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La China real, sin cuentos chinos

La China de Xi Jinping

Julio Aramberri

Madrid, Deliberar, 2018

336 pp. 20 €

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Si alguien me preguntara cuál es, en lengua española, el libro sobre China más interesante y de mayor actualidad, sin duda diría que La China de Xi Jinping, de Julio Aramberri. Reconozco que mi respuesta puede estar sesgada por mi gran interés hacia ese país, pero, aun así, considero que hay motivos de peso para que una obra de estas características pueda convertirse en un best-seller en los momentos que corren. La razón es simple: China es ya la mayor economía del mundo, o la segunda, según se mida, y por tanto, si extrapolamos linealmente la tendencia actual, está llamada a sustituir a Estados Unidos en su papel hegemónico mundial. No hace falta ser un gran historiador para entender que el traspaso de hegemonía de un país a otro es un evento tan infrecuente como relevante, no sólo para los países involucrados, sino para el mundo en su conjunto. Adicionalmente, dicho traspaso suele ser tortuoso por las reticencias del hegemónico, en este caso Estados Unidos, a ceder su poder, lo que suele ocurrir sólo por la fuerza. Graham Allison, en un influyente libro a propósito del creciente liderazgo de China, nos recuerda que sólo cuatro de los dieciséis traspasos de hegemonía en la historia que conocemos han sido pacíficos.

Así las cosas, un potencial lector del magnífico libro de Aramberri podría estar buscando respuesta a dos preguntas clave. La primera es si la llegada de China al pódium de la hegemonía mundial es inevitable o puede haber factores que retrasen o incluso paralicen esta tendencia. La segunda gran pregunta es cómo un posible liderazgo mundial de China podría afectar al mundo occidental y, de paso, a ese mismo lector potencial. La razón por la que recomiendo leer este libro es que llega a afrontar ambas preguntas, aunque sea de manera indirecta, más allá de ofrecer una lectura bien organizada de la evolución política, económica y social de China y, en su último capítulo, de su actual líder y presidente, Xi Jinping.

Respecto a la primera pregunta, Aramberri parece concluir que China –en su situación política y social actual– no está preparada para liderar el mundo, conclusión con la que concuerdo por razones que explicaré más adelante. Quizás un matiz que podría añadirse a la pregunta, y para el que es más difícil encontrar respuesta en el libro de Aramberri, es si China liderará el mundo en cualquier caso, es decir, a pesar de no estar preparada para ello. Pero abordar la cuestión exigiría comparar las debilidades y fortalezas de ambos países, lo que no forma parte del objetivo de este libro. La pregunta nos remite de modo natural a la llamada guerra comercial con que la Administración estadounidense amenaza a su rival desde principios de 2018, y de la que el libro tampoco hace mención. Para muchos, yo incluida, dicho episodio no es más que un reflejo del ahínco con que la Administración estadounidense busca contener a China en su ascenso económico. Ese ahínco no se entendería si no estuviese ya cerca de amenazar el liderazgo económico de su rival. En otras palabras, aunque China no estuviese aún preparada para liderar, las dificultades por las que ha atravesado la economía estadounidense, especialmente desde la crisis de las hipotecas subprime de 2007, seguida de una prolongada y tortuosa recuperación, estarían facilitando el relevo.

Aún falta mucho para que la fuerza militar china pueda asemejarse a la de EE.UU., pero la distancia sigue acortándose

Mi opinión es que nos encontramos justamente en esa situación: Estados Unidos ha agotado una buena parte de su capacidad de liderar el mundo y está encerrándose en sí mismo. China, que históricamente ha preferido mirar hacia dentro, se siente atraída por la hegemonía mundial como premio por haber alcanzado prácticamente la primera posición en términos de tamaño económico, a pesar de que aún le quede terreno por recorrer en términos militares y monetarios, necesarios también para el liderazgo de un país a nivel mundial. Más concretamente, a China le falta todavía mucho para que su fuerza militar pueda asemejarse a la de Estados Unidos, si bien la distancia sigue acortándose. En el ámbito monetario, ha decidido seguir un modelo del todo inusual respecto al de otras potencias en el pasado: convertirse en un gran inversor internacional, pero sin usar su propia moneda para realizar esas inversiones y, por tanto, teniendo que acumular la moneda reserva, el dólar, que controla el actual país hegemónico, para poder realizar esas inversiones. En otras palabras, China no cuenta con una moneda reserva o de uso internacional, por lo que el valor y la seguridad última de sus inversiones dependen en buena medida de la voluntad del actual país hegemónico. El papel absolutamente dominante del dólar como moneda reserva es el que ha permitido a Estados Unidos colocar su enorme deuda internacionalmente a costes muy bajos, incluso en los peores momentos de la crisis de las hipotecas subprime, en los que la confianza en la economía estadounidense se desmoronaba. Por el contrario, el yuan de China apenas se utiliza en el exterior y, de hecho, su uso internacional decrece, lo que puede parecer sorprendente para una economía del tamaño de la china. Esta paradoja –economía enorme sin poder monetario alguno– no lo es tanto si tenemos en cuenta dos hechos relevantes, el primero general y el segundo especifico de China.

En primer lugar, la sustitución de una moneda reserva por otra suele ser el último eslabón de la cadena en la transición de una hegemonía económica a otra, dadas las enormes economías de escala que existen en el uso internacional de una moneda. El último caso histórico, en el que el dólar desbancó a libra esterlina, lo confirma. El segundo factor es que China aún cuenta con férreos controles de capital que limitan enormemente la circulación del yuan fuera del país. En otras palabras, el éxito económico chino no parece haber sido suficiente para calmar la demanda latente, por parte de los residentes chinos, de sacar sus capitales del país. De ahí que el régimen no se sienta capaz de levantar dichos controles de capital, medida imprescindible para que el yuan alcance un uso internacional relevante. De hecho, la pérdida de casi mil billones de dólares en reservas internacionales durante la crisis de confianza que asoló a la economía china en 2015 fue el revulsivo para apretar aún más las tuercas de los controles de capital, revirtiendo los pequeños pasos que el yuan había dado en su uso internacional. En otras palabras, siguen manteniendo un rígido orden de prioridades: la estabilidad económica siempre vendrá antes que el apoyo al yuan como futura moneda reserva, o, en términos más generales, los objetivos externos de China siempre se supeditarán a los internos.

La segunda pregunta, recordémoslo, es de qué manera China liderará el mundo, si alguna vez llega a hacerlo. Aramberri, tras una detallada e informativa descripción del régimen económico, político y social chino, y de su líder actual, ofrece unas pinceladas, sin duda lúgubres, sobre cómo podría ser el mundo bajo el liderazgo de China. La causa principal del pesimismo de Aramberri, y en gran medida pienso lo mismo que él, es el modelo político chino, en el que el Partido Comunista amasa todo el poder sin ningún tipo de rendición de cuentas. Por si esto no fuera poco, Aramberri argumenta que la llegada al poder de Xi Jinping ha dado paso a una dirección mucho más personalista, no sólo del Partido Comunista, sino del país en su conjunto. De hecho, los mecanismos de rendición de cuentas internos al partido son cada vez más escasos, a lo que se añade que el mandato de Xi Jinping ya no está limitado en el tiempo, como ha sido el caso de los anteriores presidentes tras la reforma de Deng Xiaoping. Xi Jinping cuenta, de hecho, con un mandato de por vida si lo desea, gracias a la reforma de la Constitución que el mismo forzó en 2017. En este sentido, Aramberri defiende que un régimen político autoritario acompañado por un régimen económico de capitalismo de Estado sólo puede tener consecuencias negativas para el resto del mundo.

Este es sin duda un punto clave del libro, sobre el que me gustaría detenerme con un poco de detalle. La gran pregunta es: ¿por qué un modelo que, si se utiliza el crecimiento económico como único parámetro de éxito, funciona para China, podría ser perjudicial para el resto del mundo? La respuesta es que el éxito de ese modelo tiene un componente de free riding, puesto que China, al no ser una economía de mercado pero competir con otras que sí lo son, puede aprovecharse de las oportunidades que ofrece la apertura comercial y de inversión del resto del mundo sin que ella haya tenido que hacer lo mismo. En otras palabras, China tiene acceso a mercados de exportación de otros países, pero esos mismos países tienen dificultades para acceder al mercado chino en condiciones de igualdad, y lo mismo ocurre con la inversión directa en el exterior. Así, China puede comprar empresas en otros países, pero la mayoría de los sectores de la economía china siguen cerrados a la adquisición (con control) de las empresas extranjeras. El ingreso de China en la Organización Mundial del Comercio en 2001 tenía como objetivo que abriera completamente su mercado a las importaciones del exterior, así como a la inversión extranjera, pero esto no ha ocurrido. En otras palabras, mientras que Occidente pensaba que, integrando a China en el orden económico mundial, esta transformaría su economía en una economía de mercado, abandonando su planificación y control estatal, China ha mantenido su modelo a la vez que accedía a nuevos mercados. El free riding estriba en que la dimensión del mercado chino (que sigue cautivo al no estar abierto a la competencia extranjera) permite a las empresas chinas obtener unas rentas del consumidor chino que después puede utilizar para competir en mercados externos. A esto se añade que el Estado chino –gracias a su control de una buena parte de la producción– utiliza subsidios y financiación a tipos de interés favorables para mejorar las condiciones competitivas de sus empresas en el exterior. Por desgracia para Occidente, la Organización Mundial del Comercio no fue diseñada para atajar prácticas similares. Se asumió que todos sus miembros serían economías de mercado, por lo que difícilmente puede hacer nada para impedir esta situación. En resumen, China es un claro ejemplo de las dificultades de integrar una economía con control estatal con economías de mercado en un mundo globalizado.

Es interesante señalar, como bien recoge Aramberri en su libro, que académicos chinos de prestigio han creado teorías diferentes a la hipótesis del free riding para explicar el éxito económico de China. Quizá la más interesante e influyente sea la de Justin Yifun Lin, execonomista jefe del Banco Mundial, llamada Comparative-Advantage-Following. La economía china, según Justin Yifun Lin, cuenta con un importante componente dirigista, y su éxito ha de asociarse a su política industrial. En otras palabras, China se ha beneficiado de invertir en los sectores seleccionados por el Estado manteniendo bajos los salarios y los tipos de interés para favorecer dicha inversión. El éxito del modelo económico chino, según Lin, se debe en parte, en fin, a su modelo político, el cual facilita la dirección centralizada e impulsa la inversión productiva. La manera en que Lin evita la acusación de free riding es simple: no hace referencia alguna a cómo las condiciones externas –de apertura de mercados tras la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio, así como la transferencia forzada de tecnología por parte de las empresas extranjeras– han podido contribuir a ese éxito.

Por último, uno de los temas clave tratados con esmero en la obra de Aramberri es si Xi Jinping es un reformista o un conservador cuyo principal objetivo es la supervivencia del partido. La respuesta de Aramberri es clara: sin duda lo segundo. En mi opinión, está en lo cierto. Las razones principales por las que concuerdo con el autor se encuentran recogidas en el libro, pero me gustaría añadir otras. En primer lugar, las reformas económicas que Xi anunció durante la celebración del Tercer Pleno del Comité Central del Partido Comunista Chino en noviembre de 2013 tras su llegada al poder en marzo de 2013, aún no se han producido. Más concretamente, ni se ha reducido el papel del Estado en la producción (el tamaño y poder de las empresas estatales no ha hecho más que aumentar), ni se ha producido una apertura relevante a la competencia extranjera (la participación extranjera en la economía china sigue siendo muy limitada en todos los sectores). En realidad, las conclusiones del Tercer Pleno fueron lo suficientemente ambiguas como para dar espacio a la situación actual, puesto que, si bien auguraban un mayor papel del mercado en la economía, también reconocían la importancia del poder del Estado y, de manera más general, del modelo económico socialista, si bien adaptado a la realidad china («socialismo de rasgos chinos»). Esta ambigüedad, recogida en las conclusiones del Tercer Pleno, se ha reducido paulatinamente en los últimos años: el mercado es útil, pero siempre que se mantenga subordinado al Estado y, por tanto, pueda funcionar sin perjudicar a este último. Entre el buen funcionamiento del mercado y un Estado potente, Xi Jinping se queda con el segundo. La consecuencia obvia de la supremacía del Estado en el ámbito económico es el papel cada vez más limitado de las empresas privadas en China, no tanto en número o cuota de mercado, que también, puesto que sólo un tercio de las empresas cotizadas son privadas, sino más aún en su libertad de acción. En este contexto, si las empresas privadas chinas se ven subyugadas al poder del Estado, parece imposible imaginar que las empresas extranjeras puedan no estarlo. En otras palabras, la libre competencia no puede existir para las empresas extranjeras que operan en China, puesto que ni siquiera existe para las propias empresas chinas privadas.

Entre el buen funcionamiento del mercado y un Estado potente,
Xi Jinping se queda con el segundo

En este contexto, Aramberri dedica una buena parte del libro a explicar el porqué del papel preponderante del Estado en la economía china. En su opinión, la razón clave es la propia supervivencia del Partido Comunista Chino, que se verá favorecida mientras pueda mantener el control de los recursos. Estando de acuerdo con esta explicación, añadiría una segunda explicación relevante relacionada con la lectura que el Partido Comunista ha dado del colapso de la Unión Soviética. Más allá de los aspectos políticos y de la instauración del régimen democrático bajo enorme presión de Estados Unidos, el Partido Comunista Chino –y en buena medida las elites chinas en un sentido más amplio– teme dos cosas: en primer lugar, el caos económico que produjo la desaparición de un modelo económico estatal basado en la planificación; y, en segundo lugar, el desmembramiento o disolución de la Unión Soviética en múltiples Estados independientes. Por tanto, más allá del miedo por su propia existencia, la cúpula del Partido Comunista Chino teme también el colapso económico y que se ponga en peligro la integridad geográfica de China como nación, temor que comparte el resto de la población china y que explica el apoyo generalizado de los ciudadanos chinos a un régimen que, más allá del crecimiento económico, no parece que les premie con muchas libertades sociales y/o políticas. En resumen, el hecho de que la gran mayoría de la población china esté de acuerdo con el Partido Comunista en mantener el régimen económico actual facilita sin duda las cosas al partido.

Antes de terminar, me gustaría volver al tema de la creciente rivalidad con Estados Unidos y cómo puede influir en las posibilidades que tiene China de llegar a ser el líder mundial. Como decía anteriormente, la reciente guerra comercial que la Administración estadounidense ha iniciado contra China no es más que espejo de una realidad mucho más profunda, en concreto la reacción de Estados Unidos a la amenaza de una China cada vez más poderosa tecnológicamente, pero también militarmente, y con una influencia creciente no sólo en la región asiática, sino a nivel global, como bien lo caracteriza uno de los proyectos más personalistas de Xi, la iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda (o Belt and Road Initiative, como se la conoce en inglés). La cuestión es si esta reacción repentina, pero contundente, de la Administración estadounidense puede cambiar las tornas del futuro de China. La respuesta depende mucho de cuál haya sido la causa última –o, al menos, la más relevante– para el éxito de China en la actualidad. Si nos atenemos a la teoría de Justin Lin mencionada anteriormente, la guerra comercial o, incluso, el intento de Estados Unidos de aislar a China en un ámbito más amplio, incluso tecnológico, no debería acabar con el milagro económico chino, puesto que dicho éxito se debe fundamentalmente a su capacidad para planificar y llevar a cabo una inversión productiva sin que el resto del mundo tenga especial relevancia. Si, en cambio, el milagro económico de China estuviera más relacionado con el acceso a mercados y a la tecnología del mundo desarrollado, las perspectivas a futuro no serían tan halagüeñas, puesto que Estados Unidos parece haber despertado ante esa realidad y estar dispuesto a cambiarla presionando a China para ello, sea con aranceles a las importaciones y prohibición de exportaciones de alta tecnología, sea, incluso, utilizando el poder que le confiere el dólar como moneda reserva. El mejor ejemplo de esto último son las multas que el Gobierno estadounidense ha impuestos a las dos mayores empresas tecnológicas chinas, ZTE y Huawei, por haber violado las sanciones impuestas a Irán, violación que ha podido ser detectada al haberse utilizado el dólar para esas transacciones. El ejemplo de la presión estadounidense sobre estas empresas deja claro que China es un gigante con pies de barro en lo que se refiere a su dependencia del dólar para sus transacciones internacionales.

Por último, y más allá de las dificultades para hacer frente a la presión de Estados Unidos que se han expuesto más arriba, Aramberri concluye su libro con una visión pesimista sobre el futuro de China al apostar por una fuerte –pero inevitable– desaceleración económica, dado el rápido envejecimiento de su población y un retorno sobre los activos cada vez más bajo. El autor deja menos claro si el fin del milagro económico chino pueda llevarse por delante su régimen político, pero parece apuntar más bien a un sí. Aunque la historia confirma que ningún régimen se prolonga infinitamente y, sin duda, una fuerte desaceleración económica supondrá un riesgo para el Partido, es importante señalar que mucho depende también de que China alcance la hegemonía económica mundial y desbanque a Estados Unidos. De llegar a esta situación, China podrá reescribir las reglas de juego del orden internacional a favor propio, como ha sido el caso de Estados Unidos hasta la fecha. Por tanto, el futuro de la economía china, e incluso de su régimen político, está también ligado al de Estados Unidos. El declive de este ayudaría sin duda al poder político en Pekín, retrasando el impacto de la desaceleración económica sobre la supervivencia del Partido.

Alicia García Herrero es investigadora en el think-tank europeo Bruegel y en el Real Instituto Elcano.

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Ficha técnica

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