado un trabajo en la revista de la Academia de Ciencias de Estados Unidos que demuestra que la oxitocina potencia el sistema de recompensa cerebral en hombres que contemplan la cara de su pareja femenina. Según estos autores, la monogamia es potencialmente costosa para los machos, y pocas especies de mamíferos, incluida la humana, la adoptan. Se conocía que la oxitocina se hallaba implicada en la formación de parejas estables en otras especies animales, pero se sabe poco de los factores neurobiológicos que pueden contribuir a la fidelidad de pareja, especialmente en los hombres, reforzando el atractivo y aumentando el valor de recompensa de la pareja frente a otras mujeres familiares de igual atractivo a los ojos de observadores neutrales. En un experimento doble ciego, grupos de voluntarios con pareja son tratados intranasalmente con oxitocina o con placebo y se les muestran las imágenes pertinentes mientras sus cerebros son monitorizados continuamente para medir los estímulos suscitados. Ahora se ve que la oxitocina puede ser también la «hormona de la unión romántica» o, si se quiere, la «hormona de la monogamia». ¡Y yo que creía que mi virtuosa fidelidad conyugal era algo libremente elegido!

Otras dos noticias científicas recientes, que tienen que ver con la disección genética de la masculinidad y con la propensión a la anorexia, también van en la dirección de mostrar hasta qué punto las cosas pueden no ser como pensamos. Monika A. Ward y colaboradores, en la revista Science, han examinado en detalle el ADN del cromosoma Y del ratón, que contiene unos meros setenta genes, aparte de largos trechos de ADN repetitivo cuya función no está clara. Eliminando sistemáticamente la función de cada uno de estos genes, han llegado a la conclusión de que sólo dos de ellos son necesarios para la función procreativa, aunque cuando la dotación génica se reduce tanto, la procreación tiene que ser asistida. Yo creo que esto nos quita importancia a los machos. Por último, Nicholas Schork y coautores, en la revista Molecular Psychiatry, dan cuenta de una amplísima prospección de las bases genéticas asociadas a la anorexia, en la que han encontrado varios genes implicados, en particular uno relacionado con el metabolismo del colesterol. Yo siempre había intuido que unos cambios de comportamiento tan complejos y reproducibles como son los que acompañan a la anorexia tenían que estar enraizados en los arcanos del genoma y no podían ser simplemente retrotraídos a acontecimientos de la azarosa historia de cada individuo.

Los ejemplos glosados aquí y otros que podrían citarse representan terrenos ganados al mar del libre albedrío. Dicho mar, sin embargo, sigue pareciendo muy amplio.

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Ficha técnica

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