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Una actualidad innombrada

La actualidad innombrable

Roberto Calasso

Barcelona, Anagrama, 2018

Trad. de Edgardo Dobry

176 pp.

18,90 €

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«La sensación más precisa y más aguda, para quien vive en este momento, es la de no saber dónde se pisa en cada momento. El terreno es poco firme, las líneas se desdoblan, los tejidos se deshacen, las perspectivas oscilan. Entonces se advierte con mayor evidencia que nos encontramos en “la actualidad innombrable”». Bastan esas líneas de apertura para comprender que el florentino Roberto Calasso, presidente y director literario de la prestigiosa editorial Adelphi, pretende con este ensayo adentrarse en las entrañas de una sociedad que otros han llamado líquida, o posmoderna. Vuelve a publicar en Anagrama, como parte de un work in progress –palabras de la editorial– que comprende ensayos como La ruina de Kasch, Las botellas de Cadmo o El ardor.

El libro se divide en tres partes, aunque la tercera, una página, no pase de poético corolario. Concluye con uno de esos desgarros de Baudelaire, quien, en un «spleen» avant la lettre, transcrito parcialmente por Calasso, vio derrumbarse una inmensa torre: «síntomas de ruina. Edificios enormes. Numerosos, uno encima del otro, apartamentos, habitaciones, templos, galerías, escaleras, tripas, miradores, fanales, fuentes, estatuas. Hendiduras, grietas. Humedad que proviene de una cisterna situada cerca del cielo. ¿Cómo advertir a la gente, a las naciones…? Advirtamos al oído a los más inteligentes». Evoca Calasso, tirando otra vez de Baudelaire, una angustia vivida en una torre-laberinto, siempre «a punto de colapsar», corroída «por una enfermedad secreta» que acabará aplastando mármoles, piedras, huesos y materia cerebral (pp. 151-152).

El itinerario que atraviesa el ensayo hasta llegar a esa página final es difícil de resumir. La angustia del poeta es interpretada por Calasso como una premonición a cien años vista: la caída de las Torres Gemelas. ¿El mal que nos acecha hoy es el terrorismo? Si acaso, quizá como manifestación de una patología social más honda. ¿Nos ha advertido antes el autor del diagnóstico? Veamos.

La segunda parte, puestos a seguir el orden inverso, ofrece una narración fragmentaria que retoma «palabras escritas, publicadas, dichas, registradas» por escritores e intelectuales de la época, que evocan anécdotas y episodios, públicos y privados, desde la llegada de Hitler al poder hasta la liberación de Berlín. Muestran la sensación de desesperanza que reinaba, una «espiral cada vez más estrecha, que terminaba en un estrangulamiento» (p. 87).

Abre con Klaus Mann, escritor que, «como impulsado por un mal presentimiento», se despide de Berlín explicando a un amigo que Hitler ha sido nombrado canciller. Céline advertía a alguien que «hay algo histérico y urgente en el aire» y que vamos «hacia la violencia»; aunque es la sociedad, «devoradora», de quienes «somos absolutamente dependientes», porque es ella la que «decide nuestro destino». Joseph Roth pide a Zweig que abandone su editorial tras ver cómo se manipula un libro suyo en sentido völkisch. Y se van sumando anécdotas y reflexiones de un espectro de personajes que va de Walter Benjamin a Joseph Goebbels.

Aristócratas demasiado preocupados por comprarse un sombrero. Aletargados, como Samuel Beckett, quien, de su viaje al país en 1936, sólo apunta que «fue un fracaso. Alemania, horrible. El dinero, escaso. Estoy siempre cansado. Todos los cuadros modernos están en los almacenes» (p. 99). Con el tiempo, los hubo cayéndose del guindo, como el novelista Hans Carossa, que en 1941, atendiendo a los ejercicios de aritmética de su hija –si al Estado le cuesta X dinero cada «enfermo mental», entonces…–, empezó a creerse las matanzas de discapacitados. Muchos no creyeron que hubiera gran cosa que denunciar, como Ernst Jünger y Carl Schmitt, cuyo intercambio epistolar se reducía a recomendaciones literarias. De este tipo de espectador indiferente emana buena parte de responsabilidad por la reproducción de un discurso-ambiente que, lejos de contener al totalitarismo, le abrió los diques. Así se explica que hasta 1941 poco se supiera de Hitler en Estados Unidos. Sale mal parado Ernst Jünger, no tanto por sus reflexiones contra la máquina («predador cuya naturaleza no ha sido inmediatamente percibida por el hombre»), como por escribir, un ejemplo, que «cada vez que se ve retorcerse a un gusano [tras cortarlo con una pala], la repugnancia se mezcla con la piedad, como con el cerdo, al que es afín por la manera de sufrir», refiriéndose con ambas metáforas a los judíos (p. 112). Tampoco tienen desperdicio reflexiones similares de André Gide. Finalmente, los hay volcados, como Robert Brasillach, redactor francés extasiado al descubrir en el hitlerismo «la mitología sorprendente de una nueva religión».

Pero no prima aquí la denuncia a los intelectuales, aunque el lector la haga suya. Más bien se nos presenta un batiburrillo de espectadores, directos e indirectos, residentes o turistas, intelectuales alemanes de primera fila o periodistas franceses de segunda. Todo se entremezcla, bien licuado, para revelarnos el Zeitgeist de aquellos años. Por una parte, el espíritu estaba empapado de antisemitismo y exaltación nacional, ideas que empujan a matar más que el hambre. Lo intuyó Vasili Grossman cuando llegó a Treblinka con las tropas de Stalingrado en 1944: «¿Por qué necesitaban los alemanes esta guerra tan terrible e injusta? Millones de nuestros hombres han visto ahora las ricas granjas de Prusia Oriental» (p. 146). Por otra, reinaba la indignación y el miedo, emociones que, juntas, suelen conducir a un silencio cobarde. Con honrosas excepciones.

Como un juego, Calasso expone fragmentos y el lector –leída la primera parte del libro– deberá recomponer la foto de época: se nos enfrentan, por ejemplo, apuntes de un indignado Goebbels sobre las fosas comunes de polacos en Katyn, con la respuesta soviética contra los «calumniadores» nazis. Una guerrilla desinformativa que podríamos relacionar con una frase de George Orwell páginas atrás: «Ya ahora [la historia] ha dejado de existir», por cuanto ninguna versión podía aspirar a ser universalmente aceptada. En fin, donde todo vale emergerán dioses postseculares que, reacios a venir a buscarla con nosotros, intentarán imponernos su Verdad. Algo así pretende explicarse en la primera parte de esta Actualidad innombrable, la que revela el diagnóstico.

En la primera parte, el autor presenta sus propios escritos fragmentarios, con los que va trabando –más o menos– una argumentación inteligible sobre el mundo al que hemos ido abriéndonos desde la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué enfermedad social aplaude el derribo de las Torres Gemelas? Esa es la cuestión. Y el autor apunta a patologías inherentes al homo saecularis: en la actualidad (innombrable), avanzada la moderna secularización, se exige al hombre que abandone las doctrinas religiosas y profundice «en una suerte de incesante bricolaje del conocimiento, sin tener ninguna certeza acerca de un punto de inicio y sin siquiera figurarse un punto de llegada» (p. 29). La racionalización, aparejada al pensamiento secular, nos ha conducido a la abstracción y al progresivo vaciamiento: verbigracia, si la economía política utilitarista (Bentham) absorbe cada componente de la humanidad en sus cálculos, la democracia liberal prescinde de toda sustancia y se reduce a una «suma de procedimientos que afirman ser capaces de acoger cualquier pensamiento» (p. 22).

Pero las libertades democráticas, las que sostienen la cíclica competición entre partidos políticos (agentes de intermediación que representan a una «parte» de la población) por hacerse con el poder, abren la puerta también a ideologías que atacan el pluralismo democrático, como el nazismo en 1933. En suma, la procedimentalización democrática, al prescindir de un núcleo sustancial de verdad irrebatible, nos expondría, inermes, a lo abiertamente injusto, a la arbitrariedad de una posible mayoría intolerante que anule de facto las garantías constitucionales.

En el ensayo que nos ocupa, esto cobra rango de fatalidad cuando lo vinculamos con las dudas de Calasso sobre la consistencia misma del hombre secular, el demócrata: éste pretende ser un humanista amante de la técnica y del progreso, altruista, racional y tolerante; pero reposa en estos atributos con más fe que espíritu científico. Y luego pasa lo que pasa.

De hecho, lo que uniría al terrorismo yihadista con el nazismo, lo que se convierte en síndrome de época, es la pura reacción contra el «secularismo», la voluntad de escapar del vértigo y la depresión en la que nos entierran las promesas modernas de «soberanía política» y «autonomía individual». La masa nazi huyó disolviéndose en la sociedad y dejándose usar como el constructor usa el ladrillo. En el paroxismo secularista, la sociología funcionalista suplantó a la religión; el ingeniero social, al guía espiritual; la fe en la tecnología, al rezo; el Estado, a Dios; la Teología política (Carl Schmitt), al Estado democrático de Derecho. Calasso lo bautiza en su conjunto como «sociedad experimental». Sus padres fundadores fueron Bouvard y Pécuchet, sin olvidar a Rousseau, Marx o Durkheim, pero también Hitler o Stalin: todos ellos empeñados ingenieros de almas.

El yihadista, por su parte, hace suya otra suerte de teología política: huye del peso del escepticismo y del relativismo moral, que afloran con el consabido «pluralismo de los valores». El fundamentalista es un resentido que teme el vacío de su autonomía, esquiva la duda, se desentiende de reivindicaciones políticas, y busca una certeza última, instantánea y desintermediada: de las ruinas de su arrogante autosuficiencia brota la capacidad de asesinar indiscriminadamente. Su inmolación sería su particular democracia directa.

En suma, Calasso parece sostener que quien da un golpe de gracia al vertiginoso rascacielos levantado por el secularismo es un resentido antimoderno con ínfulas de verdadero soberano. Sabíamos que Dios es soberano por su ira arbitraria, que podía alcanzar incluso a Job por más méritos que hiciera. Análogamente, el Estado es soberano porque decreta, cuando lo desee, el estado de excepción, autoafirmándose frente a cualquier discrepancia interna, por justa que se pretenda (Schmitt, de nuevo). Y ahora el terrorista se enseñorea de nuestro miedo. Su ira es nuestra soberana y nos descubre un significado último contra el que poco pueden las garantías democráticas: la matanza «casual», tan aleatoria que incluso uno puede morir matando, logrando así un significado último para su vida.

El ensayo es interesante, tiene destellos ocurrentes y es grato al lector formado. No obstante, hilvanada la línea argumental (no descarto otras formas de hacerlo), cuesta aceptar la tesis del autor, la que identifica la amenaza que nos acecha con un terrorismo «casual» (p. 14), «no significativo», precipitado de un nihilismo que prescinde del sentido. No sólo porque cuesta asociar el nihilismo occidental (radicalización del secularismo) con sociedades teocráticas. Sino porque, en cualquier caso, nada humano carece de sentido: incluso el dadaísmo pretendía comunicarnos que hay potencia comunicativa más allá del encorsetamiento de la sintaxis que rige un ámbito dado. Por eso, como tantos posmodernos, Calasso sólo acierta a medias con el diagnóstico.

No parece casual, por ejemplo, que la revista del ISIS (Rumiyah) titulara ya en su primer número «La sangre del kafir, incrédulo, es halal, y es legítimo que sea vertida por vosotros» (p. 14). Por alguna razón, el autor quiere hacernos pasar un terrorismo claramente «significativo», que pretende levantar sobre el miedo un Estado soberano (pocas cosas más modernas y definidas que un Califato que reivindique con éxito el monopolio de la fuerza sobre la comunidad musulmana), por una especie de terrorismo nihilista, como el de los resentidos del final del siglo XIX (el cual, por cierto, tampoco carece de sentido y por eso hay quien ha tratado de conceptuarlo o, al menos, de explicarlo sociológicamentePankaj Mishra, La edad de la ira. Una historia del presente, trad. de Eva Rodríguez Halffter y Gabriel Vázquez Rodríguez, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017.). La razón de la equiparación sería que en la acción terrorista «no hay discriminación de clase ni edad». Y no la hay, pero hay otra discriminación explícita: la del infiel, categoría que no nació precisamente ayer.

El terrorismo actual entronca, como bien explica Calasso en la primera parte, con el Viejo de la Montaña, Hasan-i Sabbah, que crea un paraíso para incentivar que sus fedayines asesinen a sus enemigos, los selyúcidas: el Viejo quería ensanchar su poder; los fedayines, alcanzar el paraíso prometido, sacrificándose para abatir al enemigo señalado. Hoy los mártires del jihad aspiran al paraíso, colmo de los placeres, y para ello destruirán al infiel y experimentarán el poder de la muerte. Mientras tanto, las elites de sunníes y chiíes, como hacía Hasan-i Sabbah, siguen moviéndose estratégicamente en el tablero geopolítico. El significado, claro, hay que ir a buscarlo.

Ni líquida ni gaseosa, ni tecnocrática ni (nacional)populista, ni posmoderna ni neofeudal. La actualidad innombrable bien podría titularse La actualidad innombrada. Y lo peor no es su incapacidad de nombrarla, sino la escasa voluntad (moderna, claro) de conceptuarla en serio, de caracterizarla, de explicarnos su estructura, así como las tensiones que la atraviesan, lo que nos cabe esperar más allá del ataque de los resentidos y, sobre todo, lo que deberíamos empezar a hacer para reencauzar lo que se haya salido de madre. ¿O acaso propone una enmienda a la totalidad? ¿El fracaso de la modernidad y el retorno a algún tiempo mejor? ¿Cuál?

Mikel Arteta es doctor en Filosofía Política. Es autor de Construcción nacional en Valencia. Claves para entender la estrategia de expansión del nacionalismo en la Comunidad Valenciana (Barcelona, Biblok, 2017).

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