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Tony Judt: el último socialdemócrata 

Cuando los hechos cambian. Artículos, 1995-2010

Tony Judt

Madrid, Taurus, 2015

Trad. de Juan Ramón Azaola y Belén Urrutia

408 pp. 22,90 €

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Con este volumen editado y prologado por ella misma, Jennifer Homans, la viuda de Tony Judt, ha cerrado su obra, recogiendo trabajos que aún andaban desperdigados por varias publicaciones más un inédito. En su mayoría aparecieron en The New York Review of Books: Judt era un habitual de la casa.

A lo largo de su obra, Judt se ocupó de numerosos temas de la historia reciente, todos ellos uncidos a una visión de conjunto o narrativa. La suya giraba alrededor del Estado de bienestar, la contribución de la socialdemocracia europea a la creación de la más alta forma de vida colectiva que haya existido y cuya sostenibilidad, cada vez más veteada por la incertidumbre, sólo puede ser cuestionada con una dosis de mala fe. Los ensayos de este último volumen de Judt reiteran esa narración cada vez más difícil de mantener. Lo que propongo a continuación es una crítica de su coherencia.

La forja de un socialdemócrata

Tony Judt falleció en 2010 a una edad relativamente temprana, sesenta y dos años, víctima del síndrome de Lou Gehrig. Los pacientes de la esclerosis lateral amiotrófica pierden de forma progresiva el control de sus motoneuronas, las células nerviosas que controlan los movimientos voluntarios, pero no el de las funciones cerebrales relacionadas con la sensibilidad y la inteligencia: es decir, son conscientes del deterioro que sufren sin poder hacer nada por remediarlo. Habitualmente el final llega por asfixia tras la pérdida de las funciones respiratorias. Una suerte de «condena sin redención posible», decía Judt de su enfermedad en un ensayo estremecedor aparecido en The New York Review of Books«Night» (14 de enero de 2010), recogido en una recopilación de cortos ensayos postreros igualmente aparecidos en The New York Review of Books, que sus manos inertes ya no podían escribir y él tenía que limitarse a dictar (The Memory Chalet, Nueva York, The Penguin Press, 2010; El refugio de la memoria, trad. de Juan Ramón Azaola, Madrid, Taurus, 2011).. Judt, un historiador notable, le plantó cara al síndrome hasta el último momento sin dar tregua a su trabajo para así jugarle otra pasada provisional a la muerte. De su valentía dan testimonio gráfico numerosas imágenes disponibles en YouTube.

Al final de su vida, el éxito había convertido a Judt en esa figura ante la que él sentía una intensa ambigüedad, la de intelectual público, y su muerte dio pie a la habitual ristra de obituarios y homenajes elogiosos o devotos de otros intelectuales de esa misma condiciónVéanse, entre los primeros, Timothy Garton Ash, «Tony Judt (1948-2010)», The New York Review of Books, 30 de septiembre de 2010 y, entre los segundos, Ian Buruma, «Tony Judt: The Right Questions», The New York Review of Books, 5 de abril de 2012.. Una de las escasas excepcionesOtras como las de Pankaj Mishra («Orwell’s Heir», Prospect Magazine, 25 de enero de 2012) o Dylan Riley («Tony Judt: A Cooler Look», New Left Review, núm. 71, septiembre-octubre de 2011) destacaban por su doctrinarismo. fue Eric Hobsbawm. Aviesamente, en el ensayo necrológico que le dedicó«After the Cold War», London Review of Books, vol. 34, núm. 8 (26 de abril de 2012).   dejaba caer que, hasta la publicación de PostguerraPostwar. A History of Europe Since 1945, Nueva York, Penguin Books, 2005 (Postguerra. Una historia de Europa desde 1945, trad. de Jesús Cuéllar y Victoria E. Gordo del Rey, 9ª ed., Madrid, Taurus, 2013)., Judt había destacado, ante todo, como juez de la horca, ajustando cuentas a algunos franceses y a otros de mayor cuantía. Y remataba, por do más pecado había, que ésta, su obra mayor, era un libro ambicioso pero poco equilibrado que dejaría de parecer satisfactorio a quienes lo leyesen tan solo unos pocos años después de publicadoHobsbawm pagaba así a Judt, que no había sido demasiado clemente con él, con su misma moneda. «En resumen –sentenciaba Judt en su crítica a The Age of Extremes. A History of the World, 1914-1991 (Nueva York, Abacus, 1995)–, [su] historia del siglo XX es la historia del declive de una civilización, la historia de un mundo que había llevado a su culmen el floreciente potencial material y moral del XIX y, al punto, había defraudado esa promesa. […] Hay mucho de jeremiada, el aire de una ruina inminente en la narración de Hobsbawm» (When the Facts Change. Essays 1995-2010, Nueva York, The Penguin Press, 2015. Loc. 291 de la edición Kindle).. Aunque por razones ajenas a las suyas, como luego se dirá, no dejo de concurrir con Hobsbawm. Postguerra y, en mi opinión, el resto de la obra posterior de Judt narra un desencanto anegado por la nostalgia y es pena que la lucidez de muchos de sus análisis no cause en el lector tanta impresión como su entereza personal. Por mucho que se admire ésta, las ideas tienen que pasar por el tamiz de la crítica, pues permanecerán en la conciencia colectiva una vez que el coraje de su autor se haya borrado de la memoria.

¿Nostalgia? Es la tristeza por el recuerdo de una dicha perdida. A Judt le sumía en ella la desaparición del mundo de su juventud, algo frecuente entre personas de edad, aunque no todos los leopardos muestren manchas idénticas. La primera frase de Postguerra recuerda que el libro se concibió durante un cambio de trenes en la Westbanhof vienesa. Era a finales de 1989, mientras, a punto de acabar la Guerra Fría, el Oeste y el Este del continente se fundían en una nueva Europa. Su larga separación en la posguerra ya no podía concebirse como una ley de bronce de la historia: sólo un accidente que ella misma se estaba encargando de enmendar. No sería esto, pues, lo que empujaba a Judt a la melancolía.

No. Eran los trenes de la Westbanhof.

Los trenes le traían el recuerdo de la Inglaterra de Lord Beveridge y su Estado de bienestar que hizo posible que aquel niño listo de una familia pequeñoburguesa y judía, pudiera desembarcar en Cambridge y graduarse allí, algo impensable antes de 1939. Cuando Judt dice unos meses antes de su muerte que la tecnología y la arquitectura del sistema ferroviario británico le fascinaron desde niño, como Proust con su magdalena, está a la busca de un tiempo alevosamente desaparecido. Un tiempo definido por los trenes, un modo de trasporte rápido, barato y solidario, que, para su mente adolescente, era la sinécdoque en que se resumía el Estado de bienestar. Como si discurriese por los rígidos rieles de un ferrocarril, la narrativa de Judt nunca se desvió de ese remate glorioso de la vida en sociedad que finalmente se había hecho hueco en la historiaA lo largo de su obra, Judt abordó una amplia gama de asuntos –identidad judía, sionismo, invasión de Irak, la política republicana en Estados Unidos, crítica historiográfica y académica–, pero, a mi entender, en todos ellos su narración de base gira en torno al Estado de bienestar., ni legitimaba las excusas para criticarlo o para justificar el asalto a los valores en que se fundaba: la vida austera, la honestidad, la pedagogía del esfuerzo, la meritocracia o el trabajo bien hecho. Lamentablemente, empero, Judt no entendió la relativa disonancia entre estos valores ecuménicos y la evolución real del Estado de bienestar y, al cabo, imputó su relativo declive a un déficit axiológico, progresivamente asfixiante a medida que los hechos se empecinaban en salirse de los carriles preestablecidos. Así, su narración de la historia europea más reciente se enroca, primero, en la fantasía, para acabar, después, en unas coplas manriqueñas, tan admirables en sus sentimientos como inhábiles para narrar cabalmente esa historia.

Tendiendo los raíles

Los españoles nacidos en los años inmediatos al final de la Guerra Civil nos educamos a la sombra de la cultura francesa. Era el francés, sin otra opción, la lengua extranjera que se enseñaba en la mayoría de los colegios, y Francia –una parte de ella al menos, la del régimen de Vichy y el mariscal Pétain– solía ser noticia habitual en la prensa franquista. A medida que crecía empecé a saber de otra Francia, la de San Juan de Luz y de Biarritz, que estaban a tiro de piedra de San Sebastián y permitían escapar del muermo nacional algunos días del verano. Mi madre y sus amigas se iban de compras, mi padre y los suyos a tomar copas y al casino y, mientras, yo paseaba por la playa de San Juan y me extasiaba ante aquellas francesas que cubrían someramente sus encantos preternaturales con unos biquinis insólitos al otro lado del Bidasoa. Un par de años más tarde supe del régimen democrático, de la Cuarta República, del París de las libertades, y conocí las librerías de la plaza de la Sorbona, la de Maspéro y algunos restaurantes soberbios. Francia seducía.

Y en ésas anduvimos durante años sin atrevernos a ajustarle las cuentas. Recuerdo que a mediados de los años sesenta, un amigo que acabó por convertirse en una de las personalidades más influyentes de la situación actual se ufanaba de tener La náusea como libro de cabecera. Leyendo sus escritos de hoy, imagino que aún sigue teniéndolo. Uno vivía entonces huis-clos chez Jean-Paul y no se enteraba –ni los franceses se esforzaban en que nos enterásemos– de que, más allá del Ser de Vichy y la Nada del Café de Flore, había otros mundos bastante más sugestivos.

Aunque siempre tuve el remusguillo de que Sartre era un plasta, los intelectuales en agraz no podíamos dejar de leerlo. Sartre representó el epítome de lo que había que saber, de cómo razonar y de qué guisa escribir para toda una generación de progres galicanos. Algunos, seguramente por lo del remusguillo, nos libramos de su influencia sin grandes ahogos, como de una tórrida aventura nocturna olvidada con el despertar del día siguiente: «¿Cómo dijiste que te llamabas?» A Tony Judt, tal vez porque sus pasiones fueran menos fugaces, Sartre y, en general, la intelectualidad progresista francesa de la inmediata posguerra (1944-1956) le planteaban un enigma intelectual. ¿Cómo explicar su interés por convencernos de que realmente existía el Mundo Bizarro de los tebeos de Supermán, donde todo está del revés?

La respuesta de Sartre y, en general, de la mayoría de los intelectuales progresistas franceses a las cuestiones decisivas que se debatieron inmediatamente después del fin de la guerra no sólo erraba. Como recuerda Judt, lo llamativo entre esta tribu órfica era su asombrosa bajeza moral. Vaya lo que sigue a guisa de crestomatía.

Tony JudtUn asunto clave en esos años fue la relación entre revolución y violencia. Si la barbarie nazi no tenía excusa posible, ¿qué decir de la que habían impuesto los bolcheviques en la Rusia soviética? Para Maurice Merleau-PontyHumanisme et terreur. Essai sur le problème communiste, París, Gallimard, 1947., la violencia era un rasgo consustancial a la vida social, así que el comunismo soviético no era una excepción. Pero una vez reciclada toda violencia en ese concepto genérico que incapacita para el análisis de sus variedades, la fenomenología dispensaba bulas. La violencia nazi se hubiera mantenido en caso de que Hitler hubiera ganado la guerra; el comunismo, por el contrario, la empleaba sólo en el entretanto del tránsito a la verdadera historia humana y la haría desaparecer tan pronto como acabase con la explotación en todas sus formas. Mientras llegaba el amanecer que sonríe (algo que Merleau-Ponty sólo podía conjeturar), la violencia comunista se ejercía con legitimidad y contaba con un valor añadido: la honestidad de reconocer su necesidad. Para los existencialistas que habían echado los dientes con Heidegger, ya se sabe, lo auténtico siempre encierra un plus de verosimilitud.

Si Merleau-Ponty era un visionario, para Judt, Sartre era un cínico. Él no trató nunca de endulzar la violencia estalinista ni de ocultar su carácter terrorista. Sin melindres, lo aceptaba como la expresión objetiva del humanismo: el fetén, el proletario. ¿No es la violencia la partera de la historia? Que nadie recelase de su legitimidad si la meta era la implantación del comunismo. A los muertos, al cabo, nadie iba a pedirles parecer.

Tanto desparpajo no era patrimonio exclusivo de los filósofos ateos, y los católicos progresistas agrupados en la revista Esprit no desmerecían. Para Emmanuel Mounier, por ejemplo, los juicios de Moscú podían haber establecido una equiparación maula entre los enemigos del régimen y los del país, pero esa distinción no se sostiene en tiempos de crisis, como la Unión Soviética de los años treinta. El destino de los acusados dejaba de contar cuando al colectivo le amenazaban escenarios que «no entendían de justicia ni de piedad»Pasado imperfecto, p. 148.. Mounier, un tozudo moralista cristiano, negaba la distinción entre medios y fines.

Si así se maltrataba el meollo ético de la cuestión, poco cabía esperar en asuntos más mundanos, como la represión de los partidos no estalinistas (agrarios, liberales, populares, socialistas) en la Europa del Este; las purgas de los dirigentes comunistas locales que real o supuestamente se desviaban de Moscú; o, peor, la represión de los movimientos de resistencia al comunismo. Aquí Sartre aventajaba a todos con su virtuosismo. La invasión soviética de Hungría –decía– sólo ponía en evidencia los defectos específicos del modelo socialista local sin invalidar al genuino. Ventajas de la razón dialéctica.

Había otras. Merleau-Ponty y Sartre quitaban hierro a los campos de trabajo soviéticos pues, decían, su existencia reflejaba una versión optimista de la humanidad: los dirigentes comunistas esperaban que sus internos se regenerasen. Había quien se negaba a pronunciarse sobre la cuestión a falta de «una fenomenología de la Unión Soviética»Pasado imperfecto, p. 182.. Jean-Marie Domenach, otro prominente ensayista de Esprit, proclamaba su fe absoluta en «el sincero amor por la justicia» de los comunistasPasado imperfecto, p. 184.. La devoción de Simone de Beauvoir por la Unión Soviética nunca estuvo teñida por la reticencia. Para ella, las revelaciones de KravchenkoVíctor Kravchenko (1905-1966), un funcionario soviético en la embajada rusa en Washington, solicitó asilo político en Estados Unidos en 1944. Su libro posterior (Yo escogí la libertad, múltiples ediciones en castellano) daba noticia de los excesos de la colectivización y los campos de trabajo en la Unión Soviética y fue recibido, especialmente entre los comunistas franceses, con grandes ataques personales. En respuesta, Kravchenko se querelló por libelo contra Les Lettres Françaises, el semanario literario del Partido Comunista Francés. Los tribunales le dieron la razón tras un largo proceso en el que centenares de intelectuales sirvieron de testigos a favor y en contra. o los escritos de Koestler «sólo cuentan cuentos»Pasado imperfecto, p. 181..

La seducción del comunismo comenzó a deshilacharse para sus entusiastas en 1956, con la invasión de Hungría

El futuro, del que tanto esperaban los intelectuales progresistas franceses, iba a ser merecidamente implacable con ellos. La seducción del comunismo comenzó a deshilacharse para sus entusiastas en 1956 (vigésimo congreso del PCUS, invasión de Hungría) Algunos, sin embargo –ahí están SartreTodavía en 1973, con la invasión de Checoslovaquia en 1968 y media Revolución Cultural a las espaldas, el maoísmo ofrecía un puerto de refugio transitorio a su obcecación con la violencia revolucionaria. En una entrevista publicada en la revista Actuel, Sartre sostenía que «un régimen revolucionario [el chino en este caso] tiene que desembarazarse de un número de individuos que le desafían y a mí no se me alcanza otra respuesta que la muerte. De la prisión puede salirse. Probablemente los revolucionarios de 1973 no han matado lo suficiente» (véase Pasado imperfecto, p. 391). y Beauvoir–, se resistieron tanto como pudieron a abandonar el barco y sólo se bajaron tras hallar otro con un futuro igualmente sonriente: las revoluciones anticolonialistas del Tercer Mundo. Sartre nunca pudo dárselas de marxista con tanta justicia como en este remedo de Groucho: «ésta es mi visión del futuro socialista; si no le gusta, tengo otras».

¿Cómo pudieron tantos titanes progresistas franceses hacer de consuno dejación de la funesta manía de pensar? Judt apunta un elenco de razones entre las que destacan tres: el mito de la Resistencia; el escaso peso del liberalismo en la tradición política francesa; y el recelo ante la modernidad.

La liberación envolvió los años de la guerra y los conflictos anteriores en una espesa niebla. Las grandes corrientes políticas de la posguerra coincidían en que la generalidad de los franceses había participado en la Resistencia o simpatizado con ella, aunque los resistentes activos habían sido sólo una escasa minoría. Pero, decían, «la masa de la nación» se había mostrado unánime en su deseo de derrotar a los alemanes. Semejante narrativa resistencialista reducía la derrota fulminante de 1940 a la traición de la elite política y olvidaba hechos que tozudamente se resistían a encajar en ella: escritores comunistas, como Aragon o Éluard, habían defendido la colaboración hasta la invasión de la Unión Soviética en 1941; Paul Claudel dedicaba a De Gaulle versos casi idénticos a los que, dos años antes, había compuesto para Pétain; los católicos progresistas participaron en la escuela de cuadros de UriageLa revolución nacional de Pétain proponía una renovación moral e intelectual de Francia (o de lo que quedase de ella), parte integral de la cual sería la formación de nuevas elites. La escuela de cuadros de Uriage, en las cercanías de Grenoble, se fundó con ese fin en septiembre de 1940 y operó hasta 1942, cuando algunos de sus miembros empezaron a criticar sus cometidos: «Mounier y otros escritores de Esprit tuvieron un papel destacado entre los primeros conferenciantes, aunque también estuvo presente un nuevo grupo, del cual surgirían importantes figuras públicas de la Cuarta y la Quinta República, incluido Hubert Beuve-Méry, fundador y primer director de Le Monde, quien más adelante llevaría a su nueva publicación algunos de los ideales y gran parte de la mojigatería confianzuda de la comunidad de Uriage» (Pasado imperfecto, p. 44).. Y se definía como «un juego sutil y peligroso», una especie de «clandestinidad a la luz del día», el pertinaz silencio político de Sartre durante aquellos años de plomoMás información sobre el estilo de vida de los intelectuales parisienses mayormente silentes bajo la ocupación puede obtenerse en Alan Riding, And the Show Went On. Cultural Life in Nazi-Occupied Paris, Nueva York, Vintage Books, 2010. Era relativamente confortable y para nada expuesto, a pesar del capote pro domo que les echó Ian Buruma («Who did not Collaborate?», The New York Review of Books, 24 de febrero de 2011).. Con involuntario sentido del humor, Simone de Beauvoir apuntaba que, para Sartre, haber escrito y montado Les mouchesLa obra se estrenó en 1943, en el momento culminante de la Ocupación, en el Théâtre de la Cité, al que los alemanes habían cambiado de nombre (anteriormente era el Théâtre Sarah Bernhardt) por la ascendencia judía de la actriz a la que estaba dedicado. –con el correspondiente permiso de las autoridades de ocupación– había sido «la única forma de resistencia a su alcance». Los beneficiarios de esta súbita y amnésica amnistía eran, pues, legión. Cualquiera que hubiera sentido el deseo de resistirse, así lo hubiera sabido exclusivamente de pechos adentro, podía contarse ahora como un resistente.

La raíz intelectual de esas posiciones estaba clara para Judt: la debilidad de la tradición liberal francesa. En Pasado imperfecto, Judt recordaba que liberalismo no es una etiqueta unívoca y la identificaba, ante todo, con una visión de los derechos humanos orientada a garantizar las libertades negativas en el sentido de Isaiah Berlin, es decir, a proteger la autonomía de los individuos frente a su comunidad. Esta versión idealizada del liberalismo –dice Judt– no ha existido jamás en plenitud, pero había generado un constructo normativo muy influyente en las sociedades liberales. Algo que no sucedió cabalmente en Francia.

Francia se considera la cuna de los derechos del hombre pero, apunta Judt, tan pronto como empezaron a detallarse, buena parte de la Ilustración francesa y de sus posteriores seguidores revolucionarios eligieron una versión rectificada. Tanto Francia como Estados Unidos utilizaron inicialmente el lenguaje de los derechos humanos para legitimar un nuevo poder soberano frente a la monarquía absoluta, pero pronto sus caminos divergieron. En Estados Unidos las libertades públicas se incorporaron al Bill of Rights (las primeras diez enmiendas de la constitución) como garantías de los ciudadanos frente a su propio gobierno, mientras que en Francia, ya desde la Revolución, sus gobernantes, moderados o radicales, restringieron los derechos de la constitución de 1791, de suerte que la autonomía individual acabó subordinada a la volonté générale.

Jean-Paul Sartre (1955)Tal posición vicaria de las libertades resultó muy conveniente para todas las corrientes políticas francesas posteriores. Para los tecnócratas herederos de Saint-Simon, que tuvo una enorme influencia entre los liberales franceses, los derechos derivan del lugar que los sujetos ocupan en el proceso productivo. Hablar de ellos en abstracto, especialmente para resistirse a la voluntad general, resultaba una afrenta a la ciencia social. Socialistas y marxistas, por su parte, pronto coincidieron en verlos bien como un anacronismo superfluo en la futura sociedad sin clases, bien como un fraude en beneficio de la opresión burguesa. Los propios liberales franceses, escaldados por la experiencia jacobina, compartían ese recelo. La generación de Guizot no ocultaba su simpatía por un gobierno fuerte, termidoriano, en el que veía el único valladar firme frente al populismo y el Terror. Tras la caída de Luis Felipe, la constitución de 1848 convirtió los derechos individuales en derechos de los colectivos orgánicos que supuestamente vertebraban a la nación, de resultas de lo cual dejaron de ser la solución para convertirse en un serio problema. Toda la historia del republicanismo posterior no es sino el largo y, a la postre, caótico fin de la incapacidad para hacer sitio en Francia a los individuos y a sus derechos. Con esa hostilidad hacia el liberalismo, una mayoría de intelectuales franceses –hay excepciones como Raymond Aron, Albert Camus o François FuretLos elogios de Judt a los dos primeros y la influencia del tercero aparecen copiosamente en su obra. Véase, en especial, The Burden of Responsibility. Blum, Camus, Aron, and the French Twentieth Century, Chicago, The University of Chicago Press, 2007., pero se cuentan con los dedos de una mano– se distanciaron de sus colegas británicos y estadounidenses. Como en Alemania y en Rusia, en Francia compartían en su mayoría las críticas románticas a la sociedad industrial y añoraban las virtudes del antiguo régimen, rural y precapitalista. Proyectándose hacia atrás, hacia un pasado que nunca existió, los intelectuales franceses mantenían la ilusión durkheimiana de una sociedad armónica y libre de anomia. Con su tendencia a las tempestades políticas, el reconocimiento legal de los intereses individuales desmerecía de ese ideal putativamente superior.

De ahí la bien asentada incapacidad francesa para explicar la experiencia norteamericana. América –redondeaban los intelectuales franceses– representaba la modernidad, es decir, un mundo carente de tradiciones y de inhibiciones, de complejidad y de sofisticación, en tanto que Europa, en una imprevista anticipación de la retórica posterior de Donald Rumsfeld, era «la vieja Europa», rica en ideas, patrimonio cultural y sabiduría. Poco a poco, para ellos, la América del materialismo y del aburguesamiento fue convirtiéndose en el sinónimo de Occidente y, ya en los años treinta, su nombre resumía todo lo indeseable o lo inquietante de la vida occidental. De esta época datan tanto la exaltación de una modernidad alternativa y superior representada por el comunismo, como la idea de que el capitalismo anglosajón depredador trataba de someter a su yugo al mundo entero y, en especial, a Francia. Un sentimiento exacerbado en la posguerra por la amarga realidad de que, sin los estadounidenses y los ingleses, la Liberación habría sido imposible y, sin el Plan Marshall, la reconstrucción económica de Francia infinitamente más difícil. Pero, una vez más, los intelectuales rehuyeron explorar el fondo de la cuestión, de suerte que «el fracaso de la Liberación se lo endilgaron, con tanta firmeza como anacronismo, a Washington […]. Humillada y exhausta, [Francia] había conseguido librarse de una ocupación, [pero] se vio sometida a otra aún más cabal y nociva frente a la cual todos ellos tenían la obligación moral de oponer su resistencia intelectual»La traducción de este pasaje del original inglés (Past Imperfect. French Intellectuals 1944-1956, Nueva York, New York University Press, 2011, p. 200) es mía. En este paso, la versión española no se entiende y lo que se entiende no refleja el pensamiento del autor (véase Pasado Imperfecto, p. 230)..

Nadie del gremio anglosajón se había atrevido a tenérselas tan tiesas con los intelectuales parisienses

La publicación de Pasado imperfecto en 1992 llevó improvisadamente a Judt de la oscuridad honrosa de una jefatura departamental en la New York University al pináculo de la intelectualidad laureadaDe vuelta hacia París tras una gira europea en la que había propuesto matrimonio a Jennifer Homans, en algún lugar de Borgoña, Judt recibió la llamada de una de sus estudiantes de Nueva York. El libro había sido comentado en la primera página de la revista de libros de The New York Times y en otras grandes publicaciones: «Ninguno de estos periódicos había publicado nada hasta entonces sobre algo que yo hubiera escrito, y mucho menos otorgándole tanta importancia. De modo que, casi de la noche a la mañana, me hice bastante conocido» (Pensar el siglo XX, p. 242).. Muchos elogios a su libro en los medios estadounidenses destilaban una buena dosis de bilis negra. Nadie del gremio anglosajón se había atrevido a tenérselas tan tiesas con los intelectuales parisienses que tanto habían influido en Nueva York en las dos décadas anteriores y que, por cierto, empezaban a oler a naftalina. A moro muerto, gran lanzada. Sin contar con que los límites de Judt (1945-1956) permitían a los académicos del país esquivar una incómoda discusión sobre los méritos de los nuevos progresistas, los deconstruccionistas, cuyas posiciones políticas eran muy similares a las de Sartre & cía., y que, justamente por eso, estaban teniendo una fuerte influencia sobre los medios progresistas norteamericanos.

Sean los que fueren los motivos de su éxito, Judt lo tenía merecido. Pasado imperfecto se incluye en la mejor tradición liberal europea con su defensa cerrada de la autonomía personal y de las libertades públicas. Nada le parece tan moralmente cochambroso como aventurar excusas de mal pagador para los abusos totalitarios o colectivistas del presente a cambio de un futuro que se promete sonriente y resulta siempre esquivo. Ni por un momento titubeaba Judt en la defensa del socialismo democrático frente a las quimeras inspiradas en Marx, joven y viejo, y en su progenie bolchevique. Mientras Judt rumió su libro, contaba además con un apoyo adicional: el amplio consenso político y social en torno a la superioridad del Estado de bienestar, todo un tren de alta velocidad. No era el suyo un optimismo caprichoso. Lamentablemente, al diablo le gusta ocultarse en los detalles y no iba a facilitar a Judt su tarea.

El tren de alta velocidad sufre una avería inexplicable

La otra clave de la narración de Judt hay que buscarla en Postguerra, su interpretación de la historia europea en la segunda mitad del siglo XX. En los treinta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el Estado de bienestar se asentó definitivamente y cambió de un jalón la relación entre los ciudadanos de Europa Occidental y sus Estados. Ahora ambos polos quedaron unidos por una densa red de beneficios sociales y de políticas económicas que convertían al Estado en el servidor de sus miembros y no a la inversa.

El Estado de bienestar no era igual en todas partes, pero la confianza en sus ventajas la compartían las principales corrientes políticas del tiempo, desde los liberales y conservadores hasta los eurocomunistas, pasando por democristianos y socialdemócratas, que fueron sus principales arquitectos. Ese modelo se definía como social, pero no era socialista. Era un consenso transversal de los grandes partidos y corrientes políticas que mostraba la dimensión posideológica del Estado de bienestar. Todas sus variedades coincidían en ofrecer oportunidades a sus ciudadanos en el acceso a la Seguridad Social, la sanidad y la educación.

A la difusión del Estado de bienestar le acompañó una apertura de las costumbres privadas y una reducción de la represión política. En la anteguerra, muchos gobiernos habían controlado estrechamente la vida privada y perseguido las opciones sexuales no sancionadas. Sobre la homosexualidad, el aborto y hasta la contracepción recaía un baldón a menudo reforzado por los códigos penales. El divorcio nunca era fácil y en muchos lugares, imposible. La censura de los medios de comunicación, práctica común. Pero el cambio de mentalidades se operó con gran celeridad. La oposición de la Iglesia al divorcio y al aborto en países de mayoría católica como Francia, Italia o Alemania Occidental tuvo escasa influencia sobre la opinión pública.

El Estado de bienestar veía también a la difusión cultural como una de sus misiones capitales. Los cincuenta y los sesenta fueron años de grandes subsidios a la cultura que, tal vez por eso, entró en una fase de notable creatividad con las «nuevas olas» de escritores y directores de cine. Pese a las posteriores críticas al conformismo de la época, en esos años florecieron teatro, novela y cine. Lo que Europa Occidental había perdido en poder y prestigio político lo iba a recuperar en influencia cultural.

William Beveridge con Percy Harris y Wilfred Roberts (1944)

Tales fueron los frutos de lo que en Francia llaman les treinte glorieuses, los casi treinta años de crecimiento económico y solidaridad social entre 1945 y las crisis del petróleo de los años setenta. Sus beneficios, señala Judt, se hicieron notar entre todas las clases sociales, aunque no consiguieran cambiar radicalmente la desigualdad material. Todavía en 1967, el diez por ciento de los británicos poseía un ochenta por ciento de la riqueza privada. Y Gran Bretaña no era la excepción, sino la regla. El efecto neto de la redistribución fiscal de esos treinta años fue mayormente una transferencia de rentas y propiedades al siguiente cuarenta por ciento. La teoría de la modernización: «El Estado de bienestar crea la clase media […] y la clase media defiende entonces al Estado de bienestar»Tony Judt (con Timothy Snyder), Thinking the Twentieth Century, Nueva York, The Penguin Press, 2012 (Pensar el siglo XX, trad. de Victoria Gordo del Rey, Madrid, Taurus, 2012, p. 357).. El resto, es decir, la mitad de la sociedad, sólo ganó con el aumento general de la seguridad y del bienestar colectivos. Pero pocos se quejaban de esa privación relativa.

Aun con esos defectos, este modelo al que Judt, con manifiesta apropiación indebida, denominaba la hora socialdemócrata, representó la mejor forma de organización solidaria que Europa Occidental haya conocido nunca. De ahí su resuelta animadversión hacia las protestas antisistema en Francia, Italia y Alemania durante los años sesenta y Setenta. El capítulo que les dedica en Postguerra no puede ser más crítico.

Una de las grandes conquistas del Estado de bienestar había sido el acceso masivo a la educación universitariaA finales de los años sesenta, en Italia estudiaba en la universidad uno de cada siete jóvenes; en Bélgica, uno de cada seis; en Alemania se habían multiplicado por cuatro desde 1950; en Francia había tantos universitarios como en todos los liceos (educación secundaria) en 1956.. Pero ese éxito no vino acompañado de mayor enjundia en el pensamiento social (deconstruccionismo y estructuralismo francésJudt no desarrolló una evaluación de conjunto del movimiento deconstruccionista, pero de sus críticas a algunos de sus representantes se deduce una escasísima estima. Véanse «Elucubrations. The «Marxism» of Louis Althusser» en Reappraisals: Reflections on the Forgotten Twentieth Century, Nueva York, The Penguin Press, 2008 (Sobre el olvidado siglo XX, trad. de Belén Urrutia, Madrid, Taurus, 2008, capítulo 6) o «À la recherche du temps perdu. France and its Pasts» (ibídem, capítulo 12). Había algunas excepciones, como la de Edward Said, de quien, en cualquier caso, Judt valoraba más sus posiciones antisionistas que su Orientalismo (véase «Edward Said. The Rootless Cosmopolitan», ibídem, capítulo 10)., recuperación del joven Marx y de los marxistas heterodoxos) ni en la práctica política (declive de los partidos comunistas, movimientos neorrománticos -hippies, pacifistas- frente a lo que Marcuse llamaba «tolerancia represiva» de las sociedades industriales, guerrilla urbana y «proletaria»). El interés de la nueva izquierda se desplazó hacia los movimientos anticoloniales, el apartheid en Sudáfrica y en Estados Unidos y todas las guerrillas campesinas del ancho mundo. Los radicales de 1968 imitaron hasta la caricatura el estilo de las revoluciones del pasado, pero no intentaron su reproducción casera. Sólo en Italia y Alemania una fracción de la izquierda, tan radical como minúscula, se decidió por una violencia terrorista sin horizontes. En suma, «los años sesenta acabaron mal en todas partes. El cierre del largo ciclo de crecimiento y prosperidad de la posguerra disipó la retórica y los proyectos de la nueva izquierda; el énfasis optimista en la alienación postindustrial y la despersonalización de la vida moderna pronto se vería desplazado por una renovada atención hacia [los] empleos y [los] salarios»Postguerra, p. 651. Véase también Ill Fares the Land, Nueva York, The Penguin Press, 2010 (Algo va mal, trad. de Belén Urrutia, Madrid, Taurus, 2011, pp. 89 y ss.).. No iban a ser los radicales de 1968 quienes acabasen con el Estado de bienestar del que tantas ventajas habían obtenido. Renunciar a la hora socialdemócrata de la posguerra resultaba sencillamente imposible para ellos. Por fortuna, apunta JudtEn sus últimos escritos, Judt no se excusaba por haber nacido antes de tiempo. Ni siquiera por la mojigatería sexual de los boomers primogénitos como él. «Nuestros sucesores –liberados de las antiguas trabas– se han impuesto nuevas restricciones a sí mismos. […] Los puritanos tenían una sólida base teológica sobre la que reprimir sus deseos y los de los demás. Pero los conformistas de hoy no tienen nada por el estilo a lo que aferrarse» (El refugio de la memoria, p. 199). Otras afectaciones de género caras a los posmodernos le parecían igualmente insustanciales. Al toparse con una obrita piadosa como la biografía de Arthur Koestler de David Cesarani (Arthur Koestler. The Homeless Mind, Nueva York, The Free Press, 1999), en la que el autor se apoyaba en sus hábitos sexuales –Koestler, al parecer, fue un mujeriego de la antigua escuela o, como se diría en la jerga académica actual, un depredador sexual– para ningunear su impecable trayectoria política, Judt se encendía: «La promiscuidad, “traicionar” al amante o al cónyuge, considerar sumisas a las mujeres y comportarse en general de forma “sexista” no era algo peculiar de Arthur Koestler […]. Como historiador [Cesarani] debería dudar antes de censurarle por actitudes y supuestos que eran muy comunes en su medio social y cultural» (Sobre el olvidado siglo XX, trad. de Belén Urrutia, 4a ed., Madrid, Taurus, 2013, p. 45). Noli me tangere..

Un eventual descarrilamiento de ese tren de alta velocidad sólo podría haber sobrevenido por otras razones. Una de ellas, el eventual éxito del modelo alternativo de planificación estalinista, hizo mutis por el foro, no por voluntad propia, sino por una implosión incontrolada. Pese a su poderío militar, el imperio soviético era difícilmente sostenible. Judt define con precisión su desequilibrada y paradójica estructura económica: la Unión Soviética, su centro político, exportaba productos agrarios y, a su vez, importaba bienes manufacturados de unos países periféricos política y militarmente cautivos. De esta forma, ni la Unión Soviética ni el resto de sus colonias podían dar cumplimiento a los pronósticos de superar a los países capitalistas en el curso de una o dos generaciones, ni tampoco mejorar de forma sensible el nivel de vida de sus sociedades. En cualquier caso, el estalinismo europeo reveló el tigre de papel que llevaba dentro.

El otro riesgo para el Estado de bienestar venía de su propia evolución interna

El otro riesgo para el Estado de bienestar venía de su propia evolución interna. El consenso keynesiano que se había impuesto en la posguerra postulaba un refuerzo mutuo de la planificación indicativa, el pleno empleo y la política fiscal redistributiva, pero ese círculo virtuoso dejó de retroalimentarse en los años setenta y ochenta. A las crisis del petróleo de 1973 y 1979 se unió la caída de la productividad y un rápido aumento del paro. Añádanse la transición demográfica con su rápida disminución de la natalidad, una deuda pública creciente y la estanflación en la economía, y resultará sencillo comprender que la acumulación de todas estas tendencias iba a cuartear los fundamentos del Estado de bienestar. En esta coyuntura, las críticas de Friedrich Hayek y sus seguidores al consenso keynesiano, hasta entonces contenidas intramuros de la academia, resonaron entre los electores. Los liberales de su escuela veían en la expansión del Estado el mayor obstáculo para el crecimiento y abogaban por reducirlo en prestaciones y en burocracia. Muchos de sus servicios podían ser provistos con mayor eficiencia por el sector privado, lo que contendría el aumento impositivo y aumentaría la libertad de los ciudadanos.

En Gran Bretaña, las propuestas neoliberales se convirtieron en prácticas políticas con el triunfo electoral de los conservadores de Margaret Thatcher en 1979. Las campanas doblaban por la hora socialdemócrata. Para Judt, nada bueno iba a salir de allí. Pese a sus ataques al Estado, Thatcher no hizo otra cosa que centralizarlo, limitando el poder y los presupuestos de la administración local; no redujo el gasto público (en este punto Judt reconoce el peso de las ayudas al desempleo heredado de gobiernos anteriores); destruyó la influencia del movimiento sindical británico; privatizó todo cuanto pudo.

Era lógico que Judt criticase lo que consideraba un descarrilamiento del Estado de bienestar; pero no a costa de negarse a explicar los éxitos de Thatcher. Según él, no aumentó el voto de los conservadores; sus triunfos se debieron a que una parte del electorado laborista se pasó a los liberales, con la consiguiente esterilización de su voto en un sistema electoral mayoritario. Los votos que Thatcher ganó entre la clase obrera y la clase media-baja vinieron de una oleada moralista contra el atrevimiento de los años sesenta. La derrota que infligió a los mineros fue pírrica, porque estos carecían ya de futuro y porque la obtuvo bajo el choque emocional del atentado contra su vida del IRA Provisional. A Thatcher, se diría, todo le vino caído del cielo y «entre 1979 y 1990 hostigó, intimidó –y sedujo– al electorado británico para llevar a cabo una revolución política»Postguerra, p. 780..

Un crítico tan riguroso como Judt no hubiera permitido que nadie escapara con un argumento tan pobre (¡la seducción de Thatcher!). A la postre, Judt reconoce que la economía británica mejoró en los años de su mandato. Pero, a renglón seguido, añade algo sorprendente tras de su explicación económica del declive soviético: «Como economía, el Reino Unido de Thatcher era un lugar más eficiente. Pero, como sociedad, sufrió un cataclismo de desastrosas consecuencias a largo plazo. Al desdeñar y desmantelar todos los recursos que estaban en manos colectivas, al insistir a gritos en una ética individualista que prescindía de cualquier valor no cuantificable, Margaret Thatcher causó un grave daño al tejido que sustentaba la vida pública británica»Postguerra, p. 785.. A Judt le convendría haber recordado antes de disparar con el procesador de textos aquello que solía decir Isaiah Berlin: que los valores son inconmensurables, es decir, que hay diversas opciones para articular sus incompatibilidades. Especialmente, añadamos, cuando se trata de valores no cuantificables.

Harold Macmillan con Margaret Thatcher

Thatcher, en efecto, certificó el final de la hora socialdemócrata. Pero la cadena causal funcionó al revés de lo que Judt mantiene. No fue ella quien provocó la crisis del Estado del bienestar, sino la insostenibilidad del modelo lo que hizo posible a Thatcher. Poco a poco, los socialistas de todos los partidos, que decía Hayek, habían generado una inflación de «derechos sociales» difícilmente sustentable. Los derechos sociales no son otra cosa que beneficios cuyo mantenimiento depende de la situación de la economía, de los impuestos que los contribuyentes estén dispuestos a pagar y de los límites a la deuda pública. Cuando esas variables empeoran, habrá que reducir los beneficios. Ampliar la edad de jubilación; cambiar el sistema de reparto para las pensiones; liberalizar el mercado de trabajo; exigir buenos rendimientos académicos a los universitarios; imponer el copago sanitario según las rentas; y examinar a fondo los costes de otras muchas políticas sociales para mantener su supervivencia no equivale a desmantelar el Estado de bienestar, se ponga Judt como se ponga.

Judt nunca fue entusiasta de Mitterrand. Luego de una biografía política, por decirlo diplomáticamente, muy accidentada, que lo llevó desde Vichy al Partido Socialista, pasando por numerosos espacios intermedios, Mitterrand, con la unión de izquierdas, ganó las elecciones presidenciales francesas en 1981. Largos años fuera del poder habían llevado a los socialistas a seguir soñando con otro mundo posible. Su programa ganador incorporaba, pues, medidas «anticapitalistas»: subidas salariales, reducción de la edad de retiro, menor jornada laboral y nacionalizaciones. Pero ese proyecto «socialista» hubiera exigido también un control de cambios y una plétora de regulaciones que hubieran llevado a Francia a separarse de sus socios comerciales y, eventualmente, a abandonar la entonces Comunidad Europea. Así que, en junio de 1982, el presidente dio media vuelta, introdujo un programa thatcheriano y se olvidó de la «vía francesa al socialismo» (todas las comillas en este párrafo son de Judt). Dos años después, los comunistas habían salido de su gobierno, ahora en manos de tecnócratas, y su socialismo se convirtió en una modernización à l’américaine.

No se entiende bien qué reprocha más Judt a Mitterrand, si las iniciales veleidades anticapitalistas o su abandono posterior. Al parecer, Judt hubiera deseado una combinación moderada de ambos extremos, es decir, la pervivencia de su añorado Estado de bienestar. Lo que no perdona a Thatcher ni a Mitterrand es que, a partir de ellos, la socialdemocracia se haya visto obligada a elegir entre reducirlo (con machaconería, Judt prefiere decir «desmantelarlo») o entregarse al populismo, cuando no a la demagogia. A un lado, los inanes imitadores de Thatcher como Tony Blair, a quien Judt critica con fiereza; por el otro, el viaje a ninguna parte de Mitterrand en 1982, muy parecido al más reciente de Hollande; o, peor, las ocurrencias de Rodríguez Zapatero. Es posible que Judt tenga razón y que, por separado, esas opciones acaben con la socialdemocracia como movimiento político, pero ni él ni, por el momento, nadie apunta una fórmula coherente para recomponer esa imprevista avería. Y no se logrará manteniendo la fantasía de que sus causantes fueron Thatcher, Mitterrand o sus lamentables imitadores y no la cruda realidad. La hora socialdemócrata había pasado.

Cercanías

Hay muchas formas de combatir la disonancia cognitiva, pero el ensueño y la melancolía se llevan la palma. Con el primero, uno niega los hechos fastidiosos y pone entre paréntesis su incómoda existencia. Al final de Postguerra, Judt eligió ese camino. El modelo social europeo, insistía, seguía vivo. Pese a los enormes problemas que creó, la absorción de los países del Este fue un impulso positivo para la unidad europeaPor más que la mantenga, en este punto, sin embargo, la confianza de Judt es más reducida en Postguerra de cuanto sostenía en las conferencias pronunciadas en 1995 en el Centro Johns Hopkins de Bolonia, publicadas posteriormente como A Grand Illusion? An Essay on Europe, Nueva York, Hill and Wang, 1996 (¿Una gran ilusión? Un ensayo sobre Europa, trad. de Victoria Gordo del Rey, Madrid, Taurus, 2013).. Los nuevos miembros eran muy desiguales entre sí, en economía, en política y en cultura, pero todos se adaptaron a los requisitos impuestos para su participación. Aunque algunos gobiernos arrastrasen los pies, sus electorados votaron a favor del modelo social europeo. Tampoco, digamos al paso, fue aquello una gesta. Los beneficios sociales de que gozaban los europeos orientales estaban bastante por debajo de los británicos tras los recortes de Thatcher. Pero, para Judt, pese a la enorme diversidad de la nueva Europa, estaba naciendo así una imprevista identidad europea: «Ahora, no sólo Europa ya no estaba eclipsada por Estados Unidos sino que, en cierto modo, entre ellos se habían cambiado las tornas»Postguerra, p. 1125.. El flujo de inversión directa europea en la economía estadounidense superaba al de sentido contrario; la productividad por hora en la mayoría de los países europeos había desplazado a la norteamericana; y la política exterior de George W. Bush empujó a muchos europeos a reclamar mayor independencia. Los europeos habían hecho su opción: más ocio, menos trabajo, buenos ingresos y más calidad de vida. Este modelo era muy caro, pero garantizaba empleos más seguros y enormes transferencias sociales. Si para ello había que pagar impuestos, así eran los gajes del oficio.

Judt era un historiador competente y sabía que a sus estadísticas las contradecían otras muchas, pero cerraba la discusión eligiendo siempre las que se ajustaban mejor a su narraciónUn ejemplo entre muchos: «La desigualdad exacerba los problemas. Así, la incidencia de los trastornos mentales se corresponde estrechamente con la renta en Estados Unidos y el Reino Unido, mientras que en todos los países de Europa continental estos dos índices no están relacionados» (Algo va mal, p. 29). y sin mencionar las alternativas. Ésta no sería en sí una crítica decisiva. Al cabo, todos los que nos dedicamos a las ciencias sociales tenemos que elegir entre datos contrapuestos y no puede acusársele de hacerlo alevosamente. Pero, más allá de las opciones sobre estadísticas, se enrocaba en no discutir la sostenibilidad de un modelo europeo de cuya superioridad no cabía dudar«Incluso si fuera cierto que los Estados europeos socialdemócratas […] de mediados del siglo XX eran insostenibles desde el punto de vista económico, en sí mismo esto no invalidaría sus aspiraciones» (Algo va mal, p. 78)..

Del ensueño a la melancolía sólo hay un paso. Tras la invasión de Irak –Judt fue de los pocos intelectuales estadounidenses que se opusieron a ella desde el principio– y la crisis financiera de 2008, sus juicios sobre Estados Unidos, país en el que había obtenido doble nacionalidad, se tornaron cada vez más implacables«Estados Unidos diverge de la experiencia occidental en general. En los demás países del Occidente desarrollado, los Estados de la guerra de la Era Moderna se transformaron en Estados del bienestar permanentes. […] [En Estados Unidos] el Gobierno […] ha pedido prestado dinero para luchar en unos conflictos que prefiere no reconocer demasiado abiertamente. El coste de estas guerras ha sido, por tanto, soportado por generaciones futuras, ya sea en forma de inflación o como una carga y una limitación sobre todo el resto del gasto público: sobre todo en materia de prestaciones y bienestar social». Véase Pensar el siglo XX, p. 354.. El capitalismo norteamericano era otro dios fracasado que, en su caída, amenazaba también con arrastrar al modelo europeo. Ill Fares the LandEl título proviene de una estrofa de Oliver Goldsmith que reza: «Mal le irá a la tierra que, presa de apremios, permita que se acumulen las riquezas y decaigan las gentes»., su último libro publicado en vida, tiene algo de la música que Henry Purcell escribió por la muerte de la reina Mary, tanta es la melancolía que lo envuelve.

ParísEn su obra anterior a Ill Fares the Land, la defensa del Estado de bienestar recaía sobre el genitivo. Limitar los «derechos sociales» o contener su expansión equivalía a su desmantelamiento. Sin duda, la evolución de la sociedad europea había generado tendencias inquietantes: envejecimiento de la población; natalidad descendente; menor productividad de conjunto de la economía europea; rápido endeudamiento público y privado; reducción de los gastos de defensa. Pero, tan pronto como las nombraba, Judt dejaba de explorar sus consecuencias, como si con ello las nubes negras fueran a disiparse. La propuesta de reestructurar el Estado de bienestar, según él, sólo reflejaba la inopia argumental de un pequeño grupo de economistas y políticos que por un tiempo convencieron a los votantes con trucos de mercadotecnia. Los europeos acertaron al no dejarse seducir.

Por lo que hace a Estados Unidos, este etnocentrismo europeo de Judt reflejaba una miopía que la Gran Recesión de 2008 se iba a encargar de refutar sin rodeos: fueron las economías europeas las que acabaron peor paradas. En lo se refiere al resto del mundo, lo de Judt era directamente ceguera. En toda su obra pueden contarse con los dedos de una mano las referencias a China y otros países asiáticos, pese a su papel clave en la economía global. Ignorar su impacto sobre el mercado europeo de trabajo y, por tanto, sobre el mantenimiento, menos aún la ampliación, de los actuales «derechos sociales», como si de algo trivial o inconsecuente se tratase, era una insensatez.

Ill Fares the Land bascula hacia el Estado. Lo que, durante siglos, había sido un aparato recaudador, represor y guerrero se transformó después de 1945 en proveedor de servicios sociales para «proteger al ciudadano empleado de los estragos de la economía de mercado»Algo va mal. p. 81.. La visión weberiana del Estado como un aparato burocrático basado en el mérito, imparcial y aliado del ciudadano, por fin se había hecho carne, abasteciendo de recursos a la sociedad, al tiempo que evitaba la guerra. Las críticas que se le han dirigido por su proclividad a la ineficiencia, al despilfarro y, cada vez más, a la corrupción, las trata Judt como si no fueran otra cosa que el disfraz de los salteadores del bienestar. Su éxito entre parte del público no significa para Judt que el Estado deba desaparecer o reducirse al mínimo: al contrario, exige nuevas y mejores regulaciones.

Este es un asunto cuya discusión no cesa y sería vano intentar abordarlo en profundidad ahora. Pero, desde la grotesca Regulación núm. 1677/88 de la Comisión Europea sobre la curvatura de los pepinos hasta la desmesurada ley de protección al consumidor conocida como Reforma Dodd-Frank en Estados Unidos, pasando por el intento de prohibición de bebidas carbónicas de más de medio litro en Nueva York o de las hamburguesas triples en España, o la persecución de los fumadores en todas partes, los consumidores tienen muchas razones para desconfiar de tantas regulaciones biempensantes.

En cualquier caso, en su ofuscada defensa del modelo europeo, Judt busca refugio, como no lo había hecho nunca antes, en la censura moral: «Hay algo de profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy. Durante treinta años hemos hecho una virtud del beneficio material: de hecho, esta búsqueda es todo lo que queda de un propósito colectivo […]. El estilo materialista y egoísta de la vida contemporánea no es inherente a la condición humana […] No podemos seguir viviendo así»Algo va mal, pp. 16-17.. Estas líneas tremendistas («Arrepentíos») no proceden de un sermón. Son las que abren el libro y, desde ahí, nos deslizan hacia un mar de lamentos de recorrido tan circular y reducido como el de los trenes de cercanías.

Judt resultaba admirable al denunciar que los intelectuales progresistas franceses silenciaban las contrariedades y las incógnitas del presente con la ilusión de un futuro soñado, pero ahogarlas en la añoranza de un pasado irremediablemente ido tampoco tiene nada de envidiable. No dejaba de tener razón Hobsbawm al profetizar una rápida obsolescencia de esa narrativa socialdemócrata.

Julio Aramberri es profesor visitante en la Dongbei University of Finance & Economics (DUFE) en Dalian (China).

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