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Retrato de una dama: continuación

La señora Osmond

John Banville

Barcelona, Alfaguara, 2018

Trad. de Miguel Temprano García

384 pp. 20,90 €

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En general, cuanto más admiro una obra literaria o cinematográfica, menos interés siento por sus secuelas, precuelas o spin-offs, bien porque traicionan las virtudes del original, bien porque no son otra cosa que encubiertas operaciones comerciales que, disfrazadas de homenajes, se ponen a rebufo y aprovechan su prestigio para hacer caja. Sin embargo, en los últimos meses se han publicado dos brillantes excepciones: El legado de los espías, de John Le Carré, y La señora Osmond, de John Banville, secuela de Retrato de una dama, de Henry James.

Banville ya se había iniciado en la práctica de resucitar a un personaje clásico. Bajo su álter ego Benjamin Black, había hecho renacer en La rubia de ojos negros (2014) a Philip Marlowe, el detective creado por Raymond Chandler, en una práctica habitual en el género negro, con la que están familiarizados sus lectores habituales. Pero entre La rubia de ojos negros y La señora Osmond hay diferencias sustanciales. Como en la novela policíaca siempre se termina con un final cerrado que desvela el enigma y restablece el orden, en cada nuevo título se parte de cero y se inicia una nueva aventura independiente, para cuya comprensión no es necesario conocer los antecedentes. Aunque se mantiene el personaje, es distinta la historia. Aquí, en cambio, se da continuidad al mismo tiempo a los personajes y a la historia, a partir del final abierto en que la había dejado Henry James.

Como recuerda el lector de Retrato de una dama, la novela comienza con la llegada de Isabel Archer, una joven huérfana estadounidense, a la casa de unos adinerados parientes en Inglaterra. Amable, franca y bondadosa, atrae la atención de todos y pronto rechaza a dos magníficos pretendientes –un lord y un rico industrial estadounidense? para casarse finalmente con el peor candidato: el frío, taimado, sofisticado y culto Gilbert Osmond. Tras un breve y feliz período de deslumbramiento, descubre que su marido no es como creyó y que esconde un horrible secreto.

En la parte final de la novela, los personajes que rodean a Isabel Archer se preguntan a menudo cómo le irán las cosas dentro de unos años y esperan estar cerca para comprobar si se cumplirán los sueños o los temores anunciados. Quienes la quieren, y no son pocos, la observan con mirada compasiva y están expectantes sobre su destino. Incluso la protagonista se imagina «a sí misma, al cabo de muchos años, todavía con la misma actitud de una mujer que tenía que vivir la vida […] y que algún día volvería a ser feliz». Pero Henry James renuncia a contarlo y nos deja a los lectores hambrientos y con la miel en los labios, sin el tercer acto de un drama fascinante, por mucho que hubiéramos prorrumpido en un largo aplauso al terminar el segundo. Su extraordinaria novela esboza tantas sugerencias que no llegan a explicarse y deja palpitando tantos cabos sueltos, tantas conversaciones a medias y tantas heridas sin cerrar que, en sus diarios, el propio James reconoce haber dejado a la protagonista en l’air, pero se niega a escribir una continuación. Por fortuna, John Banville decide asumir el reto y dar fin a la representación, de modo que ahora, casi ciento cuarenta años después de su génesis, el relato completo de los avatares de Isabel Archer constituye un doble festín literario.

En La señora Osmond siguen presentes todos los personajes que creó Henry James, excepto el generoso y desdichado Ralph Touchett, con cuya muerte se cierra la novela. Banville juega con las mismas cartas de James, en el mismo tapete y en la misma posición que las dejó, y no se saca de la manga comodines ni nuevos elementos importantes. Sólo se permite un par de novedades que actualizan, pero no modifican, la estructura original. Casi un siglo y medio separan ambas obras y Banville, por un lado, da nombre y voz, apariencia física y carácter al estamento social de los sirvientes, que resultaba invisible para el decimonónico James, de modo que una información de Staines, la fiel doncella de Isabel Archer, resulta decisiva para la culminación de la trama. Por otro lado, algún nuevo personaje secundario aporta el aire de los tiempos: la austera señorita Janeway incorpora el tema de las sufragistas que reclamaban el voto femenino, un asunto que Henry James ya había tratado de forma magistral en Las bostonianas.

Y si no hay trampa ni traición respecto a los personajes, tampoco la hay respecto al estilo. La recreación que Banville hace de James –su vampirización, si se quiere? es tan prodigiosa que, cuando uno lee las últimas páginas de Retrato de una dama y, sin transición, comienza las primeras de La señora Osmond, tiene que hacer un esfuerzo para comprender que está ante dos autores diferentes, aunque la escritura del autor estadounidense no sea precisamente fácil de recrear. Por más que Banville pudiera afirmar «Henry James, c’est moi», no muestra, en cambio, ninguna actitud pedante con la gramática ni se compara con el autor estadounidense –Henry James sólo hay uno?, sino que rinde homenaje a quien considera un maestro y en cuya tradición barroca se ha forjado, pero evitando el riesgo, tan peligroso en situaciones así, de que los adornos se le vayan de las manos y el barroco degenere en manierismo. Antes de escribir la primera palabra de La señora Osmond, se diría que ha respirado hondo y ha meditado bien cómo ser James sin dejar de ser Banville. Si escribir supone recorrer un camino libre y solitario, personal e intransferible, transitar por senderos ajenos supone, por el contrario, renunciar a la propia ruta, subordinar los intereses propios a los intereses del modelo y llevar un pie puesto en el camino propio y otro en el camino ajeno, a menos que uno coincida de forma natural con la misma dirección que su precedente, mantenga su velocidad y la altura de su rumbo y no traicione sus propios postulados. Y este es el caso de Banville, quien –como James? considera que el estilo y la forma son lo más importante de la escritura y se opone al creciente predominio de una sintaxis breve que, influida por las nuevas tecnologías, está haciéndonos perder la familiaridad con una tradición que ha generado prosas de belleza extraordinaria.

Aceptada esa sintonía, resulta magistral su capacidad para reproducir los párrafos densos y los largos y complejos períodos sintácticos, impecablemente compuestos. Lo mismo puede afirmarse de su exquisita sensibilidad para describir los matices de la naturaleza, o de la agudeza de los diálogos, donde tan a menudo un personaje incita a otro a hablar mediante preguntas llenas de sutileza, y casi siempre rematados de forma sorprendente. Incluso continúa su técnica de incluir breves apelaciones al lector por parte del narrador omnisciente en primera persona: «Como hemos dicho…». Sólo muestra debilidad en la estructura de los capítulos, que resulta repetitiva y termina convirtiéndose en fórmula: en primer lugar, unos párrafos descriptivos del escenario o del entorno; luego, otros párrafos de monólogo interior del personaje, para terminar generalmente con un diálogo.

Con todo, su camaleónico talento para adaptarse al estilo jamesiano no sería un mérito si al mismo tiempo no estuviera caldeado por las intensas pasiones de los personajes, si no fuera capaz de acercarse a la densidad semántica de su modelo y a su habilidad para sugerir marejadas bajo una superficie aparentemente apacible. Aunque no alcance la penetración sobrehumana de James en el análisis de las emociones y en algunos apuntes sea innecesariamente explícito, Banville subsume con coherencia su novela en el universo de James, virtud que no queda oculta bajo su brillante envoltura. Por decirlo con una expresión muy cara a su maestro, da a los personajes la otra vuelta de tuerca que estaban pidiendo. Gilbert Osmond se muestra aún más «retorcido y vengativo» e Isabel Archer –a quien «habían empujado y arrojado a la vía del tren, pero se las había arreglado para levantarse y ponerse a salvo; había sobrevivido»? se sacude de los hombros la resignación, recupera la libertad que tanto valoraba y comienza una nueva vida en la que se vislumbra la esperanza.

Hay escritores que entran en casa ajena por la puerta de atrás, ocultando sus pasos. No es el caso de este libro, que en absoluto es una obra menor dentro de la formidable bibliografía de su autor. Con luz y taquígrafos, John Banville escribe delante mismo de un orondo Henry James que, desde su sillón victoriano, está presente todo el tiempo como anfitrión, observando cómo hablan y actúan sus criaturas, renacidas bajo la batuta irlandesa de Banville. Y al terminar la historia, asiente satisfecho y lo felicita con un apretón de manos.

Eugenio Fuentes es autor de un volumen de cuentos, Vías muertas (1997), otro de artículos periodísticos, Tierras de fuentes (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2010) y de los ensayos literarios La mitad de Occidente (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2003) y Literatura del dolor, poética de la bondad (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2013). Su detective privado Ricardo Cupido ha protagonizado sus novelas La sangre de los ángeles (Alba, Barcelona, 2001), Las manos del pianista (Barcelona, Tusquets, 2003), Cuerpo a cuerpo (Barcelona, Tusquets, 2007), El interior del bosque (Barcelona, Tusquets, 2008), Contrarreloj (Barcelona, Tusquets, 2009) y Mistralia (Barcelona, Tusquets, 2015). Es autor también de Venas de nieve (Barcelona, Tusquets, 2005), Si mañana muero (Barcelona, Tusquets, 2013) y La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías (Barcelona, Tusquets, 2018).

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