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Raíces y actualidad del problema de la verdad en la política

Verdad y mentira en la política

Hannah Arendt

Barcelona, Página Indómita, 2017

Trad, de Roberto Ramos

160 pp. 17 €

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La novela 1984 se convirtió en un best seller casi setenta años después de su aparición, durante la última campaña presidencial en Estados Unidos, en la que una red social al servicio del candidato que finalmente resultaría vencedor logró que se tomaran como verdades innegables bulos sobre el lugar de nacimiento de Obama, sobre la salida del país de la empresa Ford, sobre el número de homicidios en Nueva York o sobre el cambio climático. La sociedad que describe George Orwell en esta obra vive regida por la figura vigilante del Gran Hermano desde una telepantalla omnisciente, tiene un Ministerio de la Verdad que decreta cuándo alguien incurre en el «crimen del pensamiento» y emplea la «neolengua» para ocultar y eliminar los significados no deseados de las palabras verdaderas. El éxito de la reedición de 1984 fue paralelo al de Donald Trump, quien nada más ser elegido presumió en rueda de prensa de ser el presidente que más votos electorales había conseguido desde Reagan y no se inmutó cuando se le recordó que tanto Bush como Obama lo habían superado, como es fácil de comprobar. Y, después de tomar posesión como presidente, negó que se hubiera reunido mucha menos gente para celebrarlo en la National Mall (la avenida que une el Congreso con la Casa Blanca) que en la de su predecesor, cuando las imágenes así lo mostraban de modo incontestable. Kellyanne Conway, asesora de la nueva Administración, llamó a esas mentiras «hechos alternativos». Esta estrategia comunicativa es un rasgo definitorio de la política actual, en la que cada vez resulta más difícil distinguir entre la información y las fake news o noticias falsas y falsificaciones, que son difundidas principalmente en las redes sociales con el fin deliberado de desinformar, desenfocar la atención, excitar las emociones y polarizar la sociedad.

El triunfo político de la posverdad ha motivado también la publicación conjunta en español de dos breves ensayos de la filósofa Hannah Arendt, con el título Verdad y mentira en la política. El primero, «Verdad y política» («Truth and Politics»), apareció primero en alemán en 1964 y la autora se propone como objetivo la cuestión de si es legítimo siempre decir la verdad. Como ella misma advierte, surgió por la campaña que sufrió a raíz de su libro Eichmann en Jerusalén, subtitulado Un informe sobre la banalidad del mal, en el que recogía y analizaba lo sucedido en el juicio a este criminal de guerra que ella cubrió como corresponsal de la revista The New Yorker. En concreto, fue inspirado por la enorme cantidad de mentiras utilizadas en la controversia suscitada por su libro, mentiras tanto sobre lo que ella había escrito como sobre los hechos de que había informado. Ella había querido comprender cómo había podido suceder realmente semejante monstruosidad y tuvo el talento de entender y el coraje de exponer lo que había comprendido. Pero las comunidades judías sólo esperaban de ella, por su propia condición de judía exiliada de la Alemania nazi en Estados Unidos, una total adhesión a la causa del sionismo y la acusaron de haberse inventado hechos y afirmaciones habidas en el juicio y fielmente recogidas en el Informe. En lugar de una sumisión incondicional a la identidad nacional judía, Hannah Arendt les ofrecía una respuesta racional y sincera, convencida de que la obligación moral del escritor es decir siempre la verdad y no ocultar la realidad bajo el manto de la identidad. Tres años más tarde hizo una versión diferente de este ensayo en inglés para ese mismo periódico, que se incluyó en 1968 en el libro Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política.

Hannah Arendt reconoce que «la verdad y la política no se llevan demasiado bien». Y se pregunta por qué esto es así 

El segundo texto, «La mentira en política» se publicó por primera vez en 1971 en The New York Review of Books, con el título «Lying in Politics. Reflection on the Pentagon Papers» («Mentir en Política. Reflexión sobre los Pentagon Papers»), y se incluyó con ligeros cambios en el libro Crisis de la república. Los Pentagon Papers es el nombre con que se conocen los documentos secretos del Pentágono sobre la política norteamericana en Vietnam, que integran un estudio encargado en 1967 por el secretario de Defensa, Robert McNamara, titulado oficialmente United States. Vietnam Relations, 1945-1967. A Study Prepared by the Department of Defense. En 1971, The New York Times empezó a publicar estos documentos, que desvelan el proceso de toma de decisiones en la guerra de Vietnam, contra la que tantas y tan grandes protestas se organizaron, y el Gobierno de Nixon intentó vetarlo. Hannah Arendt escribió este ensayo en el intervalo que media entre el inicio de su divulgación y la sentencia por la que el Tribunal Supremo de Estados Unidos avaló, un año después, su constitucionalidad. El propósito es analizar concretamente los motivos del fracaso de la «teoría» construida en ese proceso político en particular. Y, al referirse a lo que estaba «en la cabeza» de quienes reunieron los Pentagon Papers, la autora precisa: «La famosa grieta de credibilidad, que nos ha acompañado durante seis largos años, se ha transformado de repente en un abismo. La ciénaga de declaraciones falsas de todo tipo, de engaños y de autoengaños, es capaz de tragar a cualquier lector deseoso de escudriñar este material que, desgraciadamente, deberá considerar como la infraestructura de casi una década de política exterior e interior de los Estados Unidos» (p. 86).

No hace falta recurrir a Maquiavelo para saber que la política es inseparable de la mentira. El derecho a mentir es defendido incluso por Kant en su opúsculo Sobre el derecho a mentir por razones filantrópicas y Hannah Arendt reconoce, desde el principio, que «la verdad y la política no se llevan demasiado bien» y que «la mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable, no sólo del oficio del político o del demagogo, sino también del oficio del hombre de Estado» (p. 15). Y se pregunta: «¿Por qué esto es así? ¿Y qué significado tiene, por una parte, en cuanto a la naturaleza y la dignidad del ámbito político, y por otra en lo que se refiere a la naturaleza y la dignidad de la verdad y de la buena fe?»

Ambos ensayos parten de la distinción entre la verdad racional y la verdad factual, entre la verdad que, como la «doctrina matemática de las líneas y las figuras», no interfiere «en la ambición, el beneficio o la pasión del hombre» (Hobbes), y la verdad afirmada sobre hechos y acontecimientos que afectan a la conducta de los hombres y constituyen la textura misma de la política. Arendt termina el primer ensayo afirmando que «en términos conceptuales, es posible definir la verdad como aquello que no podemos cambiar; en términos metafóricos, es el suelo que pisamos y el cielo que se extiende sobre nuestras cabezas» (p. 80); de suerte que podemos descubrir la verdad, pero no podemos cambiarla, porque la verdad no puede ser de otra manera. Y, al comienzo del segundo ensayo, señala que la mentira, es decir, la falsedad deliberada, atañe a hechos contingentes, «a cuestiones que no poseen una verdad inherente a ellas mismas, que no necesitan ser como son», y que la mentira puede ser creída porque «las verdades factuales nunca son irresistiblemente ciertas» (p. 89).

Por tanto, la perspectiva de la verdad es exterior a la política, puesto que la política no se mueve en el ámbito de las verdades apodícticas, sino que se desarrolla en el espacio limitado de nuestros cuerpos y de los acontecimientos. Consiste precisamente en la capacidad de actuar, en la posibilidad y la decisión de cambiar los hechos. Somos libres de decir sí o no a las cosas tal como nos son dadas, podemos estar de acuerdo con ellas o cambiarlas, y en eso consiste la decisión y la acción, que es la materia prima de la política. Más aún, como reiterará dos años después en Diario filosófico (trad. de Raúl Gabás, Barcelona, Herder, 2006), «en la mentira está también la libertad», y «en el “cómo han sido realmente las cosas” se esconde un “no ha podido ser de otra manera”» (p. 599).

El conflicto de la verdad con la política viene de antiguo y es un conflicto complejo. Ya Platón termina la alegoría de la caverna diciendo que, si el filósofo intentara liberar a sus conciudadanos de la falsedad y la ilusión en que se encuentran, ellos «lo matarían […] si estuviera a su alcance hacerlo». La tensión entre la verdad racional, permanente y segura, y las opiniones cambiantes y dudosas forma parte de la fragilidad humana y de la contingencia de los hechos. Es también la tensión entre la unidad de la razón humana y la multiplicidad de individuos, que indica el paso de la idea de hombre a los hombres en plural, el desplazamiento del poder único y absoluto a la libertad y al pluralismo. En contra de los sofistas, Sócrates rechazó dar ese paso y decidió apostar por la verdad y morir por ella.

Cuando nos enfrentamos a hechos y abordamos la verdad factual, nos encontramos, primero, con la contingencia, es decir, con que no hay ninguna razón absoluta para que los hechos sean lo que son, puesto que siempre podrían haber ocurrido de otra manera; y, segundo, con que los hechos precisan de testigos que los recuerden o avalen. La evidencia fáctica se establece mediante el testimonio de testigos presenciales, cuya fiabilidad es discutible; mediante registros y documentos que pueden haber sido manipulados o falsificados; y mediante la experiencia múltiple más o menos compartida. De ahí que las verdades factuales nunca sean irresistible o irrebatiblemente ciertas. En asuntos humanos, la verdad fáctica –la verdad histórica, la verdad sociológica, la verdad económica– es susceptible de interpretaciones y de opiniones diversas y cambiantes. Hablar de los hechos supone interpretarlos, no sólo porque no pueden ser percibidos al margen de las lentes personales y de las perspectivas interesadas con que los observamos, sino porque el lenguaje con que describimos los hechos nunca es totalmente aséptico. El debate sobre las decisiones de contenido social y normativo etiqueta los hechos, los clasifica, los tiñe de juicio valorativo. Y, así, podemos hablar de la «maternidad subrogada», o bien de «vientres de alquiler», para referirnos a la justicia o injusticia de regular el contrato de un embarazo; o podemos llamar «emprendedores autónomos» o «trabajadores precarios sin derechos» a quienes trabajan para las plataformas digitales de servicios como Uber; por no citar otras parejas de expresiones con mayor tradición, como «misión civilizadora» o «imperialismo», «seguridad nacional» o «terrorismo de Estado», «tortura» o «técnicas forzadas de interrogatorio».

Hannah Arendt

Debido a ello, si para la democracia es importante distinguir los hechos y las opiniones, también lo es evitar sacralizar los hechos. Primero, porque siempre cabe un margen de error o de incertidumbre y porque los hechos pueden ser incompletos o provisionales. Pero, sobre todo, porque, si identificáramos el campo de la política con el de las verdades objetivas, el buen hacer político consistiría en el mejor saber científico y reduciríamos la acción política a la mera gestión técnica de los problemas y las situaciones por los expertos y los tecnócratas, sin oposición posible a su saber indiscutible. Y la hegemonía de la tecnocracia irrefutable, en la que el poder siempre tiene la razón, las cosas son como son y las veleidades ideológicas son tachadas despectivamente de populismo, es otra cara del totalitarismo. La política democrática no es ajena a la verdad factual, pero no se reduce a la aceptación de los hechos. Sin duda debe establecerse con rigor la verdad factual para que pueda debatirse acerca de lo deseable. Pero a la política le corresponde lo segundo, no lo primero. Se necesitan datos fiables para conocer y hacerse cargo de las dimensiones de cada problema, y para diseñar las alternativas disponibles con que afrontarlo; así que los datos han de ser objetivos y aceptados por todos como base que delimita el campo de las soluciones realmente viables, pero no ahorran el debate y la confrontación de intereses en la solución. Y no debemos obviar que a menudo los poderes económicos se esfuerzan en ocultar o desmentir los datos científicos contrarios a sus intereses, como ha sucedido durante décadas con los efectos perjudiciales del tabaco en la salud o con el negacionismo del cambio climático.

El marco de la actuación política es por definición conflictivo, plural, partidario de diferentes concepciones y propuestas de actuación social. Situarse en el terreno político es romper la soledad del filósofo, el aislamiento del investigador y del artista, la imparcialidad del historiador o del juez y la independencia que se le supone al periodista. Quien pone la verdad por encima de todo, caiga quien caiga (Fiat veritas, et pereat mundus), bien se instala fuera del campo político, bien acaba en el totalitarismo, porque la verdad no admite opiniones ni interpretaciones diversas: es, por definición, infalible, despótica, única. La pretensión de verdad conlleva un elemento de coacción, pues se sitúa por encima de la discusión, de la negociación o del acuerdo: excluye el debate que es el núcleo de la vida política y niega la riqueza de la representación política. A diferencia del pensamiento verdadero o científico, el pensamiento político es representativo de diversos puntos de vista interesados, y cuantos más puntos de vista se tengan en cuenta, mayor será la representatividad y mejores las decisiones que se tomen. La política no radica en descubrir e imponer verdades objetivas e indiscutibles, sino que consiste en construir normas e instituciones mediante el diálogo y la negociación entre sujetos humanos mediante procesos institucionalizados, y en lograr el apoyo social suficiente para decidir actuaciones a fin de modificar y cambiar lo que sea necesario cambiar de lo existente en pos de lo deseable.

Si el filósofo intenta que su verdad prevalezca sobre las opiniones de la mayoría, será derrotado y probablemente deducirá de su derrota que la verdad es impotente. Sin embargo, la prueba de que la verdad no es impotente es que la figura que quizá despierta más sospechas justificadas en el político profesional es el profesional de la verdad que es capaz de descubrir alguna feliz coincidencia entre la verdad y el interés. Por eso Hannah Arendt sostiene que es vital crear y fortalecer «sedes de la verdad» (pp. 74-76), ciertas instituciones públicas, como la Academia y la Justicia, en las que la verdad y la veracidad constituyen el criterio más elevado del discurso y del empeño, y que la política debe respetar. De las universidades han salido muchas verdades incómodas y de los tribunales de justicia muchos juicios imprevistos y molestos a los poderosos. Cuando el poder ocupa y manipula estos refugios de la verdad, aniquila la verdad y destruye la sociedad misma. El problema de la democracia en nuestros días es que esas instituciones han perdido el aura de autoridad de que gozaban cuando Arendt escribía y que al desprestigio de la universidad y de la justicia se añade la falta de credibilidad de la prensa.

Por otra parte, la mentira política tradicional, inseparable de la diplomacia y del arte de gobernar, solía estar relacionada con los secretos de Estado y con los intereses para la seguridad nacional. Lo novedoso de las mentiras políticas modernas es que se ocupan de hechos que todo el mundo conoce, para crear imágenes alternativas e imponer un «relato» sobre los mismos. La mentira organizada comporta siempre un elemento de violencia, porque tiende a destruir lo que se ha decidido negar: «la diferencia entre la mentira tradicional y la moderna equivale en la mayoría de los casos a la diferencia entre esconder y destruir» (p. 61). La manipulación masiva de los hechos para construir la opinión pública salta a la vista en las revisiones de la historia o en el trabajo de los publicistas y creadores de imagen para las campañas electorales. Lo «más inquietante» es que «si las «modernas mentiras políticas son tan grandes que exigen la reorganización de toda la estructura de los hechos –la construcción de otra realidad, por así decirlo, en la que dichas mentiras encajen sin dejar grietas, brechas ni fisuras, tal como los hechos encajaban en su contexto original–, ¿qué es lo que impide que esos nuevos relatos, imágenes y hechos que no han ocurrido se conviertan en sucedáneo apropiado de la realidad y de lo fáctico?» (p. 62). No estamos ante un simple embuste deliberado, sino ante un relato alternativo de lo real, ante la fuerza emocional e impositiva de un discurso retórico, repleto de palabras seductoras, persuasivas, que justifican situaciones de dominio, reparan lo que se siente roto o perdido, alimentan odios o simpatías, y, sobre todo, me dicen lo que yo necesito escuchar para sentirme mejor. No se trata de contar mentiras sin más, sino de recrear una realidad alternativa con su lógica expresiva para hacerla creer con total desprecio de los hechos, de las preguntas sensatas, de los argumentos racionales. La mentira sistemática se convierte en un relato autosuficiente. Se inventan no sólo hechos que nunca han sucedido, sino situaciones y marcos narrativos capaces de reforzar expectativas y creencias. Son afirmaciones que no se corresponden con la realidad, pero refuerzan las creencias de quienes las escuchan. Lo decisivo es que estos crean que son ciertas, porque desean creer que lo son, de modo que el relato imaginario acabe «produciendo» realmente esos hechos por la acción de los creyentes. Lo cual acaba siendo políticamente rentable para el embaucador. 

La mentira organizada comporta siempre un elemento de violencia, porque tiende a destruir lo que se ha
decidido negar

Hannah Arendt afirma que «en los Documentos del Pentágono nos encontramos con hombres que hicieron todo lo posible para conquistar la mente de las personas, esto es, para manipularlas» (p. 126). Lo conociera o no Arendt, el precedente más claro de su reflexión sobre la mentira en la política moderna es un librito escrito en 1943 por Alexandre Koyré, Reflexiones sobre la mentira (traducido también con el título La función política de la mentira moderna). Este filósofo ruso e historiador de la ciencia, también exiliado en Estados Unidos, insistía en que el «progreso técnico» en la comunicación de masas era la «innovación poderosa» de los regímenes totalitarios, y denunciaba que la usurpación de las nuevas tecnologías por sectarios sin escrúpulos, «puesta al servicio de la mentira», implicaba la destrucción del espacio público.

Hoy, la mitad de la política es «creación de imágenes y la otra mitad el arte de hacer creer a la gente dichas imágenes» (p. 93). En ese terreno movedizo se agita a discreción el embustero, hábil en modelar los hechos a fin de que concuerden con su deseo e interés y de que conecten mejor con las expectativas de su audiencia, simplificando, exagerando e inventando lo que convenga para ello. El embustero debe aparentar que está convencido de la verdad de su mentira para tener más credibilidad, y acaba engañándose, pues sólo el autoengaño permite dar una apariencia de fiabilidad. Después, el proceso es imparable y tanto el embaucador como los propios engañados se esfuerzan por mantener intacto el relato construido. Cuanto más éxito tiene el embustero, más probable es que caiga en su propia trampa, por lo que «el embustero autoengañado pierde todo contacto no sólo con la audiencia, sino con el mundo real» (p. 128). Para este problema no hay otro remedio que el choque con la realidad, la tenaz presencia de los hechos. Eso explica el fracaso de los Estados Unidos en Vietnam. La filósofa analiza cómo los papeles del Pentágono muestran que el objetivo de aquella guerra insensata, que tanto costó en vidas humanas y recursos materiales, no era ninguna ventaja territorial ni económica, sino que la única finalidad era crear un estado mental: «Los objetivos perseguidos por el Gobierno de Estados Unidos eran casi exclusivamente psicológicos» (p. 129).

Por esa razón los estrategas yanquis desatendían la información que les facilitaban los propios servicios de inteligencia, despreciaban los hechos y rechazaban cualquier limitación a su relato. Aquellos «profesionales de la resolución de problemas» tenían una «teoría» y negaban o ignoraban todos los datos que no encajaban en ella. Fabricaban una verdad que «era irrelevante para el problema que había que resolver» (p. 130). La «arrogancia del poder», la incapacidad para aprender de la experiencia y el rechazo de la realidad los llevó al fracaso. Cuando Hannah Arendt se pregunta cómo pudieron ejecutar de manera persistente esa política hasta su amargo y absurdo final, responde: «La eliminación de los hechos y la técnica de resolución de problemas fueron bienvenidas porque el desprecio a la realidad era inherente a dicha política y a los objetivos mismos» (p. 137). Aquellos estrategas no sentían ninguna necesidad de saber cómo era realmente Indochina, porque para ellos era sólo una ficha de dominó en manos de otros, de los verdaderos jugadores. Los bombardeos de Vietnam del Norte y la presencia de las tropas estadounidenses en aquella lejana península eran la «prueba» de que estaban dispuestos a «contener a China» y la demostración de que podían decirse a sí mismos: «Somos la mayor superpotencia». El objetivo último «no era el poder ni tampoco el beneficio. Ni siquiera […] satisfacer intereses particulares y tangibles. El objetivo era la imagen de prestigio, presentarse como la mayor potencia del mundo», mejor aún, «comportarse como la mayor potencia mundial» (p. 104) en una empresa más imaginaria y quijotesca que ajustada a los riesgos y los costes reales. Porque, en la guerra de Vietnam, a la falsedad y confusión hay que añadir una sorprendente e ingenua ignorancia del verdadero contexto económico e histórico. La desastrosa derrota fue consecuencia «del desdén voluntario y deliberado, durante más de veinticinco años, por todos los hechos históricos, políticos y geográficos» (p. 123).

Los aspectos del proceder de aquellos políticos que Hannah Arendt selecciona en su análisis de los Documentos del Pentágono son el autoengaño, la creación de imágenes, la ideologización y la eliminación de los hechos. Pero afirma que no son los únicos que merecerían ser estudiados. La escritora, que estaba convencida de que la búsqueda y el establecimiento de la verdad corresponde más bien a la prensa, cree que «lo ocurrido difícilmente hubiera podido ocurrir en otro lugar» y extrae la lección de que la elaboración del informe y, por encima de todo, el hecho de que «el público haya tenido acceso a material que el Gobierno trató inútilmente de mantener oculto, constituye la mayor prueba de la integridad y del poder de la prensa» (p. 140). Ella misma se atribuyó en cierto modo la misión de periodista en el proceso Eichmann y no es casualidad que publicara estos dos textos como artículos en The New Yorker y en The New York Review of Books.

En suma, la filósofa que nos explicó mejor que nadie Los orígenes del totalitarismo y la lógica de la violencia (Sobre la violencia) y de las revoluciones (Sobre la revolución), también orientó temprana y lúcidamente nuestra atención sobre los conceptos de «verdad» y «mentira» en nuestra moderna realidad política tecnomediática. En buena medida por haber sido víctima de la propaganda nazi y, sobre todo, por haber experimentado ella misma, del modo más doloroso, la manipulación y hasta el rechazo de sus propios congéneres cuando escribió sobre el proceso a Adolf Eichmann.

Ha pasado medio siglo y Donald Trump ha sido elegido presidente de Estados Unidos con el voto popular de quienes buscan consuelo en un personaje que ha osado gritar lo que ellos balbuceaban en la barra del bar, que tuitea lo que ellos hace tiempo querían leer y que lanza baladronadas sin soporte factual, pero gratificantes de sus pulsiones más instintivas. Lo han votado sin importarles la verdad o mentira de sus acusaciones y de sus promesas, porque están hartos de los economistas que yerran incorregiblemente en sus previsiones y predican recetas que siempre favorecen a los privilegiados a costa de los trabajadores; porque ya no se creen las noticias transmitidas por los moderados medios de comunicación tradicionales; y porque desconfían de las instituciones tan políticamente correctas como ineficaces para las angustias cotidianas de sus vidas. Lo han votado porque, en la política de la posverdad, triunfa quien consigue que los activistas continúen repitiendo sus puntos de discusión, por más que los medios de comunicación o expertos independientes descubran que son falsos. Así hemos llegado a que el presidente de la primera potencia mundial, además de ser un embustero compulsivo, que divulga por Twitter atentados inexistentes en Suecia o acusa sin fundamento a Obama de haber ordenado intervenir su teléfono, niega rotundamente la veracidad de las noticias que le perjudican, hasta el punto de calificar como «noticias falsas» y «trato injusto» las informaciones irrefutables de que su hijo se reunió con una abogada rusa.

El presidente Trump ha llegado a decir que los medios de comunicación están «distorsionando la democracia» en Estados Unidos y que son «el enemigo del pueblo». Por ello, The New York Times, el mismo periódico que reveló los Documentos del Pentágono, se vio en la necesidad de lanzar, en febrero de 2017, una campaña frente a lo que considera un ataque sistemático del presidente a la libertad de expresión y al necesario respeto a la verdad como base de toda decisión política en democracia con este anuncio publicitario: «La verdad es difícil. Difícil de encontrar. Difícil de conocer. La verdad es más importante ahora que nunca».

Bernardo Bayona es doctor en Filosofía y ha sido profesor de Filosofía en Bachillerato, en la Universidad de Zaragoza y en la UNED. Sus últimos libros son Religión y poder. Marsilio de Padua: ¿la primera teoría laica del poder? (Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2007), El origen del Estado laico desde la Baja Edad Media (Tecnos, Madrid, 2009), Doctrinas y relaciones de poder en el Cisma de Occidente y en la época conciliar (Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2013) e Iglesia y Estado. Teorías políticas y relaciones de poder en tiempos de Bonifacio VIII y Juan XXII (Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2016).

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