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Ingeborg Bachmann, un imprescindible clásico de la modernidad

Poesía completa

Ingeborg Bachmann

Barcelona, Tresmolins, 2018

Trad. de Cecilia Dreymüller

427 pp. 22 €

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«Mi existencia es de otra naturaleza, sólo existo cuando escribo, no soy nada cuando escribo, soy una completa extraña para mí misma, como si me hubiera salido de mí cuando escribo. […] Es una forma muy rara, insólita, de existir, asocial, solitaria, maldita, algo de maldita tiene»: así se definió la propia autora en el discurso de recepción del Premio Anton Wildgans, justo el año anterior a su muerte (1972). Al margen de esta percepción personal suya, Bachmann fue muy valorada desde sus inicios y a lo largo de toda su trayectoria. Muy joven todavía, en 1953, su primer poemario, El tiempo aplazado (Die gestundete Zeit), recibe el premio del Grupo 47, la agrupación de escritores que comienzan su andadura en la inmediata posguerra y a la que, como ella, pertenecieron casi todos los autores que configuran el panorama literario alemán a partir de 1945. A este premio se le sumarían también el Premio de la Crítica Alemana (1959), el Georg Büchner (1964), máximo galardón para escritores alemanes, o el Gran Premio Nacional de Literatura de Austria (1968).

De algún modo, lo rompedor y sublime de su poesía ensombreció un poco la recepción de su narrativa, cuando en modo alguno le es inferior ni en calidad ni en extensión, y no hay que olvidar que cultivó con brillantez otros géneros, como el ensayo (había estudiado Psicología, Filología Alemana, Derecho y Filosofía, con una tesis doctoral sobre la filosofía existencial de Martin Heidegger), el teatro radiofónico, género que floreció en la posguerra alemana y por el que también fue galardonada con el Premio de los Ciegos de Guerra (1959), el libreto (en colaboración con el compositor Hans Werner Henze) o la adaptación literaria y la traducción (del inglés y del italiano).

En comparación con otros autores de lengua alemana, Bachmann no es de las menos traducidas. Están publicados en español su ciclo de novelas, inacabado Maneras de morir, que componen Malina (1971; trad. de Juan José del Solar, Madrid, Akal, 2003) y El caso Franza y Requiem por Fanny Goldmann (1972; trad. de Adan Kovacsics, Madrid, Akal, 2001), así como aproximadamente la mitad de los relatos que en alemán se publicaron en dos colecciones: A los treinta años (1961), de la que recoge una selección Ansia y otros cuentos (traducidos por Ana María de la Fuente, Madrid, Siruela, 2005), y Simultan (Simultáneamente, 1968-1972), de la que se ha editado por separado el primero y más extenso de los textos, Tres senderos hacia el lago (y hay incluso dos traducciones, de Juan José del Solar [Madrid, Alfaguara, 1987] e Isabel García Adánez [Madrid, Siruela, 2011]). Y se habían traducido también (en parte, por Cecilia Dreymüller) los cuatro poemarios: El tiempo postergado (1953; trad. de Arturo Parada, Madrid, Cátedra, 1991), Invocación a la Osa Mayor (1956; trad. de Cecilia Dreymüller y Concha García, Madrid, Hiperión, 2001), Últimos poemas (publicados póstumamente en 1998, trad. de Cecilia Dreymüller y Concha García, Madrid, Hiperión, 1999), y No sé de ningún mundo mejor (que reúne la poesía inédita hasta su publicación en 2000; trad. de Jan Pohl, Madrid, Hiperión, 2003).

Aun así, la totalidad de la obra poética no estaba recogida como ahora y, desde luego, no estaba bien ordenada, cronológicamente, permitiendo apreciar la evolución estilística y la recurrencia de temas, ni traducida toda siguiendo unos criterios homogéneos. Si bien la ausencia de comentarios (al pie o al final) de esta edición bilingüe de la Poesía completa conlleva que pasan inadvertidos algunos elementos del texto original, la decisión de editarla así es la más adecuada para disfrutar de ella sin necesidad de aderezos filológicos. En el fondo, tampoco el lector nativo detecta necesariamente cuanto se esconde entre líneas, y las hermenéuticas están de más ante un poema logrado.

No cabe duda de que la traducción logra reproducir con maestría algo tan difícil de definir como el tono de un texto, así como el lenguaje depurado que caracteriza a Bachmann, despojado de adornos innecesarios y conmovedor por las asociaciones de elementos inesperados, por los encabalgamientos abruptos que cortan el aliento o por la precisión de los adjetivos y verbos: precisión característica de la lengua alemana que es muy difícil verter al español sin parafrasear y añadir sílabas que alterarían la cadencia y harían el ritmo más pesado. Eso sí, que la impaciencia por sumergirse en los poemas no impida dedicarle el tiempo que merece al excelente Prefacio, que, sin ser demasiado extenso, proporciona todas las claves para comprender y apreciar la poética y la esencia de Bachmann (y puede completarse con el capítulo que la propia Dreymüller le dedica en otro libro imprescindible: Incisiones. Panorama crítico de la narrativa en lengua alemana desde 1945, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2008).

Lo que estremece de Bachmann es cómo unas formas de apariencia tan delicada ponen el dedo en la llaga y hacen saltar chispas en un momento en el que lo menos deseable era lo que alteraba la normalidad, el orden recuperado y la prosperidad de los años que siguen al «milagro alemán», ese armonioso mundo de luz y de color construido en tiempo récord sobre las montañas de escombro, silencio y pasado sin digerir. Como si allí no hubiera pasado nada, cuando, en realidad: «Todo es abrir heridas / y nadie ha perdonado a nadie» («Hermandad», de 1957-1961). Cuando «La guerra ya no es declarada, / sino continúa. Lo inaudito / se ha vuelto común. El héroe / se mantiene alejado del combate. El débil / se ha instalado en las zonas de fuego. / La paciencia es el uniforme del día, / la condecoración la miserable estrella / de la esperanza encima del corazón. // […] Se otorga / por la deserción, / por el valor ante el amigo, / por la traición de secretos indignos / y el desacato / de cualquier orden» («Todos los días», tal vez su poema más conocido, de El tiempo aplazado).

El orden y la armonía son pura fachada, pues son los años de la Guerra Fría, pero donde también impera el frío es en el interior de todos aquellos que se resisten a descongelar demasiadas experiencias demasiado dolorosas, sean las reales de los años inmediatamente anteriores o las más abstractas, que van ligadas a la angustia de la existencia en sí.

En la poesía de Bachmann se da la fusión de lo personal y lo universal que caracteriza a los grandes clásicos. Su denuncia de la pasividad y falta de compromiso político y ético de su tiempo trasciende lo circunstancial del momento histórico, del mismo modo en que la expresión de su angustia o su sufrimiento por amor va más allá de la vivencia personal. «No zurees cual simple Werther / de ardor por su Lotte amada. / […] ¡Di puñales, habla espadas! // […] Toca, rompe, a diario, truena. / […] Canta solo para eso. / Mas mantén siempre tus versos / cuan universales puedas», decía Heine (en mi traducción), aunque se refiriese más al compromiso político como acción revolucionaria directa («La tendencia», de 1842).

Bachmann conoce muy bien la tradición poética en lengua alemana y se apoya con frecuencia en el modelo «clásico», en el sentido de un estilo de «noble sencillez y serena grandeza» como definía Johann Joachim Winckelmann el arte de la Antigüedad, asentando las bases de lo que sería la Klassik. En Bachmann encontramos los mismos temas y muchos rasgos de estilo clásicos, aunque no recurre mucho a la rima ni a metros regulares como en: «Tan lejos de la vida y tan cerca de la muerte / que con nadie lo discuto ni me enojo, / le arranco mi parte a la tierra de lo profundo; // al océano pacífico la cuña verde le hundo / en medio del corazón, y a mi playa me arrojo. // Pájaros de estaño se elevan y olor a canela! / Estoy solo con el tiempo, mi asesino. / Nos tejemos crisálidas de éxtasis y azul marino» («Corriente», de 1957-1961).

La muerte y el tiempo, que siempre llega para poner las cosas en el único orden que está garantizado: la muerte es uno de los hilos conductores de toda su obra, que a menudo recuerda a los grandes simbolistas de principios del siglo xx, Stefan George o Georg Trakl, en cuya poesía late un elemento oscuro e inquietante, como el de la «Ebria noche, saturada de luz azul, / se tambalea en la ventana y comienza a cantar. / Se rompen los cristales. Con la cara sangrante / entra en casa y se enfrenta a mi espanto» («Ebria noche», de los poemas anteriores a 1953).

Claros son igualmente los ecos del expresionismo de entreguerras y del expresionismo posterior de Paul Celan (con quien no sólo estuvo unida por vínculos de afinidad literaria, sino también personales). En la faceta más violenta y desatada del expresionismo, encontramos imponentes símbolos de animales e imágenes de una naturaleza terrible que, por otra parte, tampoco hace sino obedecer al ciclo de la vida y la muerte, a menudo violenta, por el que se rige todo. Invoca entonces a la Osa Mayor: «Osa Mayor, baja de allí, noche desgreñada, / animal de piel de nubes y viejos ojos, / ojos de estrella, / irrumpen fulgurantes en la espesura / tus patas con las garras, / garras de estrella, / despiertos mantenemos los rebaños, / por ti hechizados, desconfiamos / de tus cansados flancos y de tus dientes / agudos y semidescubiertos, / vieja Osa» («Invocación a la Osa Mayor», 1956).

Los símbolos de animales y la recreación de una naturaleza que puede entenderse como símbolo del estado de ánimo se remontan también a la tradición que se inicia con el Werther de Goethe, donde el desorden del cosmos se identifica con el desorden interior en una «metáfora cósmica» (también frecuente, por ejemplo, en Georg Büchner). Animales y bosques sumidos en la niebla hallamos en «País de niebla»: «En invierno mi amante está / entre los animales del bosque. / Debo regresar antes del alba, / la zorra lo sabe y se ríe. / ¡Cómo tiemblan las nubes! Y / me cae sobre el cuello de nieve / una capa de trozos de hielo. // En invierno mi amante es / un árbol entre árboles e invita / a los cuervos, abandonados por la suerte / a su hermoso ramaje. […] Infiel es mi amante, / Sé que a veces flota hacia la ciudad, / Besa en los bares con la pajita / las copas en la boca, hasta el fondo, / y se le ocurren palabras para todos. / Pero yo no entiendo ese idioma. // He visto el país de la niebla. He comido el corazón de la niebla».

En este texto se hace patente un último tema de los centrales de Ingeborg Bachmann, tema que la vincula a otras grandes poetas de su tiempo con quienes tuvo, además, un trato directo y de amistad: Nelly Sachs y Anna Ajmátova. Es el tema del lenguaje: el poder de la palabra ligado a la inseguridad de la palabra, el ansia de comunicación ligada a la imposibilidad de comunicarse de verdad, ni siquiera con el ser más amado:  «Quien nunca se quedó sin palabras, / y yo os lo digo, / quien solo sabe desenvolverse, / también con las palabras – // ese no tiene remedio / ni por el corto camino / ni por el largo. // Hacer sostenible una única frase, / aguantar el ding-dong de las palabras. // No se escribe esta frase / sin que nadie la firme» («En verdad», para Anna Ajmátova, 1964-1967).

Si cualquier lengua es de por sí insuficiente para plasmar en su totalidad lo complejo de la psique y el alcance de la creatividad humana (esta crisis del lenguaje ya la puso de manifiesto Hugo von Hofmannsthal en su Carta de Lord Chandos, de 1901), para la generación de Bachmann, el problema de la lengua es doble, pues sobre la suya pesa un lastre brutal que se remonta a 1933. Recelan del lenguaje en general, pero más aún de la lengua alemana en particular, porque han vivido el Tercer Reich y la guerra de niños o siendo muy jóvenes, no han podido formarse en escuelas que no estuvieran controladas por la Reichskulturkammer de Joseph Goebbels ni han experimentado más alemán que la Lingua Tertii Imperii, por emplear el término de Victor Klemperer en su famoso ensayo LTI. Apuntes de un filólogo (trad. de Adan Kovacsics, Barcelona, Minúscula, 2007). ¿Cómo va a ser la lengua el último refugio, o cómo puede escribirse siquiera, cuando no se ha conocido de la lengua sino su versión envenenada, malversada al servicio de la propaganda?

La lengua alemana, la tradición poética y el pensamiento con que enlazar tienen que ser anteriores a 1933, pero media un abismo entre los dos períodos, y esta generación surge en su mismo borde. Con esa misma palabra «abismo» (que ya tiene de por sí connotaciones nietzscheanas) explica Wolfgang Borchert (1921-1947) el conflicto de su generación: «Somos la generación sin vínculos y sin profundidad. Nuestra profundidad es abismo. Somos la generación sin suerte, sin patria y sin despedida. Nuestro sol es estrecho, nuestro amor cruel y la nuestra es una juventud sin juventud. […] Pero no nos dieron un dios que nos acompañara, que hubiera podido abrigar nuestros corazones cuando los vientos de este mundo lo acorralaban. Así, somos la generación sin dios, porque somos la generación sin vínculos, sin pasado, sin reconocimiento. […] Somos una generación sin despedida. No podemos vivir ninguna despedida, no nos dejan, pues a nuestros corazones de gitanos les suceden infinitas despedidas en el errado deambular de nuestros pies. ¿A qué iba a atarse nuestro corazón por una noche que, de todas formas, tiene como amanecer una despedida?»

Desde este sentimiento de desarraigo pueden interpretarse también esos últimos poemas de Bachmann sobre el tema del exilio, que, de nuevo, recuerdan a Anna Ajmátova, Nelly Sachs o Mascha Kaléko, si bien ella misma nunca vivió un exilio o una persecución propiamente dichos. En cierto modo se autoexilió en Roma, pero la experiencia biográfica es distinta, entre otras cosas por la diferencia generacional. No obstante, como en los grandes clásicos, de nuevo una experiencia individual, vivida de la manera que sea, adquiere una dimensión universal: «Un muerto soy que deambula / ya no inscrito en ninguna parte […] / desechado ya hace tiempo / y provisto de nada / Sólo con viento y con tiempo y con sonidos / que entre los hombres no sé vivir / Yo con la lengua alemana / esta nube que me envuelve / y que conservo como casa / soy llevado a través de todas las lenguas» (dice en «Exilio»).

A pesar de todo, la lengua sigue siendo hogar y refugio, porque puede llevarse consigo allá donde uno vaya. Las palabras siempre serán las mejores amigas y compañeras, fieles y sólidas: «¡Vosotras, palabras, adelante, seguidme! / Y aunque nos hayamos ido lejos, / demasiado lejos, seguimos todavía / más, hacia ningún final vamos», dice en «Vosotras, palabras» (dedicado a «Nelly Sachs, la amiga»). Lo esencial es hallar y seleccionar las pocas que al final resultan adecuadas, afines de verdad, y alcanzar la reducción de lo verbal a su más pura esencia. Eso mismo es lo que caracteriza los poemas de la última etapa, cuando «Ya nada me gusta. / ¿Debo ataviar una metáfora / con una flor de almendro? / Crucificar la sintaxis / sobre un efecto de luz. / ¿Quién se romperá la cabeza / por cosas tan superfluas? // He aprendido a ser sensata / con las palabras / que hay / (para la clase más baja) / hambre / deshonra / lágrimas / y / tinieblas. // Mi parte, que se pierda» («Nada de delicatessen»).

A medida que avanzan el libro y el tiempo, los versos son mucho más cortos, los silencios, más largos, y las páginas se ven cada vez más desnudas. Poeta y lectores vamos quedándonos sin palabras, y apenas a una sílaba se reduce el «Enigma» (para Hans Werner Henze): «Nada más vendrá ya. / Nunca más será primavera. // […] No debes llorar, / dice una música. / Nadie / dice / nada / más». De nuevo: la nada, la misma nada en la que dice convertirse la autora al escribir el discurso que abre este texto, escrito unos cinco años después que sus últimos poemas. Pero incluso a la nada, al abismo, logró Bachmann ponerle palabras.

Si algo resulta difícil en este volumen de Poesía completa es seleccionar tan solo unos pocos textos como los más representativos o los más bellos o los más logrados en su versión traducida. Insistir en el elogio florido de la traducción estaría de más y hasta sería incoherente con el estilo de la poesía de Bachmann. Baste recordar, sin embargo, que cuanto hemos leído (u oído) es obra de la inimitable autora austríaca, por supuesto, pero, en realidad, nos llega a través de la voz de su traductora. Y aquí los poemas de Cecilia Dreymüller ya hablan por sí solos. 

Isabel García Adánez es profesora de Filología Alemana en la Universidad Complutense. Es traductora de autores como Johann Wolfgang von Goethe, Heinrich Heine, Theodor Fontane, Thomas y Klaus Mann, Joseph Roth, Arthur Schnitzler, Ödön von Horváth, Herta Müller e Ingeborg Bachmann, entre otros.

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