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¡Oh, qué guerra tan encantadora!

«¡Qué vacío, qué nauseabundo, qué sin sentido parece todo de repente en cuanto la guerra ha terminado!», exclamó Edmund Wilson –que se había mostrado contrario a la participación estadounidense en la Segunda Guerra Mundial– después de un viaje a Inglaterra en 1945. Si Londres presentaba un aspecto deprimente, lo que podía verse en Berlín, Colonia, Varsovia, Estalingrado, Tokio, Hiroshima y centenares de otros lugares, tanto en Europa como en Asia, desafiaba toda descripción. Tan solo en Alemania, donde los aviones británicos atacaban de noche y los aviones estadounidenses de día, los aliados lanzaron casi dos millones de toneladas de bombas, que dejaron grandes y pequeñas ciudades reducidas a ruinas llameantes que apestaban a muerte. 

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