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Lección de anatomía

Franco. Anatomía de un dictador

Enrique Moradiellos

Madrid, Turner, 2018

344 pp.

22,90 €

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La figura de Franco ha cobrado en los últimos tiempos una actualidad sorprendente en alguien que lleva muerto casi medio siglo. Este inusitado revival del dictador y su régimen como tema de reflexión y argumento político puede verse en parte como un efecto tardío de la victoria del PSOE en las elecciones de 2004, un acontecimiento que contribuyó decisivamente a colocar la llamada memoria histórica en el centro de la agenda política nacional. Habría que remontarse incluso unos años antes, hasta la mayoría absoluta obtenida por José María Aznar en las elecciones del año 2000, para situar el giro de la izquierda hacia una revalorización del pasado como fuente de legitimidad propia e ilegitimidad ajena. Del impacto que Franco empezó a tener entonces en el debate político-mediático da idea una sencilla consulta en el buscador online del periódico El Mundo: el nombre del dictador («Francisco Franco») aparece tres veces en todo el año 2000, por 58 en 2008 y 161 en 2018. La misma consulta en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de Madrid, sobre un corpus documental muy superior, muestra una evolución parecida: 1.858 resultados en 2000, 2.529 en 2008 y 11.897 en 2018.

¿Ha servido este regreso al pasado para un mejor conocimiento de la personalidad de quien el 1 de octubre de 1936 fue investido caudillo, generalísimo y jefe del Estado de la España sublevada? Probablemente, conocemos mejor su régimen que las claves psicológicas y biográficas que explican su trayectoria antes y después de aquella fecha mítica que inauguró el culto a su personalidad. De ahí que este libro de Enrique Moradiellos, publicado inicialmente en inglés y adaptado ahora a los intereses e inquietudes del público español, dedique dos de los tres bloques que lo componen al «hombre» y al «dictador», y sólo uno, el último, a estudiar la naturaleza del sistema político que encarnó. No se trata, por tanto, ni de una biografía al estilo tradicional ni de una síntesis del franquismo, sino de un buen tríptico histórico en el que este «incómodo espectro del pasado», como lo llama Moradiellos en la introducción, se convierte en el hilo conductor para el estudio de una larga etapa de la España contemporánea.

Aunque cueste creerlo, el carácter extremadamente controvertido de la figura de Franco no ha impedido un cierto consenso sobre algunos aspectos clave de su vida: por ejemplo, la importancia decisiva que tuvo la guerra de África en la configuración de su sentido caudillista y mesiánico de su propio papel en la historia de España. Para muchos de sus biógrafos, incluido el autor de este libro, su condición de militar africanista prevalece por encima de cualquier otra dimensión de su personalidad, formada en gran medida en la guerra de Marruecos. Gracias a ella, el futuro dictador dejó de ser el «Franquito» de sus primeros años de servicio para convertirse en uno de los generales más jóvenes de Europa y en un temible jefe militar, con las miras puestas en una política quirúrgica, de momento a pequeña escala, que puede intuirse ya en una carta de 1930 al entonces coronel Varela citada por Moradiellos: «¡Qué limpia necesita nuestro ejército!»

Era difícil que, en este aspecto crucial de la biografía de Franco, el libro fuera más allá de lo que ya sabemos y de lo que el propio personaje dijo años después: «Sin África, yo apenas puedo explicarme a mí mismo». Tal vez hubiera sido oportuno por ello plantear la hipótesis del africanismo militar como un fascismo a la española, con la guerra de África desempeñando en nuestro país la función iniciática que la Primera Guerra Mundial tuvo para los fascismos europeos. Desde el ultranacionalismo y el irredentismo hasta la mística de la violencia y la necrofilia, bien patente en el himno de la Legión («El novio de la muerte»), algunos de los principales rasgos del totalitarismo de entreguerras pueden reconocerse ya en eso que un dirigente nazi llamó «el socialismo de las trincheras»: un igualitarismo basado en los lazos de camaradería forjados en la guerra. Al africanismo militar, del que Franco es el mejor exponente, podría añadirse otro de carácter civil integrado por un influyente grupo de escritores y periodistas que cubrieron como corresponsales aquella contienda y que, como recuerda Moradiellos, obtuvieron puestos clave en el aparato de propaganda de la España sublevada. Se dirá que, entre la guerra en el Rif y la Primera Guerra Mundial, la diferencia de escala es tal que no cabe paralelismo entre ellas. Ahí radicaría precisamente la utilidad de la comparación, porque ayudaría a entender las limitaciones estructurales del fascismo español, tanto cuantitativas, por su escasa implantación antes de la Guerra Civil, como cualitativas, por las raíces profundamente conservadoras de la extrema derecha española, contraria a cualquier veleidad revolucionaria. Lo dijo ya Manuel Azaña al formular en 1933 una premonición que no tardó en hacerse realidad: «Hay o puede haber en España todos los fascistas que se quiera. Pero un régimen fascista no lo habrá. Si triunfara un movimiento de fuerza contra la República, recaeríamos en una dictadura militar y eclesiástica de tipo tradicional. […] Sables, casullas, desfiles militares y homenajes a la Virgen del Pilar. Por ese lado, el país no da otra cosa». Por mucho que Franco recurriera, de tarde en tarde, a una retórica pseudorrevolucionaria, ¿alguien se lo imagina emulando a Mussolini cuando, en momentos señalados, apelaba a la «Italia proletaria»?

Aunque, como se ve, es inevitable pasar de la biografía de Franco a su ideología, y de ésta a la naturaleza de su régimen, los tres bloques en que se divide el libro cumplen muy dignamente la función didáctica que da sentido a la obra. El titulado «El hombre» es, con diferencia, el más extenso de los tres y también el que tiene un mayor contenido biográfico y psicológico. Pese a ello, el contexto histórico actúa como una referencia inexcusable en la evolución del personaje, que, una vez acabada la guerra de África, empieza a mostrarse, según Moradiellos, más prudente y calculador. Es la actitud que mantendrá durante la República, para desesperación de los militares más activos en la lucha contra el régimen republicano, como el general Sanjurjo, que tomó buena nota de la negativa de Franco a secundar el golpe protagonizado por él en agosto de 1932 («Franquito es un cuquito que siempre va a lo suyito»). Cuatro años después, fue el gran tapado de la conjura antirrepublicana, a la que se sumó muy tarde, pero ya con vitola de «caudillo», hasta el punto de que, en el discurso que pronunció en Cuenca el 1 de mayo de 1936, Indalecio Prieto lo señalaba como posible «caudillo de una sublevación militar». Tras el levantamiento del 18 de julio, era cuestión de tiempo que los generales golpistas consagraran en su persona la unidad de mando, tan necesaria, a su juicio, para la victoria final sobre el enemigo. El siguiente paso fue la integración de todo el conglomerado político de las fuerzas sublevadas en una única organización bajo su jefatura incontestable, un hecho favorecido, como indicó el embajador alemán en un informe a su gobierno, por la crisis de liderazgo que provocó en Falange la ejecución de José Antonio en noviembre de 1936. Todo empujaba, pues, hacia la consolidación de un poder personalizado en su figura, dotada definitivamente del aura carismática y providencial propia de los regímenes totalitarios de toda condición. No en vano el franquismo se definió como «Estado totalitario» en sus primeros años, cuando la Europa liberal parecía sentenciada para siempre.

A la tentación de intervenir en la Segunda Guerra Mundial le siguió a partir de 1943 un prudente repliegue hacia una política exterior menos comprometida, que probablemente evitó a Franco males mayores cuando se consumó la derrota del Eje. Tras la dura travesía del desierto iniciada en 1945, el acuerdo con Estados Unidos ocho años después inauguró, en opinión de Moradiellos, «la etapa más feliz y tranquila de la larga vida de Franco», y ello a pesar de los disturbios estudiantiles acaecidos poco después, que le obligaron a remodelar su gobierno, y al hecho de que los años dorados del desarrollismo se vieran acompañados de una creciente oposición a la dictadura. El final de la década de los sesenta marcaría el punto de inflexión hacia la desintegración del régimen, con el imparable declive físico de Franco, la feroz lucha por el poder entre las familias políticas del franquismo, principalmente los tecnócratas y los azules, y el comienzo de la actividad terrorista de ETA. A partir de 1973, el asesinato de Carrero Blanco, la crisis del petróleo y la errática política del gobierno de Arias Navarro dieron paso al «sálvese quien pueda» de un régimen a la deriva, según la expresión utilizada entonces por Luis María Ansón. Tal como afirma el autor al final de este apartado, la aceleración del tiempo histórico demostró muy pronto la imposibilidad de un franquismo sin Franco.

La segunda parte del libro explora el proceso de construcción del mito caudillista, del que hay atisbos antes incluso de la Guerra Civil. De él se derivó el empalagoso culto a la personalidad que le tributó el régimen, oficializado ya en 1937 cuando la Junta Técnica con sede en Burgos instituyó la «fiesta nacional del Caudillo». Abundan, sin embargo, los testimonios iconoclastas que cuestionan el mito, no sólo, como es lógico, en los medios antifranquistas –de «reaccionario beato y cuartelero» le calificó con bastante tino Salvador de Madariaga–, sino también entre algunos de los suyos, desde el «masoncete» Pedro Sáinz Rodríguez (Franco dixit) hasta su primo y secretario, Francisco Franco Salgado-Araujo, muy crítico con la evolución del régimen y con la tendencia de su fundador al endiosamiento y a la pérdida del sentido de la realidad. Moradiellos se inclina por lo que podríamos llamar la «teoría del rey desnudo»: un caudillo de pega, sin cualidades especialmente reseñables, pero al que sus incondicionales le seguían la corriente por esa inercia servil que en el lenguaje del régimen se llamaba «adhesión inquebrantable».

La inconsistencia del mito lleva al autor a interrogarse sobre la verdadera naturaleza del franquismo como dictadura personal basada en una legitimidad de origen que se remontaba a la victoria en la guerra. Esta tercera y última parte, titulada «El régimen: una dictadura compleja», tiene un carácter más académico y un estilo menos fluido que el resto de la obra, con frecuente remisión a trabajos y autores especializados. Colocado al final del libro, el capítulo puede resultar un tanto farragoso para los lectores más interesados en la figura del dictador que en las discusiones historiográficas en torno a su régimen. Es de agradecer, sin embargo, el esfuerzo por sistematizar la amplia gama de definiciones que ha generado el franquismo, sin que en este caso resulte fácil llegar a un mínimo consenso, más allá de algunas fórmulas genéricas. En parte, la dificultad radica en su larga duración y en la existencia de etapas significativamente distintas entre sí. La totalitaria y fascistoide de sus primeros años tiene poco que ver con la refundación tecnocrática llevada a cabo a finales de los cincuenta, que hizo del crecimiento económico y de la modernización del país la nueva legitimidad de ejercicio de la dictadura. ¿Dejó por ello de ser un Estado totalitario, un adjetivo que el régimen tomó del lenguaje falangista y que hizo suyo hasta 1943? Sin duda, el paso del tiempo y sus nuevas necesidades políticas lo llevaron a suavizar sus métodos y a orientarse hacia un autoritarismo menos comprometedor ante las democracias occidentales. La complejidad del Estado del 18 de julio es el resultado de esa capacidad para adaptarse a contextos muy diversos y de los designios a veces inescrutables de su fundador, siempre hábil en el manejo de los tiempos, en el aprovechamiento de las debilidades ajenas y en el reparto de poder entre los suyos como forma de prevenir peligrosas disidencias. No son valores desdeñables a la hora de cimentar una dictadura personal, pero están lejos de justificar la comparación con Alejandro Magno a la que recurrieron sus panegiristas más creativos. La paradoja del caudillismo como esencia del régimen es que el mito de Franco, que tanto contribuyó a prolongar la vida de la dictadura, haría virtualmente imposible la pervivencia de un franquismo post mortem.

Concebida como tres círculos concéntricos –el hombre, el caudillo y el régimen– estrechamente conectados, carente, por tanto, del sentido lineal de las biografías, Franco. Anatomía de un dictador es una obra meritoria y útil, escrita con el rigor y la ponderación propios de su autor, que renuncia a planteamientos simplistas y ofrece datos y argumentos de gran valor para poner el pasado en su sitio. Enrique Moradiellos imparte en este libro una verdadera lección de anatomía histórica, en la que se disecciona con precisión un fenómeno todavía palpitante, al menos en un cierto imaginario político que goza de gran actualidad y predicamento.

Juan Francisco Fuentes es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense y miembro del Colegio Libre de Eméritos. Es autor de Adolfo Suárez. Biografía política (Barcelona, Planeta, 2011) y, con Pilar Garí, Amazonas de la libertad. Mujeres liberales contra Fernando VII  (Madrid, Marcial Pons, 2014). Es coeditor, con Javier Fernández Sebastián, del Diccionario político y social del siglo XIX español  (Madrid, Alianza, 2002) y del Diccionario político y social del siglo XX español (Madrid, Alianza, 2008). Su último libro es Con el Rey y contra el Rey. Los socialistas y la Monarquía. De la Restauración canovista a la abdicación de Juan Carlos I (1879-2014) (Madrid, La Esfera de los Libros, 2016).

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