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Una injusticia común entre filósofos

La identidad cultural no existe

François Jullien

Barcelona, Taurus, 2017

Trad. de Pablo Cuartas

107 pp. 14,90 €

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El filósofo francés François Jullien, gran conocedor de la filosofía clásica y de la cultura china, se enfrenta en este breve ensayo ante lo que parece una cuestión eminentemente práctica. ¿Cómo integrar a los inmigrantes en una Francia desnortada que sufre la lacra de la radicalización de muchos de sus jóvenes musulmanes? En su respuesta, no tan práctica, defiende que blandir una «identidad cultural» es, cuando no un contrasentido (la «identidad» es singular y la «cultura», colectiva), la forma perversa que tiene el nacionalismo de levantar «una muralla» contra dos amenazas.

Por arriba, estos nacionalistas temen la globalización (caracterizada por Jullien de forma simplista), cuyos dictados de eficiencia económica nos condenan a la uniformización de todo en todas partes. Por abajo, la amenaza la encarnan grupúsculos que Jullien califica de «comunitaristas» y que asocia con minorías intolerantes.

Ambas amenazas están relacionadas y se retroalimentan. Por ejemplo, el islamismo integrista, que encarnan en Francia segundas y terceras generaciones de inmigrantes, sería la reacción (resentida) contra la uniformización: los integristas se encierran en un sí mismo colectivo y dinamitan todos los puentes del entendimiento (p. 68). La cuestión es que estas reacciones atentan por igual contra lo común, concepto que hace referencia tanto a los lazos culturales compartidos sobre los que aflora la convivencia política como a las nuevas relaciones que, sobre dicha base, queramos ir estrechando (p. 24). Si la primera acepción nos vincula a cosas tales como la familia o a la nación política, la segunda nos abre al otro, a la humanidad incluso. De ahí que el intento de Jullien de conjurar ambas amenazas pase por defender la integración política en una cultura que no caiga en el identitarismo, sino que se abra a lo común de la humanidad.

La cultura ?afirma? emerge focalmente, esto es, a partir del entorno inmediato del sujeto: éste usará los «recursos» que la cultura pone a su disposición para abrirse singularmente al mundo. Lo primero que debe quedarnos claro, si queremos seguir su razonamiento, es que «las maneras de hablar […] son también (ante todo) maneras de pensar» (p. 41). Esto sería así porque la mayoría de los «recursos» que una cultura pone a nuestra disposición enraízan en la propia lengua. Lo segundo que debe quedarnos claro, derivado de lo anterior, es que a la universalidad no se llega con una sola lengua/cultura: si hay una estandarización especialmente odiosa para él, es la del «globish», el inglés de tráfico mundial por culpa del cual «muy pronto sólo podremos pensar con las nociones estandarizadas que harán tomar por universal lo que no serán más que los estereotipos del pensamiento» (p. 67).

Por eso, el enemigo a batir en este ensayo es el mito de una cultura única y original que alguna vez se truncó (Babel) y que podría volver a recuperarse. Y esto vale tanto contra quienes reivindican la «identidad cultural» (pues imaginan una cultura definida, estanca, sin la cual el sujeto no podría reconocerse; lo que da pie a las políticas nacionalistas del reconocimiento) como contra quienes atisban, al final del camino, el necesario advenimiento de una cultura universal.

El individuo preocupado por lo común será quien rechace los universales cerrados (completos, totales) y abrace el universal reflexivo, «rebelde, jamás colmado», consciente de que a lo universal siempre le falta algo (p. 39). Por eso Jullien sospecha de la «racionalidad triunfante» (p. 99), impuesta por Occidente más por la fuerza que por su verdadera universalidad: el Derecho legado por el imperio romano o la noción griega de «concepto», que implica categorizar hasta dar con una esencia, son sólo elementos de la singular cultura occidental. Y colige que:

Nada afirma que la diversidad de lenguas y de culturas pueda llegar a organizarse bajo las categorías «universales» que el saber europeo […] ha elaborado. En cambio, si fuera proyectado como horizonte […] siempre inalcanzado, como ideal nunca satisfecho, lo universal […] llevará a las culturas a no replegarse sobre sus «diferencias» […] y a no cesar, por consiguiente, de reelaborarse en función de esa exigencia […] (p. 42).

Lo común de la humanidad nos aboca a esta suerte de «fusión de horizontes» (culturales) a la que nos abre el diálogo con los otros: «logos» -explica- significa lo común de lo inteligible, que es objetivo y condición del propio «diá-logo». La diversidad de lenguas/culturas nos desentumece, nos expone a otras categorías del saber, a partir de las cuales repensar las nuestras. La verdadera universalidad, puesto que jamás será colmada, es la actitud reflexiva y dialogante de quien desafía constantemente sus propios prejuicios y rechaza en la medida de lo posible toda síntesis, por cómoda, aburrida e insuficiente.
Jullien identifica esta actitud con la apertura del pensamiento a sucesivos «écarts» (el traductor mantiene el vocablo francés para conservar la connotación). Con esto quiere decir que, en lugar de establecer comparaciones donde sólo se subrayen las «diferencias» entre dos términos (que es como habitualmente definimos los conceptos: fijamos tipologías, identificamos y determinamos cada uno hasta revelar su esencia por oposición a lo que no es), deberíamos abrir una distancia («écart») que ponga dichos términos en relación, que los mantenga en tensión, en constante comparación. Ahora queda volcar esta distinción conceptual («diferencia»/«écart») a lo que nos ocupa. Señalar las «diferencias» de cada cultura respecto de las otras invita a pensarlas como «identidades» estancas; desgraciadamente, correríamos el riesgo de no captar lo verdaderamente importante de cada una por menospreciar lo que comparte con las demás. Por eso afirma Jullien que «la identidad cultural no existe». En su lugar, apuesta por que abramos «écarts» entre culturas, explorando cada uno de los recursos ajenos y desordenando nuestros términos, desbordando, en fin, las tipologías cerradas.

La reflexión, hija del «écart», nacería de las divergencias culturales que nos fuerzan a desbordar y recomponer lo que en solitario parecía evidente. Para predicar con el ejemplo, Jullien subraya en distintas ocasiones especificidades de la lengua china que chocan con las lenguas europeas. Verbigracia, explica que la palabra «paisaje» mantiene su semantismo en toda Europa (landscape, Landschaft) y designa la «promoción de un “país”»; pero en China, shan-shui («montaña(s)-agua(s)»), cambia el semantismo e introduce una correlación ente lo alto y lo bajo, lo inmóvil y lo móvil, lo que tiene forma y lo informe (pp. 71 y ss.).

Aplicada a la política, esta aproximación al pensamiento dará la receta para afrontar la reacción integrista sin caer en la asimilación (uniformización). La verdadera integración pasa por concebir la Ciudad, al modo griego, como espacio público y plural donde, por fuerza, nos toca dialogar y repensar siempre el «vivir juntos» (pp. 90-91). En consecuencia, clama por un principio universal («regulador») que promueva que «la repartición [política] de lo común permanezca abierta; para que no se convierta en frontera y no se vuelva su contrario: la exclusión, de donde viene el comunitarismo» (p. 40).

Sin duda, Jullien acierta al enfrentarse a dos reduccionismos (el identitario y el uniformizador), tantas veces inseparables. Pongamos que el uniformizador no es, sobre el papel, un etnocéntrico convencido de la existencia de densos valores universales que todos deberíamos compartir; incluso así, es muy probable que, tras marcar claramente las «diferencias» culturales (podría ser el caso de Samuel Huntington con sus taxonomías en El choque de civilizaciones), termine abogando por imponer su cultura con tal de que no le impongan otra. Todo se reducirá a una correlación de fuerzas.

Siempre es una victoria huir de tales dicotomías y el concepto de «écart» ayuda. El problema es pasarse de frenada, y Jullien derrapa un poco: se plantea incluso si la aspiración a universalizar es universal o sólo un recurso occidental (p. 37). Ante la sospecha, parece echar al niño (universalización crítica) con el agua sucia del baño (uniformización). Muestra así un punto relativista con el que podría reintroducir por la ventana el comunitarismo que se había echado por la puerta. Bastan dos movimientos. Veamos.
En primer lugar, la reflexividad que nos propone hace desaparecer las «categorías» del pensamiento. Al sobredimensionar la semántica del lenguaje, reduciendo el pensamiento a la cultura y ésta a la lengua, acaba relacionando la reflexión con el «entre-lenguas, donde los posibles de una lengua se experimentan y se descubren en la otra y viceversa» (p. 67). De ahí que concluya, con más solemnidad que sentido, que «la traducción es la lengua lógica del diálogo» y «debe ser la lengua del mundo» (p. 103).

Empachado de «écart», parece olvidar que el sujeto posee una inteligencia (categorías estructuradoras como el espacio, el tiempo o los principios de causalidad y no contradicción, por ejemplo) con la que opera el lenguaje. Sobre este lenguaje operan las lenguas que usamos para comunicarnos. Precisamente por eso cabe la traducción, que no es más que una prolongación de la comunicación, del entendimiento pragmático con el otro. Jullien prescinde del común más importante de la humanidad, que es la razón que compartimos. Gracias a ella tratamos de argumentar, y argumentar es intentar alcanzar un acuerdo y, por tanto, cerrar la ininteligibilidad, la disonancia cognitiva o la contraposición de pareceres sobre cosas o hechos. El «écart» es, si acaso, un medio fructífero para alcanzar este tipo de síntesis (tras un rodeo reflexivo) y progresar en los acuerdos que nos emancipan, pero no un fin en sí mismo. Cuando un «écart» dispara la reflexión, lo que sucede es que, bien el sujeto (no el «entre-lenguas» ni el vacío) realiza un aprendizaje, bien la cultura incorpora (de otra) un nuevo recurso que ahora quedará al alcance de todos los socializados en ella; en ambos casos dejará de tener sentido seguir hablando de «écart». Basta ir a uno de sus ejemplos: puesto que la palabra «ideal», propiamente europea, permite promover la representación abstracta, acabó incorporándose a la lengua china mediante el neologismo li-xiang (p. 72). El pensamiento chino introdujo este concepto porque era funcional, porque, obviamente, no pueden prescindir de las abstracciones, prueba evidente, por cierto, de que también piensan lo universal.

Dejar esto de lado supone negar la posibilidad de un punto de vista trascendente (común a cualquiera más allá de la especificidad cultural o lingüística) desde el que enjuiciar un rasgo cultural. Pero hay algo todavía más obsceno que relativista en esto. Él sí cree que dicho punto de vista universal podría existir: lo fiaría a la comunicación en una sola lengua. Ciertamente se equivoca, porque hablar la misma lengua no implica transparencia comunicativa: olvida que los conflictos económicos o la desigualdad de poder, que, por supuesto, perdurarían, enturbian sistemáticamente la comunicación, como lo hacen también los sesgos cognitivos, las emociones, los impulsos irracionales como la «ley de polarización de grupos», etc. Pero lo impactante es que ni siquiera le interesa dar con ese punto de vista común porque, con la «uniformización» de la lengua, «el intercambio sería más fácil, pero ya no habría nada para intercambiar, en todo caso nada que sea efectivamente singular» (p. 103). Por supuesto, por cuanto el conflicto continuaría incluso en una sola lengua, yerra también al intuir que se agotarían los intercambios de experiencias singulares (humillación, desarraigo, pobreza, frustración, etc.). La cuestión, en cualquier caso, es que no ve en la injusticia (¿o es que no ve la injusticia?) una razón suficiente para buscar un punto de vista común y prefiere pagar un alto precio: la «síntesis, al absorber las tensiones, al eliminar los “écarts”, será terriblemente aburrida» (p. 96). En lugar de arrostrar juntos la injusticia, aunque sea en «globish», será más divertido conservar la diversidad en formol, vivificar las tensiones y prescindir, en fin, de alcanzar síntesis fructíferas.

Así, en un segundo paso, incurre en una contradicción a la que evita enfrentarse en este libro. Si fuera consecuente, debería entregar el porvenir al resultado impredecible y cambiante al que nos aboque el diálogo entre culturas, que van abriéndose las unas a las otras en un curso sin síntesis definitiva. Sin embargo, no se pliega a este devenir sin exigir antes la «defensa» de la cultura francesa, definida como inventario de «recursos» (pp. 65 y ss.). Entre los recursos a defender estarían la exigencia de universal (como ideal «regulador») o la promoción de la libertad del Sujeto que se proyecta en el mundo y que, con su acuerdo, legitima las normas democráticas. Hace ahora buena la abstracción taxonómica que había rechazado en beneficio del «écart» y afirma que los «recursos» deben quedar «disponibles» para poder ser «activados»:

Si no se organiza la defensa, llegará un día, quizás no muy lejano, en el que en Francia no podremos estudiar a Molière ni a Pascal por temor a ofender ciertas convicciones; y también, de manera elemental, porque el conocimiento de la lengua común –el francés, incluido el francés clásico? ya no será suficiente (p. 68).

Tras condenarnos a una comunicación intercultural sin filtro, Jullien reclama la pretensión universalizadora que niega a los otros. Tras advertir que los recursos culturales son lo que de ellos hagan los miembros de esa cultura, impone a cada nueva generación la taxonomía original. Cuesta no vislumbrar una deshonestidad que podría sobrepasarse pensando más radicalmente las injusticias. Quienes las padecen sí saben, en cualquier lengua, que la diversidad no es buena en sí; que los «écarts» son buenos si amplían las miras, si alimentan la compasión, si fortalecen la solidaridad, si avergüenzan al déspota o si mueven a concertar la acción colectiva de cara, en cualquiera de los casos, a ganar en emancipación. Son buenos sólo si la apertura inicial ayuda a cerrar acuerdos o a estrechar relaciones.

Mikel Arteta es doctor en Filosofía Política. Es autor de Construcción nacional en Valencia. Claves para entender la estrategia de expansión del nacionalismo en la Comunidad Valenciana (Barcelona, Biblok, 2017).

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