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Democracias en la niebla

El pueblo contra la democracia. Por qué nuestra libertad está en peligro y cómo salvarla

Yascha Mounk

Barcelona, Paidós, 2018

Trad. de Albino Santos

416 pp. 24 €

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Una asociación de residentes turcos en Suiza quiso construir un minarete de seis metros de altura sobre el tejado de su centro comunitario. Denegado el permiso para hacerlo por la fuerte oposición de los vecinos, el asunto, convertido en áspera polémica nacional, llegó hasta el Tribunal Supremo del país. En su sentencia, los jueces autorizaron la erección del minarete, al entender que prohibirlo contravenía la libertad de culto consagrada por la Constitución federal. El modesto alminar de la discordia se pudo, por fin, construir. Sin embargo, los partidos opositores se tomaron la revancha. El 29 de noviembre de 2009, el pueblo suizo decidió en referéndum, con un 58% de los votos, cortar por lo sano: no más minaretes llamando al rezo. Desde entonces el artículo correspondiente de la Constitución suiza dice: «Se garantiza la libertad de religión y conciencia […]. Se prohíbe la construcción de minaretes».

El caso, en el que una victoria de la voluntad popular se salda con una derrota del principio liberal de tolerancia, es uno de tantos ejemplos que Yascha Mounk trae en apoyo de la principal tesis de su libro: democracia y liberalismo parecen estar iniciando los trámites de un divorcio que, de consumarse, acabará con siete décadas de democracia liberal en Europa Occidental y Estados Unidos. De esta crisis matrimonial el referéndum suizo de los minaretes es muestra palmaria: la parte democrática del sistema (los ciudadanos haciendo valer sus preferencias) se rebela contra la parte liberal (las instituciones contramayoritarias que protegen los derechos de las minorías). Es un ejemplo de lo que ha dado en llamarse democracia iliberal y que Mounk sintetiza en la fórmula de «democracia sin derechos». Pero también se da el caso opuesto y simétrico: un liberalismo no democrático, traducido como «derechos sin democracia». Entre los factores que limitan la capacidad de los parlamentos de dar expresión legal a las preferencias del electorado, Mounk cita las burocracias y agencias independientes, los bancos centrales, los tribunales que velan por el control de constitucionalidad de las leyes, los tratados y organismos internacionales, la captación espuria del debate público por parte de lobbies y donantes, y la distancia socioeconómica cada vez mayor entre representantes y representados. (Sorprende aquí la omisión de la deuda contraída para financiar nuestros Estados de bienestar, pues quizá sea su pago lo que más limita la actividad de gobiernos electos a la hora de diseñar políticas públicas, como se puso de relieve de modo dramático durante la gestión de la bancarrota griega durante el primer semestre de 2015).

Sea, por tanto, por la tentación antiliberal del populismo o por la tentación tecnocrática de algunas elites liberales, la democracia está en peligro. O, por decirlo con más precisión, el tipo de democracia que practicamos, la de formato liberal, está desdibujándose hasta dejar de ser reconocible. Ello ocurre, además, en la parcela occidental del mundo, donde los pilares demoliberales del sistema se creían demasiado macizos como para temer por su derrumbe. El libro de Mounk se inserta, pues, en el género de obras que a la salida de la Gran Recesión (2008-2016) estudian la crisis de las democracias liberales, de resultas tanto de una penetración de ideas populistas en el sistema como de una reemergencia de nacionalismos que creíamos periclitados. En la misma línea se hallan títulos de aparición prácticamente simultánea como Así termina la democracia, de Steven Runciman; Cómo mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt; o El camino hacia la no libertad, de Timothy Snyder, por citar sólo algunos de los líbros de un índice que podríamos colocar en los estantes bajo el rubro de «democracias en la niebla». (Por cierto, que, como género, parece haber sido superado editorialmente ya por otra clase menos sutil que nos advierte desde las mesas de novedades del peligro de un fascismo ante portas).

Hay en esta floración de dictámenes apocalípticos sobre nuestro modo de vida algo que invita al escepticismo: la sospecha de que no habrían ido a imprenta de no ser por la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos en 2016. Lo prudente desde un punto de vista analítico sería no hacer pender un diagnóstico tan grave, con cierto aroma milenarista, de una circunstancia espectacular, pero engañosa (Trump perdió el voto popular) y reversible (su reelección sería sólo un poco menos sorprendente que su elección). De ahí que el primer mérito de Mounk sea el de abrir el angular para recoger muestras de desafección hacia los valores de la democracia liberal en prácticamente todos los países de eso que redondamente llamamos Occidente, incluyendo sus ramificaciones asiáticas y latinoamericanas. Ese esfuerzo panorámico hace que, por momentos, El pueblo contra la democracia parezca más la larga crónica de un periodista instruido que el libro de un joven científico social que da clase en Harvard. Pero que la obra no brille por su vigor académico ni se despegue a menudo de la superficie de los temas tratados es perdonable en la medida en que parecería fruto de una opción: rebajar al mínimo la carga teórica a favor de los ejemplos prácticos y las calas demoscópicas que indican que las tendencias autoritarias de los gobiernos tienen cada vez más apoyo entre la ciudadanía. (Bajo un epígrafe titulado «Los jóvenes no van a salvarnos», Mounk ofrece datos que revelan que el porcentaje de jóvenes que no creen indispensable vivir en democracia crece en todos los países democráticos).

El cúmulo de señales y presagios de que las cosas van mal –explica Mounk– choca contra una sabiduría académica convencional que dio por sentado que, una vez consolidadas, las instituciones democráticas se solidifican y entran en una fase de homeostasis, acorde con el célebre dictamen del fin-de-la-historia de Fukuyama. Muy al contrario, Mounk explora la tesis de que, en realidad, la estabilidad de la democracia liberal estaría asentada sobre tres contingencias históricas que hoy están disipándose: 1) la existencia de unos medios de comunicación moderadores del debate nacional que limitaban la distribución de ideas extremas y mendaces; 2) el crecimiento económico de las décadas de la posguerra, que trajo un veloz aumento del nivel de vida para toda la población; y 3) la composición étnicamente homogénea de las sociedades occidentales, que mantenía la cuestión de la identidad nacional fuera de la competición política. Es esta una coyuntura que hoy salta por los aires: los medios de comunicación tradicionales se muestran impotentes para filtrar la información debido al auge de Internet y las redes sociales; el estancamiento económico ha trocado el optimismo de los padres por el miedo al desclasamiento de los hijos; y las sucesivas oleadas migratorias avivan el ansia identitaria en los grupos antaño dominantes. Para todos estos males, Mounk tienta remedios, si bien no ofrece en la parte terapéutica de su libro recetas que no conozcamos: premiar a los políticos que favorecen el debate racional, hacer las reformas necesarias para reactivar la economía –Mounk pasa revista a prácticamente todas las que se le ocurren a un socialdemócrata sensato–, y domesticar el nacionalismo, que, en un alarde de realismo antropológico, Mounk ya no considera reemplazable por el cosmopolitismo ilustrado: sólo cabe promover formas inclusivas de nacionalidad.

Por el carácter exhaustivo de su contenido, por su clara estructura (diagnóstico, etiología, terapia), y hasta por la grata ingenuidad que transpiran algunas de sus páginas, El pueblo contra la democracia es un libro recomendable, sobre todo para el lector no especialista que quiere hacerse una idea de lo que está pasando. Se agradece también el tono conciliador de las propuestas. Para cada debate, Mounk saber hacerse cargo de la complejidad de la cuestión y ponderar los distintos principios en conflicto, un irenismo, todo hay que decirlo, que el autor paga al precio de ciertos fingimientos. Por ejemplo, el sugerente título del volumen no termina de ser congruente con una de las tesis principales del libro, a saber: que pueden existir formas de democracia que no son liberales. Porque entonces habría que admitir que el pueblo que arremete contra la democracia también lo hace en nombre de la democracia. De hecho, como explica el propio autor, el sintagma democracia iliberal no sería sino la orgullosa acuñación de uno de sus campeones: Viktor Orbán. Toda esta confusión terminológica proviene del hecho de que llamamos democracias a sistemas en los que pesa más el componente liberal que el popular, algo de lo somos sólo semiconscientes. Como ha dicho entre nosotros José María Ruiz Soroa, lo que hizo el liberalismo a lo largo de un largo proceso de destilación, de prueba y error, fue inventar la democracia posible al convertirla en uno de los rasgos del Estado constitucional. Los mismos controles que tenía el monarca absoluto, los tendría el pueblo soberano. Esto Mounk lo sabe, y por eso es más convincente cuando alerta de los peligros de la democracia iliberal que cuando alude a los riesgos de un liberalismo no democrático, porque, a la postre, él también confiesa creer en la necesidad de limitar el poder y contar con dispositivos contramayoritarios: «Hay elementos del liberalismo no democrático que son difíciles de evitar […]. De nada nos serviría lanzarnos indiscriminadamente a devolver el poder al pueblo eliminando organismos independientes y organizaciones internacionales» (p. 249). Lo que ocurre, a mi parecer, es que Mounk no distingue bien entre las piezas tecnocráticas del sistema –instituciones revestidas de poder efectivo– y las infiltraciones oligárquicas que lo desvirtúan. Precisamente lo que hace un populista es amalgamarlo todo, intentando hacer pasar todos los checks-and-balances o cualquier institución contramayoritaria por excrecencias oligárquicas que hay que suprimir para hacer posible la voluntad del pueblo. Mounk no estaría de acuerdo, y por eso falla al mezclar, bajo el mismo y engañoso epígrafe de «liberalismo no democrático», fenómenos como el poder de los lobbies o la creciente desigualdad económica, con la existencia de agencias independientes o tratados internacionales. No es lo mismo un banco central o un tribunal constitucional que leyes diseñadas para favorecer a los ricos, que nada tendrían que ver con el liberalismo.

Por lo demás, es fácil estar de acuerdo con Mounk en la importancia de que las preferencias electorales de los ciudadanos tengan adecuada traducción en las políticas públicas. Sin embargo, el autor no tiene respuesta (se lo perdonamos: nosotros tampoco) al problema que se plantea (Brexit docet) cuando esas preferencias son manifiestamente irrazonables o autodestructivas. Lo que nos permite cerrar con la siguiente consideración: lo que Mounk y el resto de teóricos de la crisis de la democracia se preguntan en el fondo es bajo qué condiciones históricas las poblaciones aceptan darse bridas o entes tutelares que sometan a control el poder de las mayorías. ¿Se trata tan solo de una cuestión de bienestar material? Es ciertamente persuasivo pensar que si las democracias liberales pudieron estabilizarse tras la posguerra y desplegar por primera vez en la historia una cultura política basada en la separación de poderes y el gobierno de la ley fue debido al fenomenal desempeño económico de aquellos años. Así, la existencia de guardianes revestidos de una autoridad tal que les permita incluso enmendar decisiones con respaldo electoral mayoritario podría estar en función del dividendo material que arroje el sistema. Con una dificultad añadida: que el bienestar o su ausencia son relativos y se miden frente a expectativas subjetivas, que la propia democracia, con su promesa de autorrealización personal indefinida, se encarga de estimular y acrecer. Las cuestiones culturales pasarían a segundo plano. Pero es entonces cuando uno recuerda que muchos votantes de Trump no pasan dificultades económicas y que cuesta imaginar el tipo de ansiedad económica que pudiera haber empujado a los votantes suizos con los que hemos dado inicio a esta reseña a prohibir los minaretes en su país. De pronto, la cuestión de la identidad y el reconocimiento, la cohesión grupal y los instintos tribales, vuelven a parecernos enormes factores que determinan la estabilidad de las democracias. La habitación donde cavilamos los problemas que aquejan a las democracias liberales vuelve a llenársenos de niebla. O, como diría nuestro Ortega, seguimos sin saber bien lo que nos pasa, y eso es lo que nos pasa.

Juan Claudio de Ramón es diplomático y escritor. Es autor de Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña. Breviario de tópicos, recetas fallidas e ideas que no funcionan para resolver la crisis catalana (Barcelona, Deusto, 2018) y Canadiana. Viaje al país de las segundas oportunidades (Barcelona, Debate, 2018) y ha coordinado, con Aurora Nacarino-Brabo, La España de Abel. 40 jóvenes españoles contra el cainismo en el 40º aniversario de la Constitución Española (Barcelona, Deusto, 2018).

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