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El acto fantástico

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Durante su exilio en Argentina, tras las elecciones que llevaron al poder a Arturo Frondizi en 1958, el escritor polaco Witold Gombrowicz escribió en su diario la siguiente requisitoria contra la democracia:

Ese día en que la voz de un analfabeto cuenta lo mismo que la voz de un profesor, la voz de un idiota lo mismo que la de un potentado, la voz de un canalla lo mismo que la de un hombre honrado, es para mí el más loco de todos los días. No comprendo cómo ese acto fantástico puede determinar para varios años sucesivos algo tan importante en la práctica como es el gobierno de un país. ¡En qué burda patraña se basa el poder! ¿Cómo ese cuento fantástico acompañado de cinco adjetivos puede constituir la base de la existencia social?Witold Gombrowicz, Diario (1953-1969), trad de Bozena Zaboklicka y Francesc Miravitlles, Barcelona, Seix Barral, 2005, p. 433.

Los cinco adjetivos a los que se refiere Gombrowicz son los atributos que se predican del sufragio democrático: universal, libre, secreto, igualitario, directo. Y aunque no está claro que nuestro autor recuse la democracia como tal, tiene fuertes objeciones que hacer a su dimensión electoral, en particular al hecho de que el voto de todos los ciudadanos –con independencia de su competencia o posición– valga por igual. Es un gesto que podría despacharse fácilmente como el reflejo aristocrático de un escritor refinado, a disgusto con la nivelación que el acto electoral le inflige. ¡Yo no soy esos!

Sin embargo, ahora que nos pasamos las semanas hablando de refrendos y se multiplican las llamadas al voto, tal vez sería interesante tirar de este hilo y preguntarnos por un problema tan viejo como la misma filosofía política, a saber: las virtudes epistémicas de la toma de decisiones. Dicho de otro modo, la medida en la cual un procedimiento decisorio, en este caso el democrático, conduce o no a mejores resultados que otros; y en qué grado esos resultados podrían mejorarse si se introdujeran correcciones epistocráticas a la democracia. Siendo la epistocracia el gobierno de los connoisseurs, los identifiquemos o no con los proverbiales filósofos-reyes platónicos.

¿Un entretenimiento para reaccionarios? No necesariamente. John Stuart Mill himself propuso enmendar el sufragio universal para otorgar dos votos, en lugar de sólo uno, a las personas educadas de la sociedad, sin privar a los no educados de su voto individualJohn Stuart Mill, Considerations on Representative Government, Maryland, Serenity Publishers, 2008, capítulo VIII.. Cada persona, pues, al menos un voto; pero no necesariamente uno solo. Aquella sociedad no era la nuestra, porque exhibía una proporción mucho mayor de analfabetos, lo que tal vez ayude a explicar la cautela de Mill y su propuesta de epistocracia moderada. Ya que Mill no propone el gobierno directo de los sabios, ni el sufragio restringido a estos últimos, sino otorgar un mayor número de votos a los instruidos, sin privar del suyo a los que carecen de un grado mínimo de instrucción. Para el filósofo británico, las instituciones debían señalizar de alguna manera que no todas las opiniones son iguales, porque algunas son mejores –están más fundadas– que otras.

David Estlund, pensador político contemporáneo que se ha ocupado del asunto, ha explicitado la lógica que subyace a la posibilidad epistocrática de la siguiente forma:

Si algunos resultados políticos cuentan como mejores que otros, seguramente algunos ciudadanos son mejores (o menos malos) que otros, en lo que se refiere a su sabiduría y buena fe para la promoción de los mejores resultadosDavid Estlund, «Why not Epistocracy?», en Naomi Reshotko (ed.), Desire, Identity and Existence: Essays in honor of T. M. Penner, Kelowna, Academic Printing and Publishing, 2003, pp. 53-69..

Habrá que volver sobre esta fórmula, que, de momento, podamos tomar como válida. Para Estlund, la instrucción básica o buena educación que permite identificar a esos ciudadanos en una versión moderada de epistocracia incluiría la alfabetización básica, un conocimiento también básico del funcionamiento del gobierno, algún tipo de conocimiento histórico, familiaridad con algunas de las formas de vida existentes en la sociedad, nociones de economía, un cierto conocimiento de los derechos y responsabilidades legales propios y ajenos, así como del texto constitucional vigente, etc. Nada garantiza que la concurrencia de estas capacidades produzca un votante vocacionalmente racional, ni evita la influencia de las emociones o la mala fe, pero –cabe razonar– se disminuiría el número de votos no informados o se contrarrestaría su mayor proporción.

Ahora bien, es Jason Brennan, filósofo político norteamericano, quien ha llevado más lejos en nuestros días la defensa de alguna forma de epistocracia. A su juicio, existe algo así como el derecho a un electorado competente, que se deriva de un derecho de tintes más libertarios que liberales: el que tiene un ciudadano a no vivir bajo un poder que no sea ejercido de forma competente por personas competentes. ¡Ahí es nada! Para Brennan, el sufragio universal vulnera este derecho. En realidad, este razonamiento no está lejos del rechazo frontal rousseauniano a la delegación de la soberanía individual; la diferencia es que el pensador ginebrino llega por esta vía a su famosa «voluntad general» o consenso espontáneo de todos los ciudadanos con todos los demás, no a preguntarse por las capacidades de unos y otros.

Razona Brennan que una comunidad política es epistocrática si el conocimiento y la competencia son requisitos legales para el ejercicio del poder. Si Platón defendió una forma extrema de epistocracia, las democracias no dejan de ser, en la práctica, epistocracias débiles que excluyen del derecho al voto a los niños y los incapacitados por razones psíquicas. Su propuesta es una forma moderada de epistocracia que consagre el principio de que la competencia moral y epistémica es un requisito necesario para gozar del derecho al voto. Sostiene que una tal epistocracia no es la forma ideal de gobierno, pero sí una mejora moral sobre el sufragio universal incondicional. Su traducción práctica pasaría por la implantación de un «sistema electoral elitista» que examinaría la competencia de los electores. Bajo este sistema,

cualquiera podría postularse para ser votante, siempre y cuando se esfuerce lo bastante. Un sistema de examen del votante permitiría incluso la eliminación de las barreras legales de edad. Si un niño prodigio de tres años es capaz de demostrar su competencia, ¡dejémosle votar!

Brennan se opone así a que la condición de votante se dé por supuesta, apuntando con ello en la dirección del neorrepublicanismo que enfatiza las virtudes y los deberes del ciudadano: un ciudadano obligado a ganarse esa condición dentro de su comunidad política. Y, en este caso, ganarse el derecho al voto. Divisa resultante: si usted quiere votar, demuestre que se lo toma en serio. Mediante la implantación de un sistema de exámenes, sugiere Brennan, podría lograrse la descontaminación del electorado y su transformación en uno competente. De nuevo, la epistocracia moderada consiste en la restricción del derecho al voto, más que en la directa designación de los sabios como gobernantes. El resultado sería el mejoramiento de la democracia por medio de su fumigación epistocrática.

Naturalmente, tendemos a rechazar una idea así, que atenta contra el muy establecido principio de igualdad, según el cual todos los votos han de tener el mismo valor sea cual sea el proceso personal que ha conducido a su formulación. Por lo general, se aduce que nadie tiene el derecho o la capacidad para separar a los instruidos de los no instruidos, aunque lo cierto es que un sistema como el descrito por Brennan podría hacerlo y no tendría por qué establecer un umbral demasiado elevado de exigencia para el reconocimiento del derecho correspondiente. Recordemos, además, que no se trata de que los sabios gobiernen en una tiranía tecnocrática, sino de conceder el derecho al voto sólo a aquel que se muestra dispuesto a hacer un esfuerzo para ganar la mínima competencia necesaria.

Pero conviene distinguir entre dos tipos distintos de objeción. No es lo mismo rechazar una epistocracia moderada invocando el principio de igualdad que sostener que su aplicación no produciría mejores resultados. Dicho de otro modo, el voto igualitario es una forma de organización del gobierno democrático cuya justificación dependerá de lo que queramos conseguir con la democracia: ¿mejores resultados o la aplicación de la igualdad con independencia de cuáles sean éstos? Resulta fácil decir que lo segundo, pero no todas las sociedades han reaccionado con entereza cuando sus sistemas democráticos han dejado de ofrecer los rendimientos socioeconómicos deseados: la tentación de elevar al poder a un cirujano de hierro nunca desaparece del todo. Por añadidura, no olvidemos que los sistemas electorales suelen producir desigualdades en el valor del resultado de los votos de los ciudadanos, según cuál sea la circunscripción en la que voten. Hay además votos cualificados, propios del sistema representativo, de los que haríamos bien en no desprendernos (pensemos en los Tribunales Constitucionales o los propios diputados). En suma, la cuestión no es tan sencilla.

¿Produce la igualdad de voto mejores resultados? Estlund ha estudiado el asunto con atención. A su juicio, una población más educada tenderá a gobernarse mejor, pero de ahí no se sigue necesariamente que un subgrupo de ciudadanos instruidos contribuya más sabiamente al gobierno. Y la razón es demográfica: incluso si aceptamos su buena voluntad (esto es teoría normativa, al fin y al cabo), los más instruidos estarán sesgados a favor de su clase, raza o perspectiva moral, de manera que proporcionarles votos adicionales supondría reforzar esos sesgos. Y esa distinción acabaría por contrarrestar el valor epistémico de la mayor educación, dirigiendo sus decisiones en una dirección determinada, contraria –o, al menos, poco atenta– al interés de los demás ciudadanos. Dicho lo cual, Estlund admite que ese sesgo podría corregirse dando votos adicionales a ciudadanos provenientes de los sectores subrepresentados, con lo que la defensa del voto igual se asienta más fácilmente sobre ideas que quedan fuera de la reflexión epistémica, prescindiendo de la calidad de los resultados para enfatizar en su lugar la justicia procedimental y el igual respeto a todos los ciudadanos.

Hay que preguntarse entonces si para este viaje hacían falta semejantes alforjas. Pero recordemos que la preocupación por la calidad epistémica trae causa del hecho constatado de que el votante racional e informado es minoría en las democracias realmente existentes. Así las cosas, tampoco parece razonable mirar para otro lado, resignándose a aceptar la mala calidad del electorado medio como si ésta no tuviera importancia alguna.

Es aquí donde pueda servirnos un trabajo previo de Brennan. Abrazando el principio de la mayor justicia de la igualdad en el voto, pero con plena conciencia de la abundancia de votos contaminados por la ignorancia o mala fe de unos ciudadanos que desconocen sus propias limitaciones, el autor norteamericano plantea el siguiente razonamiento inicial:

El ciudadano de una democracia occidental tiene un derecho moral al voto, basado en la justicia. Sin embargo, el derecho al voto no implica la rectitud en el votar. Los votantes no están obligados a votar, pero si votan, deberían votar bien. La mayoría de los ciudadanos no vota bien, por lo que, para ellos, ir a votar sería equivocado.

Brennan postula, así, que los ciudadanos incapaces de tomarse en serio el derecho al voto –por ejercerlo sin la más básica información, maliciosa o irracionalmente– tienen el deber moral de abstenerse. A su juicio, esto no es antidemocrático, sino, por el contrario, una llamada a tomarse en serio la democracia. Brennan sostiene que los votantes irracionales reciben beneficios psicológicos de su participación electoral, a expensas de la racionalidad del orden colectivo y sin aparente coste individual:

El problema es que todos, colectivamente, votamos así. Internalizamos los beneficios de la irracionalidad epistémica, al tiempo que externalizamos sus costes. Así, en la política, nos inclinamos por creencias que nos hacen sentir bien con nosotros mismos, antes que por creencias sostenidas por pruebas empíricas. Y mientras carece de importancia como votemos tú o yo, la tiene cómo votemos todos nosotros.

Esta propuesta suena más razonable. Si, en lugar de restringir el sufragio privando de su derecho al voto a los ciudadanos que no demuestran suficiente competencia, los gobernantes se limitan a hacer un llamamiento para que los ciudadanos se tomen en serio su responsabilidad como votantes y sometan a escrutinio el proceso interior que ha conducido a su preferencia por una u otra opción electoral, quizás hayamos ganado algo por el camino. Se trata, en definitiva, de hacer explícito lo que ahora se mantiene implícito. ¡Si usted quiere elecciones limpias, no vote!

No puede decirse que esta última propuesta sea irrealizable. Sí sucede que su implantación se encuentra con no pocas dificultades, lo que, bien mirado, nos recuerda que las cosas son como son por alguna razón, sin que eso necesariamente implique su preferibilidad; simplemente, que conviene estudiar esa razón antes de hacer juicios sobre las instituciones o normas vigentes.

Bien mirado, cualquier forma de epistocracia, por moderada que sea, se enfrenta a un problema insoluble: el hecho de que los ciudadanos pueden preferir su derecho al voto igualitario antes que la producción de mejores resultados en virtud de la purificación epistémica del electorado. Institucionalizar la desigualdad cognitiva entre los ciudadanos produciría un inmediato impacto sobre el sistema simbólico de la sociedad y sobre la mitología democrática que tan funcional es para la continuidad de ésta, dañando la imagen de los ciudadanos qua ciudadanos y qua miembros de una comunidad. No en vano, la igualdad es una poderosa ficción que tiene en el voto uno de sus hitos más reconocidos. Y cabe añadir que, además de ser una ficción, es un principio orientador para la propia sociedad y para las acciones de su sistema político, de forma que una sociedad que quebrantase ese ideal en nombre de la mejora de sus resultados acabaría quizá por no lograr sus objetivos.

Así pues, mientras su sociedad garantice unos niveles mínimos de prosperidad y bienestar, o el descenso de los mismos no se prolongue durante demasiado tiempo, los ciudadanos bien pueden preferir la igualdad a la eficacia. Nada sorprendente, como dice John Gray a cuenta del último libro de Francis Fukuyama, no todos ellos aspiran a convertirse en Dinamarca, dando prioridad a la expresión de mitos e identidades nacionales o a la perpetuación de ciertas enemistades étnicas. Si bien también en esto la risa va por barrios: John Hibbing y Elizabeth Theiss-Morse concluyeron hace unos años, tras un monumental estudio de campo, que una mayoría de los ciudadanos norteamericanos quiere una «democracia sigilosa», caracterizada por decisores desinteresados pero no necesariamente cercanos, que no les obligue a participar directamente en la toma de decisiones. Probablemente, ambos tienen razón a la vez.

Sea como fuere, basta pensar en las dinámicas electorales y partidistas para concluir que ni siquiera el llamamiento moral a la abstención –de aquellos votantes que no se tomen en serio su derecho al voto– tiene posibilidad alguna de prosperar. Pero de todas las posibilidades epistocráticas, ésta es con mucho la más razonable. Su índole no dista de la defensa de la fiscalidad voluntaria emprendida por Peter Sloterdijk, que aquí hemos mencionado en alguna ocasión. En ambos casos, se apela a la conciencia del ciudadano y a su sentido de la responsabilidad, recordándole lo que significa ser ciudadano. Naturalmente, la racionalidad del voto es un ideal de imposible cumplimiento, debido a la acción combinada de factores como el papel de las emociones o las ideologías, que afectan también a los ciudadanos instruidos; pero no estaría de más recordar públicamente la conveniencia de respetar ese ideal regulativo en la mayor medida posible.

Se trata, en fin, de honrar la condición de ciudadano. Si Albert Camus dijo que el suicidio es el único problema filosófico verdaderamente serio, el voto debería ser el gran problema político para el ciudadano. No porque la democracia se reduzca al voto, ni mucho menos, sino porque alrededor del mismo pueden edificarse otras virtudes públicas: informarse, razonar, debatir, practicar la tolerancia. Vaya por delante que el ciudadano tiene, siempre, la libertad de desentenderse de la política. Pero si así lo hace, desligándose por completo de los asuntos públicos de su comunidad, debería pensárselo antes de acudir a votar, por más que sea su derecho hacerlo. Porque lo contrario sí que sería –por volver a Gombrowicz– una burda patraña.
 

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