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Lerroux, un liberal in partibus infidelium

Lerroux. La República liberal

Roberto Villa García

Madrid, Gota a Gota, 2019

287 pp. 15 €

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Más allá de las obras de José Álvarez Junco sobre Alejandro Lerroux y de Octavio Ruiz Manjón acerca del Partido Radical, siempre me intrigó por qué Lerroux había contado con tan mala opinión historiográfica. Entendía que así fuera en las interpretaciones autodenominadas progresistas: el personaje que gobernó con la CEDA y se opuso al Frente Popular cometió pecados nefandos, sin perdón. Pero es que igual opinión pulula en la historiografía que se predica alejada de banderías. Para casi todos, Lerroux ha pasado a ser un político carente de principios e ideología firmes, capaz de pactar con cualquiera, el prototipo del oportunista y demagogo. Pues bien, Roberto Villa rompe esta imagen con su libro. Primero, por el cúmulo de fuentes utilizadas, única forma de ser historiador sólido; segundo, porque ha desmenuzado qué quiso hacer Lerroux, con quién y para qué en cada momento; tercero, porque habla de su práctica política, anudándola con lo que quería de acuerdo con su ideología, que Villa muestra que sí la tenía; y cuarto, lo ha expuesto con una prosa elegante, gracias a la cual el libro de historia recobra el gozo de la obra bien escrita.

La tercera consideración es esencial, ya que Villa muestra que Lerroux sí tenía un proyecto político sustentado en unos presupuestos ideológicos. Proyecto y presupuestos a los que no hay que exigirles corpus teórico y preparación personal para realizarlos. Averiguar juntas ambas cosas en un hombre o partido puede ser recurso fácil para menospreciar a quien convenga, pues, donde hay proyecto, puede que falte la ideología elaborada; quien tiene pensamiento tal vez carezca de capacidad, y así hasta conjugar todas las combinaciones posibles. Buscarlas unidas en alguien nos obligaría a abandonar la historia política, salvo que pretendiéramos historiar a algún profesor universitario ejerciente de estratega.

Pero como nuestro autor escribe de historia, aborda lo difícil: engarzar hechos y explicarlos a partir de una anotación imprescindible: para historiar a los republicanos, hay que conocer los principios básicos que mantenían. Sólo así sabremos de qué hablamos, huyendo de idealizaciones que sólo sirven para oscurecer el conocimiento del pasado o, lo que es peor, para utilizarlo como bandera ideológica a costa del oficio del historiador. Pues bien, en el siglo XX nuestro republicanismo era un movimiento «heterogéneo» e «interclasista», impregnado de «pretensiones redentoras» derivadas de la creencia en la «bondad innata del ser humano», y que la República encarnaba en el régimen de «la soberanía popular». Frente a ella, la Monarquía era la piedra angular que sustentaba un orden social irracional y oligárquico; por tanto, acabar con ella era la manera de liberar a la nación e introducirla en la modernidad. Para ello había que laicizar a la sociedad, acabando con el poder de la Iglesia, bien separándola del Estado, bien sometiéndola de manera absoluta y privándola de sus bienes. Todo bajo el sufragio universal, pero con una salvedad determinante: su ejercicio y el de todas las libertades nunca podrían limitar la marcha hacia el progreso. Este condicionante no sólo muestra que los republicanos no «participaban del individualismo liberal», sino que sus propósitos reformadores eran superiores a la democracia, pues su ejercicio no legitimaba limitarlos. Esta concepción de la República como valor superior al de democracia, razonada brillantemente por Villa, aporta a nuestro siglo XX una perspectiva que lo explica mejor que las vigentes al uso.

Lerroux rompió con la concepción preponderante entre otros republicanos tras la Primera Guerra Mundial, al percatarse de que lo sucedido no había sido «solamente una guerra», sino «una revolución», «una crisis de civilización» que abría el campo a los extremismos. Consciente de ello, apostó por la democracia, abandonando las quimeras ideológicas que ponían la salvación de la patria en la elección entre Monarquía o República, así como en el error de «buscar la raíz del mal en una sola persona», aludiendo a Alfonso XIII. Democracia como valor superior, pues podía ejercerse bajo uno u otro régimen con el fin de acometer las reformas que España necesitaba: acabar con el analfabetismo, modernizar la economía, afrontar los nacionalismos y, sobre todo, arraigarla para acabar con el extremismo izquierdista y su «arcaico procedimiento del fusil y la barricada», para que los españoles nos viésemos como adversarios y no como enemigos.

Desde estos principios democráticos se enfrentó al catalanismo, midiéndolo no por su discurso, sino por su acción política. En él vio un nacionalismo con «circunloquios confederales» para «reeditar en España el rompecabezas austrohúngaro». Al descalificar la unidad política y jurídica de la España liberal, los nacionalistas querían su Estado propio, cosa que Lerroux calificó de «pegote artificial» propio de una intelectualidad «mediocre», y que, en palabras de Villa, llevó a los diputados por Barcelona a no serlo de España, sino «meros comisionados, estilo Ancien Régime, de un fantasmagórico Volksgeist». Ahora entendemos bien por qué la Lliga lo motejó de «Emperador del Paralelo» y patentó el «lerrouxismo» como categoría peyorativa, con general aceptación historiográfica, por el pecado de su oposición al nacionalismo catalán. En esto parece que Antonio Maura no fue perspicaz, pues para apuntalar la Monarquía confió más en Solidaridad que un Lerroux que paseaba por Barcelona con una cinta de la bandera de España en el sombrero como afirmación nacional y democrática.

Los conceptos esenciales de su política ya estaban fraguados: reformas sociales que evitaran los extremismos, soberanía nacional frente al nacionalismo catalán, y afirmación de la democracia como valor superior a la dicotomía de Monarquía o República. Lo que le valió el denuesto de Azaña, quien, con desdén de pureza republicana, lo motejó de «republicano de Su Majestad Católica» y de «Primer revolucionario de Cámara, con ejercicio y servidumbre». Mas, como Lerroux pensaba como demócrata y no sólo como republicano, aun siéndolo, cuando se opuso a la Dictadura lo hizo porque era una violación constitucional. Desde ese momento, la democracia sólo podía ser republicana. Afirmación democrática en la que insistió en los albores de la República, y que explicitó en los objetivos del Partido Radical, que demuestra que Lerroux «en absoluto era un político carente de programa y de modelo de sociedad»: la República era la supremacía del poder civil sobre cualquier otro, la separación de la Iglesia y el Estado, con la primacía de éste en la legislación y en la educación, la afirmación de las libertades individuales y de la autonomía municipal, bases de la «unidad federativa de España», y «un proyecto redentor que debía proteger a los más débiles, primer paso para armonizar las relaciones sociales» desde el poder del Estado. Ahora bien, todo habría de hacerse sin trabar la iniciativa individual y sin traspasar los límites de la realidad, tal como venía defendiendo desde hacía años. De aquí su incorporación al Pacto de San Sebastián, pero con una nítida advertencia al concurso del catalanismo de izquierdas, con su demanda «de que la futura República le concediera no sólo la autonomía, sino el derecho a definir sus términos». Lerroux aceptaba la autonomía, pero consideraba que su concreción correspondía a las futuras Cortes Constituyentes y no a esos catalanistas. No pudo extrañar, pues, que por exigencias de éstos y de los socialistas, Lerroux fuera excluido de los puestos de relevancia en la Conjunción Republicano-Socialista, sobre todo de su apetencia por el Ministerio de la Gobernación, desde el que pretendía que las elecciones constituyentes fuesen «serias, leales, asiento definitivo de la democracia republicana».

Es en la recurrente afirmación democrática de Lerroux donde radica la esencia de este libro. Y Villa, siguiendo el camino de la obra imprescindible de Manuel Álvarez Tardío, lo aborda con profundidad y madurez al distinguir, en contra de lo que es costumbre, democracia de República, cuya identificación desmienten rotundamente los hechos. Para empezar, nos cuenta por qué Lerroux se opuso a que el Gobierno Provisional acometiese sus reformas mediante decretos: porque un Gobierno nacido de meras elecciones municipales era sólo interino, careciendo, además, de un programa coherente acordado por sus componentes. Reformar mediante decretos sería hurtar a las futuras Cortes Constituyentes su exclusivo carácter soberano. Mientras no las hubiera, al Gobierno sólo le cabía consolidar la República, el orden público y la propiedad. Vana pretensión, pues los miembros del Gobierno Provisional comenzaron de inmediato a aplicar los programas de cada cual mediante decretos. Esto porque «aquéllos consideraban la República como una ruptura radical», que luego, ya consumada, habría de reflejarse en la Constitución: lógica concepción de la República como valor superior al de la democracia que ya se vio en el republicanismo del principio de siglo. Por eso se quedó solo Lerroux: porque él no quería una República como «enmienda a la totalidad del constitucionalismo español, sino como la recuperación de las libertades civiles y el principio parlamentario abolidos por la Dictadura». Recuperación en beneficio no sólo de los republicanos, sino de todos los españoles. Por ser nacional la petición, había que aplazar las reformas, porque antes había que atraer a la enorme masa que había quedado al margen de la Conjunción, única manera de alcanzar el consenso que asentara a la República.

Esta nacionalización democrática de la República chocó con el dogma transformador republicano previo a ella. El cambio de perspectiva sirve para medir quiénes eran o no demócratas, pone en solfa el dogma que identifica la democracia con la izquierda y puede apear de su pedestal a varias de las luminarias intelectuales que hasta ahora han dominado la escena. Si en los años veinte se vio a Azaña ridiculizar la pretensión constitucional de Lerroux, en febrero de 1930 fue tajante: «La República cobijará sin duda a todos los españoles; [pero] tendrá que ser una República republicana, pensada por los republicanos, gobernada y dirigida según la voluntad de los republicanos». Explícita manera de apropiarse del régimen y excluir de él al menos a la mitad de los españoles, amén de redundar en beneficio de los individuos de la Conjunción. Al respecto, Lerroux, consciente de la «preparación, generosidad y legalismo» de los monárquicos constitucionales frente a la escasa capacitación de los cuadros republicanos, pidió a los últimos que colaboraran con la República. Los ministros socialistas y republicanos, incluido Azaña, reputaron inaceptable el ofrecimiento, pues, según Don Manuel, la revolución sólo podían encarnarla «hombres nuevos», «virtuosos», incontaminados por la experiencia política. Más tarde se arrepentirían, cuando Maura lamentó la ocupación de puestos gubernamentales por inconsistentes que aducían como único mérito genealogía republicana. Luego Azaña se quejó, también muy tarde, de la falta del «centenar de personas» aptas «para los puestos de mando» en la República. Quejas que se citan poco o nada, y son de enjundia para comprender la República. Quienes hemos dedicado años a hacerlo constatamos la ignorancia profesional de sus elementos rectores, pues cuando trataban temas de economía, agricultura, hacienda, etc., los únicos que los conocían eran esos miembros provenientes de la Monarquía, que Lerroux quiso incorporar al régimen y cuyo acceso impidieron las izquierdas. Aquí encaja la advertencia de Lerroux acerca de que el blasón de honestidad era a veces el argumento para ocultar la incapacidad de muchos. Argumento que puede traerse a colación hoy, cuando incompatibilidades, sueldos bajos y ser medianamente pobre parecen requisitos para dedicarse a la política, con lo que se cierran las puertas a muchos en beneficio de personas con dudosa preparación.

Desde el momento en que la República pasó a ser patrimonio exclusivo de las izquierdas, como en una revolución, el avatar del régimen se explica mejor. Por eso escribe Villa que, en el debate constitucional, «la República de todos los españoles» de Lerroux se topó con la mayoría, que «ligaba el régimen a un modelo político que subordinaba las libertades civiles y el gobierno representativo a la instrumentalización del Estado para servir políticas laicas y colectivistas». Y como, para Azaña, la República era la oportunidad histórica para redimir España, pero con el programa republicano y la integración en él de los socialistas, la apertura que pedía Lerroux fue descalificada como una vuelta al compromiso «liberal» y «retardatario» de la Restauración. Redención que volvió al tema catalán al oponerse Lerroux al estatuto que trajo redactado Esquerra Republicana en temas como la relegación de la lengua española en los tribunales y la universidad, una oposición que hemos de extender al objetivo socialista de controlar las relaciones laborales, etc.

La patrimonialización de la República es crucial para explicarla. En el bienio 1934-1935, más allá de cómo entró en crisis el Gobierno, Lerroux pretendió que el ejecutivo interviniese para reducir la competencia electoral y poder fraguar unas Cortes con mayoría de fuerzas leales a una Republica liberal. Pero no se piense en un pucherazo. Era expresión de la cultura política de la que procedía, la de la Monarquía liberal, propicia al pacto, en la que el parlamento era muestra de la confianza previa otorgada por el jefe del Estado al gobernante. Mas, como hombre de esa cultura, tenía asumido que si las urnas le eran contrarias merced a la movilización del electorado, había que dejar paso al vencedor y colocarse en la oposición. Por el contrario, para Azaña, Marcelino Domingo o los socialistas, el sufragio sólo era legítimo si sancionaba su proyecto político, «consustancial a la República», nunca si lo cuestionaba. Por eso, si el electorado votaba en contra, ellos romperían con las instituciones «corrompidas» e irían a la insurrección para salvar su República. El disparate antidemocrático en beneficio de la esencia republicana era diáfano. De nada sirvió que Lerroux declarase que ahora se estaban pagando las consecuencias de las intransigencias revolucionarias, de los ensayos socializadores y del anticatolicismo.

La cuestión radicaba en que los detentadores exclusivos de las esencias programáticas de la República no podían admitir que los excluidos de la revolución de abril –la CEDA, Cambó, los agrarios– hubieran ganado las elecciones. Estos excluidos, en connivencia con Lerroux, aunque afirmaran que sólo buscaban un cambio de orientación del régimen, no tenían derecho a gobernar, dijeran lo que dijeran las urnas. Por eso Martínez Barrio, «con pasmosa falta de realismo», exigió una «profesión de fe» republicana a quienes nacieron esgrimiendo la reforma constitucional. Y fue así porque él sólo concebía la República gobernada por los republicanos de toda la vida. Lerroux lo desautorizó e hizo una llamada más a respetar las libertades y las reglas de la democracia, pues tan legítimo era ahora un gobierno de derechas como lo había sido el de izquierdas. Y claro que había cuestiones espinosas para los derrotados, como la Ley de Amnistía, que los radicales aplicarían porque la habían prometido en su programa electoral. Más allá de esto, Lerroux y los radicales gobernaron cediendo, de manera estrictamente constitucional y liberal. Por eso, cuando la CEDA entró en el Gobierno y los socialistas se sublevaron en octubre de 1934, en «el sarpullido de violencia más grave en casi sesenta años», Lerroux lo sintió como la mortal violación del constitucionalismo democrático que venía abanderando para civilizar nuestra convivencia. Violación en la que participaron sus antiguos socios republicanos, en su opinión porque buscaban asegurarse una coartada por si triunfaban los revolucionarios. Villa cita el breve manifiesto que Lerroux leyó a la nación ante la insurrección, una «muestra de la espontánea maestría del jefe radical en el género», que fue recibido con alivio «por la España liberal y conservadora». Un manifiesto que contrasta con la nota de sus antiguos socios republicanos. «Lerroux hacía una vibrante defensa de la libertad en la ley, y una apelación a los españoles para que confiaran en el Estado de Derecho». Añade nuestro autor que los posteriores homenajes que recibió tras sofocar la insurrección «no le compensaron la amargura con la que vivió aquellas jornadas». No podían hacerlo, porque quienes se sublevaron rompieron con la legalidad democrática y, de resultas de ellos, con el deseo de Lerroux de que la democracia suprimiera de una vez en España la distinción cainita entre adversarios y enemigos.

En mi opinión, y dada la lógica limitación de estas páginas, en lo escrito radica el núcleo de esta magnífica biografía política. Cierto es que me quedan por comentar los «affaires de calderilla» que acabaron con la carrera de Lerroux, tan inteligentemente usados por sus enemigos; su conciencia de que íbamos al desastre; su exilio y vuelta a España. Y es el núcleo, porque a un personaje como él, siempre tildado de la forma que he señalado al comienzo de estas páginas, Roberto Villa ha tenido la capacidad y el acierto de mirarlo desde los puntos de vista que él defendió y no desde los deformados de sus enemigos por el que se rige el tópico historiográfico. Por eso creo, en definitiva, que Lerroux fue –si el laicismo oficial me permite el término eclesiástico– un demócrata, pero, para su desgracia, in partibus infidelium, es decir, en tierra de infieles.

José Manuel Macarro es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Sevilla. Es autor de y La Sevilla republicana (Madrid, Sílex, 2003) y Socialismo, República y revolución en Andalucía (1931-1936) (Sevilla, Universidad de Sevilla, 2000).

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