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A los cien años de la Gran Guerra

1914. De la paz a la guerra

Margaret MacMillan

Madrid, Turner, 2014

Trad. de José Adrián Vitier

864 pp. 39,90 €

1914, el año de la catástrofe

Max Hastings

Barcelona, Crítica, 2014

Trad. de Gonzalo García y Ceclia Belza

728 pp. 29,90 €

1914-1918. Historia de la Primera Guerra Mundial

David Stevenson

Barcelona, Debate, 2013

Trad. de Juan Rabasseda

896 pp. 37,90 €

Sonámbulos. Cómo Europa entró en guerra en 1914

Christopher Clark

Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014

Trad. de Irene Cifuentes y Alejandro Pradera

788 pp. 29 €

Para acabar con todas las guerras

Adam Hoschschild

Barcelona, Península, 2014

Trad. de Yolanda Fontal

615 pp. 34,90 €

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Los estudios históricos sobre la Primera Guerra Mundial, aunque no son tan numerosos como los dedicados a la Segunda Guerra Mundial, han sido siempre relevantes y ahora lo son mucho más con motivo del centenario del inicio del conflicto. Sin embargo, la historiografía y los retratos testimoniales sobre la bien pronto denominada «Gran Guerra» han seguido una evolución sumamente curiosa, ya que constituyen una muestra de cómo no siempre lo que escriben los especialistas responde a las demandas e intereses de la mayoría de los ciudadanos. En efecto, durante casi dos décadas, desde 1918 hasta el inicio de la que inmediatamente pasó a denominarse Segunda Guerra Mundial, la historiografía que podríamos calificar de más académica había centrado su atención fundamentalmente en el estudio de las relaciones diplomáticas internacionales que habían dado lugar al estallido del conflicto. Eran estudios prolijos sobre las políticas de alianzas previas a la guerra, sobre los diversos intereses económicos y políticos puestos en juego, y sobre las rivalidades que habían provocado la conflagración. Y, evidentemente, abundaban los detallados análisis sobre las estrategias militares diseñadas por los altos estados mayores antes y durante la guerra. En la mayoría, por no decir la totalidad, de los estudios históricos de entonces aparecía la obsesión por buscar «los responsables políticos» de la guerra y predominaba la tendencia a acusar a Alemania de ser la principal culpable. El gran vencido era, además, casi el único responsable de aquel desastre.

La historiografía académica de entonces, elaborada por una minoría de profesores universitarios, por algunos diplomáticos y militares, y también por destacados periodistas, aparte de utilizar la escasa documentación oficial que entonces se permitía consultar, se construía a partir de los testimonios escritos dejados por los más relevantes políticos, diplomáticos y militares. Era básicamente la historia de la alta política, centrada en las actitudes de las elites, en la que destacaba la ausencia de estudios profundos sobre los millones de combatientes, ya que los soldados eran tan solo unas cifras en los gruesos volúmenes entonces publicados. Igualmente destacaba la generalizada ausencia en estas obras de referencias concretas y detalladas sobre el gran impacto que el conflicto había producido en el conjunto de la población de los países beligerantes. Parecía como si la guerra sólo se hubiera vivido en los frentes.

De este modo, si se contempla en su conjunto la historiografía sobre la Gran Guerra publicada en los años veinte y treinta, nos percatamos de que había una notable falta de sintonía entre lo que trataban y sostenían los historiadores académicos en la gran mayoría de los países que habían sido beligerantes, y lo que realmente interesaba a buena parte de la sociedad de estos mismos países. En la mayoría de los estudios sobre la guerra, destacaba el escaso interés, o la reducida sensibilidad, de sus autores por narrar los enormes costes humanos del conflicto, aunque en todos estos países ya se habían publicado numerosos testimonios sobre la vida y la muerte de los soldados en las trincheras. El éxito literario y el impacto emocional y político de lo que habían denunciado, por ejemplo, Henri Barbusse, Erich Maria Remarque o Ernest Hemingway, en sus escritos testimoniales El fuego, Sin novedad en el frente y Adiós a las armas, apenas parecía influir en la tradicional historiografía del momento. En efecto, las emotivas denuncias de la brutalidad y de la irracionalidad de aquella guerra vivida por millones de soldados en las trincheras apenas eran analizadas y explicadas por unos historiadores más interesados en recoger las versiones oficiales del conflicto que aparecían en las memorias de los políticos y de los generales. Los «intereses de Estado» predominaban en aquellas historias oficiales que ponían siempre el énfasis en las responsabilidades de los unos, generalmente los alemanes, y exculpaban a los otros, y que tendían a minimizar los enormes costes humanos y materiales de aquella locura. Y en defensa de la «verdad» oficial sobre aquella guerra en Francia llegó a prohibirse un alegato antibelicista tan auténtico como El miedo, el libro de Gabriel Chevallier, bajo la acusación de ser una obra «antipatriótica». Así, puede decirse que hasta 1945 la historiografía europea más académica y oficial debatió básicamente sobre responsabilidades y sobre los errores y los aciertos de los principales dirigentes políticos y de los jefes militares de los países beligerantes, mientras que apenas investigó sobre los efectos humanos y sociales de aquel conflicto.

Lloyd George, Georges Clemenceau y Woodrow WilsonFue después de 1945, y en gran medida como resultado del gran impacto emocional producido por las decenas de millones de víctimas de la Segunda Guerra Mundial, cuando los historiadores dedicados al estudio del primer conflicto europeo empezaron a tratar de forma más seria las enormes repercusiones humanas, sociales y materiales de aquella locura colectiva. Empezó entonces a prestarse más atención al conjunto de las víctimas, las directas y las indirectas, y a reflexionarse sobre la cultura de guerra que había propiciado aquella primera gran matanza europea. Los inicios de la denominada «historia social», con la irrupción de grupo francés de Annales y de los jóvenes historiadores marxistas británicos, creó una situación propicia para que empezaran a ser analizados con rigor los aspectos económicos, sociales y demográficos del conflicto, así como a tratarse con mayor interés el impacto de éste en las actitudes sociales y en las psicologías colectivas. De entonces datan los primeros estudios rigurosos sobre las víctimas militares y civiles, sobre el impacto de la guerra en las retaguardias, sobre la sociedad y la economía «de guerra», sobre el papel que desempeñaron las mujeres en el esfuerzo bélico, sobre los cambios provocados por la guerra en la propia estructura del mundo del trabajo, sobre el impacto de la guerra en el mundo de los niños, las escuelas en tiempos de guerra, etc.

Más adelante, ya hacia las décadas de 1980-1990, irrumpió la moda de lo que podríamos denominar la «historia cultural de la guerra», es decir, las investigaciones sobre cómo logró crearse en casi toda Europa una mentalidad colectiva favorable al conflicto. Eran estudios centrados en el análisis de las nuevas formas de propaganda que lograron forjar una opinión pública extremadamente beligerante y cómo fueron aceptados por buena parte de las ciudadanos los discursos maniqueos sobre la representación del enemigo, sobre la construcción de la imagen del antifrancés, del antialemán, etc. Empezaron a publicarse entonces estudios sobre los exaltados discursos nacionalistas y chovinistas que habían logrado penetrar en la ciudadanía de casi todos los países europeos. De ahí que también se buscaran las responsabilidades no sólo de los políticos y de los militares, sino también de los intelectuales. Por ello aparecieron documentados estudios sobre la actitud de los escritores, periodistas y científicos durante la guerra y su colaboración en la creación de un clima a favor de la irracionalidad bélica y de la «necesaria» destrucción del enemigo. Así, no deja de ser paradójico que aquello que Julien Benda ya había denunciado en 1929, en su libro La traición de los clérigos, es decir la gran responsabilidad de los intelectuales franceses y alemanes en la creación de un ambiente justificador de la guerra, no empezó a ser analizado con rigor científico por los historiadores hasta casi cincuenta años después. De hecho, los sentimientos y las actitudes antibelicistas manifestadas en el curso de la Primera Guerra Mundial no serán tratadas como un tema relevante por parte de las historiografías francesa, alemana, británica e italiana hasta bien entrados los años sesenta, es decir, casi medio siglo después.

En las últimas dos décadas, la historiografía sobre la Primera Guerra Mundial se ha ampliado y enriquecido notablemente y puede decirse que hoy casi no existe ningún aspecto significativo que no haya sido objeto de alguna aproximación, aunque las crónicas sobre este conflicto no hayan alcanzado la diversidad, la riqueza ni la abundancia de las dedicadas a la Segunda Guerra Mundial. Así, la historiografía militar se ha renovado y ampliado notablemente, gracias a poder acceder a documentación oficial, militar en buena parte, hasta ahora vedada. Así, por ejemplo, se ha destacado como correspondía la muy importante participación en la guerra de soldados movilizados en los territorios coloniales. Como es sabido, los franceses incorporaron a sus filas a centenares de miles de argelinos, marroquíes, senegaleses, malgaches y hasta vietnamitas. Y, por su parte, los británicos hicieron lo mismo con más de un millón de canadienses, australianos, neozelandeses, indios, etc. Asimismo, los estudios de carácter más social y antropológico se han diversificado y enriquecido en buena parte gracias al uso masivo de documentación privada, sobre todo de cartas de combatientes y otros testimonios, y también por la localización fondos fotográficos y cinematográficos hasta ahora desconocidos. Así, en conjunto, las últimas publicaciones sobre la Gran Guerra han servido para situar este primer conflicto en la historia europea y mundial del siglo XX de una forma mucho más precisa. Sin embargo, aún hoy se observa un fenómeno significativo. Si bien este conflicto ha sido y es hoy un tema de atención preferente por parte de la historiografía, así como por parte del público francés y británico, no posee la misma relevancia en Alemania, donde el interés por esta guerra es muy inferior. Como más adelante comentaremos, persiste en buena parte de la opinión pública alemana la percepción de que aquella guerra fue totalmente diferente de la Segunda Guerra Mundial y que la transcendencia histórica de la derrota de 1918 fue bien diversa.

Características generales de la Primera Guerra Mundial

Actualmente, la mayoría de los historiadores coinciden en señalar que en el año 1914, con el inicio de la Gran Guerra, comenzó una nueva etapa de la historia europea. La vieja tesis del historiador norteamericano Arno Mayer sobre la persistencia en el viejo continente de una sociedad del «antiguo régimen» hasta 1914 se ha visto refrendada con las posteriores reflexiones de Eric Hobsbawm sobre el «corto siglo XX», que se iniciaba precisamente en 1914 y finalizaba con la caída del muro de Berlín en 1989. Esos «cortos setenta y cinco años» constituían, sin embargo, la etapa más sangrienta de la historia del viejo continente. También hoy tiende a aceptarse generalmente la propuesta, formulada ya en 1945 por el historiador alemán Ernst Nolte, de calificar la etapa que va de 1914 a 1945 de una auténtica «guerra civil europea». Esta tesis ha sido más recientemente aceptada y matizada tanto por el veterano Claudio Pavone como por el más joven Enzo Traverso. En el mundo historiográfico hoy existe una general coincidencia en considerar que la etapa más trágica de la historia europea y mundial fue la que se inició en 1914 con la Gran Guerra y que no finalizó hasta el verano de 1945, treinta y un años más tarde.

Antes de entrar en el comentario concreto de las más importantes aportaciones historiográficas aparecidas últimamente, conviene señalar cuáles son las características generales de la Gran Guerra en que hoy coinciden prácticamente todos los especialistas. Como los aspectos más excepcionales del conflicto, muchos de los cuales se producían por primera vez en la historia, se señalan los siguientes. En primer lugar, la larga duración de la guerra: desde agosto de 1914 hasta noviembre de 1918, es decir cuatro años y tres meses. Eso era impensable cuando se inició el conflicto, ya que todos los estados mayores sostenían que la guerra sería corta y rápida. En segundo lugar, se señala la extraordinaria movilización de recursos humanos y materiales que supuso la guerra. Fue, sin duda, el conflicto más amplio y global vivido por la humanidad hasta entonces: más de setenta millones de soldados fueron movilizados por los países beligerantes, ya que en ellos fueron llamados a filas todos los hombres útiles entre diecisiete y cuarenta y ocho años. Igualmente se coincide en señalar los enormes efectos que tuvo la guerra sobre la sociedad, sobre todo en la europea. Aquel fue el primer conflicto que afectó notablemente a la población no combatiente, aunque se encontrara a centenares de kilómetros de los frentes. En las zonas de combate acabó imponiéndose la «guerra total»: buena parte de los territorios quedaron devastados, a menudo se practicó la política de «tierra quemada», hubo confiscaciones masivas de cosechas y de propiedades, así como violentas ocupaciones de ciudades y pueblos. Las deportaciones de población fueron masivas, por lo que se crearon zonas especiales para asentar a la población refugiada. La población civil no combatiente fue en ocasiones tratada con suma violencia: rehenes, ejecuciones, etc. En buena parte de Europa, de hecho, desapareció la separación entre los combatientes y los no combatientes: todos por igual formaban parte del enemigo.

En el ejército francés murieron el 22% de los soldados y el 25% de los oficiales, y resultaron heridos un 40% de los movilizados

Fue asimismo extraordinaria la movilización de todas las retaguardias al servicio de la guerra. Se produjo una auténtica militarización de gran parte de las industrias y de los servicios, y se impusieron planificadas economías de guerra de todos los países contendientes. Este enorme esfuerzo, y lo prolongado del conflicto, hizo que el coste económico de la guerra fuese enorme. Se ha calculado que sólo en material bélico los contendientes se gastaron ochenta y dos mil millones de dólares. Concluida la guerra, los gastos acumulados provocaron que prácticamente todos los contendientes estuvieran medio arruinados y altamente endeudados. A finales del año 1918 se consideraba que el total de las deudas contraídas por los países beligerantes ascendía a la fabulosa cantidad de doscientos cincuenta mil millones de dólares.

Otro elemento distintivo de la Gran Guerra que ha sido puesto en relieve por todos los historiadores es el haber sido el primer conflicto realmente moderno, ya que en él se puso de manifiesto cómo la ciencia y la tecnología más avanzadas se ponían al servicio de las industrias de guerra. Se habían acabado las viejas guerras «románticas» en que el heroísmo personal podía imponerse a las armas. En la Gran Guerra se hizo patente la desaparición de la caballería, tras varios miles de años de ser considerada la principal arma de ataque contra el enemigo. Aquella fue también la primera guerra tecnológica: los grandes avances experimentados por la química se vieron reflejados en los nuevos tipos de explosivos y en los gases mortales. El gas mostaza inventado por la BASF alemana, pese a estar prohibido por la Convención de La Haya de 1907, fue utilizado por primera vez en frente occidental en 1915. La metalúrgica aportó los nuevos motores de explosión, que se utilizaron en los coches, camiones y aviones. Se utilizaron por primera vez en una batalla los vehículos blindados: los tanques Mark británicos aparecieron en la batalla del Somme en 1916. En la larga y sangrienta guerra de trincheras desempeñó un papel destacado la nueva y poderosa artillería, capaz de alcanzar objetivos a decenas de kilómetros, y en la guerra del mar los submarinos se convirtieron en un arma extremadamente eficaz. En los combates en tierra, quizás el arma más temible y mortífera para los soldados de infantería fueron las modernas ametralladoras, capaces de disparar más de cien balas por minuto. El recurso a los últimos inventos de la electrónica permitió a todos los ejércitos disponer en los propios frentes de teléfonos y de fonógrafos, y los estados mayores pudieron utilizar el cine como un elemento fundamental para las políticas de propaganda en la retaguardia.

Fue la primera guerra en que se utilizó la aviación de forma sistemática. Los propios aviones de caza, biplanos y triplanos, experimentaron una transformación notable durante la propia guerra, ya que pasaron de ser básicamente utilizados para la observación del enemigo a convertirse bien pronto en una eficaz arma de combate aéreo y de ataque a tierra, utilizando ametralladoras y bombas. En 1914, los primeros aviones de combate apenas podían superar una velocidad de ciento cincuenta kilómetros por hora, tenían una autonomía de vuelo de cuatro horas y alcanzaban una altitud máxima de tres mil metros. Al final de la guerra, en 1918, ya superaban los doscientos cincuenta kilómetros por hora, su autonomía llegaba a las ocho horas y alcanzaban los cuatro mil quinientos metros de altitud. Entre todos los países contendientes se construyeron unos ciento sesenta mil aviones de combate. También los Zeppelin alemanes fueron utilizados en la guerra, ya que llegaban a transportar hasta dos toneladas de bombas, pero eran demasiado vulnerables.

Con todas estas invenciones y lo prologando del conflicto, no ha de extrañar que el coste humano fuese realmente extraordinario. La Gran Guerra fue el conflicto más sangriento de la historia de la humanidad hasta aquel momento. Se calcula que murieron unos diez millones de combatientes y que otros diecisiete millones de soldados resultaron heridos, y de ellos cuatro millones quedaron inválidos totales. En la Europa de 1918 había tres millones de viudas de combatientes y seis millones de niños huérfanos de guerra. Las pérdidas de los ejércitos alemán, francés y ruso superaron notablemente el millón y medio de muertos cada uno de ellos. No llegaron al millón las pérdidas británicas y austríacas, y fueron algo menores las italianas, turcas y norteamericanas. En el ejército francés, por ejemplo, murieron el 22% de los soldados y el 25% de los oficiales, y resultaron heridos un 40% de los movilizados. La mitad de los alumnos de la promoción del año 1913 de la selectiva École normale supérieure de París murieron en la guerra.

El asalto. Ilustración de Vojtech Preissig

Pero, además, en esa guerra fallecieron casi tantas personas no combatientes como soldados, ya que la cifra de las víctimas civiles se acerca a los diez millones. Unos como consecuencia directa de los combates –bombardeos y destrucciones de ciudades y pueblos–, otros a causa de los desplazamientos forzosos, y otros por las malas condiciones sanitarias y alimenticias. Y a ellos deben sumarse las numerosas víctimas de las políticas genocidas de limpieza étnica. Sólo la persecución de los armenios por parte de los turcos se tradujo en un millón y medio de víctimas. Pero también fueron perseguidos los gitanos en casi toda Centroeuropa, los judíos residentes en la Polonia rusa lo fueron por los alemanes, la minoría alemana que existía en el imperio ruso fue duramente perseguida por el ejército zarista, las tropas austríacas cometieron asesinatos masivos con la población serbia y los alemanes con los polacos de Silesia, etcétera, etcétera.

Los historiadores también destacan como un elemento de gran relevancia cómo, tras la guerra, el mapa de Europa sufrió una transformación radical. Desaparecieron los cuatro grandes imperios multiétnicos presentes en el continente: el ruso, el alemán, el austríaco y el otomano. Se crearon nueve repúblicas y dos monarquías nuevas, y las relaciones entre los países cambiaron notablemente. Ya nada, o casi nada, en la política europea sería como antes. La paz de Versalles marcó el fin de toda una época y el inicio de otra. Stefan Zweig, en su impresionante relato El mundo de ayer. Memorias de un europeo, nos ha dejado unas conmovedoras páginas en las que relata cómo presenció en la frontera suiza, a finales de 1918, la llegada del tren que trasladaba desde Austria al destronado emperador Carlos, el último de la dinastía de los Habsburgo. El imperio con mayor tradición de Europa desaparecía tras más de ocho siglos de historia. Empezaba realmente una nueva era.

Las causas de la guerra: un debate historiográfico y político aún inacabado

En casi todas las obras que comentaremos en este artículo, una buena parte de las reflexiones de sus autores están centradas en las causas de la guerra y en quiénes fueron los principales «responsables» del conflicto. En efecto, el origen del conflicto es lo que más preocupa: ¿cómo fue que un incidente regional, en la lejana Sarajevo, en los casi desconocidos Balcanes, se internacionalizó de tal manera que acabó provocando una guerra de tan enormes proporciones? Y, ¿por qué fue este incidente del verano de 1914 la chispa del conflicto, y no otros semejantes, y quizá más graves, ocurridos con anterioridad? ¿Cómo fue que la guerra no comenzó a causa del contencioso francoalemán por Alsacia y Lorena, sino por las rivalidades entre los serbios y el imperio de los Habsburgo?

Son numerosos los historiadores que han analizado con detenimiento las causas más remotas que provocaron la guerra. Aquí las coincidencias son notables. Con gran precisión se repasan las tensiones entre las principales potencias europeas, sus rivalidades por crear grandes imperios coloniales y su creciente expansionismo económico. Se presta una especial atención al caso de Alemania, que con setenta millones de habitantes, ya se había convertido en 1914 no sólo en la primera potencia económica del continente, sino también en un auténtico rival del poderío británico. El avance tecnológico y científico alemán, en los campos de la química, la electrónica, la metalurgia y la siderurgia, era ya superior al británico y tan solo el gran desarrollo norteamericano era equiparable. Son muchos los historiadores que señalan que el excesivo eurocentrismo de entonces hacía que la mayoría de los observadores de la política internacional no tuvieran demasiado en cuenta, como le sucedió a España en 1898, lo que ya suponía en el terreno económico y militar el poderoso imperio yanqui.

Por su parte, en 1914, Gran Bretaña vivía en buena medida de las rentas que le otorgaba su extenso y rico imperio colonial, pero, tecnológicamente, era un país que ya había sido superado por Alemania. Controlaba, eso sí, los principales flujos financieros mundiales y la Bolsa de Londres aún superaba con creces a las de Nueva York y Berlín. Francia intentaba consolidar su imperio africano y asiático, sin haber superado el trauma de la pérdida de Alsacia y Lorena. Mientras tanto, el imperio austríaco tendía a aprovecharse de la debilidad del otomano para expansionarse hacia los Balcanes.

Todos los estudios más recientes nos ofrecen detallados análisis sobre las políticas belicistas y de rearme militar de los futuros contendientes y cómo fueron forjándose unas poco estables políticas de alianzas: la Triple Alianza, inicialmente compuesta por Alemania, Austria-Hungría e Italia; y la Triple Entente, integrada por Francia, Gran Bretaña y Rusia. Coaliciones ambas sumamente débiles, ya que, a causa de su contencioso con Austria-Hungría sobre la zona de Trieste y el Bolzano, Italia abandonó la Triple Alianza para sumarse, en 1915, a los países de la Entente. Causas semejantes llevaron al imperio otomano a convertirse en aliado de alemanes y austríacos: sus tensiones con Rusia por el control del Cáucaso y con los británicos por Egipto y Palestina.

Últimamente son bastantes los historiadores que muestran un gran interés por analizar los grandes momentos de tensión europeos anteriores a la Gran Guerra y que, sin embargo, no concluyeron en una guerra generalizada como sí sucedió en 1914. Desde principios del siglo se habían vivido diversos conflictos relativamente periféricos que generaron notable tensión entre las principales potencias, pero siempre se había impuesto la negociación y no se había recurrido al enfrentamiento: las tensiones provocadas en 1904-1906 por el control del norte de Marruecos –especialmente por la zona de Tánger, que había enfrentado a alemanes, británicos y franceses– habían culminado con la conferencia de Algeciras (1906). Austria había ocupado Bosnia-Herzegovina, en 1908-1909, sin que ello provocara un conflicto bélico con el imperio otomano, igual que habían hecho los italianos poco antes al ocupar Libia. Las guerras balcánicas de los años 1912 y 1913 habían quedado limitadas a los países de la zona (Serbia, Rumanía, Bulgaria, Montenegro y Albania) que pretendían aprovecharse de la debilidad otomana.

De ahí que la pregunta común que se plantean la mayoría de los historiadores sea: ¿qué pasó entre el 28 de junio de 1914 –atentado de Sarajevo– y el 28 de julio del mismo año –declaración de guerra de Austria-Hungría a Serbia– para que entonces no prosperasen la negociación y la paz? Durante un mes las cancillerías europeas vivieron todo tipo de presiones y de amenazas, entablaron negociaciones públicas y secretas, ofrecieron un sinfín de promesas que, sin embargo, no condujeron a la paz. ¿Por qué fracasaron las negociaciones? ¿Por qué se impuso en casi todos los gobiernos la tesis de que ir a la guerra era lo justo, lo necesario e incluso lo deseado? ¿Por qué los halcones civiles y militares se impusieron a los pacifistas?

U.S.A.: cartel de alistamiento, por H. R. Hopps, 1917-1918Otro elemento común en las obras publicadas más recientemente es la reflexión sobre cómo fue posible que la población de los países en guerra soportara un conflicto tan prolongado, tan sangriento y con un coste tan alto. Por ello, buena parte de los libros que luego reseñaremos dedican capítulos enteros al estudio de la construcción de las culturas de guerra y de las políticas tendentes a crear grandes consensos patrióticos a favor de la «necesidad» de ir a la guerra. Se analizan, así, las campañas de propaganda con que se manipuló la opinión pública, las ideas clave que debían divulgarse, las imágenes del enemigo que debían propagarse, los símbolos y las consignas que debían utilizarse. Al final, todo era útil para justificar la guerra, ya que el conflicto era presentado como lógico derecho a defenderse frente a la agresión del «otro». Se presta, por tanto, una especial atención al estudio de la divulgación de los discursos que pretendían una movilización patriótica, que propagaban la tesis de la «patria en peligro». Igualmente adquiere gran importancia el análisis de cómo fue construyéndose una imagen distorsionada, casi demoníaca, del adversario. El enemigo era presentado como el símbolo máximo de la brutalidad, ya que el conflicto se dirimía entre «la civilización y la barbarie». Es destacable, así, el predominio en todos los países beligerantes de unos discursos exaltados que apelaban a la violencia legítima y que llegaban a justificar incluso la xenofobia y el racismo. Los enemigos recibían todo tipo de tratamientos despectivos y habían de ser tratados como alimañas y ser exterminados. Son extremadamente interesantes los estudios que se han publicado últimamente sobre los medios de comunicación, los diarios, las revistas, el incipiente cine, la fotografía y, sobre todo, los carteles, como elementos fundamentales de la propaganda durante la Gran Guerra.

Junto a las consideraciones sobre el significado y las repercusiones de las diversas políticas gubernamentales de propaganda de guerra, en las que se señala el papel desempeñado por la prensa de masas y por las diferentes instituciones públicas y privadas, la mayoría de los estudios más recientes no dejan de hacer alusión a la actuación de los intelectuales, los creadores y orientadores de la opinión ciudadana. Se analiza cómo se produjo la derrota y marginación de los más moderados, de los partidarios de la negociación, de los pacifistas y antibelicistas como Jean Jaurès, asesinado al inicio de la guerra. Y cómo en la mayoría de los países beligerantes, tras unos incipientes debates relativamente libres, acabó por imponerse «la razón de Estado», se hizo prevalecer el supuesto interés nacional y se enmudeció y se marginó a los discrepantes, algunos de ellos pronto calificados de «antipatriotas». Son ya muy abundantes los estudios sobre la desaparición casi total del intelectual independiente, del que conservaba un espíritu crítico y libre, que defendía los valores universales de la libertad, de la justicia y, sobre todo, de «la verdad». Porque es preciso recordar que casi todos los intelectuales europeos acabaron siendo cómplices de la demagogia alienadora alimentada desde los gobiernos y se pusieron al servicio de estos y repitieron sin pudor sus tesis. El intelectual había perdido su autonomía, la libertad de pensar y de escribir sin coacciones.

Casi todas las obras publicadas este último año sobre la Primera Guerra Mundial prestan una notable atención a analizar los ejemplos de los escasos pacifistas, antibelicistas o, simplemente, las mentes libres que se opusieron a aquella locura colectiva en 1914. Desde el joven Bertrand Russell, que fue expulsado de la universidad por ser objetor, a la pintoresca y provocadora actuación del veterano George Bernard Shaw, pasando por el activismo pacifista de Albert Einstein. Igualmente se destaca la inhibición distante de un prometedor escritor, como era el austríaco Stefan Zweig, y el firme compromiso pacifista del francés Romain Rolland, que con su Au-dessus de la mêlée recibiría el premio Nobel de Literatura de 1915 al ser considerado por la Academia Sueca como «la conciencia moral de Europa».

Las más recientes aportaciones historiográficas

La prestigiosa historiadora canadiense Margaret MacMillan, profesora en la Universidad de Oxford, especialista en la historia del imperio británico, publicó hace años la obra París, 1919. Seis meses que cambiaron el mundo, quizás el más completo estudio sobre las negociaciones que condujeron a la Paz de Versalles. Ahora nos ofrece un nuevo y excelente libro, 1914. De la paz a la guerra, centrado básicamente en los inicios del conflicto: sus causas, las decisiones que lo precipitaron y las responsabilidades contraídas por los principales protagonistas.

Partiendo de las causas más profundas de la guerra, como eran las rivalidades nacionalistas, el creciente militarismo y el rearme generalizado, esta historiadora pasa a tratar con precisión lo que podríamos denominar los «errores individuales» de los principales dirigentes europeos. Analiza la soberbia de unos gobiernos autárquicos, especialmente el del zar de Rusia y el del káiser alemán, que no quisieron frenar las presiones de sus respectivos halcones, los altos mandos militares que eran notablemente belicistas. MacMillan repasa igualmente otros «errores», como los cometidos por los estados mayores de los países beligerantes, que de forma casi unánime creían que aquella sería una guerra corta, pero decisiva para definir quién tendría la hegemonía en la Europa continental. Y que, por todo ello, al final hubo una escasa voluntad de negociación y de pacto en la mayoría de las cancillerías. Lo que se había logrado evitar –un conflicto bélico sobre Marruecos, en 1906– con unas negociaciones; y el acierto de no involucrarse en las guerras balcánicas de los años 1912 y 1913, no volvió a repetirse en el verano de 1914.

La tesis de MacMillan sobre las responsabilidades en el estallido de la guerra es elaborada y compleja. Sostiene que el imperio ruso, después de la grave crisis de 1905, parecía evolucionar hacia el constitucionalismo liberal, apoyado en un creciente desarrollo capitalista, cosa que hubiera acabado por estabilizar su vida política interior. Pero la opción del zar y su estado mayor por la guerra supuso un esfuerzo humano y económico tan excesivo que aceleró la crisis interna que condujo, ya en 1917, primero a la caída de Nicolás II y después a la revolución bolchevique. La conjetura de la responsabilidad zarista como desencadenante de la guerra es algo arriesgada y no todos los historiadores la comparten. La complejidad de las relaciones internacionales, del juego de intereses económicos, políticos y militares de entonces, hacen que otros autores se inclinen hacia unas responsabilidades más compartidas. La existencia misma, desde hacía años, de muy elaborados planes de guerra ofensivos por parte de casi todos los estados mayores de los futuros contendientes constituye una prueba de que el deseo de guerra estaba mucho más extendido.

Para MacMillan, la Paz de Versalles creó una Europa desequilibrada y en gran medida resentida

El de MacMillan es un estudio completo y muy útil para comprender cómo fue posible que, un siglo después, casi toda Europa se viera involucrada en el conflicto más generalizado desde las guerras napoleónicas. Quizá la tesis más elaborada de la obra sea la explicación de cómo, habiendo otras opciones políticas, por qué finalmente se apostó por ir a la guerra. Se trata de un relato realista y sumamente documentado sobre las causas del conflicto y sobre la complejidad y la fragilidad de la política de alianzas configurada en Europa desde principios del siglo XX. Para esta historiadora, la «mala solución» de la Paz de Versalles creó una Europa no pacificada, sino más bien desequilibrada y en gran medida resentida, como habría de verse veinte años después.

El conocido y premiado periodista y escritor Max Hastings, que hace unos años alcanzó gran popularidad con su libro sobre la Segunda Guerra Mundial, así como con sus crónicas de periodista de guerra (entre otras, las de las Malvinas), autor de excelentes series documentales para la BBC y antiguo director de diarios tan prestigiosos como The Daily Telegraph y el Evening Standard, nos ofrece ahora su documentado estudio titulado 1914, el año de la catástrofe. En él, Hastings se muestra interesado en analizar la personalidad de quienes tuvieron la responsabilidad de decidir si habría guerra o no. Se centra en lo que denomina «la gente destacada», pero que, según él, no previeron las consecuencias de sus decisiones y por lo que luego otros muchos, «la gente menor», tuvo que solucionar aquella situación con un enorme sacrificio y esfuerzo. Así, retrata a unos políticos y unos militares notablemente ineptos e incapaces de gestionar con racionalidad y sensatez unos problemas imprevistos que les desbordaron. Y fue eso, la falta de previsión y la irresponsabilidad, el hecho de no comprender lo que estaban provocando, lo que condujo fatalmente a la gran «catástrofe» en el verano de 1914. Pocas veces en la historia unas decisiones tan individuales tuvieron unas consecuencias tan amplias y tan costosas. Según Hastings, en buena parte de los dirigentes europeos de entonces aún predominaba una cierta idea romántica, casi idealizada, de las guerras del siglo XIX y por ello minusvaloraron los efectos reales de ir al combate con los medios bélicos de que ya disponían los ejércitos modernos.

Hastings analiza con profundidad las responsabilidades políticas, pero él pone un especial énfasis en las alemanas. Según este historiador, Alemania, y particularmente el káiser Guillermo, podían haber impedido la guerra, ya que su capacidad de presión sobre Austria-Hungría era notable. El káiser podría haber evitado que los austríacos se vengaran de Serbia de forma tan desproporcionada, pero no lo hizo. Y en esto, según Hastings, Alemania se equivocó notablemente, puesto que actuó contra sus propios intereses en Europa. Una de las principales tesis de Hastings es que el éxito económico, científico, cultural y político de la Alemania guillermina resultaba ya tan evidente en 1914 que no precisaba de una victoria militar para consolidarlo. Su potencial económico, como ya se ha apuntado, superaba incluso al de Gran Bretaña, que estaba perdiendo la batalla de la tecnología y de la ciencia frente a alemanes y norteamericanos. Según Hastings, el káiser y sus mariscales no eran conscientes de su poder real, de que en los últimos cuarenta años Alemania, sin la necesidad de guerras, ya se había convertido en la principal potencia continental y que, de seguir por esa vía pacífica, acabaría superando a medio plazo a la propia Gran Bretaña. Los alemanes de entonces tan solo consideraban intolerable el control financiero y colonial de los británicos. Y, además, los alemanes no creían que Gran Bretaña interviniera en un conflicto que «sólo» era continental y que apenas le afectaba directamente.

Hastings explica con detalle cómo, con los años, fue creándose un clima político tan tenso en todas las cancillerías europeas que la guerra hubiera estallado más pronto o más tarde, ya que, de hecho, era una opción deseada por buena parte de los políticos y militares. Y al final, como Alemania estaba convencida de su victoria, no frenó a Austria-Hungría cuando podía haberlo hecho.

En esta obra se explica igualmente cómo fue Gran Bretaña el país en el que hubo más dudas sobre la guerra, donde se dio el menor apoyo popular a la decisión de ir al combate, ya que los británicos despreciaban a los rusos y no sentían ninguna simpatía por los serbios, por lo que no era fácil de justificar la necesidad de ir a aquella arriesgada aventura. Pero la invasión alemana de la neutral Bélgica lo cambió todo. Las crónicas que inmediatamente explicaron los efectos del ataque alemán a «traición» al pequeño país de los belgas, que dieron cuenta de las grandes destrucciones provocadas en Lovaina y otras ciudades, y de las primeras matanzas de civiles (unos seis mil belgas no combatientes fueron ejecutados por los alemanes durante la guerra), hicieron que los británicos aceptaran la necesidad de participar en la guerra para parar a los alemanes.

Pero también Rusia podría haber evitado el conflicto, según Hastings, ya que el zar Nicolás II había sido demasiado impulsivo e imprudente al dar su apoyo casi incondicional a las acciones antiaustríacas de los serbios. Rusia debía y podía, según este historiador británico, haber frenado el activismo serbio, y no lo hizo. En el pensamiento del zar predominó la tesis, totalmente errónea, de que un conflicto patriótico, en apoyo de los «hermanos serbios», serviría para superar los graves problemas internos y hacer olvidar la humillante derrota de 1905 frente a Japón. Esto fue, según Hastings, una gran irresponsabilidad política, ya que pretendieron solucionarse problemas internos optando por algo mucho más arriesgado: una guerra de la que se esperaba que provocase una gran exaltación nacionalista que diluiría a su vez las tensiones sociales.

Hastings retrata a unos políticos y unos militares ineptos e incapaces de gestionar unos problemas que les desbordaron

Hastings no finaliza su análisis, como sí hace MacMillan, en el estallido del conflicto, sino que también analiza, aunque sintéticamente, los desastrosos efectos de la guerra y las brutalidades cometidas con la población civil. Destaca la relevancia de todo lo acontecido en el frente oriental y central, frente a la excesiva importancia que siempre se ha otorgado al frente occidental, el belga-francés. Así, por ejemplo, explica con detalle las matanzas perpetradas por los austríacos con la población serbia: hubo más muertos civiles en Serbia que en Francia y Bélgica juntas. Y también la sistemática persecución de los judíos y de las comunidades germanas de dentro del imperio ruso, así como el brutal genocidio de los armenios cometido por los turcos. En el terreno más estrictamente militar, Hastings no sólo analiza las grandes batallas y masacres de Verdún y del Somme, sino también las enormes pérdidas humanas sufridas por rusos y alemanes en el frente oriental, en la zona polaca de Galitzia.

Hastings reflexiona asimismo con agudeza sobre el difícil mantenimiento económico de un conflicto de tales dimensiones y tan prolongado, y sobre cómo todos los países de la Entente se vieron forzados a solicitar préstamos al único país que entonces podía proporcionarlos: Estados Unidos. Para Hastings, el apoyo económico norteamericano a británicos y franceses fue mucho más decisivo que la propia participación militar de Estados Unidos a partir de abril de 1917. A mediados de 1918, según este historiador, Alemania estaba agotada económicamente. Era un país aislado, que debía valerse de sus propios recursos y que carecía de suministros exteriores, por lo que no podía prolongar la guerra mucho tiempo más. Según Hastings, es sorprendente cómo Alemania pudo mantener aquella guerra durante más de cuatro años sin apenas haber ocupado territorios que le proporcionaran alimentos y materias primas. La rígida economía de guerra acabó arruinando al país y, con la entrada en combate de Estados Unidos, las diferencias económicas y militares entre los contendientes eran ya insalvables.

La rendición alemana, la famosa «puñalada por la espalda», era, por tanto, en opinión de Hastings, inevitable. Pero el hecho de que el país estuviera casi intacto, ya que la guerra se había desarrollado básicamente fuera de sus fronteras, y fuera lejana hizo que buena parte de la población alemana no tuviera la sensación de haber sido derrotada militarmente, aunque el país se encontraba en quiebra económica. La tesis de que los políticos habían traicionado a los militares y de que la victoria alemana hubiera sido posible fue, por tanto, cuajando con el tiempo en amplios sectores de la población gracias a la propaganda de los sectores más nacionalistas y, sobre todo, de los nazis. Una situación totalmente diferente a la que ser produjo al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando todos los alemanes podían constatar que su país había quedado devastado por el conflicto.

El libro de Hastings supone una narración amena y fluida sobres los orígenes, los planes militares y las diversas fases del conflicto europeo. Es una narración viva, llena de testimonios y de experiencias de los soldados gracias a una amplia utilización de documentación poco conocida y de testimonios inéditos: cartas, dietarios y otros textos de veteranos de guerra, y no sólo de británicos, franceses, alemanes y norteamericanos, sino también de rusos, serbios, italianos e incluso de turcos. Constituye una sólida reflexión y una aportación muy documentada sobre una Europa que fue incapaz de imaginar la magnitud que llegaría a adquirir la catástrofe iniciada aquel verano de 1914, cuando comenzó «el siglo de la barbarie». Como acostumbra hacer Hastings en sus obras, este libro será generador de polémicas, sobre todo por su tesis, quizá poco matizada, de privilegiar las responsabilidades políticas de los alemanes.

El historiador británico David Stevenson, profesor de la London School of Economics, nos ofrece 1914-1918. Historia de la Primera Guerra Mundial, quizá la obra más interesada en prolongar sus análisis y sus reflexiones hacia la actualidad de todas las reseñadas en este artículo. También analiza con detalle los antecedentes y el desarrollo, las consecuencias a corto y largo plazo del conflicto y cómo se rompió el equilibrio y estalló la hostilidad entre las elites políticas y también entre los intelectuales europeos. Se trata de una cuidada y minuciosa descripción de las principales operaciones militares y de las repercusiones de la guerra en las retaguardias. Tal vez sea la más documentada y prolija descripción de la catástrofe humana y material que supuso aquella guerra. Sus reflexiones sobre los errores de Versalles son igualmente de gran interés. Stevenson califica de «anomalías» políticas la creación en 1918 de Checoslovaquia y de Yugoslavia, países que, a la larga, acabarán dividiéndose, el primero de forma pacífica y el segundo tras unas sangrientas guerras. Le interesa reflexionar sobre las continuidades históricas, sobre casi un siglo de luchas europeas, para crear finalmente un continente nuevo y en buena parte unido. Considera que la actual hegemonía económica alemana en el continente «no es sana», ya que continúa siendo conflictiva, y que Europa precisa de una solución más equilibrada que la actual. Pese a esta advertencia, Stevenson sabe diferenciar las situaciones anteriores de la actual, ya que ahora no hay riesgo de conflicto bélico. Se trata de un trabajo académico, ordenado y muy actualizado. La crítica internacional ha coincidido en presentar la obra de Stevenson como el más completo estudio de los publicados este año sobre el conflicto, que narra en toda su extensión cronológica y territorial, incluidos los combates en África y en Asia, aunque quizá no posee la garra narrativa del libro de Hastings.

Tres soldados del ejército alemán posando ante la cámara

Otra novedad historiográfica es la obra del australiano Christopher Clark, profesor de la Universidad de Cambridge, Sonámbulos. Cómo Europa entró en guerra en 1914. Este prestigioso especialista en historia de Prusia y autor de una excelente biografía del káiser Guillermo II, utiliza la denominación de sonámbulos –sleepwalkers– para definir el pasivo estado anímico que embargaba a los principales responsables políticos y militares que desencadenaron la guerra. El completo libro de Clark dedica más de la mitad de sus capítulos a analizar la situación previa a 1914 y el resto del volumen a describir cómo y por qué se optó por ir a la guerra por parte de los gobiernos europeos.

Esta obra ha tenido un éxito inusitado en Alemania (más de ciento cincuenta mil ejemplares vendidos en pocos meses), ya que refuta la tesis de que Alemania fuese la principal responsable del inicio del conflicto. La exculpación alemana construida por Clark es inteligente, pero muy polémica, ya que se muestra mucho más crítico con la actitud de Austria-Hungría y de Rusia que con la de Guillermo II y su gobierno. Los planteamientos de Clark rompen con casi tres décadas de predominio de las tesis de gran parte de los propios historiadores alemanes, que sostenían que la Primera Guerra Mundial era el lógico resultado del expansionismo imperialista alemán iniciado tras la victoria sobre Francia, en 1870, y la unificación imperial del año siguiente. Estas tesis concluían con la afirmación de que esta fase expansionista, de hecho, no finalizaba hasta 1945. Esta teoría había sido sostenida por muchos historiadores alemanes, pero muy especialmente por Fritz Fischer, quien consideraba que el nacionalsocialismo y Hitler constituían la lógica y trágica consecuencia del proyecto alemán iniciado en 1870.

Ahora Clark cuestiona no sólo las responsabilidades alemanas en 1914, sino que también rompe con la tesis de la continuidad y de la relación entre los dos grandes conflictos europeos del siglo XX. Para él, los intereses imperialistas de la Alemania guillermina de principios de siglo y los proyectos de Hitler en los años treinta no tienen nada que ver. De este modo, Clark viene a reforzar unas tesis, que son más políticas que historiográficas, de quienes sostienen que Hitler y el Tercer Reich fueron simplemente un «accidente histórico», una lamentable desviación del camino alemán hacia la modernización. Clark considera que las elites alemanas nunca aceptaron la derrota en la Primera Guerra Mundial y que el excesivo revanchismo francés de 1919, puesto de manifiesto en unas reparaciones de guerra desproporcionadas, radicalizó trágicamente la posguerra europea hasta el punto de convertirla, de hecho, en una etapa de entreguerras.

La exculpación alemana construida por Clark es inteligente, pero muy polémica

Lógicamente, las tesis de Clark han tenido una buena acogida en Alemania. Una reciente encuesta sobre el significado de la Gran Guerra nos indica que, hoy, el 58% de los alemanes consideran que todos los países beligerantes fueron igualmente responsables del estallido de aquel conflicto, y que tan solo un 19% de ellos reconoce la mayor responsabilidad germana. Es también significativo el dato de que más de la mitad de los alemanes encuestados hoy consideran, como lo hace Clark, que no existe una relación directa entre las dos contiendas mundiales.

Sin ser una novedad de este año, es preciso recordar la existencia del brillante estudio de Hew Strachan, La Primera Guerra Mundial (trad. de Silvia Furió, Barcelona, Crítica, 2004). Strachan es un gran experto en el tema y guionista de documentales televisivos de gran éxito. Se trata de un trabajo académico, ordenado, completo y muy actualizado, tanto en sus fuentes documentales como en la bibliografía utilizada. Durante algunos años ha sido todo un clásico. En el momento de su publicación causó un notable impacto por las numerosas fotografías inéditas que incluía.

El periodista norteamericano Adam Hoschschild también ha abordado el tema de los orígenes y las responsabilidades del conflicto en su obra Para acabar con todas las guerras. Se trata de un alegato antibelicista centrado en el estudio de los pocos que entonces, en 1914, se opusieron a la guerra. Por él desfilan los más destacados pacifistas, antibelicistas y antimilitaristas europeos. Así, aparecen desde Bertrand Russell y George Bernard Shaw hasta las actitudes menos conocidas, pero destacables, de Emily y Stephen Hobhouse, de Charlotte Despard o de Sylvia Pankhurst. Se trata de de un estudio centrado en las lealtades contradictorias a que fueron sometidos los millones de soldados, por lo que se lleva a cabo un documentado análisis de numerosos casos de prófugos y desertores. Quizá su novedad más destacable sea también tratar la cuestión de los objetores de conciencia, ya que sólo en Gran Bretaña hubo casi seis mil jóvenes que fueron encarcelados durante años, y en muy duras condiciones, por declararse objetores y no querer participar en la guerra en 1914.

Quizás una de las contribuciones españolas de mayor entidad de las muchas publicadas este año sea el completo libro del historiador Álvaro Lozano, La Gran Guerra (1914-1918). Se trata de una obra sumamente útil, ya que no sólo significa una bien escrita síntesis del conflicto en toda su dimensión geográfica, cronológica y temática, sino que también incluye un documentado capítulo dedicado a «España ante la guerra» y otro no menos interesante sobre «La cultura de la guerra».

Finalmente, debe señalarse que, coincidiendo con el centenario de la Gran Guerra, también se han publicado numerosos testimonios del conflicto, entre ellos los de algunos de los reporteros españoles. Así, los del periodista y escritor catalán Agustí Calvet, más conocido por su seudónimo de Gaziel, que posteriormente fue director del diario La Vanguardia, de quien se han reeditado tres de sus obras más conocidas: su testimonio sobre el inicio del conflicto, Diario de un estudiante. París 1914 (trad. de José Ángel Martos, Barcelona, Diëresis, 2013) y dos recopilaciones de sus excelentes crónicas de guerra, En las trincheras (Barcelona, Diëresis, 2014) y De París a Monastir (Barcelona, Libros del Asteroide, 2014). Asimismo, se ha publicado una reedición de los artículos escritos durante el conflicto por el conocido escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez, Crónica de la guerra europea, 1914-1918 (Madrid, La Esfera de los Libros, 2014).

Como aportaciones más monográficas podríamos destacar también un excelente estudio sobre las mujeres durante el conflicto, la obra Mujeres al frente. Testimonios de la Gran Guerra (trad. de María Teresa Gómez Reus, Ana Eiroa y Peter Lauber, Madrid, Huerga y Fierro, 2012), una antología elaborada por María Teresa Gómez Reus que incluye textos extraídos de libros de memorias, dietarios, relatos cortos, cartas, poemas, etc., escritos entonces por mujeres angloamericanas de la más diversa condición social. Y sobre las formas de propaganda de guerra y el papel desempeñado entonces por los intelectuales deben citarse el estudio de José Ramón González, «Las palabras de la guerra-La guerra de las palabras, escritores españoles en los campos de batalla (1914-1918)», aparecido en Ínsula (núm. 804, diciembre de 2013), y también el volumen editado por Maximiliano Fuentes, La Gran Guerra de los intelectuales. España en Europa (Ayer. Revista de Historia Contemporánea, núm. 91, 2013) que incluye artículos del propio Maximiliano Fuentes, Christophe Prochasson, Patrizia Dogliani y Santos Juliá. Igualmente debe reseñarse el numero coordinado por Pedro Ruiz Torres de la revista Pasajes de pensamiento contemporáneo (núm. 43, invierno 2013-2014), titulado 1914, el comienzo de la catástrofe europea, que contiene artículos del propio Pedro Ruiz Torres, Maximiliano Fuentes, Antoine Prost, Thomas Wieder, Thierry Hardier y Jean-François Jagielski y Modris Eksteins. Por su parte, la revista Historia y Comunicación Social dedica su volumen 18, de 2013, a la I Guerra Mundial, y en él se incluyen numerosas colaboraciones centradas en la propaganda de guerra, el papel de los medios de comunicación, el cine, la caricatura, el fotoperiodismo, etc. También es recomendable la consulta del documentado estudio de Philip Blom, Años de vértigo. Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914 (trad. de Daniel Najmías, Barcelona, Anagrama, 2013), un amplio análisis de los condicionantes culturales, sociales y científicos que explican el estallido de la Gran Guerra.

Borja de Riquer i Permanyer es catedrático de Historia Contemporánea en la Universitat Autònoma de Barcelona. Sus últimos libros son Escolta Espanya. La cuestión catalana en la época liberal (Madrid, Marcial Pons, 2001), Francesc Cambó: entre la monarquia i la República (Barcelona, Base, 2007), La dictadura de Franco (Barcelona, Crítica, 2010), Alfonso XIII y Cambó. La monarquía y el catalanismo político (Barcelona, RBA, 2013).

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World War I. A French soldier of the 92th Infantry Regiment

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