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Emmanuel Mounier frente a los totalitarismos

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El personalismo cristiano ha caído en un relativo olvido. Se considera una escuela filosófica menor, incapaz de competir con los hallazgos del existencialismo, la fenomenología o la hermenéutica. Sin embargo, algunos opinamos que la filosofía de Emmanuel Mounier constituye un valioso alegato a favor de la libertad y la dignidad del ser humano. Menospreciar su discurso significa desechar poderosos argumentos contra las diferentes formas de totalitarismo que sueñan con el fin de las sociedades libres, abiertas y plurales. Conviene recordar que Mounier está muy alejado del liberalismo, pues entiende que la economía de mercado crea intolerables desigualdades. Lo cierto es que el cristianismo nunca ha mantenido relaciones cordiales con el capitalismo. No hay que olvidar las condenas evangélicas contra la riqueza («Nadie puede servir a dos amos. Pues odiará a uno y amará al otro; será leal a uno y despreciará al otro. No se puede servir a Dios y a las riquezas», Lucas 16:13) y la exaltación de la pobreza («Dejad de amontonar riquezas en la tierra, donde la polilla y la carcoma las echan a perder, donde los ladrones abren boquetes y roban», Mateo 6:19-20).

El catolicismo de Mounier nunca pierde de vista la parábola del camello y el ojo de la aguja, una de las expresiones más radicales contra la posibilidad de compatibilizar los bienes materiales y la virtud. Tal vez por eso, Raymond Aron apuntó que el marxismo sólo era una herejía del cristianismo. Aron, tan clarividente en sus análisis políticos, históricos y sociológicos, enunció en este caso una hipótesis tan falsa como seductora, pues la presunta convergencia entre marxismo y cristianismo sólo es un espejismo. El cristianismo considera que el individuo sólo puede realizarse en la experiencia comunitaria, pero eso no significa que justifique la inmolación del individuo en el altar de un ideal totalitario. De hecho, la persona es un valor absoluto, un concepto que incluso define la naturaleza divina. Para el marxismo, la persona es irrelevante, pues, en su interpretación del devenir histórico, el único fetiche intocable es el proletariado. Aunque postule la progresiva desaparición del Estado, que Marx y Lenin describen como «un parásito», su despliegue efectivo conduce a una dictadura burocrática encabezada por un líder mesiánico. Mounier opina que el marxismo es «una filosofía totalitaria, que convierte toda actividad espiritual en un reflejo de circunstancias económicas, ocultando o negando los misterios del ser y del hombre». El marxismo justifica la violencia revolucionaria, pues entiende que el fin –destruir el capitalismo– no puede realizarse por otros cauces. Sin embargo, «los medios no son extraños al fin» y, en este caso, conducen a una tiranía: «Temamos al régimen que esclavizaría al mismo tiempo a hombre e ideas» («Tentación del comunismo», mayo de 1934).

Mounier no siente ningún aprecio por la noción de individuo, al menos en su acepción convencional, que presupone un ejercicio insolidario de la libertad, teñido por el egoísmo y la misantropía: «el individuo es, en sentido estricto, la disolución de la persona». Por el contrario, «la persona corre el riesgo del amor en lugar de protegerse. Ella es rica, en fin, de todas las comuniones, con la carne del mundo y del hombre, con lo espiritual que lo anima, con las comunidades que la revelan». Es necesario clarificar que la noción de persona de Mounier no es el tipo –mitad trabajador, mitad soldado– de Ernst Jünger, sino un ejercicio de conciencia que trasciende la dispersión individual para transformarse en vocación y compromiso. Vocación y compromiso con el otro, no subordinación a la Idea totalitaria, que sólo atribuye valor a la realización histórica de una falsa utopía. Mounier habla de «revolución espiritual», no de «tempestades de acero» ni de «asaltos a los cielos», por utilizar dos figuras forjadas por un engañoso y peligroso lirismo. La revolución personalista no oculta sus raíces profundamente cristianas. La persona sólo se encuentra «olvidándose, entregándose», lo cual no implica la enajenación o renuncia a la libertad, pues sin ésta el ser humano se vacía de contenido y pierde su dimensión moral, que contempla actos tan esenciales como la solidaridad, el examen de conciencia o el perdón. «La persona sólo se realiza en la comunidad», pero «no hay verdadera comunidad que no sea comunidad de personas. Todas las demás no son más que una forma de anonimato tiránico» («Revolución personalista», diciembre de 1934).

Mounier se rebela contra el capitalismo porque reduce la condición humana a simple mercancía y sacrifica el bienestar general a los intereses de una minoría privilegiada: «La propiedad privada y la libertad de producción ya no son otra cosa que un disfraz de una economía dirigida, pero dirigida por intereses privados». Las alternativas que plantea para acabar con el dominio de «una oligarquía financiera», que sólo piensa en el beneficio y controla la política mediante el crédito, son las «comunidades económicas organizadas o corporaciones postrevolucionarias». El objetivo es garantizar el predominio del trabajo sobre el capital («Anticapitalismo», junio de 1934). No soy economista y carezco de herramientas para juzgar la pertinencia o improcedencia de esas medidas, pero intuyo que su aplicación puede producir resultados paradójicos, sin mejorar el bienestar general. Durante las épocas de crisis, el liberalismo cae en el descrédito, pero en las fases expansivas se le atribuye la capacidad de crear riqueza y distribuir recursos. No creo que un capitalismo totalmente desregulado pueda resolver los problemas de algo tan complejo como la sociedad humana. Mi experiencia como profesor de enseñanzas medias en barrios deprimidos y en zonas residenciales me ha enseñado que siempre serán necesarias las políticas sociales. La marginación no surge exclusivamente de las desigualdades materiales, sino de entornos familiares inestables que producen comportamientos inadaptados, sin mencionar los casos de graves discapacidades físicas o psíquicas, que imposibilitan la integración laboral. En el famoso encuentro internacional organizado por Walter Lippmann en París en agosto de 1938 para discutir el futuro del liberalismo, algunos de los convocados plantearon la necesidad de un nuevo proyecto liberal (Friedrich Hayek, Ludwig von Mises) y otros apostaron por una «tercera vía», un capitalismo intervenido que corrigiera los desequilibrios producidos por el mercado (Lippmann, Alexander Rüstow). Nadie se planteó suprimir el mercado y hoy en día nadie puede contemplar seriamente la destrucción de un tejido social y económico que produce bienes y servicios.

En su crítica al capitalismo, Mounier se dejó llevar por el clima de su época, postulando transformaciones que hoy nos parecen inaceptables: «Una dictadura es indispensable en toda revolución, sobre todo espiritual, para neutralizar y doblegar las fuerzas negativas. El liberalismo es el sepulturero de la libertad. No podemos satisfacernos por medio de libertades ilusorias, ni tomar el partido de las libertades dañinas» («Los pseudovalores espirituales fascistas», diciembre de 1933). Me parece más realista y atinada la perspectiva de Juan Pablo II, que en su Encíclica Centesimus annus, promulgada el 1 de mayo de 1991, abogó por «una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la participación. Esta sociedad no se opone al mercado, sino que exige que éste sea controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda la sociedad». Abandono de las especulaciones económicas en una época en que sobran aprendices de brujo, transformando consignas, frases de almanaque y panfletos en teorías supuestamente alternativas. Me limito a un apunte personal. Ninguna fórmula económica puede desligarse de un horizonte ético. El hombre es responsable del hombre. Sólo cuando se asume esta obligación, surge lo que Mounier llama «persona», que es el ser humano en su dimensión espiritual y comunitaria.

La responsabilidad del hombre hacia el hombre no es un imperativo abstracto, sino una obligación que se extiende a «cada hombre», de acuerdo con la citada encíclica de Juan Pablo II. ¿Qué significa esto? En un planeta con siete mil millones de seres humanos, no es posible hacerse cargo de cada hombre. ¿Se trata, por tanto, de mera retórica? En absoluto. Simplemente, se formula un imperativo de naturaleza práctica, no abstracta. El mandato es sencillo: nadie puede ser excluido de la familia humana. Nadie es innecesario. Nadie es superfluo o improductivo, pues hacerse cargo de la fragilidad ajena –particularmente en sus formas más extremas– produce riqueza. Riqueza espiritual y material. El cuidado de los menores, los enfermos o los ancianos genera empleo, pero, sobre todo, crea cohesión social, sentimiento de pertenencia a una comunidad, respeto a la vida y a la convivencia pacífica. Las políticas de exterminio son inseparables de los totalitarismos, pues niegan el derecho a existir a ciertos grupos sociales (judíos, discapacitados, burgueses, socialfascistas). Por eso se habla de biopolítica al caracterizar la distopía nazi, pero el término también puede aplicarse a la dictadura del proletariado, donde el criterio de exclusión y exterminio incluye, apoyándose en el carácter irrecuperable de los contrarrevolucionarios, a un amplio abanico donde están comprendidos burgueses, liberales, tradicionalistas, cristianos o trotskofascistas. La última estación de los totalitarismos es la nada, un mundo devastado por un poder sin límites, que sólo concibe al hombre como materia desechable. Por el contrario, la responsabilidad del hombre sobre el hombre permite echar raíces, vencer el desarraigo, aspirar a un mundo en paz.

El personalismo cristiano de Mounier nos ha legado el concepto de persona, una interpretación del ser humano que acentúa su dignidad, exigiendo una presencia en el dolor de los demás: «El primer deber de todo hombre […] no es tanto dejar a salvo su persona […], sino comprometerla en cualquier acción, inmediata o lejana, que permita a los excluidos hallarse de nuevo frente a su vocación con un mínimo del libertad material. La vida de la persona, como se ve, no es una separación, una evasión, una alienación: es presencia y compromiso. La persona no es un retiro interior, un dominio circunscrito en el que se acotase desde fuera mi actividad. Es una presencia actuante en el volumen total del hombre, y toda su actividad está interesada en ella». El personalismo no es una ideología, pues, según Mounier, «no hay tiranía más cruel que la que se realiza en nombre de una ideología», sino una actualización de la vieja enseñanza del Génesis, según la cual todo hombre es el guardián de su hermano. Olvidarlo significa abrirle el paso al odio, el egoísmo y la barbarie. Caín fundó la primera ciudad para acabar con su vida errante. La historia de la humanidad es la historia de esa ciudad, pero aún es posible transformarla y convertirla en un escenario de paz y reconciliación.

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Ficha técnica

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