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La ironía contra los charlatanes

Ironía On. Una defensa de la conversación pública de masas

Santiago Gerchunoff

Barcelona, Anagrama, 2019

80 pp. 8,90 €

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Cuando las redes sociales comenzaron a masificarse, el concepto «ágora digital» se volvió viral. Pensadores que no sabían cómo minimizar una pestaña en un navegador web se convirtieron en tecnoutopistas. Facebook y Twitter permitirían, se decía, la construcción de un espacio público de deliberación. En este nuevo ágora virtual, el individuo podría ejercer de ciudadano global. Era el último estadio de la globalización cultural: el nacionalismo no se curaría viajando, sino en Facebook, que tenía como objetivo «dar a la gente el poder de compartir y hacer el mundo más abierto y conectado», como decía su eslogan.

Este discurso envejeció muy pronto. Parafraseando a Peter Thiel, queríamos un mercado digital de ideas habermasiano y lo que tenemos son dick pics. La Primavera Árabe, la «revolución de Facebook», terminó en dictaduras militares o guerra. La conectividad que prometía el eslogan de Facebook ha desembocado en tribalismo y polarización: te conecta con más gente, pero casi todos piensan como tú. Los estímulos que provocan los «me gusta» nos hacen dependientes e infelices, según el American Journal of Epidemiology.

Facebook, que ha superado los dos mil trescientos millones de usuarios (si fuera la economía de un país, tendría un PIB como el de Serbia), sufre una crisis de reputación. Ha sido denunciado por prácticas monopolistas, por evasión de impuestos (delitos «normales» en multinacionales) y por comprometer la privacidad de sus usuarios y vender sus datos a anunciantes sin su consentimiento. Como dice el escritor John Lanchester, «Lo que Facebook hace es observarte, y luego utilizar lo que sabe de ti y tu comportamiento para vender anuncios. No estoy seguro de que haya existido alguna vez una desconexión más profunda entre lo que una compañía dice que hace –“conectar”, “construir comunidades”– y la realidad comercial».

El caso de Twitter, que tiene muchos menos usuarios que Facebook (unos trescientos veinte millones a finales de 2018), es parecido: la empresa lleva años luchando contra los discursos de odio, los bots, los linchamientos y últimamente recurre a la censura de manera arbitraria. La red social se ha convertido en una especie de medidor de la ira ciudadana («arden las redes») y en ella existen cámaras de eco similares a las de Facebook.

La utopía del ágora digital no pasa por un buen momento. Pocos se atreven a defender hoy la conversación pública de masas en las redes sociales. El filósofo argentino Santiago Gerchunoff es una excepción. En Ironía On. Una defensa de la conversación pública de masas, su primer libro, afirma que detrás del malestar con la conversación pública digital, y de las críticas a las redes sociales como espacios caóticos, tribales y vanidosos, hay a menudo un ligero elitismo. Existe un «miedo a que cualquiera, sin ser nadie, sin haber pasado por los peajes jerárquicos de la vida pública burguesa, pueda discutir y, eventualmente, dejar en ridículo a una persona más o menos colegiada. A que la voz de los que saben de verdad se vea opacada en el caos de cualquieras que conversan y opinan sobre todas las cosas sin saber nada».

Si las redes sociales se han convertido en un escaparate en el que exponemos nuestra «chatarra narcisista», donde hablamos sin saber y somos a menudo tribales y desagradables, es porque se han «democratizado». ¿De verdad esperábamos que el ágora digital iba a ser un espacio racional de deliberación? Gerchunoff dice que «la conversación que vertebra la sociedad no es científica, no es recta, no es de unos pocos que saben, sino de muchísimos que no saben pero quieren conversar su ignorancia, en un “intercambio de información y de placer”».

La masificación de la conversación (o, más que conversación, interacción) que han traído las redes sociales lleva consigo la extensión de un elemento esencial en las democracias liberales: la ironía, que es el lenguaje de nuestra época. Antes era una herramienta minoritaria, pero ahora, gracias a las redes sociales, todos podemos ser irónicos. Se ha producido la «masificación de un elitismo». Gerchunoff cree que nuestras democracias liberales son irónicas porque son la institucionalización del escepticismo. Siguiendo al filósofo Richard Rorty, dice que son la «plasmación administrativa de la conciencia de la propia contingencia».

¿Significa esto que, ahora que la ironía es de uso libre, somos todos «conscientes de nuestra propia contingencia»? El ironista, desde Sócrates, es el que desenmascara al alazon (el charlatán): «La ironía es la herramienta del humildemente ignorante contra el ignorantemente poderoso». ¿Qué ocurre, entonces, con el ironista arrogante, el hipster que está de vuelta de todo, o el sarcástico dogmático que utiliza la ironía como un arma tribal e ideológica? ¿Existe una ironía mala? Si la ironía es la actitud humilde de quien desenmascara al ignorante que se jacta de su ignorancia, ¿qué hacemos con la ironía de Gabriel Rufián? ¿No es el diputado de Esquerra Republicana de Catalunya una mezcla de eiron (ironista) y alazon?

Es innegable que existe una ironía iliberal. La alt-right ha usado la ironía para ocultar sus ideas racistas, misóginas y autoritarias. Y hay quienes emplean la ironía para no tener que posicionarse, para escurrir el bulto. Hay una ironía muy poco disruptiva y contraria a lo que se entiende que debería ser: señala que el rey está desnudo cuando todo el mundo sabe que lo está; a veces, en cambio, señala a un rey que ni siquiera está desnudo. Este falso ironista cree estar desvelando verdades incómodas, pero realmente está dentro del consenso o lucha contra hombres de paja.

Quizás el mejor crítico de la ironía contemporánea ha sido David Foster Wallace, que en su ensayo E unibus pluram la consideraba como una enfermedad del individuo posmoderno. Para el escritor, «la ironía es singularmente inútil cuando se trata de construir cualquier cosa que reemplace a esa hipocresía que ella misma pone en evidencia». Gerchunoff explica el diagnóstico de Foster Wallace de la siguiente manera: «vivimos en una época de automatismo irónico en la que predomina una actitud de superioridad sobre todo lo ingenuo; la ironía kitsch de la cultura pop es interpretable como una fuerza conservadora y quietista». Para Wallace, la ironía «buena», verdaderamente disruptiva, era la de los años sesenta, cuando se enfrentó a un statu quo asfixiante y rompió las convenciones. Pero en los ochenta se convirtió en un objeto de consumo. Gerchunoff señala, y tiene razón, que esta postura es ligeramente elitista y conservadora: lo que le preocupa a Foster Wallace es, en esencia, la democratización de la ironía.

Muchas críticas a la ironía contemporánea y, por extensión, a la conversación pública de masas actual, son nostálgicas de algo que no existió: una esfera pública racional y sin mentiras. Gerchunoff critica el «provincianismo histórico» de esta opinión, por el cual nuestra época «es terrible y única al mismo tiempo». Las críticas a la ironía suelen ir también en paralelo a críticas poco rigurosas contra la degradación del lenguaje o la frivolidad de las nuevas generaciones. A menudo son una especie de romanticismo político.

Pero no todos los preocupados por el estado de la conversación (o interacción) de masas en redes, por las fake news, los linchamientos y el tribalismo lo son desde posturas reaccionarias o nostálgicas. Las redes sociales no han creado la polarización, pero contribuyen a ella. Fomentan una ilusión de intimidad (un comentario aparentemente privado puede tener efectos enormes) y lo que Manuel Arias Maldonado llama «emotivismo polarizante». No estamos en ellas precisamente para deliberar, sino para exponer nuestros afectos, para buscar a los nuestros y denunciar a los otros. ¿Es esto la conversación pública de masas? Quizá sí. ¿Significa eso que tenemos que conformarnos con su estado actual? Creo que no. Aunque la resignación escéptica de Gerchunoff es sana, también puede desembocar en un ligero cinismo: los linchamientos, las fake news o el tribalismo ?parece decir? son un precio a pagar para tener un espacio público amplio y democratizado. Pero existe un término medio entre la creación de un Ministerio de la Verdad y la aceptación del statu quo. No tiene que ver con recuperar una Arcadia perdida, que realmente no existió, sino simplemente con tener en cuenta los efectos perniciosos de las redes sociales: nos deprimen, nos polarizan y sacan lo peor de nosotros. El debate público no tiene por qué ser así.

Gerchunoff afirma que «la conversación pública se ha colado en todos los espacios privados o incluso íntimos; por banal que sea su contenido, no hay espacio libre de convertirse en un “espacio de aparición”». Esto tiene consecuencias negativas. Las redes sociales son la aplicación práctica de la idea de que «lo personal es político»: en ellas somos comisarios políticos cotidianos, patrullamos la esfera pública en busca de transgresiones y exigimos rendiciones de cuentas. Como lo personal es político, la acción individual y privada se juzga en el tribunal público de las redes sociales. Hay quienes exigen retiradas de libros o el despido de quienes nos ofenden, y a menudo, si no lo consiguen, sí que provocan un daño de reputación grave. Que esto no sea como los linchamientos de antaño no significa que no sea algo preocupante. Gerchunoff defiende el liberalismo como distancia irónica, y defiende la «política del escepticismo» de Michael Oakeshott. Pero hay otra disposición liberal importante: la defensa del individuo frente a la tiranía de las masas.

Estos problemas trascienden el objetivo del libro, que es una excelente defensa de la ironía socrática o rortiana. Gerchunoff busca quitarle dramatismo y solemnidad al debate contemporáneo sobre la conversación pública de masas en redes, que suele ser catastrofista. Por eso es una obra refrescante y novedosa, a pesar de que sus referentes son antiguos: desde Sócrates a Hume, y del mencionado Oakeshott a Hannah Arendt. Para el autor, la ironía es un excelente antídoto contra los «auténticos» y los populistas del «sentido común». El populismo es demasiado solemne y literal; critica el doublespeak y la retórica de las elites del establishment, y a menudo se toma demasiado en serio. La ironía bien entendida es la mejor arma contra los nuevos charlatanes.

Ricardo Dudda es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de La verdad de la tribu. La corrección política y sus enemigos (Barcelona, Debate, 2019).

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