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Bendita obsesión

«Viaje de invierno» de Schubert. Anatomía de una obsesión

Ian Bostridge

Barcelona, Acantilado, 2019

Trad. de Luis Gago

400 pp. 24 €

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Franz Schubert compuso Viaje de invierno, un ciclo de canciones para voz y piano sobre el texto homónimo del poeta Wilhelm Müller, hacia el final de su corta vida; y con el tiempo ha llegado a convertirse en uno de esos monumentos de la música clásica que tiene un número grande de devotos solitarios y silenciosos. Los amigos del compositor reaccionaron extrañados cuando este lo interpretó ante ellos, ya cerca de la muerte. Él les advirtió: «Amo esta música más que ninguna otra de las mías, y vosotros llegaréis a amarla igualmente». La amaron, desde luego, y hoy son numerosos sus sucesores, al menos en una cierta escala intelectual y social. Cuando se ofrece el ciclo completo de los veinticuatro Lieder, los auditorios se llenan y, al menos desde hace medio siglo, se han multiplicado las ediciones discográficas. Son seguidores silenciosos y solitarios, porque llevan su devoción de un modo discreto, tal vez con mutuas confesiones sobre su belleza y el escalofrío que produce su escucha, mientras que ninguna de sus canciones se ha visto expropiada –como sí una gran cantidad de piezas de música clásica– para añadirse al incesante muzak que se ha convertido en la banda sonora del capitalismo globalizado. No ha ocurrido, creo, todavía, encontrarse con una de estas canciones en un anuncio televisivo o al subirse a un avión. Demasiado depresivas y tristes, dirá alguno; aunque todo puede llegar. De modo que Viaje de invierno es una música que se disfruta pura, sin contaminaciones ni interferencias; a ser posible, de manera integral. Sería, por eso, tanto más interesante preguntarse qué es lo que escuchan y perciben los devotos de esta pieza de culto, qué clase de resonancias y referencias le encuentran: tanto más cuanto que el texto alemán es asequible sólo para una parte de ellos, y muy pocos pueden hacerse cargo de sus complejidades formales en lo musical. Coincidirán en la imagen de un desamor romántico, un amante frustrado con indudable talento para el exhibicionismo emocional, que camina penando por la nieve en un viaje hacia el vacío; y poco más. No hace falta que coincidan para su disfrute estético, ni hay objetivamente nada en lo que coincidir, pero sí un vacío interpretativo que llenar. Quizá por eso, la comunidad de culto de los amantes de Viaje de invierno no ha dejado de celebrar, desde su publicación en inglés en 2015, la enorme riqueza de resonancias, referencias, sugerencias o simplemente explicaciones que, con finísima erudición histórica y musicológica, ofrece esta Anatomía de una obsesión de Ian Bostridge.

La constelación de circunstancias es muy favorable. Bostridge es un tenor de reputación internacional que domina el repertorio schubertiano. Él mismo cuenta cómo ha estado obsesionado con estos Lieder desde el bachillerato –un profesor extravagante les pone a sus alumnos músicas inauditas– y lo ha interpretado más de cien veces en escenarios por todo el mundo. Es, además, doctor en Historia por la Universidad de Oxford, y el trabajo de escritura e investigación no le es ajeno. Añádase, para el caso de la edición española, que se ha contado como traductor con Luis Gago, cuya erudición musicológica e historiográfica, cuya devoción por Schubert, no están por  detrás de Bostridge; que, además, posee todo el tacto y cuidado precisos para la traducción, especialmente de las difíciles poesías románticas alemanas e inglesas.

El resultado es uno de los libros más bellos y ricos que cualquier lector –y no sólo los devotos silenciosos de Winterreise a los que me refería–puede encontrarse hoy en el ámbito de… ¿la musicología, de los estudios culturales, de la biografía y la historia, o del ensayo, simplemente? Es difícil catalogar este libro. En primera instancia, es un libro sobre música, aunque prescinde casi por completo de tecnicismos musicales. Ofrece, sí, para algunas canciones, pedagógicas explicaciones sobre su estructura musical, sobre sus peculiaridades, o sobre las decisiones que ha de tomar el intérprete. Pero es también un libro sobre historia y no oculta la vena de historiador que tiene este cantante profesional, aunque, más que hacer historia académica, dibuja con libres trazos todo el complejo trasfondo histórico, cultural, social y político del Romanticismo de la década de 1820 en que Schubert, muy cerca de una muerte que presiente, escribe este viaje de invierno como –así lo aventura el autor– una metáfora de la glaciación política posnapoleónica. No es una biografía de Schubert, no la recorre linealmente, pero al final sabemos muchas cosas de su personalidad, de sus costumbres y amistades (las famosas schubertiadas), de su religiosidad o descreimiento, de su vida afectiva, también de su sexualidad, de sus simpatías políticas progresistas y de sus gustos literarios y lecturas: ¿por qué no era un azar que leyera El último mohicano en su lecho de muerte, a la vez que revisaba las galeradas de Viaje de invierno? Y es un ensayo histórico, estético, filosófico por el que, aparte de los amigos y contemporáneos del compositor, desfilan, sin que uno se lo espere, pero no sin razón, entre otros, Rousseau, Goethe, Kant, Thomas Mann o Slavoj Žižek, Samuel Beckett y Caspar David Friedrich, Byron, Hitchcock, Tolstói, Goebbels, la teoría del paisaje, la ciencia del clima, la antropología, la ornitología o el nacimiento de la estadística. En definitiva, nada sistemático. El propio autor dice que sólo pretende «una exploración de la compleja y hermosa red de significados –musicales, literarios, textuales y metatextuales– dentro de la cual opera el hechizo de Viaje de invierno».

La estructura de esta exploración es sencilla: un capítulo para cada uno de los Lieder. Se expone primero el poema de Müller, en alemán y en la versión española de Luis Gago (que, a su vez, debe mantener un ojo en la versión inglesa de Bostridge); luego, unas páginas de comentarios más o menos extensos sobre la canción, a veces ilustrados con láminas de cuadros y algún gráfico. Con esto, el lector tiene una guía obvia para la lectura: escuchar la canción correspondiente, y enseguida, con la música en el oído, sumergirse en el texto que la comenta, dejarse llevar por la prosa de Bostridge, quien, a su vez, se entrega a una suerte de asociación libre de erudición e interpretación. Y volver a escuchar tras la lectura. En algunas canciones, no todas, hay comentarios y explicaciones musicales: la entrada del piano –ese inconsciente que llama y apela a la voz, que es la conciencia–, la estructura de la partitura, sus referencias o innovaciones, las posibilidades de transición de una canción a otra. En varias, hay un ejercicio de hermenéutica del texto poético, y su relación con la música en que se ha de materializar. Pero los comentarios despliegan siempre un bagaje cultural de relaciones sorprendentes que confieren a la canción y a la música sentidos inesperados. La premisa del autor es que «sólo mediante la investigación de lo personal y lo político en su sentido más amplio podemos valorar adecuadamente los aspectos más formales».

La canción número trece, por ejemplo, El correo, la primera de la segunda parte, recuérdenla: un poco menos melancólica y más juguetona, en principio sólo trata del trillado motivo del amante que suspira por la carta de una amada que no llegará. Pero esconde mucho más que la música saltarina que remeda la diligencia postal, o las rítmicas apelaciones del caminante a su corazón. El piano imita la trompa, la trompa del correo, pero la trompa está llena de connotaciones históricas y literarias: viejo instrumento de los germanos y de un mundo feudal perdido, instrumento favorito de los poetas románticos alemanes, algo que suena de lejos para un caminante marginado; y también la trompa del ciclo posterior de Gustav Mahler: El cuerno maravilloso del muchacho. Además, en aquella época estaba inventándose la trompa moderna de válvulas, un índice elocuente de los bruscos cambios de la época romántica. A la vez, la nostalgia que evoca la trompa contrasta violentamente con la modernidad acelerada, con la organización sistemática de la vida que suponía el servicio postal tal como se desarrolló en los comienzos del siglo XIX –el siglo de las cartas, de la ansiedad epistolar–, según lo describe eficazmente Bostridge: de modo que, en apenas veinte páginas y una canción, uno lee y escucha la nostalgia romántica, el fragor de la modernidad y la aceleración con todas sus contradicciones y alienaciones, la marginalización y frustración que produce en los individuos, y la sarcástica ironía con la que el sufrido viajero romántico se dirige a su anhelante corazón.

O la canción El tilo, la quinta, que se hecho muy popular. Es una de las más hermosas y tristes. Es tal la cantidad de connotaciones de amor y de muerte que tiene este árbol en la cultura alemana y europea que el lector, mientras oye la música y repasa el texto, se ve llevado del Renacimiento alemán y Richard Wagner a un pormenorizado análisis de La montaña mágica de Thomas Mann, y hasta YouTube, Eurovisión y los Simpson: un trayecto que Bostridge ejecuta con más elegancia de lo que esta apresurada enumeración puede hacer sospechar.

Sin duda, hacen falta palabras y conceptos para escuchar la música. No porque la música como tal las necesite en sí: no deja de ser sólo sonido. Pero el sonido se oye asociándolo a imágenes y prejuicios que el oyente puede corregir, enriquecer y poner en cuestión, sobre todo si tiene la enorme suerte de contar con libros como este. Viaje de invierno no es la música bonita que acompaña el lloriqueo de un joven romántico cuyo amor ha sido rechazado. El texto de Müller es muy ambiguo respecto a la historia de amor que haya ocurrido previamente: puede que el caminante se haya marchado por sí mismo. No por no ser correspondido, sino porque era pobre, como el Saint-Preux de La Nouvelle Héloïse de Rousseau, o como Friedrich Hölderlin; o quizá por motivos políticos, más que plausibles en la época de la opresiva restauración de Metternich, que redujo al silencio, al lenguaje encriptado o a la marginalidad a muchos intelectuales, incluyendo a Müller, a Schubert y casi todo su círculo de amigos. Esto es algo que, según Bostridge, se transmite claramente en muchos momentos del ciclo, especialmente en la canción Descanso, tan bellamente melancólica, cuando nos hace ver los ricos significados políticos, socioeconómicos y hasta ecológicos de la cabaña de un carbonero en que halla refugio el caminante. O puede que el amor, fuera cual fuese su índole, entrara en tensión con la pulsión errante de la existencia humana, de modo que el ciclo, sin borrar las claves sociopolíticas y culturales, pasa de contar una triste historia de amor en su primera parte a realizar una profunda meditación sobre la soledad, sobre el absurdo beckettiano de la existencia, sobre la ironía y el sarcasmo como modo de afrontarlos.

Con estas ambigüedades, siguiendo un tenue hilo narrativo, en una sucesión fragmentada de escenas que podrían ilustrarse con cuadros de Caspar David Friedrich, construyó Wilhelm Müller su ciclo de poemas. Quedó como una figura de segundo orden en la constelación de la literatura alemana. Su poesía era también demasiado rara, quizás avanzada para los románticos. Schubert, el gigante del Lied que había puesto música a tantos poemas, consumido mortalmente por la sífilis, recogió todas las ambigüedades de la poesía de Müller para crear una obra que era mucho más que la expresión musical de una época. Hay una línea de afinidades que conecta a este solitario caminante con el poeta y el compositor, los cuales debían de reconocerse en su protagonista, y seguramente también conecta con los y las amantes de este ciclo que han hecho de él uno de los monumentos sonoros al que volver una y otra vez durante sus vidas. Siempre es importante, sobre todo para el que escucha, definir correctamente esa conexión.

Durante una parte del siglo XX se recibía a Schubert como un compositor cursi y almibarado, ejemplar del blando Romanticismo Biedermaier que le tocó vivir. Luego fue tenido por un músico depresivo y deprimente, lo que estaría, además, relacionado con su hipotética homosexualidad (que Bostridge, por cierto, rebate en su libro), a pesar de que, aun a las puertas de la muerte, era capaz de producir una música de radiante felicidad. Pero Viaje de invierno, siendo una de las grandes creaciones universales de la melancolía, muestra que Schubert no era ni depresivo ni cursi, sino profundo y meditativo, tenso en la resistencia contra su época y contra su mundo. El libro de Ian Bostridge demuestra que la oscuridad existencial que tiñe el ciclo está salpicada de chispas sardónicas, próximas a la ironía romántica de Heine, que desinfla el yo antes que exaltarlo. El caminante se ríe de sus propias lágrimas. Y muestra que esa oscuridad es existencial porque no puede desligarse de lo social y lo político. Lo cual produce aún otra paradoja que no se le escapa al autor. La paradoja de recrear un viaje helado en la intimidad de un salón Biedermaier. O la pregunta de qué significa cantar esas canciones, casi subversivas en la década de 1820, ahora, «en las acolchadas salas de concierto del siglo XXI, acosadas sin quererlo ver por el drama de la deuda y la desigualdad». Es la pregunta por el fin del arte, la cual parece acompañar a la experiencia del arte mismo, particularmente en este Viaje de invierno.

Antonio Gómez Ramos es profesor de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid. Sus últimos libros son Sí mismo como nadie. Para una filosofía de la subjetividad (Madrid, Los Libros de la Catarata, 2015) y, con Carlos Thiebaut, Las razones de la amargura. Variaciones sobre el resentimiento, la reconciliación y la justicia (Barcelona, Herder, 2018).

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