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Después de Biden, ¿qué?

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Parece una reflexión a todas luces prematura, pero la pregunta no es mía. La hacía a bombo y platillo el pasado 11 de junio NYT en un artículo de tres mil palabras, basado en entrevistas con 50 dirigentes demócratas de distinto nivel (desde representantes locales hasta miembros del Congreso) y numerosos votantes del presidente en 2020 que «revelan un partido alarmado ante la creciente fortaleza de los republicanos y un extraordinario pesimismo acerca del camino a seguir en los próximos tiempos».

El fantasma que amedrenta a esos notables son las elecciones legislativas del próximo noviembre que se presentan con muy malos augurios para el partido del presidente Biden. Los demócratas más entusiastas esperan que la miniserie televisiva de la comisión de la Cámara de Representantes sobre la algarada del 6 de enero 2021 o la decisión de la Corte Suprema de desestimar el aborto como un derecho federalEl texto de la sentencia aprobada en Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization más las opiniones de los jueces votantes puede verse aquí https://www.supremecourt.gov/opinions/21pdf/19-1392_6j37.pdf. La decisión de que el aborto no puede ser considerado un derecho federal se aprobó por una mayoría de 6 contra 3 de los 9 jueces que la componen, con la opinión concurrente pero crítica del presidente John Roberts. Para Roberts la revocación de la sentencia de 1973 (Roe vs. Wade) que lo había considerado así debería haber sido «judicialmente más modesta y menos abrupta para el público». Mi opinión sobre este asunto de la consideración del aborto como un asunto que debe regularse por el Congreso y no por los jueces la daré en otro momento acaben por generar un giro radical en la actitud del electorado. Más allá, empero, muchos miembros del partido ven con altísima preocupación la posibilidad de un nuevo duelo Trump-Biden en noviembre 2024 o, peor aún, el enfrentamiento de un presidente -a punto de cumplir 82 años en esas fechas- con un republicano más joven y vigoroso y menos zascandil. Para hacer aún más complicada la situación, la salud mental de Biden a la que me referiré más abajo no es una cuestión baladí.

Pero empecemos por lo más cercano.

No suelo compartir los análisis de los consultores del partido demócrata y de sus propagandistas en los medios de solera que son los que mayoritariamente llegan al público español, pero en esta ocasión tengo que hacer una excepción, tal vez por el reflejo narcisista de que son dos de ellos quienes coinciden conmigo. Hace poco, Jonathan Martin y Alexander Burns, dos periodistas de NYT, publicaban un libro (This Will Not Pass: Trump, Biden, and the Battle for America’s Future. Simon & Schuster: Nueva York 2022) donde trataban de entender cómo el triunfo arrollador de Biden en 2020 se ha trocado en desasosiego para su partido.

Su argumento lo resumía con eficacia y menos detalles coloristas Alex Burns, uno de los autores, en reciente charla con otro de sus colegas en la redacción de NYT sobre los aciagos datos de aprobación del presidente.

Al día en que escribo esto, los últimos resultados eran 39,1% a favor y 56,4% en contra, una situación que se mantiene invariable desde hace meses; peor aún, 7 sobre 10 americanos consideran que el país camina en la dirección equivocada; y, para abundar, el sentimiento de los consumidores según la encuesta mensual de la Universidad de Michigan se colocaba en un índice de 50, el más bajo desde 1952. Hace sólo un mes, en mayo 2022, estaba aún en 58,4. La inflación, disparada desde hace meses, tiene un alto protagonismo en esa visión pesimista, pero como señala Burns el malestar se hacía sentir desde hace tiempo y no sólo por la desastrosa salida de las tropas americanas de Afganistán.

Con perspectiva, el problema estaba ya en la coalición que lideró Biden y en la incompatibilidad de sus fines: cohonestar la creación de una coalición anti-Trump lo más amplia posible; orientada hacia el centro, incluyendo al centroderecha; y proclamándose como el candidato de la normalidad para un gobierno convencional y eficaz; y, al tiempo, hacerse cómplice de los votantes de izquierda y con la base del partido demócrata para decirles: «Seré un presidente transformacional. No sólo vamos a dar una corrida en pelo a Donald Trump; luego cambiaremos este país y no lo reconocerá ni la madre que lo parió».

Esos mensajes eran incompatibles.

Biden consiguió, sí, lo primero, arrastrando a una gran mayoría que iba desde fogosos adolescentes sandernistas por la izquierda hasta provectos miembros del gobierno de Bush hijo por la derecha; pero, tan pronto como ganó la batalla, tuvo que empezar a tomar decisiones.

«Y tenía que decepcionar a alguien. Tenía que hablar claro a sus dos audiencias con el riesgo de que una de ellas no encontrase lo que buscaba cuando le hicieron presidente. Y lo que sucedió una y otra vez hasta el final de su primer año -y yo diría que hasta hoy mismo- es una clara resistencia a elegir, una crisis de identidad en el interior de su presidencia, donde Biden nunca aceptaba abandonar ninguna de las dos opciones. Y así acabó por desilusionar a casi todos». Como razonablemente argüirían los indios en las grandes películas de John Ford, el presidente hablaba con lengua bífida.

Hay un segundo factor que Burns tiene la valentía de afrontar a diferencia de otros analistas de la elección y que, personalmente, vengo subrayando desde el día después del triunfo de Biden. «La misma noche en que fue elegido, los demócratas se llevaron un susto en la Cámara de Representantes. No perdieron el control, pero alcanzaron una mayoría muy, muy corta». No hubo marea azul.

Y, sin embargo… En su primera reunión con el recién elegido presidente, Chuck Schumer, el líder de la insuficiente mayoría demócrata en el Senado, le planta que, para encararse con la situación, tiene que «ir por lo grande», justamente la misma simpleza que se podía leer en medios de solera como NYT o Financial Times. Y de ahí sale el Plan de Rescate Americano con un PVP de US$1,9 billones.

«Y, en esos primeros meses, haber ganado la presidencia anima a Biden a creer que puede conseguir todas las metas a la vez […] Si -se dice- llegamos y mostramos al país que somos tan competentes como decimos y demostramos que podemos poner generosos beneficios al alcance del ciudadano medio, se pondrá en marcha un envite autopropulsor. El electorado nos recompensará y seremos cada vez más poderosos». La vuelta de los adultos, etcétera.

Para conseguirlo, el presidente y su estado mayor dividen su programa en dos y tratan de vender cada parte por separado a la audiencia que ellos mismos seleccionan: un plan de infraestructuras físicas que negocian con los republicanos y otro para reconstruir mejor (BBB) y satisfacer a su orilla izquierda y a los inevitables wokes que la encelan.

En junio 2021 el presidente anuncia que ha llegado a un acuerdo con los republicanos para un plan de infraestructuras físicas de coste más reducido que el inicial -sólo un billón de dólares frente a los propuestos US$1,7 billones- y Nancy Pelosi, la presidenta demócrata de la Cámara de Representantes le espeta que espere a que ella lo someta a votación cuando los republicanos hayan aceptado el plan BBB o cuando su partido lo haya impuesto mediante el mecanismo de reconciliación. El resultado ya lo conocemos: al menos un senador demócrata, Joe Manchin, se desmarca del proyecto y el tinglado se viene abajo. A principios de verano 2022 el presidente anda buscando con un candil el modo de recomponer al menos una mínima parte de BBB antes de tener que llegar a las elecciones legislativas con las manos vacías. Hasta ahí, Alex Burns, un demócrata a carta cabal.

Ese es el momento en que los sectores del partido demócrata con los que empezaba este blog caen en la cuenta de la trampa en la que ellos mismos se han metido y comienzan los rumores de que el presidente no debería presentarse de nuevo en 2024 dada su avanzada edad. Pronto, The Economist se suma a la conspiración. «Con las tasas de interés en ascenso, una recesión y la pérdida de puestos de trabajo parecen inevitables el año que viene. Y, para entonces, tras ganar las elecciones legislativas, los republicanos se hartarán de poner en nuevos aprietos al octogenario presidente».

¿No sería mejor anticiparse a 2024 y dejar las cosas resueltas desde ahora mismo? Sigue el oráculo londinense: «Conseguirlo necesitaría un político de genio, algo que el presidente no era ni siquiera antes de comenzar claramente a perder velocidad […] Hizo promesas legislativas exageradas con una escasa mayoría demócrata en el Senado y tuvo que frenarlas.   Su equipo de antiguos clintonistas se ha mostrado incomprensiblemente vencido hacia el lastre electoral de su partido, la izquierda activista. Sus intervenciones públicas han pasado de contener errores a ser de vergüenza ajena. No se le permite responder a preguntas imprevistas. Hasta las respuestas previamente escritas resultan aterradoras. Que su caída de una bicicleta se convirtiese la semana pasada en un titular sólo muestra lo mala que es su imagen: porque aquello no era más que otra versión de la sólita historia perro-muerde-hombre. A ningún demócrata le apasiona la idea de verlo meterse en otra campaña electoral».

¿Et tu, Brute?  

¿Tan duros han sido los efectos del cambio climático sobre la pérfida Albión como para justificar esta traición de Lexington -una firma colectiva del semanario para asuntos USA- a los ditirambos que prodigaba al presidente electo hace sólo unos pocos meses? No es mi papel contestarlo, pero no parece haber dudas de que buena parte de la antigua claque presidencial preferiría no tener que cargar con ese fardo.

¿Qué hacer? Esa es la pregunta urgente porque, como apunta también Lexington, una victoria republicana en las elecciones de noviembre puede venir acompañada de otras historias que afectan directamente al presidente y, aunque a Lexingon se le traspapelen, también a los medios de solera que alfombraron su triunfo.

Un entremés. ¿Se acuerda alguien de Tara Reade? Por supuesto que no; era tan sólo una funcionaria rasa del Senado que a principios de 2020 acusó al entonces candidato de haberla sometido a acoso sexual mientras trabajaba para él en 1992-1993 sin que sus sororas en #Me Too la creyeran, pese a que a la sazón «nosotras sí te creemos, hermana». Un torturado examen de WaPo analizaba el caso para acabar con una elegante absolución por la tangente. «El doble estándar exhibido por Biden, por algunos prominentes grupos feministas liberales y por ciertos cargos demócratas […] es sorprendente y no debería tenerse en pie. Habrá una gran tentación entre sus seguidores para aceptar tan deslucidas excusas y declararlo un “caso cerrado”. No sabemos [atención, llega el pliego de descargos JA] si a Tara Reade le sucedió algo, pero no puede haber una medida para Joe Biden y otra para los demás» . Caso efectivamente cerrado.

Más difícil de digerir será el plato principal que muchos republicanos están deseando sacar de la salamandra. Comenzó como un thriller del tres al cuarto: una exclusiva en el New York Post tres semanas antes de la elección presidencial 2020. Alguien había llevado a reparar un ordenador a una tienda de electrónica en Wilmington, Delaware y, pasado un tiempo sin que su propietario reapareciese, el dueño del negocio, tras hacer una copia del disco duro, lo entregó al FBI. Otra copia llegó a manos de Steve Bannon, un antiguo responsable de la campaña presidencial de Donald Trump en 2016. El laptop olvidado llevaba una pegatina de la Fundación Beau Biden, dedicada a conmemorar a un hijo de Joe Biden fallecido en 2015, y a partir de ahí se supo que pertenecía a Hunter Biden, otro de sus hijos.

Según New York Post, el disco duro perdido y hallado en la tienda de informática contenía mensajes de Hunter «al ejecutivo de una compañía energética ucraniana en los que, hacía menos de un año, su padre, Joe Biden, a la sazón vicepresidente USA, presionaba a altos cargos del gobierno de Ucrania para que destituyesen a un fiscal que estaba investigando a la compañía». Burisma, que así se llamaba la compañía en cuestión, contaba a Hunter entre sus directivos, con un sueldo de US$50.000 mensuales. A Hunter se le había olvidado también que en el disco duro había un vídeo de 12 minutos donde aparecía fumando crack en compañía de una mujer no identificada durante un acto sexual. También numerosas fotos explícitas que decía el Post,con la jerga habitual de los medios yanquis para referirse a contenidos porno.

Hunter tenía fama de ser un tarambana y un descuidado. ¿A quién se le ocurre dejar las huellas de una vida poco honorable arrumbadas en un ordenador? Peor aún, permitir recordar que papá podía estar metido hasta las cejas en un asunto de pasta y, encima, dar trabajo a los medios de solera amigos para que fueran ellos quienes se encargasen de tapar el asunto. Como, por cierto, lo hicieron a conciencia. En estos días pasados WaPo celebraba con bandera y banda de música el cincuentenario de su participación en la investigación Watergate que le costó el puesto al presidente Nixon sin recordar su desdén por un asunto como el de Hunter y su progenitor que, por cierto, no acababa en las revelaciones ucranias del NY Post.

Tres días después de que apareciesen, Tony Bobulinski, un antiguo socio de Hunter Biden hizo pública una declaración referente a una conexión china que, iniciada en 2015, finalmente, falló en 2017 cuando Joe Biden ya no era vicepresidente. El socio chino con el que la parte americana creó en 2015 la empresa conjunta Sinohawk Holdings era CEFC China Energy, una de las grandes empresas mundiales del sector, con domicilio en Shanghái y a cuyo presidente Ye Jianming lo desaparecieron las autoridades chinas en 2018. En el verano 2017 CEFC giró US$5 millones a una compañía llamada Hudson West para una línea de crédito que entregó tarjetas a nombre de Hunter, de Jim Biden, hermano del entonces exvicepresidente, y de su esposa Sara. Hudson West pagó también US$4,7 millones a la firma de abogados de Hunter en concepto de consultoría.

Tras la declaración de Bobulinski, el hoy presidente Biden mantuvo que nunca había hablado de negocios con su hijo, aunque justo antes de la ruptura de negociaciones con CEFC un documento de expectativas establecía que Hunter recibiría un 20% de las acciones de la compañía y el gran hombre – que Bobulinski juraba no ser otro que el actual presidente USA- se llevaría otro 10%. Los verificadores de los medios de solera saltaron inmediatamente a defender que esas informaciones no se tenían en pie y eran fruto de trabajos de desinformación con autoría rusa, aunque dos años más tarde tuvieron que rectificar y reconocer amargamente que el disco duro aparecido en Wilmington pertenecía en efecto a Hunter Biden después de que el departamento de Justicia confirmase una investigación sobre su situación fiscal.

Hace tan sólo unos días -28 de junio 2022- NY Post volvía a la carga con nueva munición. En un mensaje de voz de 2018, obtenido también del disco duro de Hunter, el entonces exvicepresidente -que nunca había hablado de negocios con su hijo- decía, al parecer, lo siguiente: «Hola muchacho. Soy tu padre. Son las 8:15pm del miércoles. Si puedes, llámame Nada urgente. Sólo quería hablar contigo. Pensé que el artículo [Biden padre se refería a un trabajo online que publicaría NYT al día siguiente JA] es buena cosa. Creo que te deja a salvo [I think you’re clear JA]. Si puedes, me llamas. Te quiero».

No sé qué habrán respondido los verificadores de los medios de solera [he redactado este blog en 29 de junio, al día siguiente de la información del NY Post], pero es indudable que los republicanos van a dar mucha guerra con el asunto, consigan o no mayoría en el Congreso a partir del próximo noviembre.

Y aquí se inserta un asunto de política ficción que, sin embargo, podría convertirse en una dura realidad antes de 2024: el deterioro senil del presidente al que apuntaba Lexington más arriba. Pongamos que se pone cada vez más de manifiesto hasta el punto de que se llegue a dudar de su equilibrio mental. ¿Qué hacer?

La constitución de Estados Unidos cuenta con la enmienda 25 -aprobada en 1965- donde se regula la sucesión en caso de baja por distintas causas de los principales responsables del país. Sería presuntuoso por mi parte hacer una interpretación jurídica minuciosa porque me faltan los conocimientos necesarios. Pero sí conviene recordar que, antes de su aprobación (a resultas del asesinato del presidente Kennedy en 1963), la regulación de la sucesión presidencial no había quedado clara ni en la constitución original ni en su legislación de desarrollo. Sin embargo, antes y después de la enmienda ha sido necesario echar mano de los procedimientos en vigor por las muertes de ocho presidentes en el ejercicio del cargo  (cuatro de ellos asesinados y otros cuatro por causas naturales), más otro (Nixon) por dimisión.

La regulación actual de una imprevista sucesión presidencial estipula que en el caso de remoción del presidente o de su muerte o dimisión, el vicepresidente se convertirá en presidente. Cuando se produzca sólo una interrupción temporal de capacidad, por ejemplo, a resultas de una enfermedad o intervención quirúrgica, el presidente lo participará al presidente pro tempore del Senado y el vicepresidente actuará como presidente en funciones hasta que el presidente comunique su vuelta al cargo.

Y ahí llega la disposición más complicada. Si el vicepresidente y una mayoría de miembros del ejecutivo o alguna otra corporación, de acuerdo con lo que dispongan las leyes del Congreso, trasmiten al presidente pro tempore del Senado y al presidente de la Cámara de Representantes una declaración escrita de que el presidente está incapacitado para ejecutar los poderes y deberes de su cargo, el vicepresidente asumirá inmediatamente esos poderes como presidente en funciones. Y me detengo aquí porque, al no haber sido nunca invocada esta opción, el mecanismo previsto en la enmienda estaría abierto a interpretaciones de muy distinta índole.

Volvamos a la política de no tanta ficción. El presidente Biden cumplirá 80 años a finales de 2022 y las cumbres del estado están todas ellas en manos de una gerontocracia que envidiarían los redivivos dirigentes chinos de 1980. El líder de la mayoría demócrata en el Senado, Chuck Schumer con 73 años es el más joven; su contraparte republicana, Mitch McConnell está en 80; Nancy Pelosi, la presidenta de la Cámara de Representantes tiene 82 y el pretendiente de sol y sombra a la presidencia, Donald Trump cumplirá 77 pronto. La medicina moderna ha conseguido alargar la esperanza de vida en muchos más años de lo que vivíamos hace cien, pero la longevidad no garantiza el buen funcionamiento de las neuronas. Ahí está Diane Feinstein que sigue representando a California en el Senado con 89 años y, al parecer, escasa noción de lo que sucede a su alrededor.

No sería imposible que lo mismo le sucediera a alguno de esos altos dirigentes, incluido el presidente. ¿Sería imposible incapacitarle? No es una reflexión ociosa porque, por otros motivos, dio ya que hablar en tiempos de Trump. John Hudak, uno de sus ardorosos enemigos en la Brookings Institution, abogó por esa solución luego del 6 de enero 2021, cuando Trump aún seguía siendo presidente. «El vicepresidente y una mayoría del gabinete pueden usar la enmienda 25 y declararle incapacitado para el cargo. Que lo está. Y lo harían sin repudiar los resultados de la elección 2016. El pueblo eligió entonces a una persona que juró defender la constitución y esa persona ha violado el juramento». Era un camino que habían defendido alegremente otros con anterioridad, pero que, de seguirlo, hubiera llevado al país a una seria crisis constitucional y política.  

Pero ¿y si Biden diera muestras evidentes de incapacidad mental, mucho más serias que sus ocasionales y recientes traspiés de memoria? ¿Quién se atrevería a proponer que fuera relevado de sus funciones sin arriesgarse precisamente a una crisis semejante? Y, de no hacerlo, ¿cómo podría un presidente disminuido gobernar aceptablemente?

La única solución legal es la enmienda 25: tras la decisión conjunta de la vicepresidenta y los miembros del ejecutivo al presidente Biden lo relevaría la vicepresidenta actual, Kamala Harris. No por obvia sería ésa, empero, una solución menos peligrosa. Harris, que no consiguió superar las primarias en 2020 y se retiró tras dos meses de campaña está en su sitio actual por la cuota woke: ser mujer y de color. Pero nadie puede considerarla como una negra americana legítima y no por su concentración de melanina cutánea, sino porque a sus padres (un matrimonio mixto de jamaicano e india) nadie los forzó a vivir en Estados Unidos. Emigraron por gusto y por las oportunidades de las que legítimamente disfrutaron. Las suyas y las de su hija nada tenían que ver con las de la negritud en los guetos de las inner cities que tan bien conocen tantos millones de afroamericanos, ellos sí, descendientes de esclavos traídos al país por la fuerza. Los antecedentes raciales de Harris son como los de Obama; ni una ni otro son descendientes de esclavos por muy oscura que pueda ser su piel.

La vicepresidenta no ha mejorado su carrera tras haber llegado a ese puesto y a pesar de ser la primera mujer en la historia USA en lograrlo. Su índice de aprobación es tan bajo como el del presidente. A 28 de junio 2022 contaba con 41% a su favor mientras el 52% la desaprobaba. Si nos fijamos en el porcentaje neto (diferencia entre aprobación y desaprobación), Harris con -11,9% supera el -10,1 del presidente.

No procede indagar ahora los detalles de sus malos resultados. El presidente, que nunca la ha tomado en serio, le hizo un regalo envenenado al encargarla de contener la oleada de inmigración ilegal por la frontera con México. En el primer año de la presidencia Biden el número de detenidos en ese flanco sur subió a 1,9 millones, un 20% de los cuales fueron puestos en libertad para continuar con los trámites de residencia legal. Un desastre que cargaría sobre Harris en el caso de que llegara a la presidencia de forma inesperada.

Pero dejemos en su sitio -es decir, en la nada- a los futuribles hasta que les llegue -si llega- su turno. Sería entonces cuando resultaría imprescindible resaltar la desastrosa maniobra de los dirigentes demócratas en 2020 cuando, para terminar con Trump a cualquier precio, metieron a su país en un berenjenal.

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