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Iris antes de todo

La soberanía del bien

Iris Murdoch

Barcelona, Taurus, 2019

Trad. de Andreu Jaume

224 pp. 18,90 €

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Algunos episodios de la vida de Wittgenstein habrían servido para dar vida a los personajes extraviados, extravagantes y extemporáneos que solemos encontrar en las novelas de Iris Murdoch. Ludwig Wittgenstein, gran exponente de la filosofía analítica, desconfiaba del conocimiento como herramienta para la felicidad. Él mismo encontrará en un amor con una persona casi cuarenta años más joven que él, en el estudiante de medicina Ben Richards, la solución a un problema hasta entonces irresoluble: la única doctrina que hace innecesario el pensamiento es el amor. El filósofo intratable, como así lo recuerda Murdoch en las dos veces que estuvo con él cuando daba sus últimas clases, adoraba los chistes absurdos y buscó, en su segunda vida, en el segundo Wittgenstein, un contacto más humano con sus semejantes. Ese podía ser el personaje.

Wittgenstein hubiese ocupado un buen lugar en El mar, el mar (1978), la gran novela de Murdoch: uno de esos visitantes que aparecían para perturbar el retiro del dramaturgo Charles Arrowby en la costa norte de Inglaterra, ajustar cuentas con él y acabar reconociendo, durante un paseo al borde de los acantilados –mortal límite– que la filosofía no ayuda a soportar las pérdidas del amor: incluso puede agravarlas.

Iris Murdoch siguió una trayectoria parecida a la de Wittgenstein, al que consideró el filósofo más grande del siglo XX, junto a Martin Heidegger; lugar aparte ocupa Jean-Paul Sartre, el verdadero responsable de su dedicación a la filosofía. Entre 1948 y 1963 impartió clases de Filosofía en el St. Anne’s College de Oxford –aunque no dejó de publicar hasta casi el final de su vida, en 1999–, donde desarrolló una carrera muy reconocida dentro del tradicional empirismo anglosajón –era irlandesa de Dublín–, aunque centrada en la filosofía moral. Puede que su vida le exigiese ese paso. Ella, como de manera tan cruel le reprochó su amante Elias Canetti, era la mujer de sus novelas; él, la víctima que utilizó como modelo tragicómico de intelectual empeñado en un saber total; y John Bayley, con quien se casó en 1954, el que construyó el personaje con que ahora la identificamos, y que ha sido llevado al cine. Refirió no sólo su final a causa del alzhéimer, sino otros muchos pormenores en cotilleos vertidos con gracia literaria en Elegía a Iris.

Aunque en la La soberanía del bien (1970) no aborda abiertamente la limitación de la filosofía para tratar el tema fundamental (¿cómo salvarse: venciendo o aliviando la inadaptación ante un mundo tecnificado?), sí que da un paso sin vuelta atrás en la defensa de una ética basada en el bien y la virtud. El libro, inédito hasta hora en España, reúne tres conferencias: «La idea de perfección» (1962), «De Dios y el Bien» (1966) y «La soberanía del bien sobre otros conceptos» (1967). En la primera de ellas se propone un movimiento de regreso para ver por qué la filosofía ha renunciado a la idea central de amor: «Los filósofos contemporáneos suelen vincular la conciencia con la virtud y, aunque hablan constantemente de la libertad, rara vez hablan del amor», afirma. Si definir el bien es difícil, la bondad está al alcance de la voluntad humana, dice Murdoch. De la buena voluntad, único medio, según su admirado Kant, que permite aproximarse al bien.

En la segunda conferencia se propone buscar una filosofía eficaz, un sistema moral habitable. Lo explicará de manera muy gráfica con la crítica que Søren Kierkegaard hará del sistema hegeliano: «Un gran palacio fundado por alguien que luego vive en una choza, o en el mejor de los casos, en la portería». Hay que tener en cuenta que para entonces (1966), Murdoch lleva escritas diez novelas y está plenamente dedicada a esa tarea, y es posible que sus preocupaciones filosóficas fuesen ya puramente novelísticas o se dirigiesen sólo a los problemas morales que se plantean sus protagonistas. En las páginas finales de El mar, el mar, el agotado Arrowby escribe: «Los arreglos humanos no son otra cosa que cabos sueltos y cálculos nebulosos, independientemente de cualquier cosa que para consolarnos pueda fingir el arte».

Aquellos filósofos, positivistas lógicos y matemáticos del Club de la Ciencia Moral creían que «todo es uno» y que cualquier caso particular reproduciría un modelo preciso estudiado antes. No había margen para la tragedia: sólo para la diversión durante un rato una vez terminadas las clases. Ni siquiera para «representar el tragicómico espectáculo humano» (según definición de Andreu Jaume, editor de estos ensayos) y los vulgares conflictos del amor y el desamor.

Aunque Murdoch quiera apartarse de la filosofía, sigue emitiendo el resplandor de alguien que aspira a conocer la complejidad del alma humana y que, bajo mi punto de vista, describe la moralidad pública actual con cincuenta años de anticipación. Así lo explica: «Es significativo que en la filosofía occidental la idea de bondad (y de virtud) haya sido superada en buena medida por la idea de rectitud, apoyada quizá por algún concepto de sinceridad». Lo que en el lenguaje político al uso, tan extendido en las apasionadas conversaciones domésticas, radiofónicas y televisivas, se llama «coherencia» y «decir lo que se piensa», aunque sean insoportables estupideces.

Pero se olvida algo que tanto en la vida como en una novela está presente por diferentes motivos: y es que, hasta en las decisiones morales que creemos fundamentales, existe una relación misteriosa entre nosotros como «agentes puramente racionales» y el «mecanismo impersonal» que a la vez nos mueve. Creemos tener una personalidad, una entidad y ser antes que no ser, y no somos más que un «oscuro sistema de energía». Sin duda se trata de una zona especialmente propicia para la novela y la ficción. Y es ahí donde Murdoch da el salto hacia la pura creación literaria: «Es verdad que los seres humanos no pueden soportar mucha realidad», escribe. Sobre esta cuestión, apunta Andreu Jaume que esta frase procede de un verso de T. S. Eliot (el primer movimiento de «Burnt Norton», el que abre los Cuatro Cuartetos, que Murdoch conocía muy bien). Demasiada realidad, sin duda, porque a lo que ha sido habrá que sumar además lo que podía haber sido y no fue, como continúa el poema.

El arte tendrá la misión de «buscar consuelo en la fantasía», resarciéndonos de esa insorportable realidad documental que hoy tanto se reclama, y el verdadero talento estará en eliminar el yo, esa carga emocional que lo domina y desvirtúa todo: «Delinear la naturaleza con mirada limpia no es fácil y requiere una disciplina moral», nos advierte Murdoch. Hacer desaparecer ese yo es aceptar que todo podía haber sido de otra forma, que pocas cosas están en nuestras manos.

En «El fuego y el sol» (1977), subtitulado «Por qué Platón desterró a los artistas», habla de que el arte puede convertirse para algunos en un sustituto mágico de la filosofía, pero que sólo «finge saber cómo clasificar y explicar la realidad». Un arte que fuera más allá, escribe Murdoch, no sería más que una «impostura», una imitación de otros mundos. Algo como cantar por encima de la música del tocadiscos. De ahí que las novelas de Murdoch tengan algo de alta comedia, de distanciamiento del drama y pudor ante los secretos personales, aun estando construidas de enredos sentimentales sin solución, alargando el final por si la muerte lo acabase resolviendo todo o dejándolo todo inacabado, como en la vida misma.

La vida de la propia Murdoch parece estar contada en sus libros, pero no se tiene la sensación –menos mal– de estar asistiendo a una autoficción documental, de esas en que el autor dice sin cortarse: me ha pasado a mí, es mi vida. Es extraño que Canetti, con quien, como se ha dicho, inició una relación en 1951 –la relación duró décadas, aunque Murdoch fue sólo una más de sus muchas amantes­–, le dedicase unas páginas que, de sangrantes, llegan a ser de serie B. De ellas sólo cabe pensar en algo tan humano como la envidia, negarse a aceptar el talento de Murdoch –la presentaban como la «mujer más brillante del Reino Unido»–, o el resentimiento por no ser aceptado, él, el autor de Masa y poder, como el más visionario escritor del siglo XX. No se sabe qué es peor: si que recrimine a Murdoch que hubiese adoptado «esa manera servil que forma parte del culto a Wittgenstein» tan común en Oxford, o que revelase groseramente cómo se desnudó el primer día que se metió en su cama. «Llevaba unas enormes sandalias que resaltaban desfavorablemente sus pies planos. No pude evitar ver lo feos que eran sus pies. Tenía la manera de andar de un oso, pero de un oso repulsivo, que andaba encorvado y, sin embargo, testarudo hacia un objetivo determinado», cuenta Canetti en Fiesta bajo las bombas. Había escrito esto a principios de los años noventa, pero ninguno de los dos vivía cuando se publicó el libro. Eso sí, la acepta como alumna, como la oyente dispuesta a sacar «mucho provecho del botín que hizo conmigo». Se arrancó a escribir estas páginas tras haber puesto alguien en sus manos (¿sería John Bayley el remitente?) Metaphysics as a Guide to Morals (1990). «Desgraciadamente, le dediqué unas horas. Mi aversión hacia ella ha crecido tanto que tengo que decir algo aquí».

La gran preocupación filosófica de Murdoch y el ambiente moral de sus novelas es la aceptación de la contingencia del mundo. Que todo podía haber sido de otra manera, aunque al final las cosas sucedan de la única manera en que lo han hecho. «A diferencia del arte, la vida tiene una irritante manera de seguir adelante a tropezones», escribió al final, tomando aire. No sabemos cuál es el límite que obligaba a Iris Murdoch a poner el punto y final.

Manuel Calderón es periodista especializado en información cultural. Ha trabajado en periódicos como El Noticiero Universal, El Sol, ABC y La Razón. Es autor de Bach para pobres (Madrid, Unomásuno, 2015). Su último libro es El hombre inacabado (Berenice, 2016).

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