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La despoblación, desenfocada

Los últimos. Voces de la Laponia española

Paco Cerdà

Logroño, Pepitas de Calabaza, 2017

176 pp. 16 €

Alabanza de aldea

Adolfo García Martínez

Oviedo, KRK, 2016

160 pp. 11,95 €

El viento derruido. La España rural que se desvanece

Alejandro López Andrada

Córdoba, Almuzara, 2017

288 pp. 18,95 €

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Un problema político

Ocurrió el 25 de octubre de este año, durante la sesión de control al Ejecutivo en el Congreso, centrada especialmente en los sucesos de Cataluña. Una diputada hizo esta pregunta a la ministra de Agricultura y Pesca, Alimentación y Medio Ambiente: «Señora ministra, a la luz de hechos como que Castilla y León pierde sesenta y cuatro habitantes ?es decir, siete personas por provincia y día? que tienen que emigrar, que no encuentran empleo ni ninguna posibilidad, que más de dos mil quinientos pueblos en España están en riesgo de desaparecer en los próximos quince años, que ciento cinco comarcas rurales están dentro de lo que la Unión Europea considera desierto demográfico, o que en los últimos diez años hemos perdido ochenta y dos explotaciones diarias, en su gran mayoría pequeñas y medianas, ¿qué va a hacer el Gobierno para hacer frente a la despoblación en las zonas rurales?»

La respuesta de la ministra fue un tanto desabrida y se limitó a hablar del «enfoque multisectorial» que estaban dando al problema y a señalar la creación de un Comisionado del Gobierno frente al Reto Demográfico. La diputada contestó a su vez diciendo que ese Comisionado nacía sin presupuesto y que la política de Estado para el medio rural llevaba parada desde 2012. Finalmente, la ministra recitó algunas de las medidas llevadas a cabo hasta el momento: cursos y subvenciones. Ni una sola idea para solucionar la despoblación a largo plazo; ninguna medida «estructural», como suele decirse. Y, por supuesto, ni un solo resultado de lo que haya podido hacer gobierno alguno desde hace décadas, porque no lo ha habido.

El problema viene de lejos, como de lejos viene la literatura que lo acompaña para describirlo y lamentarlo. En 1899 se publicó El pauperismo en Álava. Inmigración a la capital: medios de combatirla, de Eulogio Serdán y Aguirregaviria; en 1926, Gravísimo problema nacional, al engrandecer las ciudades se ayuda a la despoblación de los campos y se fomenta la pobreza y la miseria del país, de Emilio Zurano Muñoz. Y desde entonces hasta ahora, son numerosos los títulos que hacen referencia al asunto, ya sea para estudiarlo en el conjunto de España o por regiones. Para hacerse una pequeña idea, basta echar un vistazo en el catálogo de la Biblioteca Nacional de España bajo la materia «Éxodo rural», teniendo en cuenta que no se refugian bajo ese marchamo todos los libros que tratan del tema.

Un problema literario

Esos dos primeros títulos señalados sobre la despoblación, de 1899 y 1926, tienen algo en común: no solamente se limitan a describir el problema, sino que además proponen soluciones. Esa idea regeneracionista se mantuvo mal que bien, si acaso desdibujándose poco a poco, durante toda la producción literaria española hasta los años ochenta del pasado siglo. Así, el libro de viajes de Ramón Carnicer, Gracia y desgracias de Castilla la Vieja; el de Andrés Sorel, Castilla como agonía, Castilla como esperanza; y el del geógrafo Jesús García Fernández, Castilla. Entre la percepción del espacio y la tradición erudita. El libro de Sorel plantea ya la decadencia que mostrará la generalidad de la producción editorial que, sobre la despoblación, irá apareciendo en los años siguientes y que se fundamenta en la postura que adoptan escritores e intelectuales, que se despeñan muy a gusto por los barrancos del sentimentalismo. Se pregunta Sorel si merece la pena el llanto y se resigna a la inutilidad de los libros, que nada transforman y son sólo un grito. Es cierto que incluso los textos más ligeros, entretenidos y escritos con frescura, se dejan vencer por las huestes léxicas de la derrota: fantasmas, derribo, ruinas… No hay quien los saque de ahí, si exceptuamos la labor de algunos periódicos que, desde hace meses, y fuera de las crónicas y reportajes deprimentes sobre la deprimente situación, entrevistan a alcaldes de las zonas más castigadas y próximas a la desaparición para preguntarles sobre las soluciones que ofrecen y que han intentado desarrollar en sus pueblos.

Pero, además de ese regodeo en la derrota, existe otro aspecto de la decadencia de la literatura sobre la despoblación. Lo explica Jesús García Fernández al hablar de un concepto que estuvo de moda hace unos años, el de la desertización: «El concepto de desertización es, por tanto, más un baladro en labios de intelectuales con ribetes de ecologismo, que no modo de percepción del espacio. No ha surgido espontáneamente por las gentes que viven en estos espacios vaciados por el éxodo rural; sino acuñado en las ciudades como algo hiperbólico de la despoblación, con un tórculo un tanto alharaquiento y bastante a espaldas de la realidad».

Obcecarse en lo que hay de pérdida y desastre, y hacerlo de forma exagerada y obsesiva son los dos grandes inconvenientes de la literatura contemporánea sobre la despoblación. Como contrapunto, basta echar un vistazo al reportaje de Larissa MacFarquhar en la revista The New Yorker de 13 de noviembre de 2017. Lo titula «Where the Small-Town American Dream Lives On» y la entradilla dice así: «As America’s rural communities stagnate, what can we learn from one that hasn’t?» («Mientras las comunidades rurales estadounidenses se estancan, ¿qué podemos aprender de una que no lo hace?»). El reportaje trata de Orange City, un pueblo pequeño pero próspero de Iowa, que aparece como ejemplo para aquellos pueblos que, por el contrario, parecen atascados en el desarrollo económico y social de sus comunidades.

Luces y sombras

El enfoque positivo, y con ánimos constructivos, de Larissa MacFarquhar, contrasta con la literatura española sobre una España que desaparece sin que nadie parezca ofrecer solución alguna. Es el contexto que tendremos que tener en cuenta a la hora de analizar los libros de Adolfo García Martínez, Alejandro López Andrada y Paco Cerdà. Por otro lado, ese mismo análisis nos llevará a detectar algunas virtudes que conviene resaltar.

Alabanza de aldea es un ensayo de Adolfo García Martínez, casi un paper, que estudia la conformación de la noción «pueblo» en Asturias. El texto, breve y preciso, aparece reforzado con fotografías en la tercera edición. Aunque parezca ceñido a un ámbito muy concreto, su intención va más allá de las fronteras regionales. Sostiene el autor que la despoblación es producto de la urbanización de los pueblos, entendida ésta como la mímesis que han hecho los núcleos rurales de las ciudades. Así, dedicará parte del libro a diseccionar el modo de vida rural tradicional, desde todos los puntos de vista, para terminar exponiendo algunas ideas acerca de los modos de atajar la despoblación y recuperar los núcleos rurales, articulando tradición y desarrollo para que el pueblo sea fuente de vida. Lo primero que hace es algo fundamental, y es preguntarse si realmente la despoblación es un problema. No es pregunta baladí cuando estos días hemos visto cómo una ciudad aparecía tomada por tractores, llegados desde el agro catalán, como demostración de fuerza de un nacionalismo xenófobo y excluyente, si se me permite el pleonasmo. Sergio del Molino, en un libro de gran éxito y cuyo título se emplea machaconamente como metáfora del problema de la despoblación, intentó, en uno de los capítulos, buscar el nacionalismo en las zonas rurales españolas, para darse de bruces con el carlismo. En la reseña que le dediqué en su día, ya señalé que aquello era un despropósito, fundamentado, además, en un error de bulto: señalar como carlista al escritor Ciro Bayo. Los congresos organizados para el estudio de la despoblación no hacen ningún tipo de llamamiento nacionalista y no lloran por la desaparición de un pueblo, sino por el empobrecimiento de una tierra y la desaparición de modos de vida que contrastan con el tráfago y la cinética de unas ciudades que estamos convirtiendo en nuevas ciudades-Estado.

Adolfo García hace bien en preguntarse por el sentido de la preservación del mundo rural. Evidentemente, la calidad de vida en los pueblos ha mejorado considerablemente, y lo que se pretende mantener o recuperar es, en cierto modo, algo intangible: García habla de valores como la solidaridad y la ecología, unos terrenos de contornos un tanto indefinidos. Las propuestas de García tienen que ver con lo que el «urbanita» demanda al «campesino»: espacios y productos de calidad, un lugar donde huir del tráfago de la ciudad. La deriva hacia la propuesta del turismo rural como motor vital es evidente. De alguna manera, choca con lo que muchos alcaldes reclaman desde las páginas de los periódicos regionales: facilidades burocráticas para la creación de polígonos industriales. Más que atraer gentes de paso, optan por evitar que marchen los pocos que quedan y conseguir que las familias que vengan de fuera consigan arraigar en la comarca. Resulta difícil creer que el desarrollo del turismo rural y la manufacturación de productos de calidad, artesanales y gastronómicos, pueda revertir la despoblación en España. Quizá consiga mantener el número de habitantes de alguna comarca asturiana, pero a nivel nacional parece más complicado.

Por su parte, el libro de Alejandro López Andrada, El viento derruido, es una loa de aquellos que permanecen en unos pueblos cada vez más exiguos de vecinos. El autor describe, por boca de los ancianos de esos pueblos, el mundo rural de la primera mitad del siglo XX en Córdoba, Ciudad Real y Badajoz. El libro es un prodigio lingüístico. Si algo han dado los libros sobre el mundo rural, o ambientados de alguna manera en los páramos españoles, ha sido el enriquecimiento del lenguaje. Pienso en escritores como José Ángel González Sainz, Enrique Andrés Ruiz y Abel Hernández, capaces de escribir ficción con un uso impecable del español, que recupera, y aun moderniza, un vocabulario rico y espléndido. El viento derruido está escrito con un lenguaje gustoso que contrasta con lo que hay de siniestro en el mundo que describe, de tal manera que uno se pregunta si merece la pena conservarlo. No hay más que recuerdos de hambre y pobreza. Por otro lado, esa época opresiva puede recordarse con agrado por los lazos de solidaridad creados entre quienes la padecían como única manera de sobrevivirla.

El lector tiene que tirar de imaginación para vislumbrar de qué manera viven ahora esos ancianos, antaño campesinos, pastores, picapedreros, nacidos en casas sin baño y sin agua corriente. El mismo libro, con el añadido de entrevistas a los hijos y nietos de los ancianos, habría matizado la nostalgia y habría tenido otro enfoque. Distinto, es evidente, al que quería su autor, pero acorde con lo que yo planteaba al principio. Ellos se han quedado, pero sus nietos se marchan, aunque las condiciones de vida sean mejores que las que padecieron sus abuelos. Quedan muchas preguntas que no terminan de concretarse: ¿por qué se marchan los que se van? ¿Por qué se resisten a marchar quienes se quedan?

Además de su lenguaje, la mayor virtud de El viento derruido es el amor que demuestra el autor por su tierra y por las gentes que la habitan. No creo que señalarlo sea una caída en la sentimentalidad que criticaba más arriba, porque, si precisamente hay algo positivo en el llanto y la queja, es que son demostraciones de que la España que desaparece importa mucho. Las ciudades están llenas de gentes cuyo origen está en pueblos, remotos o no, cuyo patrón se desangra, y es pertinente preguntarse si esos emigrantes regresarán algún día, o si se dan las condiciones necesarias para que lo hagan, teniendo en sus localidades de origen su segunda vivienda. Así fue como el gobierno francés pretendió solucionar la despoblación de sus provincias.

La misma obsesión de López Andrada por quienes permanecen, por aquellos que se resisten a marchar, es la que tiene el periodista Paco Cerdà en su libro, Los últimos. Me da que el espantoso subtítulo, Voces de la Laponia española, es cosa de la editorial, porque todo su extenso reportaje sobre los últimos habitantes de pueblos casi yermos está escrito con emoción contenida, entusiasmo, humor y una profesionalidad que hace extraña esa caída en la metáfora «alharaquienta», como diría Jesús García Fernández.

Cerdà, periodista del diario Levante, recoge varios testimonios de habitantes de la llamada Serranía Celtibérica, la región despoblada que agrupa municipios de diez provincias y cinco comunidades españolas. Cerdà la recorre entrevistando a los lugareños más extremos de la España rural, aquellos que son los únicos habitantes de sus pueblos. Como crónica, el libro es excelente, pero hay detalles que hacen que nos preguntemos por algo que parece escapársele al autor. Escribió Arcadi Espada que el periodismo trabaja siempre en la cruz que forman lo importante y lo interesante. Así, un periodista está siempre en la encrucijada, y el hecho de decidirse por un camino lleva consigo el desequilibrio de su trabajo. En esta encrucijada periodística, los protagonistas son lo interesante, sin duda. Pero en estas páginas hay al menos dos personas que han suscitado algo más que mi interés, quitándoselo por completo a quienes entrevista Cerdà. Son apenas dos atisbos, dos visiones fugaces: el conductor de una furgoneta de reparto y un cuidador sudamericano que está al cargo de un anciano. Cuánto sabrán ellos de arraigo y desarraigo. Como el periodista, viven en pueblos con más habitantes y bien servidos, con Centro de Salud, comercio y cajero automático. Y en cada jornada laboral han de enfrentarse a esa soledad que, como una sombra inquietante, heraldo de borrasca, se extiende por la España rural. El chófer, recorriendo carreteras vacías y pespunteando con su furgoneta las últimas hilaturas de aliento vital en las montañas y en los páramos; el cuidador, llegado quién sabe cómo y quién sabe de dónde, apegado a unos ancianos que asisten a la desaparición de un mundo que quizá ya ni recuerden. Y ambos, conductor y enfermero, transmitiendo aún energía y esperanza a estos pueblos.

Junto a la España rural que desaparece, está la España rural que permanece. Y que, además, lucha por seguir viviendo y dotando de riqueza a algunos de los paisajes más emocionantes del país. Lo mejor de la literatura española que trata de la despoblación se resume, como he señalado, en el uso del lenguaje. En el caso de López Andrada y su libro El viento derruido, un lenguaje delicado que describe un mundo evanescente; en el caso de Paco Cerdà, un lenguaje periodístico, preciso y no exento de sentido del humor. Las sombras las provoca el desenfoque. Atrapados por el sentimentalismo y un sentido épico de la derrota, quienes escriben sobre la despoblación de la España rural olvidan a quienes en ella permanecen y a quienes han llegado allende de nuestras fronteras para iniciar una nueva vida. Todos aquellos ciudadanos que, en definitiva, alimentan la esperanza de que se revierta la situación.

Sergio Campos Cacho es bibliotecario, coautor de Aly Herscovitz y colaborador de Arcadi Espada en su libro En nombre de Franco. Los héroes de la embajada de España en Budapest (Barcelona, Espasa, 2013).

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