El populismo, en serio
El concepto de «populismo» no es nuevo en el debate público. Al contrario: en los últimos años ha pasado de emplearse de forma esporádica, normalmente para referirse a realidades ajenas (típicamente latinoamericanas; más recientemente, también europeas orientales, sobre todo en forma de populismos de derechas), a volverse omnipresente. En España, esta mutación ha sido tardía, aunque remarcablemente rápida. Pero, como ocurre con los términos que se incorporan abruptamente al léxico político-mediático, su uso masivo, frecuentemente impropio, no ha ayudado a clarificar el concepto ni a comprender realmente su alcance, sino que ha contribuido a oscurecerlo aún más, cuando no a vaciarlo de significado a ojos de la opinión pública. En demasiadas ocasiones, «populismo» ha acabado siendo la descalificación manoseada y vacía que se dirige contra el adversario nuevo –contra cualquier adversario nuevo – cuando éste amenaza a los actores tradicionales, y con el que se pretende evocar –con razón o sin ella– un confuso universo semántico que incluye la demagogia y el histrionismo, la retórica gruesa, el cesarismo, la manipulación folclórica y el odio a las elites: una suerte de política embrutecida que crece entre los escombros (o ante la ausencia) de un orden institucional consolidado, sólo apta para electores despistados o imbéciles.