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¿Puede un optimista estar bien informado?

The State Strikes Back. The End of Economic Reform in China?

Nicholas R. Lardy

Washington, Peterson Institute for International Economics, 2019

200 pp. $23.95

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Suele decirse que un pesimista es un optimista bien informado y de ahí se deduce que el optimista no tiene por costumbre recabar toda la información relevante para los asuntos que le ocupan. En el caso de la economía china actual, la guasa está justificada. Cuando se celebró el Tercer Pleno del Comité Central del Partido Comunista Chino en 2013, los observadores globales exhibieron un optimismo irrefrenable: había llegado la hora de una reforma del modelo económico chino que esos mismos observadores estimaban inaplazable. ¿No decía una de sus resoluciones que el mercado iba a desempeñar un papel decisivo en la política económica?

Seis años después, los mismos observadores globales, ahora penitentes, se han envuelto en un pesimismo negro como el carbón. La reforma económica no se ha producido y la economía china, que sigue desequilibrada, se resiente. En 2018, según las estadísticas oficiales, creció un 6,6%, un ritmo lento, desconocido desde 1990 y con tendencia a la baja. Muchos hablan de un aterrizaje forzoso que podría generar una recesión doméstica, es decir, un crecimiento negativo de intensidad variable. Pero el susto no para ahí. Como el segundo sol de la economía global tiene un impacto sobre el producto mundial final superior al del primero (Estados Unidos) y al del tercero (Unión Europea), malamente podrá el sistema en su conjunto soslayar su trepidación. En el segundo semestre de 2018, varios países de Europa y Asia experimentaron una retracción en su crecimiento. Cuando China estornuda…

Nicholas Lardy, que es un optimista, deja los trenos para otros colegas menos avisados. Lardy trabaja para el Peterson Institute for International Economics, un centro de ideas y análisis sin ánimo de lucro fundado en 1981 por C. Fred Bergsten, un estrecho colaborador de Henry Kissinger. Cuando se habla de la economía de China, a Lardy se le cuenta entre los primeros de la clase y un libro suyo anterior a éste despertó merecida atención dentro del gremio. Lardy mantenía allí que el crecimiento del sector privado de la economía china era imparable y que acabaría por desbancar al socialismo de rasgos chinos, es decir, al capitalismo dirigista que capitanea el Partido Comunista. Los mercados derrotarán a Mao.

A Lardy no le preocupan en exceso las mustias nuevas que hoy llegan de China. Bien analizadas, no son tan malas. Mientras que Larry Summers y otros analistas de postín las interpretan como una vuelta a la regla según la cual la media secular de crecimiento global no da para más de un 2% anual –una regla circunstancialmente desmentida por el rapidísimo desarrollo chino durante más de treinta años–, Lardy desconfía razonablemente de esas supuestas leyes históricas.

La actual ralentización de la economía china apunta, para él, a una recomposición de su modelo de desarrollo y, de tener éxito, podría reimpulsar el ritmo de crecimiento anual hasta una media de 7-8% durante un par de decenios más. Para entenderlo, conviene apartarse de fantasmagorías seculares y fijar la vista en un conjunto de factores transitorios que han provocado el clima bajista actual.

Ante todo, Lardy recuerda la evolución de dos de los soportes tradicionales del crecimiento chino: el sector exterior y la inversión en infraestructuras. La balanza de pagos china mantuvo un impresionante crecimiento en los años previos a la crisis financiera global de 2008-2009. En 2007, el sector exterior llegó a generar el 8,7% del PIB, provocando serias críticas de sus competidores. De 2009 a 2016, sin embargo, el superávit comercial cayó con una media de 2,1 puntos porcentuales anuales, corrigiendo un desequilibrio insostenible económica y políticamente. Por su parte, el crecimiento de las inversiones en vivienda y en infraestructuras ha ido moderándose en los últimos años, lo que, en definitiva, implica que ese desajuste es transitorio y mejorará a medida que se fortalezca el sector de los servicios y aumente el consumo de las familias. Si, en los primeros ocho años de este siglo, China creció por encima de su potencial y generó un crecimiento excesivo de su sector exportador y de la inversión en infraestructuras, esos desequilibrios han comenzado a corregirse.

Un tercer factor transitorio ha sido el aumento de la deuda pública y privada, especialmente en el sector corporativo. Michael Pettis, otro buen conocedor de la economía china, ha argumentado que China no puede seguir echando mano indefinidamente de la tarjeta de crédito, porque esa política llegará a su tope cuando los intereses a pagar –servicio de la deuda– igualen o superen el crecimiento del PIB. Aunque la aparición de una crisis bancaria es poco probable, dado que la mayoría de los bancos está en manos del gobierno, la única forma de escapar a la trampa crediticia consistiría bien en un aumento brusco de la productividad –imposible por la limitada capacidad tecnológica del país–, bien en una trasferencia anual a los hogares de entre uno y cuatro puntos del PIB para que se dispare el consumo privado. Lardy, que tiene a Pettis por un analista serio, apunta la tendencia del consumo a aumentar alrededor del 1% en los últimos años sin haber recibido especiales trasferencias gubernamentales, lo que, según cree, hace difícil compartir su pesimismo.

¿Podrá China perseverar en el buen camino y añadir un 1-2% anual a su ritmo actual del 6% de crecimiento para llegar al 7-8% de media que Lardy considera una meta posible para los próximos veinte años? La tesis fatalista de la reversión a la media olvida el bajísimo nivel de desarrollo per cápita en la China de 1978, de la que parte su hipótesis. En ese año sólo representaba alrededor de un 5% del equivalente estadounidense medido en paridad de poder adquisitivo. Los treinta y cinco años de crecimiento posteriores han hecho subir el indicador hasta un 25%. Cuando países como Japón, Taiwán, Corea del Sur y Singapur llegaron a este punto, es decir, alcanzaron un cuarto de la métrica estadounidense, siguieron creciendo durante otros veinte años a tasas anuales entre el 7,7% y el 9,3%. Si repite la experiencia de esos países, a China le quedarían aún otras dos décadas de crecimiento superrápido. Así pues, ni la reversión a la media, ni el desmesurado sector exterior, ni el peso de la inversión en activos fijos, ni la inmoderada carga crediticia explican adecuadamente la reciente reducción del crecimiento de China.

El factor decisivo de la tendencia bajista del PIB es el resurgimiento del Estado. La primera mitad de la era reformista no tuvo empacho en proceder a una reducción considerable del sector público. Bajo la dirección de Zhu Rongji, primer ministro entre 1998 y 2003, los danwei (unidades de producción) fueron desmantelados y sus obligaciones en materia de vivienda, pensiones y sanidad empezaron a depender de organismos especializados; los despidos en el sector estatal afectaron a más de cuarenta millones de trabajadores; la venta del parque de casas de los danwei a sus antiguos trabajadores puso los cimientos de un amplio mercado de viviendas; aunque más ligera, las burocracias públicas también sufrieron una reducción considerable. Esas reformas fueron la pista de despegue para el espectacular crecimiento posterior.

Bajo el tándem Hu Jintao-Wen Jiabao (2003-2012), las reformas dejaron de ser el sostén del crecimiento y cedieron el paso a un plan de choque crediticio con el que la diarquía afrontó la crisis global de 2008. La llegada de Xi Jinping excitó los fervorines reformistas de los observadores globales, pero pronto resultó evidente que el objetivo del nuevo secretario general era otro: reforzamiento del aparato estatal, control por parte del Partido Comunista de todas las actividades e instituciones sociales y ejercicio de una creciente dictadura personal.

En el terreno económico, esas políticas se han traducido en la consolidación del poder de las grandes empresas estatales (state-owned enterprises, o SOE en la jerga económica habitual) en numerosos sectores de actividad. Las consecuencias están ahí: declive sistemático de su eficiencia y merma de la inversión privada. Entre 2012 y 2015, la última se redujo hasta ser sólo un tercio mayor que la pública. En 2016 cayó por debajo.

El programa de Xi representa un triunfo del control político sobre la productividad. Los capítulos segundo y tercero del libro, los más interesantes, muestran las dificultades enormes –aunque no imposibles de superar– que esa estrategia supone para impulsar la convergencia de China con los países de alta renta per cápita: según el Banco Mundial, superior a 12.476 dólares en 2016-2017. Desde 2008, la eficacia de las SOE ha decaído en términos absolutos y la distancia entre su dinamismo y el del sector privado ha crecido. En 2005, la mitad de ellas estaba en pérdidas; en 2016, la proporción disminuyó ligeramente, pero las pérdidas totales se multiplicaron por siete.

No hay que cavilar mucho para encontrar la causa. Las SOE acceden al crédito con mayor facilidad y, al tiempo, pagan menores intereses. Por si no fuera suficiente, el Estado las riega con generosas subvenciones. ¿Cómo es posible que pierdan tanto? Algunos analistas lo achacan a que sus cargas sociales son mayores, pero Lardy lo niega de forma convincente. ¿Tal vez se deba a los servicios que prestan? Muchas gestionan, por ejemplo, transportes públicos poco rentables, una explicación igualmente irrelevante, porque las SOE pierden también frente a las empresas privadas en servicios como la hostelería y los restaurantes. La dura realidad, insiste Lardy, es que las SOE siguen su tendencia natural, que las empuja a un uso ineficiente de sus recursos, porque muchas de ellas no tienen que afrontar la competencia privada y carecen de un estricto control sobre sus operaciones.

Conociendo el problema a que se enfrenta, y sabedor de la necesidad de mantener un gran número de SOE por las razones que se apuntarán, el Partido Comunista ha ensayado numerosas reformas para mejorar su eficiencia: dotarlas de estructuras societarias más flexibles; fusiones forzosas de SOE que actúan en el mismo sector; incorporación de capital privado; cambio de sus bonos de alto riesgo por acciones (buy-in) a cargo de la banca pública, lo que aligera sus balances de las SOE; reformas de gestión. Por el momento, ninguna de esas estrategias ha conseguido reducir su ineficacia.

Hay algo enternecedor en la ingenuidad con que Lardy prodiga consejos sin cuento para que las SOE se conviertan en las empresas vigorosas que deberían ser. Su catálogo de buenas prácticas coincide con el habitual en organismos internacionales como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional: protección de la propiedad privada; reducción de barreras de entrada; fusiones; creación de procedimientos de quiebra; reforma del sistema financiero y otros vademécums de varia lección. Recomendaciones que sus destinatarios acogen invariablemente con la misma atención que prestan a la caída de la lluvia.

¿Quiere esto decir que el libro de Lardy es prescindible? En absoluto. Está bien trabado, contiene excelente información difícil de encontrar y está lleno de sabiduría económica, si bien convencional. Y por ahí la realidad le muerde. Su exclusiva atención a las funciones de producción y consumo le impide afrontar una cuestión básica. La China de Xi Jinping no puede dar al mercado un papel decisivo en su economía ni acabar con los desequilibrios internos, porque eso significaría firmar la sentencia de muerte del Partido Comunista.

Japón, Corea del Sur, Taiwán y Singapur, las sociedades en que Lardy apoya su argumento, son sociedades abiertas. China es un régimen totalitario y comunista. Por lo primero, es incapaz de comprender que los mercados no pueden funcionar sin un mínimo de libertades. ¿Cómo puede un excelente economista como Lardy ponerse orejeras y pretender que las SOE lleguen a ser eficientes si el acceso a la información está rígidamente controlado por la Gran Muralla digital, si la investigación de mercado tiene que manejar estadísticas manipuladas para tomar decisiones, o si el Partido Comunista impone sus directrices a los órganos de gestión?

Por comunista, el partido nunca renunciará a las SOE ni hará la vida grata al sector privado. Las revoluciones comunistas triunfaron en algunos países atrasados o fueron impuestas en otros en vías de desarrollo con la promesa de una sociedad rica e igualitaria. Una promesa incumplida en todos sus términos. La Unión Soviética, su imperio y sus imitadores (Cuba, Venezuela, Nicaragua) fracasaron definitivamente en la primera de esas tareas. China (y Vietnam, su hermana menor) han tenido algunos éxitos notables, pero están muy lejos de ser ricas y, si siguen con su modelo dirigista, de poder serlo.

Peor aún: si algo se echa de menos en el socialismo de rasgos chinos es cualquier atisbo de igualdad. Desde sus inicios, el Partido Comunista de China impuso una rígida desigualdad entre sus variables y erráticos dirigentes y el resto de la sociedad. Aquella diferencia inicial ha pervivido y crecido, dando pie a una estratificación algo más compleja, pero la pertenencia al partido es clave para que sus miembros acumulen rentas para sí, para sus familiares y para sus clientes. En mi opinión, ese grupo social excluyente –neomandarinato, capitalistas rojos– sólo incluye a una séptima parte de los mil cuatrocientos millones de chinos hoy vivos.

Uno de los mecanismos fundamentales que garantizan un acceso desigual a los recursos es el sector público y, dentro de él, el conjunto de SOE que se integran formalmente en la Comisión Gubernamental para la Administración y Supervisión de Recursos Estatales –el mayor holding industrial del mundo– y la reproducen a escala provincial y local. Sin las oportunidades que esa y otras instituciones reservan en exclusiva a los dirigentes del partido y a sus elites radiales, el sistema desaparecería. ¿Acaso espera Lardy que acepten sus consejos y se queden sin el patrimonio que han amasado a costa de tantos esfuerzos y sacrificios ajenos?

Julio Aramberri es escritor. Su último libro es La China de Xi Jinping (Madrid, Deliberar, 2018).

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