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Un reino junto al mar

La isla de Arturo

Elsa Morante

Barcelona, Lumen, 2017

Trad. de Eugenio Guasta

432 pp. 24,90 €

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No es casual que el protagonista de La isla de Arturo tenga nombre de rey. Prócida, una isla de apenas cuatro kilómetros cuadrados situada en el golfo de Nápoles, es al comienzo su reino junto al mar. En ese territorio hay «caminitos solitarios flanqueados por muros antiguos», «huertos y viñedos que parecen jardines imperiales», «playas de arena clara y delicada» y un oleaje «apacible y fresco» que «se deposita en la arena como el rocío». Arturo, recién entrado en la adolescencia, no va a la escuela, no conoce reglas y pasa el tiempo vagando o leyendo los libros que encuentra en casa, un palacete señorial de dos plantas con unos tres siglos de antigüedad. Desde que tiene memoria, su padre, un italoalemán llamado Wilhelm Gerace, se ausenta largas temporadas, dejándolo al cuidado de un ayo o, simplemente, a la buena de Dios. El retiro, el sol y el aire mineral crean una atmósfera propensa para la fantasía.

Al mismo tiempo, en la isla se vive una lóbrega realidad. «La gente de Prócida ?cuenta Arturo, en el primer capítulo? es huraña, taciturna. Las puertas permanecen cerradas, casi nadie se asoma a la ventana, cada familia vive entre sus cuatro paredes, sin mezclarse con los demás». También se apunta que las mujeres, «a la antigua usanza, viven enclaustradas como monjas», sin bajar nunca a la playa, una nota que implícitamente deja expuestos los anhelos eróticos del chico. Arturo corona el retrato de Prócida con una descripción de las casas que se apiñan cerca del puerto y ascienden por las colinas de tal modo que «parecen desde lejos un rebaño diseminado al pie del castillo». Pero el bucolismo no debe engañarnos, y sólo al principio engaña al personaje; lo cierto es que el castillo se ha convertido en una prisión: «Para muchas personas que viven lejos, el nombre de mi isla es el nombre de una cárcel.»

Publicada en 1957 y ambientada a fines de los años treinta, en la sociedad de entreguerras que estaba por despertar una vez más a la historia, La isla de Arturo orquesta un contraste entre la insistencia de lo real y los ideales vaporosos de un personaje que, como su país, habrá de preguntarse por su identidad una vez pasados los delirios de grandeza. La narración se divide en ocho capítulos, pero en un sentido temático se ajusta a lo que podrían llamarse tres movimientos, con una larga sección central en la que destaca el talento de Morante para el intimismo. Al comienzo, Arturo cuenta, como los héroes, sólo su genealogía. Huérfano de una madre que murió al dar a luz, ha vivido siempre en la isla, en una finca conocida como La Casa dei Guaglioni (en el dialecto local, como explica el narrador, guaglione quiere decir «chiquillo», «muchachito»), que su padre heredó de un potentado misógino. La figura del padre está rodeada de misterios y habladurías, pero Arturo se la representa gloriosa. Mitad alemán, Wilhelm es un hombre rubio, alto e imponente, un Sigfrido cuyas ausencias pasan por viajes de aventuras a los que el hijo se sumará de mayor: «En cuanto abandonaba Prócida, mi padre se convertía en una leyenda», dice Arturo.

Pero la novela, que nunca se ausenta de la isla, es lo contrario de un relato de viajes. Y su principal giro argumental depende, no de una partida, sino de una llegada. Un buen día, a poco de cumplir Arturo los quince años, el padre aparece con una nueva esposa, una napolitana de dieciséis años llamada Nunziata, que prácticamente se ha comprado para tener de criada y a la que trata sin ningún miramiento. La caracterización de la intrusa es uno de los grandes logros de la novela. Cuando llega a la casa, envuelta en harapos oscuros, con una trenza medio suelta, parece apenas un animalillo, pero, en cuanto Arturo la ve en combinación, nota los hombros «delicados, de un blanco blanquísimo y agradable» y un pecho de «misteriosa y madura opulencia»; después, cuando Nunziata da a luz a un hijo, «la delgadez de antaño» parece colmarse y dar paso a una «agradable redondez femenina»; y más adelante aún cobra la refulgencia de una santa. Arturo no deja de mencionar la beatería, el ridículo orgullo napolitano y las pocas luces de la muchacha, pero, aun así, todo está servido para una suerte de romance. ¿Qué otra cosa puede esperarse de dos adolescentes en una casa que el supuesto patriarca abandona cada dos por tres, a fin de ir a encanallarse quién sabe dónde?

Como la leyenda del padre, el esplendor de la madrastra es en gran medida imaginario, y en adelante la novela se centra en la imaginación romántica del protagonista, que toma el relevo de su anterior mitificación de viajes y hazañas. Antes de que el lector diga «Freud», el triángulo se revela como una figura sumamente compleja, pues Arturo proyecta en el amor imposible de Nunziata su fallida relación con su padre (y en las atenciones anhelantes que él le presta, nos da a entender, Nunziata descubre por partes iguales el despertar del deseo y la amenaza ineludible del pecado). Al cabo, Arturo encuentra una amante real en una viuda amiga de Nunziata, pero ni siquiera en los brazos de esa chica experimentada, que le saca cinco años, la fantasía descansa. Piensa al mirarla: «Viéndola tan pequeña y desnuda sobre el colchón de farfolla, con sus pequeños pechos aceitunados de pezones color geranio y un poco alargados, que recordaban los de las cabras, y con el pelo suelto y lacio, a veces me parecía un ser de otras tierras, quizá una pequeña esclava india». En ese estupendo períodoLa sintaxis se tambalea en la traducción, con un dudoso gerundio absoluto sin sujeto explícito, pero no así en el italiano, pese a ser más coloquial: «Così piccolina e nuda sul materasso di granturco, con le sue mammelline olivastre dalle punte color geranio, e un po’ rilasciate e oblunghe, da far pensare alle capre, e con quei capelli sciolti, lisci, essa mi sembrava, a volte, un essere d’altri paesi, forse una schiavetta indiana»., que aparece en el último tercio de la historia, se resume el vaivén simbólico de la novela. La ilusión siempre tiene su contrapunto en lo prosaico; la esclava india en la cabra.

Con similar sutileza, la novela consigue aludir a muchos de los problemas de su contexto histórico sin hacerlos explícitos. Juan Tallón, en el breve prólogo, hace bien en señalar que Elsa Morante y su marido Alberto Moravia «se refugiaron durante algún tiempo del fascismo» en Prócida, «uno de esos territorios de ficción que un escritor no deja escapar fácilmente». Pero, además del lugar, está la época. Y fue un golpe de genio por parte de Morante ambientar contra el telón de fondo de la inminente Guerra Mundial la historia del final de una infancia (los lectores de cierta edad recordarán un planteamiento similar en la película Verano del 42, de Robert Mulligan). A la luz de la guerra cobran espesor algunos de los detalles de Morante. El misterioso Wilhelm Gerace, que acaba siendo un hombre cruel con una casa dividida, sin duda alude al eje ítalo-alemán. El retraso de la Italia meridional encuentra su correlato en Nunziata. Y la desinformación de muchos de sus habitantes aflora en Arturo. «¿No sabes nada de la guerra? ¿No has escuchado la radio? ¿No has leído los diarios?», le pregunta en un momento dado un amigo. Arturo responde que nunca lo hace porque están llenos de falsedades. Una ironía adicional es que Arturo, deseoso de hazañas noveleras, no puede imaginar ni en sueños que, cuatro años después, esos diarios informarán de la llegada casi épica de los aliados a Nápoles, previa ocupación de Sicilia.

El desenlace, que tiene un precedente importante en el de La montaña mágica, resuelve unas cuantas de esas ironías, y sin adelantar mucho puede decirse que el personaje, como en toda novela de educación, aprende algo importante sobre el mundo y su propia situación. Los fuertes de Morante, sin embargo, no se hallarán en la trama, ni siquiera en la sucesión de episodios, que con frecuencia dependen de coincidencias y detalles añadidos sobre la marcha, en vez de basarse en un juego de anuncios y confirmaciones. A Morante también le gusta contar más de lo que muestra, y hay veces en las que la rememoración interfiere con el drama. Pero no son muchas las novelas que manejan con tanta delicadeza las trampas de la sensualidad, ni que cuentan con personajes tan bien delineados y palpitantes. En este sentido, Morante es una novelista más vital que, por ejemplo, Moravia, cuyos protagonistas, en especial en las novelas, a menudo parecen regidos por una idea previa, una posición filosófica, sin casi dar la impresión de tener libre albedrío. En La isla de Arturo, Morante captura los difíciles movimientos de una conciencia con sus errores y arrepentimientos.

La traducción de Eugenio Guasta, publicada originalmente en 1969 y ahora recuperada, sigue leyéndose muy bien, en particular en los pasajes lírico-descriptivos, aunque una edición más atenta habría podido eliminar algunos automatismos (el abuso del verbo «permanecer») y deslices de sintaxis como el ya señalado. Reparos aparte, la editorial Lumen continúa llevando a cabo una encomiable labor de rescate de la obra de Morante, que comenzó en 2012, cuando publicó por primera vez en traducción española su primera novela, Mentira y sortilegio (más de un millar de páginas). Las demás novelas de la autora ya habían aparecido en español en el siglo pasado, pero da gusto volver a verlas todas en las librerías: en enero aparecerá una nueva edición de La historia, con otras mil páginas, y desde hace unos años contamos con Araceli (Madrid, Gadir, 2008). Si la imaginación popular, como notaba Eugenio Montale, da una «segunda vida» al arte, las reediciones le proporcionan vidas sucesivas. El tirón actual probablemente tiene que ver con Elena Ferrante, que ha declarado su admiración por la autora en varias ocasiones; pero toda excusa es válida. Una novelista de la talla de Morante merece ser leída por cada nueva generación. La isla de Arturo es un buen libro para conocerla antes de acometer sus monumentales novelas río. Es también un libro de los buenos.

Martín Schifino es crítico literario y traductor. Entre sus últimas traducciones figuran las de E. B. White, Ensayos de E. B. White (Madrid, Capitán Swing, 2018); Patricia Highsmith, Once y La casa negra (Barcelona, Anagrama, 2018); y Ursula K. Le Guin, Contar es escuchar (Madrid, Círculo de Tiza, 2018).

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