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La Parra: la omisión en la historia

Manuel Godoy, la aventura del poder

Emilio La Parra

Barcelona, Tusquets, 2002

584 p

Fernando VII

Emilio La Parra

Barcelona, Tusquets, 2018.

760 p.

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Las dos biografías escritas por el profesor Emilio La Parra, primero sobre Godoy (Manuel Godoy, la aventura del poder, 2002), y en fecha reciente sobre Fernando VII (Fernando VII, 2018), han tenido una amplia repercusión pública, siendo premiadas. Tienen además como respaldo una valiosa serie de aportaciones monográficas del autor al período de transición al liberalismo. Ambas se apoyan sobre una impresionante documentación, exhiben una plena firmeza en los juicios y proponen una interpretación de la fase final del Antiguo Régimen basada en la revalorización de la obra del valido Godoy, retratado como un tenaz gobernante, acusado injustamente desde todos los ángulos, quien hizo todo lo que estaba en su mano para salvar la crisis de la monarquía. Frente a «la imagen negativa fabricada por sus detractores», La Parra quiere «ofrecer “una impresión real” de ese individuo». En las primeras palabras de su prólogo, otro historiador, Carlos Seco Serrano, otorga su veredicto: «Por fin disponemos de lo que es, sin duda, el libro definitivo sobre Manuel Godoy, príncipe de la Paz…».

No obstante, admirable como alegato defensivo de su personalidad política, el Godoy de La Parra resulta más discutible como estudio histórico. Escribe con toda seguridad, es capaz de enmendarle la plana a los mismos protagonistas, Napoleón incluido, ya que de acuerdo con la prioridad concedida a la cohesión interna del relato, el historiador se introduce en el mismo, como el abate Sugerio en la iconografía de Saint-Denis, dando la razón a unos, condenando la conducta de otros y explicando siempre los motivos que guían la acción de Godoy. En suma, el relato tiende ante todo a ir confirmando la interpretación de antemano establecida por el autor, con citas alguna vez forzadas, como que avala la vinculación entre el giro antifrancés de 1806 con una carta de María Luisa, quien como Carlos IV le influiría poderosamente. María Luisa, en su estilo de pensamiento primario, echaba pestes de los franceses, como en otras ocasiones habla de los napolitanos, los vizcaínos, los madrileños o los ingleses. El menosprecio de estos últimos es achacado por La Parra a «la habitual ingenuidad aparente» de la Reina. No cabe suponer que Godoy la hiciera el menor caso.

Entre otros pasajes significativos, vale la pena detenerse en el concerniente a la relación entre Godoy y Jovellanos. La Parra sitúa en la distancia social el origen de la divergencia entre «el altanero asturiano» y Godoy, en quien ve «un advenedizo», dado que «su soberbia -a juzgar por su epistolario- parece insaciable». La Parra no da importancia alguna al hecho de que si bien la persecución de Jovellanos, con su destierro y prisión en Mallorca, es decidida por el marqués Caballero a instancias de la Reina, es ante todo  Godoy, en carta a la Reina, quien acusa al asturiano de ser la cabeza de una oscura «comunidad» dirigida a la perdición de la monarquía. La delación de Godoy a la Reina es taxativa:

«Sé, Señora, que los enemigos de VV.MM. y míos aprovechan la ausencia y se hacen corrillos de continuo, pienso que este mal debe cortarse ahora mismo. Jovellanos y Urquijo son los titulares de la comunidad, sus secuaces son pocos, pero mejor es que no exista ninguno».

La carta de Godoy a María Luisa lleva fecha de 1 de febrero de 1801. La prisión y destierro de Jovellanos tiene lugar el 13 de marzo. La Reina refrenda el juicio difamatorio de Godoy más tarde, el 11 de febrero de 1802, declarando que «nadie ha detenido y aniquilado esta monarquía como esos dos pícaros ministros». En el libro de La Parra no existe mención alguna de la delación de Jovellanos por Godoy, y del papel desempeñado por este en su desgracia.  Documento olvidado, en medio de un mar de citas.

Es decir, queda fuera del relato que Godoy es el principal culpable, tanto de la persecución de Jovellanos, como de la que sufre su predecesor Mariano Luis de Urquijo, base de la opinión pésima que del favorito tiene Napoleón ya en 1801. Y hasta 1808 Godoy mantiene el destierro y la prisión de Jovellanos en Mallorca. Jovellanos no se lo perdonó, y si bien no es para él la calificación de «infame», reproducida erróneamente por mí en Ilustración y liberalismo en España, le llama «monstruo» al dar cuenta con precisión de lo que representaba el acuerdo de 1807 con Napoleón para acabar con «la libertad de mi patria»: «Veíala yo entregada al capricho de dos monstruos [Napoleón y Godoy], cuya pérfida inteligencia y conspiración para oprimirla se columbraba ya en la acorde conducta de entrambos» («Estado del autor en 1807», Escritos políticos, XI de Obras completas, Gijón, 2006, p.468).

El sesgo favorable a Godoy  se extiende a cuestiones menores, tales como las relaciones adúlteras con Josefa Tudó, que causaron tanto desagrado a Jovellanos, cuando le visita y le encuentra en la mesa, sentado entre su esposa, la condesa de Chinchón, y la Tudó, su amante. Un espectáculo excepcional, para la época, en España. La Parra lo justifica aduciendo que «como un acomodado burgués decimonónico, Godoy mantuvo dos familias». Lo cierto es que los burgueses del siglo XIX no se exhibían en cenas oficiales, con la esposa a un lado y la amante al otro: cenaban con su mujer y se iban luego con la amante. En este punto, Godoy deslumbra, según el juicio de La Parra. «Atendió debidamente (sic) a la esposa y a la amante y se acompañó (sic) de agraciadas artistas y bailarinas, extranjeras o nacionales. Vitalista y generoso en el amor, también en prodigar favores…». Es curioso que habiendo leído la correspondencia de Palacio, La Parra olvide los meses en que la condesa de Chinchón le retiró el uso de la palabra y la pésima imagen que debió guardar de él. Tampoco menciona la leyenda urbana que de Luciano Bonaparte a Escóiquiz describe unas audiencias solo reservada a mujeres, que salían luego descompuestas tras ser recibidas por tan «poderoso señor».

Una vez comprobado tal procedimiento de configurar la narración, la única manera de validar o recusar las valoraciones de La Parra, consiste en someter a examen sus posiciones más discutibles, allí donde habían sido utilizados (o no utilizados) los documentos correspondientes del Archivo Histórico Nacional y del Archivo General de Palacio. A partir de ahí, se constata que episodios capitales de la política española entre 1794 y 1808, donde intervenía Godoy, habían sido objeto de una lectura selectiva, donde siempre el favorito salía bien parado, y que más de una vez, para dichos episodios capitales faltaba el examen de documentos imprescindibles para su comprensión. Y eso se cumplía, tanto para el Godoy aventurero, como para la reciente biografía de Fernando VII, en medio de un aluvión de noticias puntuales, cuando para entender una crisis histórica, como para el examen de un bosque, no hace falta detenerse en todos los matorrales, sino en los árboles que definen su carácter. Nos centraremos por ello en los puntos nodales del relato

El primero, es la mencionada discusión en el Consejo de Estado, de 14 de marzo de 1794, de la que resultan el proceso y el destierro del conde de Aranda, es decir, un giro copernicano desde la supervivencia del modo de gobierno del Despotismo ilustrado a la autocracia ejercida por el favorito de la Reina. La versión proporcionada por La Parra descansaba sobre la sencillez: las diferencias entre Aranda, Decano del Consejo, y Godoy, su primer Secretario y de hecho presidente, eran una simple lucha por el poder. Godoy habría tomado el informe de Aranda, previendo los desastres de no cortar la guerra, «como un ataque personal», y de ahí surgieron la eliminación de Aranda, y su destierro y proceso. La Parra no ha podido consultar las actas del 14 de marzo de 1794, desaparecidas del AHN,  pero sí está su casi puntual reproducción en la Historia de Carlos IV, de Andrés Muriel, ahora confirmada por el redescubrimiento de los papeles de Aranda por Pedro J. Correas. Ya con Muriel se comprueba que no solo «Godoy tenía conocimiento de un escrito (sic) firmado por Aranda», sino que lo había recibido del aragonés cumpliendo todos los requisitos formales antes de la sesión, para informar al Consejo de la angustiosa situación militar en que se encuentra la monarquía, ante una inminente ofensiva francesa. Y Godoy no discute nada, acusa de traidor a Aranda, que es lo que desata la irritación de éste, condenado de antemano. El asunto es demasiado serio como para aceptar la reelaboración de los hechos por Godoy en sus Memorias, sin entrar a considerar la fuente alternativa de Muriel.

Godoy como general. Francisco de Goya,1801.

  Omisiones de este tipo se repiten a lo largo del libro, que deja de lado las frecuentes alusiones de Godoy al odio que le inspira el populacho de Madrid, «molesto» para él, cuando enfermo y hambriento ocupa las calles, actitud compartida por la Reina. Lo mismo ocurre en las relaciones con Napoleón a partir de la entrada de España en guerra contra Inglaterra. La Armada española se convierte en una simple pieza al servicio de la estrategia del emperador, y el resultado es el desastre de Trafalgar. Tema desagradable, sobre el cual Godoy es consciente de la gravedad, solo a posteriori, al exponer ante Napoleón el sacrificio hecho. La Parra no le confiere importancia, a pesar del hundimiento de la flota, que Godoy omite comunicar a los Reyes. Es la Reina quien tiene que sacarle el tema, a lo cual Godoy responde que «fue un feliz combate» y pocos días después que «nuestros navíos se van reponiendo» (en el fondo del mar), tras haber mostrado los marinos españoles «mayor bizarría» que los ingleses. Son datos que figuran en la correspondencia entre Godoy y María Luisa, que La Parra habría consultado en el AHN (Estado, leg. 2821) y en el AGP (PR 097), y que ilustran la supuesta puntualidad de Godoy a la hora de informar a los reyes, y de como La Parra dosifica sus valoraciones y traza un zigzag entre cuidadosos detalles y marginación de hechos significativos.

Pero lo más sobresaliente en la biografía de La Parra es la minusvaloración de la trama política que forma Godoy a fines de 1804, poniendo en marcha una relación estable con el recién coronado emperador, cada uno con su go-between, el naturalista Eugenio Izquierdo por parte de Godoy y el barón de Lacepède por Napoleón (luego el fidelísimo general Duroc), actuando el valido por encima del gobierno de Madrid -el Consejo de Estado, presidido por Ceballos- a favor de la confianza de los Reyes, y utilizando a la monarquía como instrumento para una política exterior al servicio de Napoleón y en definitiva para objetivos propios. Con Portugal en el punto de mira personal. Pedro Ceballos, primer secretario de Estado, lo puntualizó en mayo de 1808, en el curso de los sucesos de Bayona: «ninguno de los pasos de don Eugenio Izquierdo en París, se tenía la menor noticia en el ministerio de Estado de mi cargo». Godoy se cuidaba de encarecer tal ocultación a su emisario. La narración de La Parra diluye el cambio cualitativo que representa la alianza bipersonal con el emperador, por encima del propio Estado español, de cuya gestión se desentiende Godoy en marzo de 1805, y presenta esas relaciones como un tira y afloja, ajustado a los intereses de la monarquía.

Todo se reduce a la méfiance entre les alliés -Godoy y Napoleón-, visibles en los meses que preceden a la crisis de marzo de 1808, y que La Parra describe con ese título en un ensayo publicado en los Annales de la Révolution française (2004), opinando que la alianza fue buscada por la inseguridad que sentía Godoy, dado el rechazo hacia él del príncipe Fernando. Esa inseguridad sigue protagonizando las siguientes páginas, y la instrumentalización que hace Godoy de la baza España, oculta bajo la supuesta cogestión con los reyes de la alianza, resulta elidida. El papel de la ambición personal de Godoy, que desemboca en el tratado de Fontainebleau, también.

En realidad, se trataba de una apuesta personal de Godoy, fruto de su hartazgo de la gestión de una España en crisis, tal y como manifiesta en sus cartas a la Reina y al propio Izquierdo, Demasiados pobres, hambre y enfermedad en las calles, «molestias» procedentes de un «populacho» madrileño al que detestaba. «Agobio de gentes de todas clases», “solo me ocupan los negocios complicados de gobierno de suerte que no hay un rato libre y nada hago mío particular», «Madrid me es odioso y todos sus moradores», confiesa a la Reina en el tiempo de crisis de 1805. La Parra encuentra una justificación de ese rechazo, suavizado al ser referido, en «el escaso aprecio hacia su persona entre el pueblo de Madrid», recayendo la culpa en “«a pésima coyuntura económica», sin que las medidas adoptadas por Godoy sean tomadas en consideración por el biógrafo. De nuevo pasa a primer plano la manipulación informativa que ejerce el valido. En enero de 1805, Godoy informa a la Reina de la desastrosa situación de Madrid, saturado de pobres y enfermos, pero en dos días lo resuelve mediante su expulsión de la ciudad. Dicho y hecho. Por el estudio de Jacques Soubeyroux sabemos que tal fue su solución, la «redada general de los mendigos de la capital» para mandarlos a morir por los caminos. Duró de enero a mayo, y según el historiador francés, fue el fin de la prolongada fase asistencial en el tratamiento de la mendicidad y el establecimiento de una «fase de represión». Una temática ausente en la biografía.

Por los mismos días, en un lenguaje pseudofilosófico, Godoy hablaba de retiro o de «independencia», esto es, de alcanzar un poder personal propio, con Portugal como primer objetivo: «Cuando yo gobierne en Portugal», anuncia al embajador luso en diciembre de 1805. La Parra escribe que «Godoy no fue explícito respecto a Portugal» y cree que Godoy informaba puntualmente de sus tratos con Napoleón a los Reyes, citando como prueba una carta de María Luisa, donde le pide que decida cuanto sea necesario hacer. Nuestro autor añade: «pero en los asuntos especialmente delicados el rey o la reina ofrecen siempre su parecer, que Godoy sigue a pies juntillas»: aquí no hay referencia concreta alguna y debemos creer a La Parra bajo su autoridad.

Tampoco faltan expresiones amenazadoras de Godoy, por causas desconocidas, como en la carta a María Luisa de 20 de marzo de 1805: «sin mí, VV.MM. no tendrán nada seguro». Las cartas con Izquierdo son en cambio inequívocas respecto de  Napoleón, cargadas de alabanzas y servilismo, hasta que en octubre de 1806 se la juega absurdamente, apostando por una derrota del emperador en la nueva guerra que no llega, sino todo lo contrario, con la victoria de Jena. A partir de ahí, su suerte y la de España estaban echadas, según muestra la nota del Memorial de Santa Elena: «cuando me vio empeñado en Jena, casi me declara la guerra».

Napoleón despreciaba a Godoy, por el trato «inquisitorial» dado a su predecesor Urquijo en 1801 al encarcelarle, cuando el extremeño le solicita un retrato con orla de diamantes: «Puedo servirme de él, pero solo me inspira desprecio», escribe para justificar su negativa. «Será el bribón que me abrirá las puertas de España», confiesa a Fouché en 1807. El epistolario del legajo 2881, consultado a borbotones por La Parra -a veces cita sus documentos desde otros libros-, convierte en diáfano el recorrido que primero lleva a al pacto Izquierdo-Duroc en Fontainebleau (octubre de 1807), implicando a la monarquía ausente, con el señuelo del principado de los Algarbes (y Alentejo) para el traidor, y que desemboca en las entrevistas de Bayona (abril-mayo de 1808). Napoleón realizaba su objetivo de «encadenar España a Francia» y llevar a Madrid su dinastía.

En la piñata de reinos que empieza a distribuir el nuevo emperador, Godoy confiaba en alcanzar uno. Los documentos no son misteriosos, figuran en el legajo número 2881 que La Parra conoce. Para este y otros temas de entidad, poco importa, en consecuencia, que La Parra nos cuente luego con pelos y señales cómo se paseaba el viejo Godoy por los jardines del Palais Royal en París. Insiste en que el valido informaba puntualmente a los Reyes de sus actuaciones, sin pruebas concretas, pero su aludida desinformación interesada de la derrota de Trafalgar sugiere todo lo contrario. Estamos ante una sucesión de silencios deliberados, convertidos en otras tantas infracciones al orden (Tzvetan Todorov), que en nada explican la realidad que debiera ser el punto de referencia del discurso. Gracias a ello el relato propio del biógrafo cobra una cohesión absoluta. Nadie puede cuestionarle si no formula la enmienda a la totalidad desde una investigación propia del corpus documental.

En el marco de las relaciones privilegiadas Godoy-Napoleón, no cabe olvidar el asunto oscuro de la iniciativa de Napoleón en 1805 sugiriendo la necesaria eliminación de la princesa de Asturias, María Antonia de Borbón, primera mujer del príncipe Fernando (1802-1806). El legajo 2881 da suficientes claves como para poner los pelos de punta sobre la suerte que esperaba a la sobrina de María Antonieta, y la correspondencia de María Luisa a Godoy en el Archivo de Palacio (PR 096) lo confirma, dejando severas dudas sobre las causas de su muerte, natural o por envenenamiento, La Parra opta por un tratamiento confuso y desordenado de los documentos, sin abordar nunca una lectura seriada En Godoy habla en primer término de la carta interceptada a la princesa previendo la detención del valido, con la subsiguiente petición de ayuda al emperador, caso de necesitarla, y mucho más tarde, sin relación con la anterior, de la carta de Godoy donde supuestamente «gracias a la sagacidad de María Luisa se había descubierto un complot para también envenenar a los reyes y a él mismo». Cabos deliberadamente sueltos. En Fernando VII, La Parra abrevia la crónica, pero mantiene la confusión. En el marco del enfrentamiento entre Napoleón y la reina Carolina de Nápoles, da cuenta de la carta interceptada y afirma que si la princesa sigue siendo enemiga de Francia, «no reinaría en España», para de inmediato contar lo del envenenamiento proyectado por la joven, según Godoy, quien habría expulsado como consecuencia a napolitanos y sirvientes. La siguiente cara del biombo, la enfermedad y muerte de la princesa tras una dolorosa agonía, de enero a mayo de 1806, es referida lejos de tales antecedentes, desestimando la tesis del envenenamiento que se difundiera entonces. De la ferocidad del trato de María Luisa a su sobrina, ni palabra.

Una lectura cronológica del episodio, atendiendo a los documentos del legajo 2881 del AHN y a las cartas de María Luisa en el PR 096 AGP, permite poner las cosas en su sitio. Napoleón pone en marcha la eliminación de la princesa de Asturias, María Antonia de Borbón, en junio de 1805, con una pregunta a Godoy: ne serait-il possible de réparer la sottise qu’on a faite de laisser mettre la princesse de Naples en Espagne qui, à ce qu’il paraît gouvernera un jour arbitrairement [esto es, contra él] l’Espagne?  A modo de complemento, la interceptación de una carta de la princesa a su madre, la enemiga de Napoleón, permitía a este avisar a Godoy que de morir el rey, él sería detenido en menos de media hora. El 22 de julio, el emperador insistió:  la succession du trône de l’Espagne était, à son avis, le point le plus délicat. Dos meses más tarde, el 17 de septiembre, Godoy toma nota de lo anterior, y no solo para pedir ayuda, sino para pasar a la acción: S’il fallait ajouter d’autres mésures à ce système purement passif, je suis prêt, j’exécutairai ce qu’il conviendra de faire (…) Un mot, la moindre insinuation me suffit pour agir. El círculo se cierra con una nueva carta de Godoy, el 4 de diciembre,  que supone una absurda y grosera calumnia contra la joven princesa aislada y vigilada en palacio, y sobre todo una coartada preventiva para justificar su eliminación física: Leurs Majestés sont menacées tous les jours d’être empoinsonnées; je le suis également. La «perspicacia» de la Reina habría permitido descubrir «la conspiración».

Aquí termina la secuencia preparatoria del magnicidio en el plano político. Napoleón se ha comportado como un jefe de clan corso induciendo al asesinato a su dependiente, quien responde aceptando la indicación y proporcionando la coartada. A partir de este punto se abre otra secuencia, esta médica, mucho más opaca, que puede seguirse por medio de las cartas casi diarias de María Luisa a Godoy, entre el 18 de enero y el 20 de mayo de 1806, dando cuenta de la enfermedad de la princesa a partir de un primer ataque que la pone en puertas de la muerte. Los síntomas conjugan tuberculosis y dolores gástricos, a lo que se ciñe La Parra al cerrar este capítulo, aislado de lo anterior, para desechar la vox populi del asesinato por envenenamiento, posible según los puntuales datos cotidianos del sufrimiento de la joven, que María Luisa comunica a Godoy (en Palacio, PR 096). La Parra no se detiene en este aspecto, como no se ha parado a examinar los prolegómenos políticos de una eliminación que por vía natural o criminal, tuvo efectivamente lugar, para beneficio de la pareja de «monstruos» señalada por Goya. Tampoco da cuenta La Parra de la ferocidad de las referencias de la Reina a la princesa en las cartas a Godoy de 1804-1805.

La impresión es que cuando La Parra tropieza con un tema intrincado que afecta a la imagen de Godoy, la comprensión de lo que efectivamente sucede solo puede alcanzarse liberando los hilos de una madeja enmarañada. Incluso en cuestiones de importancia secundaria. Caso de la corrupción, real o imputada, de Godoy al poner fin con la paz de Badajoz a la guerra de las Naranjas apenas comenzada, tras la conquista de Olivenza. Una carta a la Reina, el 1 junio de 1801, habla de los millonarios sobornos que el enviado portugués Pinto de Souza ofrece a Godoy y a Luciano Bonaparte para acabar de inmediato con la contienda, y de la presión del francés para que él acepte, lo cual rechaza el extremeño esgrimiendo su honor, con «rubor y enfado». La cita del biógrafo se detiene, sin incluir la parte final de la carta, donde Godoy repliega velas en cuanto al rechazo. Es más. «Ni Lema ni ningún otro autor, que yo sepa -nos dice La Parra-, ofrece otra noticia sobre la posible cantidad de dinero obtenida por Godoy en ese lance». En consecuencia, opina que no debió percibir nada, pues ya era muy rico por la generosidad de Carlos IV. Pues bien, en sus Memorias, Fouché habla de treinta millones de libras que fueron repartidas entre Luciano y Godoy por firmar la paz de Badajoz, para enfado de Napoleón, quien solo se calmó al recibir diez millones. La cantidad asignada a Godoy es sin duda excesiva. Talleyrand cifrará más tarde el soborno a Godoy en ocho millones… dato que ofrece La Parra en su libro (p. 337). Difícil de entender, tras haber asegurado que nadie da noticias sobre el pago.

Hay otros ejemplos, pero en lo que concierne a la biografía de Fernando VII, cobra especial importancia el relato sobre la conspiración de El Escorial en octubre de 1807, coincidiendo día a día con el tratado de Fontainebleau. El texto de la representación al Rey, verosímilmente redactada por el antiguo preceptor, Juan de Escoiquiz, es despachado por La Parra con rapidez: «una descalificación completa de la trayectoria política de Godoy, elaborada en base a un rosario de descalificaciones e insultos». La lectura del texto no autoriza esa simplificación. Es cierto que la presentación de Godoy no ofrece matices: «Ese hombre perverso es el que, desechado ya todo respeto, aspira claramente a despojarnos del Trono y a acabar con todos nosotros»”. Acertaba el supuesto Fernando al apuntar que la política de Godoy llevaría a la expulsión de ambos Borbones del trono, pero no era su propósito ocuparlo. Las anotaciones sobre el ascenso imparable de Godoy, su impopularidad entre el pueblo, la torpeza de sus proclamas durante la guerra de Portugal, la grosería de su bigamia, la generalización del espionaje y el desmesurado enriquecimiento, pueden ser a veces hiperbólicas, pero tienen un fondo real, lo mismo que los posibles miedos de Fernando a ser envenenado después de la controvertida muerte de su primera mujer.

Más relevante es un episodio de las abdicaciones de Bayona: la entrevista del mentor de Fernando VII, Juan Escoiquiz con Napoleón el 20 o 21 de abril de 1808, publicada hace poco con las Memorias de Escoiquiz, en una escueta edición de J.R. Urquijo (Renacimiento, Sevilla, 2007). Aun antes podía ser localizada sin dificultad, en francés, entre los papeles manuscritos de Escoiquiz en la sección digital de la BNE. El hecho es que ni Urquijo ni La Parra se detienen a examinarlo, limitándose el segundo a opinar que los representantes de Fernando VII en Bayona nada hicieron de relieve, «no fueron capaces de idear nada eficaz [y] lo único que proyectaron tuvo aires de farsa».

La entrevista del canónigo con Napoleón no se merece tal descalificación. Con el paso del tiempo, ya en el destierro de Santa Elena, el exemperador dio fe de que se había celebrado, de los razonamientos de Escoiquiz y de la razón que asistía al canónigo, a pesar de considerarle nada menos que «el verdadero autor de todos los males de España» (sic). La argumentación de Escoiquiz partía de la facilidad con que Napoleón hubiera podido gobernar España, respetando la condición de rey de Fernando VII, en calidad de fiel aliado. En sentido contrario, «toda la nación en masa se opondrá con un ardor y una constancia invencibles a la introducción de cualquier otro soberano». Solo que nada podía apartar a Napoleón de su idea de que el acceso al poder de Fernando VII era ilegal, siendo fruto de un tumulto, ni del designio de que «la casa de Borbón, a la que debo mirar como enemigo implacable de la mía, no reine en adelante en España». La sustitución de dinastía es planteada al modo de resultado inevitable de una contienda entre clanes corsos enemigos, y Napoleón está resuelto a emplear doscientos mil hombres para aplastar cualquier resistencia. El cuadro de la guerra de 1808-1814 está ya prefigurado, así como los efectos que la misma tendrá para el emperador: «esta desgraciada guerra me ha perdido», concluye. Como resumen, citará en el Memorial de Santa Elena la advertencia de Escoiquiz: «Queréis emprender un trabajo de Hércules cuando tenéis en la mano un juego de niños». Valía la pena que La Parra la hubiese tomado en cuenta.

De nuevo nos encontramos con una ausencia inexplicable, rechazando documentos que contravenían la línea interpretativa previamente adoptada. En el sentido propuesto por Todorov, el auténtico significado del discurso «histórico» resulta en tales circunstancias de un vacío, de un silencio que bloquea tanto la actividad investigadora como toda explicación ulterior. Al tener en cuenta las infracciones al orden, cometidas por el autor, la personalidad y las acciones del biografiado pierden toda la consistencia que les asigna La Parra, y llegamos a una imagen fragmentada y caótica de Godoy, con el único hilo conductor de su ansia de personificar un poder absoluta que bajo su gestión se autodestruye irremisiblemente.

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