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El tamaño sí importa: naciones pequeñas, naciones mezquinas

Grandes imperios, pequeñas naciones

Josep M. Colomer

Anagrama, Barcelona

264 pp.

16 €

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Al nacionalismo no se llega: en el nacionalismo se cae; sale del corazón y no de la cabeza. Se vive y se siente, pero ni se llega a él por los caminos del razonamiento y la exposición crítica de la evidencia, ni se toma la decisión de ser nacionalista catalán, o vasco, o español, o ruso, o lituano. Es como en el fútbol, donde es absurdo intentar racionalizar por qué se es forofo del Real Madrid, o del Barça, o del Atleti. Se es, y punto. Por eso sorprende el empeño que tienen algunos en racionalizar no sólo por qué son nacionalistas, sino también por qué los demás también deberíamos serlo. Y no en abstracto, sino en concreto: por qué deberíamos apoyar el nacionalismo de aquí, y por qué no el de allá. El nacionalista catalán nos intenta explicar por qué el nacionalismo catalán es «bueno» (así, en general, para todos), y por qué el nacionalismo español es malo. Y el nacionalista español invierte los términos (aunque la verdad, en Cataluña este viceversa se ve hoy con bastante menos frecuencia). Curiosamente, ninguno parece concebir que alguien sea no nacionalista (de la misma manera que al forofo le parece imposible que haya personas a quienes no les guste el fútbol), pero aun así nos intentan explicar a todos por qué su nacionalismo es el nacionalismo correcto.
 

Unos y otros generan una literatura absurda, pesada y aburrida que abarca en un extremo el nacionalismo rancio y casposo, la arenga patriotera y burda, chabacana, al estilo de la tradición «romántica» de Rovira i Virgili, que sustituye el análisis histórico por el periodismo dicharachero (y en quien el sueño de la razón produce nombres de universidades) o el inolvidable «derecho de conquista» que proclamaba Torrente Ballester. En el otro extremo está la obra de profesionales competentes a los que la pasión nacional (o el deseo de ponerse medallas ante un nuevo régimen en ciernes) mueve más allá de donde el intelecto debería.

En parte, se trata de propaganda, pues buscan justificar las acciones de «la nación» ante terceros. Y en parte, de arenga, pues intentan reconfortar a los nacionalistas afines e incitarles a la acción. Y se trata también de autoayuda psicológica, pues los nacionalistas inteligentes (que los hay, aunque cuando hablan del tema no lo parezca) parecen desesperados por dar un porqué racional a su nacionalismo. No les basta con desear, sino que desean que su deseo sea racional, que su deseo sea un deseo que es «bueno tener», consecuencia quizá de una incapacidad para aceptar que se es nacionalista sin razón, pero con sentimiento. Pasional, no racionalmente.

Propaganda, arenga o excusa, pero en ningún caso investigación o análisis. El lema es «mi nación es buena», y a él no se llega: de él se parte con argumentos por necesidad sesgados. Se exponen sólo aquellos aspectos que favorecen el leitmotivmi nación es buena»). Se ocultan o se descartan los que se le oponen, argumentos que dirían «mi nación es mala, su nación es buena». Justifica acciones y quizá tranquiliza y alegra al ya creyente, pero, como mucho, deja perplejo al escéptico. El drama es la falta de universalidad de la argumentación por la necesidad de centrarse sólo en lo que a uno conviene, en estirar y tergiversar para que el resultado cuadre. No es ciencia; ingeniería intelectual a lo sumo.

En éstas se sitúa este libro de Josep M. Colomer, que no es un libro de «ciencia política»: es arenga y propaganda que sólo puede entenderse en el contexto de la política catalana y del entramado social catalán. Una lectura superficial puede dar la sensación de que el tema del libro es la determinación del tamaño de las administraciones públicas (tanto del que sería deseable que tuviesen como del que efectivamente tienen), pero sería incorrecto (y hasta injusto con el autor) quedarse con esa sensación. El libro lo que es en realidad es un alegato a favor del nacionalismo catalán, y como tal ni puede ni sabe proclamar verdades universales. Quizá tiene vocación de ciencia, pero ni es ciencia ni puede serlo. De hecho, en castellano un título alternativo podría ser «Las naciones pequeñas molan, sobre todo la mía, que no es tan pequeña (¡ea!), y además la tuya es fea», pero, claro, quedaba muy largo y poco científico.

Se trata, en todo caso, de un libro honesto que no puede engañar a nadie. Empezando con una introducción improbablemente fechada un 11 de septiembre, fiesta nacional de Cataluña (uno no quiere imaginárselo, pero se lo imagina: un momento de exaltación patriótica, los solemnes sones de Els Segadors como música de fondo) y la solvencia añadida de haber recibido el premio de la notoriamente científica e imparcial Fundación Ramón ­Trías Fargas en su novena edición. En la medida en que el libro es una arenga nacionalista, escrita para que los nacionalistas la disfruten y los incautos se la crean, el libro está muy bien. Lo cierto es que es uno de los libros más inteligentes a la hora de argumentar en torno a las virtudes de la independencia… de Cataluña. De Cataluña, porque para argumentar a favor de la «independencia» y unidad nacional de Alemania, Italia, Estados Unidos, Turquía, India o España se sostendría exactamente lo contrario. Con todo y con eso, algunos de sus argumentos son interesantes, en particular cuando el autor se refiere a las vicisitudes políticas de España desde la transición.

Lo que el libro pretende decir es que Cataluña puede ahora independizarse de una España que fue (pero ya no es) un envoltorio político a medio camino entre conveniente e inevitable, pero que la existencia de la Unión Europea y la dinámica política española de los últimos veinticinco años lo han vaciado de contenido. Se sugiere también que la independencia de Cataluña no sólo es posible, sino que además sería positiva.
El libro en realidad son tres. En apariencia, el primero expone una idea que pretende pasar por abstracta y universal; el segundo y el tercero utilizan esa idea presuntamente para explicar dónde van y qué son Europa y España. En realidad, la primera parte reargumenta viejas ideas muy queridas por los nacionalismos acomplejados por su (pequeño) tamaño: van desde «el tamaño no importa» al «small is beautiful» y recuerdan el alegato de un presunto machote acuciado por dudas sobre su capacidad sexual. En todo caso, el autor la convierte en una justificación del nacionalismo en naciones pequeñas y, tangencialmente, en una argumentación de que el tamaño óptimo de los gobiernos es «pequeño». El resto del libro se vale de ese argumento para proclamar que, obviamente, como Cataluña es «small», y como «small is beautiful», entonces «Cataluña es beautiful». De hecho, el análisis de la evolución política en España desde la transición es muy interesante, y en muchos sentidos lo mejor que tiene el libro, pero su esencia es la primera parte, que es donde el libro tiene estructura y juega a ser «ciencia».

La tesis del libro (de su primera parte) es que el mundo puede dividirse entre imperios, Estados y naciones. Los Estados son malos, ineficientes, se pelean, generan guerras y, en general, hacen a la gente profundamente infeliz. Las naciones son pequeñas y simpáticas. Son buenas, no se pelean entre ellas, no gastan dinero, son democráticas (los Estados aparentemente no lo son), son todas como pequeños cantones suizos llenos de muchachitas con mofletes sonrosados que sonríen y disfrutan de prosperidad. El problema de las naciones es que, al parecer, no tienen un tamaño lo suficientemente grande (porque son pequeñas, claro) como para sobrevivir independientemente. Por eso, durante los siglos xviii y xix, fueron absorbidas por los Estados (malos, malos, ¡malos Estados!). Afortunadamente, en rescate de las naciones llegan (¡taachaaán!) los imperios. Uno podría pensar que eso de imperio suena mal, que un imperio tendría tendencias imperiales, pero no, eso pasa porque uno ha visto demasiados episodios de la guerra de las galaxias. No, los imperios, aunque no son buenos en sí mismos, al final de la película intervienen y hacen posible que los buenos (las pequeñas naciones) ganen a los malos (esos malvados Estados). El truco es que los imperios proveen a las naciones (y al parecer gratis) de servicios de los que antes carecían, y que les permiten independizarse de los (malos, malos, malos) Estados.

Para que nos hagamos una idea: Cataluña es una nación, España es un Estado (y, al parecer, no una nación) y la Unión Europea y Estados Unidos son imperios (ni nación, ni Estado). La idea podría tomarse en serio si se plan­tea­ra de otra manera, si se dijera que los entes públicos de pequeño tamaño sufrieron un proceso histórico de absorción por parte de entes de mayor tamaño que comenzó en algún momento de finales de la Edad Media y ha proseguido aparentemente hasta la última década del si­glo xx, y que la existencia de unidades políticas de ámbito continental (la Unión Europea, la OTAN) hace que hoy en día sea posible la supervivencia de unida­des administrativas más pequeñas. No es que en ese caso el libro fuese a contar más verdades, pero parecería menos simplista. La elección de sustativos es importante en un texto tan discursivo, y en este caso se trata de una elección tendenciosa, con mucha mala leche y muy poco sentido común. El libro habla de lo terribles que son los Estados, que han librado guerras constantes durante todo el siglo xx, y alega que si el mundo fuera un mundo de naciones pequeñas tales guerras no habrían nacido. El hecho de que las guerras de las que habla fuesen guerras emprendidas por Estados nacionales por y para la consecución de objetivos nacionales parece ser irrelevante. El truco está en definiciones absurdas tanto por ser contrarias al uso generalizado como por ser incoherentes. Estados Unidos no es ni nación ni Estado: es imperio; y Alemania no es nación, es Estado, y Francia, pues no lo sé, y dudo que el autor lo tenga claro. Los cantones suizos son naciones, Suiza no es nación, es Estado. Japón es imperio, no Estado, no nación. Supongo que las prefecturas japonesas son nación, o quizás Estado…

En el mundo de las definiciones el autor se pierde, y pierde al lector. Se quiere igualar nación con administración pública «pequeña» y asociarla con ideas positivas, y con Cataluña. Aunque, claro, la misma definición debe servir para los Estados alemanes, para las regiones de Francia, de Portugal o de Suecia, para los Estados (¿o los condados?) de Estados Unidos, para las provincias de Argentina, etc. De la misma manera, quiere asociarse la palabra «Estado» con administración pública de tamaño intermedio y con resultados negativos, y con España. Pero, como es obvio, la misma definición debe servir para Francia (que no es nación, ojo, o si lo es lo es sólo para algunas partes del argumento) o Alemania (que tampoco). Por último, quiere asociarse la palabra «imperio» con una administración lejana que, si bien cumple sus (pocos) cometidos eficientemente, es casi invisible en el día a día de los individuos (y previsiblemente no ofendiendo su identidad nacional), y con la Unión Europea. Pero hay que fastidiarse e incluir a Estados Unidos y a Japón (que, además, oficialmente se llama «imperio») y a China (que no es nación). Para que el mensaje de fondo funcione, el autor llama «nación» a lo que normalmente se llama «región», como en «la Europa de las Regiones» que tanto le gustaba (presumo que ya no) a Jordi Pujol. Sin embargo, llamando a Cataluña «región» difícilmente se gana un premio de la Fundación Trías Fargas, como tampoco es fácil ganar premios en Cataluña llamando a España nación.

Dejando de lado las (oscuras) definiciones, la sustancia del libro es una larga reargumentación del viejo «small is beautiful» en vernáculo: «Al pot petit hi ha la bona confitura». El argumento principal es que las unidades políticas pequeñas son mejores porque son más democráticas, y son más democráticas por dos motivos: (1) porque como las decisiones públicas se toman «cerca» de la población, la autoridad pública es capaz de interpretar mejor los deseos de sus ciudadanos, y (2) porque, al ser sociedades muy homogéneas, el nivel de conflicto entre los ciudadanos es menor y es más fácil acceder a la democracia y mantenerla. Así se llega a lo que podemos llamar el pseudoteorema del nacionalismo pequeñito: (1) + (2) = «small is beautiful». Argumentaré después que esta ecuación sufre de matemáticas incompletas, pues se tienen que agregar varios factores que –voluntaria o involuntariamente– se omiten (resulta interesante que se trata de factores que nunca omitiría un nacionalista de país grande) y porque parte del argumento es una falacia. Veamos antes, no obstante, dos corolarios que el nacionalismo pequeñito saca del pseudoteorema y que constituyen la novedad del libro.

El primer pseudocorolario es que «los Estados son malos». Los «Estados» son unidades territoriales más grandes que las naciones (en ocasiones da la sensación de que el autor de verdad cree que todos los Estados están compuestos de diversas «naciones»). Estas unidades más amplias son inestables, porque buscan expandir sus fronteras (las naciones no, las naciones no quieren expandir sus fronteras: las naciones son buenas), así que se lían a cañonazos unas con otras, no por motivos «nacionales», sino por motivos «estatales». Claro. ¿Quién le iba a decir a ­Gavri­lo Princip que estaba matando al archiduque Francisco Fernando por una cuestión de expansión estatal, no por nacionalismo? ¿Quién le iba a decir al millón y medio de griegos que fueron expulsados de Anatolia en 1923 y al medio millón de musulmanes a los que echaron de Grecia que esta limpieza y homogeneización étnica nada tenía que ver con el nacionalismo? Es una consecuencia del tamaño de los Estados: como son muy grandes, es muy difícil establecer democracia en ellos: como son grandes, son heterogéneos y, por tanto, los intereses son tan diversos que sólo a bofetadas pueden tomarse las decisiones. Incluso si son democráticos, su gran tamaño hace que las decisiones públicas se alejen de los deseos de los ciudadanos, que pueden ejercer mucho menos control. Los Estados actúan, pues, para favorecer a los grupos de presión que los dominan, mientras que las naciones no. Los gobiernos de las (pequeñas) naciones toman decisiones para mejorar el bienestar de los ciudadanos. De acuerdo con el primer pseudocorolario, las administraciones públicas grandes son más proclives a la corrupción del interés público que las más pequeñas. Total, que los Estados se pasan la vida a bofetadas entre ellos y con sus ciudadanos. Ni el nacionalismo (la obsesión por la identidad colectiva) tiene nada que ver con las bofetadas entre Estados, ni en los pueblecitos hubo nunca caciques.

El segundo pseudocorolario («los imperios son majetes») es un pseudocorolario con salto mortal. Como los Estados son territorialmente expansivos, las unidades políticas en un mundo dominado por Estados tienden a ser grandes: una unidad política pequeña es inviable en un mundo de Estados, porque será absorbida. De ahí la violencia de los últimos siglos, del deseo expansionista de los Estados. Por fortuna, al final intervienen los imperios. Los imperios son una especie de Estado hipertrofiado que ha crecido tanto que es incapaz de gobernar directamente toda su extensión. Por consiguiente, devuelve el poder a pequeñas administraciones (las «naciones») que, al fin y al cabo, son lo eficiente (recuérdese el pseudoteorema). De acuerdo con este segundo pseudocorolario, en las zonas imperiales es posible mantener gobiernos pequeños. El salto mortal radica en que los imperios se postulan, no se deducen. No queda claro el porqué de su generosa actuación. Es caro establecer una defensa, y es caro asegurarse que los miembros constituyentes no se fagociten unos a otros (porque digo yo que dice el libro que es lo que a los Estados les gusta hacer). Uno esperaría que los imperios quisieran sacar algo de todo esto, pero al parecer no. Es verdad que algún imperio no parece estar por la labor, y le da por reprimir las aspiraciones «nacionales» de sus miembros. ¿Lo convierte esto en «Estado»? Es muy confuso. Obviamente, el autor tiene en la cabeza a la Unión Europea, que es una unión de Estados, pero que en la práctica vaciaría de contenido a los Estados permitiendo que «las naciones» (lo que en todo el mundo menos en este libro llaman «las regiones») puedan recuperar su soberanía de forma efectiva y mejorar, así, el servicio a los ciudadanos que proveen los Estados pobremente. Pero, ¿por qué querrían los malvados Estados unirse para proveer mejores servicios? Dada la definición de «Estado», cuesta ver de dónde sale la Unión Europea. Es profundamente incoherente.

Pero volvamos al pseudoteorema (1) + (2) = «small is beautiful». Porque el libro es una arenga que pone énfasis allí donde quiere y niega lo que molesta. Se habla sólo de los aspectos positivos de los gobiernos «cercanos» al ciudadano, de las administraciones públicas pequeñas, pero no habla de las desventajas. Juzgar el tamaño óptimo de las administraciones basándose sólo en lo que se nos presenta es juzgar sin ver toda la verdad, incluso viendo algunas cosas que no son verdad. Es peor que ver la mitad de la película: es ver la mitad mala de la pe­lícula.

Hay muchísimos elementos que deberíamos incluir en la ecuación, pero hay dos en particular que se me antoja como inconcebible no tomar en cuenta antes de emitir un juicio. Los dos son resultados obvios y bien conocidos en economía y teoría de juegos: impepinables. El primero es que la «devolución» del poder político a las unidades pequeñas desde las grandes (a las «naciones» desde los «Estados» en la confusa y confundida terminología del libro) disminuye la competencia entre los agentes económicos, y que esto incide en una disminución de la eficiencia económica. El segundo es que aumenta la competencia entre los gobiernos para atraer empresas, capital y base impositiva, lo que repercute en políticas económicas más conservadoras: menos redistribución de renta entre ricos y pobres. Examinémoslos por separado.

En primer lugar, la disgregación del poder político en unidades pequeñas genera por necesidad políticas diferenciadas. Quien sabe nadar en ellas tiene ventajas. En un universo de «naciones», con muchos entes de gobierno de pequeño ámbito territorial, en cada uno de ellos habrá políticas distintas que los agentes locales conocen mejor que los foráneos. Pequeñas empresas locales obtienen, así, ventajas competitivas en el mercado, pero no porque son eficientes, sino porque son locales. El nivel de eficiencia decae, porque hay más empresas ineficientes que pueden competir en el mercado local a pesar de su ineficiencia. Pierden los consumidores, que reciben bienes y servicios más caros y de peor calidad. Pierden los trabajadores, que reciben salarios más bajos, porque trabajan en empresas menos productivas. Pierden los empresarios y las empresas eficientes, porque disminuye su cuota de mercado a manos de empresas ineficientes pero con ventajas artificiales. Ganan algunos empresarios mediocres que pueden explotar sus contactos locales, sus ventajas específicas en un mercado provincial para subsistir a costa de los demás. Un mundo donde el poder político está en la «nación» («nación» à-la-Colomer) es un mundo de pequeños botiguers, con poca competencia entre empresas.

No sólo habrá individuos que se aprovechen de las diferencias entre «naciones»: es que, como grupo de presión, harán lo indecible para asegurarse que tales posibilidades existan. El gobierno pequeño, que el autor viene en llamar «nacional» y yo prefiero llamar «provinciano», está mucho más sujeto a las presiones de grupos locales en busca de ventajas… locales; es mucho más propenso a caer en manos de la congregación de los intereses creados. Esta es, qué duda cabe, una fuerza importante, con toda probabilidad la más importante, en el nacimiento de «naciones». Los grupos que tienen poco poder político en un «Estado» («Estado» à-la-Colomer) y, por tanto, poca capacidad para establecer regulación en su provecho, estarían interesados en trocear el «Estado» en la medida en que su poder de influencia aumentase en alguna de las partes constituyentes una vez rotos los lazos que las unen (el «Estado»). Esta fuerza centrífuga (el deseo del mediocre de tener más influencia y poder político) está en el origen de muchos procesos secesionistas.

En segundo lugar, además de menos competencia entre empresas, hay más entre administraciones públicas, y eso tampoco es bueno. A cualquier gobierno le gusta que en su territorio se instalen empresas, capital y señores ricos a los que poder poner impuestos y a los que poder vender chalets de lujo. Los gobiernos no sólo compiten pegándose cañonazos (eso al parecer es lo que les gusta hacer a los malísimos Estados, que lo hacen por vocación, como para divertirse), sino que también –y de manera mucho más relevante para el mundo de hoy– compiten atrayendo esos recursos. Lo hacen poniendo impuestos bajos, regulaciones laxas y, en general, haciendo la vida más fácil al capital. Lo dramático es que todas compiten, luego todas hacen la vida fácil a los propietarios del capital, sólo que sin atraer más capital. Compiten todas; yo pongo los impuestos bajos y una regulación muy favorable a las empresas, pero ellos también. Ni yo ni ellos atraemos a nadie, pero los impuestos y la regulación quedan del agrado del capital: el primero que suba impuestos o imponga regulación en vez de atraer, alejará el capital. De hecho, el «imperio» de la Unión Europea nace bastante menos para conquistar galaxias y bastante más como respuesta a la necesidad de coor­di­nar políticas en economías bastante más integradas de lo que el autor parece creer. En ausencia de esa coordinación (centralización de la toma de decisiones), el resultado es una política más conservadora, que está muy bien… si eres conservador. En un ámbito económico tan enormemente integrado como España (en general dentro de los «Estados») es fácil imaginar dónde lleva una descentralización del poder de decisión política: a un mundo mucho más conservador en lo económico, más como Estados Unidos, menos como Europa.

La mera introducción de estos dos elementos hace que el pseudoteorema parezca mucho menos obvio. En la determinación del tamaño de las administraciones públicas hay fuerzas centrífugas y fuerzas centrípetas. El libro sólo considera las fuerzas centrífugas que son «positivas», y aquellas centrípetas que son «negativas». El mundo real es mucho más complejo: muchas de las fuerzas centrífugas son enormemente negativas, más si tienen la fuerza de los intereses creados. Un equilibrio no tiene por qué ser eficiente. Que, tras el estatuto de Cataluña, cada una de las comunidades autónomas vaya a apropiarse de uno propio con similares niveles de competencia no es debido a que el proceso sea «bueno». Se debe a que sobre todas ellas se ejercen las mismas fuerzas, pues en todas hay individuos que aspiran a su parcelita de poder (y todos tienen cuñados con necesidad de empleo), y a que desde cada una de ellas se ve con aprensión que las otras pueden competir mientras que ellas, en cambio, no pueden. «Small» es el paraíso de los mediocres y el infierno de los desfavorecidos. La insistencia en la belleza de la nación pequeña, en el terruño, no tiene nada de «beautiful». Es soez, aburrida y carente de imaginación, resultado de un romanticismo infantil de trompetita y banderola. No, lo pequeño no es necesariamente hermoso, y siempre es mezquino.

Estoy de acuerdo con el autor cuando sugiere que la desvertebración del Estado es, en España, casi inevitable: las correlaciones de fuerzas son tales que difícilmente se vislumbra otro panorama. También puedo conceder que la existencia de la Unión Europea puede ayudar en algunos aspectos a que esto sea así. Ahora, como muchas veces en la vida real, esta película no tiene por qué acabar bien. Hay un trecho desde entender qué va a pasar hasta sugerir que es «bueno». Porque no lo es.

No lo es ni siquiera bajo la tenue luz de este libro. Se sugiere en él que el motivo por el que el gobierno de «naciones» es bueno (small, beautiful y todo eso) es que son más homogéneos, pero no lo son, ni mucho menos, en el caso concreto que inspira todo esto. Desde el punto de vista etnográfico y de percepción de identidad nacional, Cataluña no es más homogénea que es España. ¡Cataluña es mucho más heterogénea que España! Cataluña es más pequeña, pero en absoluto más homogénea. Esa creencia es un mito –inconcebiblemente estúpido– que, en apariencia, incluso gente inteligente ha acabado por creer. En Cataluña hay dos comunidades lingüísticas (y en gran medida comunidades de identificación nacional), cada una con alrededor del cincuenta por ciento de la población. En España hay (de momento) cuatro comunidades lingüísticas y de identificación nacional: una tiene como un ochenta y cinco por ciento de la población, y las otras tres juntas tienen como un quince por ciento, luego para determinar que Cataluña es más homogénea uno debe usar matemáticas sospechosamente imaginativas. No, Cataluña no es más homogénea, de ahí que no se siga que la devolución del poder sea bueno, ni siquiera recurriendo a la errónea lógica del pseudo­teo­rema de las naciones acomplejadas.

El problema es que del resultado se parte, al resultado no se llega. El libro es sólo una excusa, no es una exposición de la evidencia hecha con sinceridad y desvinculada de pasión. Es todo lo contrario: es propaganda, arenga y excusa. Por eso irrita un poco esa pátina de «ciencia» que pretende tener. Parece querer decir que esto sí que va en serio, que esto es ciencia y que, como es ciencia, va a misa. Y no. Ni va a misa, ni es ciencia.

Las ciencias sociales son, por su naturaleza, argumentativas, y avanzan sólo por consenso. Por eso, y para ser un poco más ciencias, establecen normas de conducta, reglas de juego que deben seguirse para facilitar que lo obvio aparezca como obvio, lo absurdo como absurdo y lo empíricamente dudoso como falso (de ahí, por cierto, la utilidad de las matemáticas y la aproximación económica a las ciencias sociales). Este libro no juega con esas reglas. Como sucede con demasiada frecuencia en ciencias sociales –y en algunas más que en otras–, sucumbe a la tentación discursiva y degenera en una forma pedante de charla de café: rigor de tertulia vestido de seda. 

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