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La historia vista desde la perspectiva de un antisistema

Gonzalo Pontón

Barcelona, Pasado & Presente, 2016

La lucha por la desigualdad. Una historia del mundo occidental en el siglo XVIII

850 pp. 29 €

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El ensayo es un género muy elástico. Permite afirmar cosas sin probarlas y argumentar sin referirse a premisas claras y, sobre todo, sin marcar límites a las conclusiones. Quien mucho abarca, poco aprieta. Querer presentar una historia del mundo occidental en un siglo ya es una empresa algo desmesurada y, sobre todo, si pretende ser polémica y sentenciar a la vez a políticos, filósofos, literatos y economistas. La humildad y meticulosidad académicas no caracterizan precisamente esa forma de exponer los hechos. Si es verdad lo que dice Josep Fontana en la contracubierta, y la intención del autor «ha sido construir una máquina de guerra para demoler pieza a pieza los mitos del “siglo de las Luces”», se necesitan armas de más calibre y no limitarse a ensartar una serie de anécdotas mal hilvanadas. Arremeter de esa forma global sólo puede sorprender y levantar admiración en incautos. De entrada, no se concreta qué mitos afectan historiográficamente al siglo XVIII. Quizás algunos historiadores exageraran el presunto triunfo de la razón y otros hayan hablado de la fe en un progreso indefinido, pero eso se arrumbó hace ya mucho tiempo. Que la exaltación de igualdad fuera un mito es un tigre de papel artificial fácil de abatir.

La tesis general de la obra, en principio, debería señalar los orígenes de la desigualdad «actual», pero para ello retrocede más de dos siglos. Me recuerda esto a Eduardo Galeano cuando deja a un lado los sucesos más recientes y despotrica sobre un pasado remoto. Es decir, esa historiografía ensayística se salta las causas próximas y, sobre todo, no centra la cuestión. Por ejemplo, el autor que más argumentó contra la desigualdad en el siglo XVIII fue el abate Mably. Pues bien, sólo es mencionado ?no citado o comentado? en tres ocasiones en las más de setecientas páginas del libro y sin hacer referencia tampoco a la discusión acerca de la legitimidad o ilegitimidad del lujo, donde aparecen con mayor nitidez las posiciones sobre el tema.

La metodología es bastante problemática. Apoyándose en el capítulo inicial en una especie de historia cuantitativa, acumula datos sin ton ni son, datos que crean una ficción de objetividad, por más que se salte fechas y circunstancias de países tan distintos como Rusia, Italia o México. Como quiere ofrecernos nada menos que una historia del mundo occidental, cree que cumple con su objetivo llenando páginas con ejemplos. El sentido para el detalle y lo específico deja paso a generalizaciones y trasvases poco convincentes. La escasa consistencia de la argumentación sale a flote en el capítulo en que minimiza la desigualdad en el régimen feudal y achaca al maldito siglo XVIII que empeore la situación de hambre y pobreza del pueblo, al mismo tiempo que reconoce el aumento de la población y de esperanza de vida. Algo similar ocurre con su exposición de la enseñanza: reconoce que aumenta el número de escuelas, alumnos y asignaturas, pero considera que la situación ha empeorado. Indudablemente, pasar de una educación retórica para cortesanos u hombres de leyes a una educación para todas las clases requirió una serie de pasos y modificaciones en el fondo y las formas de la pedagogía. Es ingenuo buscar en este período una declaración clara y precisa del principio igualitario. Es imposible, asimismo, no admitir que la educación no era ni universal ni igualitaria; pero podría haberse detenido el autor un poco más en exponer la renovación de libros de texto y conceder alguna atención a las reformas de los «ideólogos» franceses de finales de siglo, los cuales, desde luego, no eran fervientes seguidores de Napoleón.

El recuento de algaradas y levantamientos populares es interminable. Allí reúne las provocadas por las malas cosechas, las subidas de precios o de impuestos, o por el enrolamiento en el ejército. Reconoce que ni son específicas de un siglo ni tienen un contenido político muy claro. Se saca en conclusión que el pueblo llano siempre lleva las de perder por la alianza de los curas con la nobleza y la monarquía absoluta. La única revolución explícitamente igualitaria sería la encabezada por François Babeuf y Maximilien Robespierre. Estos santos inocentes caerían víctimas de la burguesía, apoyada en la ideología que propagan los filósofos. Si esto fuera así, habría que preguntar al autor de qué se nutrieron intelectualmente esos personajes y si sus mismos análisis no fueron ya expuestos por los filósofos y economistas del siglo XVIII.

El concepto de la desigualdad se plantea desde la ?supuesta y no probada? superioridad moral del igualitarismo. El autor se parapeta detrás de esa superioridad para dejar de lado opiniones que no cuadran con su denuncia. En la discusión del siglo XVIII, el problema consiste en armonizar la igualdad «natural/racional» con la diferencia y variedad empíricas entre los individuos, sobre todo cuando se aplica a la enseñanza y al desarrollo de sus capacidades. Por lo visto, entrar en demasiadas disquisiciones le parece demasiado complicado. Echo de menos que, al exponer los orígenes sobre la desigualdad, apenas si aporte textos como los de Immanuel Kant o los del español Luis García del Cañuelo, opuestos a la desigualdad en la propiedad agraria o en el comercio internacional. Pero no se trata de criticarle al autor un olvido ocasional en una obra tan amplia. Sobre el periódico El Censor, Pontón no siente empacho en afirmar que comulga con la miopía cortesana y que «en sus páginas no hay la menor referencia a quienes encabezan entonces la cultura europea y americana ni, por supuesto, al pueblo llano» (p. 503). Esto es hablar sin haber leído el periódico o sin haber entendido nada, porque en los discursos del periodista se habla de Bayle, de Voltaire, de Bolingbroke, de Locke…

Cuando habla de la Ilustración, antes de entrar en materia, ya la califica de «falacia» (p. 25), así como tilda a Floridablanca de «ilustrado» (p. 406) para pasar inmediatamente a decir que empleó la tortura en Cuenca, como si entre una y otra cosa no hubiera contradicción y como si ningún otro compatriota «ilustrado», por ejemplo Feijoo y otros muchos, no hubieran argumentado, antes y después, contra esa práctica judicial. Sus argumentos contra científicos y filósofos tienen cierto aire populista. Los condena porque tienen dinero u ocupan algún cargo público. Así los arrincona en la casta perniciosa de los ricos y poderosos. El químico Antoine Lavoisier sería de dudosa moralidad por el solo hecho de haber tenido relación con la recaudación de impuestos. Sería como rechazar a Cervantes por el mismo motivo. Pero en el caso de Kant, un autor muy estudiado, lo despacha en pocas líneas con un par de críticas totalmente imprecisas acerca de la libertad de expresión «privada» y «pública». Además le hace presidir en Berlín las reuniones mensuales de una academia. Las biografías que yo conozco no lo sacan nunca de Königsberg o de sus inmediatos alrededores. Sin embargo, ensalza, de forma algo sorprendente, a su paisano catalán Antonio de Capmany, nacionalista impenitente y defensor de los gremios, los cuales no eran el mejor ejemplo de igualdad. Pero lo más inquietante son las lagunas a la hora de describir la opinión pública, esto es, los periódicos. Si su intención era dar una visión panorámica exhaustiva, es sintomático que silencie los Discursos mercuriales de Juan Enrique de Graef y subraye la aparición del anodino Diario de Barcelona.

En los capítulos sobre la cultura y la filosofía, se dedica más a denigrar a las personas que a exponer discusiones y argumentos. Todo se queda en un extenso anecdotario para suscitar sentimientos de rechazo. Acentuar que el siglo XVIII no construyó un paraíso es legítimo, cierto y nada nuevo, pero demostrar que la Ilustración, que no fue una ideología unitaria, sino una polémica continua, es el origen de la desigualdad, requeriría más análisis y menos ejemplos. En algunos casos emplea frases que suscitan cierta perplejidad. Hablando de las colonias inglesas de Norteamérica, afirma lo siguiente: «Hay que reconocer, sin embargo, que tras el rapto místico, y a diferencia de los europeos enganchados todo el siglo a la religión, los colonos volvieron a la sensatez del laicismo, con textos de Newton, que conocieron a través de almanaques y extractos, y de Voltaire, de cuyo Diccionario filosófico se publicaron también extractos, aunque fue mucho más leído el Telémaco de Fénelon» (p. 528). Sin afinar mucho, encadena a Newton, Voltaire y Fénelon, y traza una línea continua entre irreligión, deísmo y laicismo.

En general, esa transición que Pontón lleva a cabo entre la economía y el pensamiento no es otra cosa que poner en el mismo cesto huevos y castañas. Al final el lector se inclina a hacerse la pregunta cui bono: por qué demonios se han galardonado esos exabruptos sin matizaciones contra todos los ilustrados y contra el siglo de la razón y del Derecho Natural. Desde luego podría parecer que estamos ante una renovación nostálgica de la crítica marxista, pero ni se aclara el origen del capitalismo, ni se explica cómo surgió el proletariado en tanto que consecuencia de la revolución industrial. Lo que queda es esto: la historia vista desde la perspectiva de un antisistema.

Francisco Sánchez-Blanco ha sido profesor en la Universidad del Ruhr en Bochum. Sus últimos libros son La ilustración goyesca. La cultura en España durante el reinado de Carlos IV (1788-1808) (Madrid, CSIC, 2007), La Ilustración y la unidad cultural europea (Madrid, Marcial Pons, 2013) y El Censor. Un periódico contra el Antiguo Régimen (Sevilla, Alfar, 2016).

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