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La Escuela de Fráncfort, a ras de suelo

Gran Hotel Abismo. Biografía coral de la Escuela de Frankfurt

Stuart Jeffries

Madrid, Turner, 2018

Trad. de José Adrián Vitier

484 pp. 29,90 €

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La Escuela de Fráncfort, la constelación de pensadores agrupada en torno al Instituto de Investigación Social fundado en 1923 en la ciudad alemana, sigue constituyendo una de las derivaciones más originales del pensamiento marxista. Desde su fundación aspiró a comprender el fracaso de la revolución en Alemania (el país que reunía las condiciones más favorables para ella) y el talante cada vez más acomodaticio de las masas obreras que debían llevarla a cabo. El giro copernicano que los pensadores de Fráncfort dieron a la tradición marxista fue poner el foco no tanto en la producción como en el consumo y actualizar el concepto de alienación que ensayaba Marx en los Manuscritos (no publicados hasta 1932). Para la teoría crítica (como la bautizó Max Horkheimer), los mecanismos de dominación del capitalismo avanzado, lejos de agudizar contradicciones hasta provocar una revuelta proletaria, sólo se refinan, encadenando a las masas al modo de producción de manera más eficaz que la mera violencia. El diagnóstico es decididamente pesimista (lo que llevó a Theodor Adorno a sentenciar, en una de sus máximas más conocidas, que «no hay vida auténtica en lo falso»Minima Moralia, en Gesammelte Schriften, vol. 4, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1998, p. 43.), pero la potencia analítica y la metodología interdisciplinar de la Escuela de Fráncfort siguen concitando merecida fascinación.

Desde las traducciones pioneras en la editorial Taurus, la obra de los pensadores de Fráncfort ha tenido una amplia acogida en España; tampoco han faltado las ediciones de bibliografía secundariaIncluyendo dos estudios que pueden considerarse canónicos: Martin Jay, La imaginación dialéctica. Una historia de la Escuela de Frankfurt, trad. de Juan Carlos Curutchet, Madrid, Taurus, 1974, y Rolf Wiggershaus, La Escuela de Fráncfort, trad. de Marcos Romano Hassán, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2010.. El libro de Stuart Jeffries es un tanto más atípico: Jeffries (periodista cultural británico) no es un especialista en filosofía ni en la convulsa historia alemana a que reacciona la Escuela de Fráncfort. Salvo por alguna cita puntual (y hasta sospechosaCuando Jeffries cita el libro de Martin Mittelmeier sobre Nápoles sin referencia de página y añade «Véase también la reseña de Ben Hutchinson en The Times Literary Supplement, 7 de febrero de 2014» (p. 462), no parece exagerado concluir que sólo ha leído la segunda.), la práctica totalidad de la bibliografía está en inglés. Abundan los errores, y los hay sonrojantes. Confunde Verstand y Vernunft (p. 386), y da por hecho que «las víctimas de Buchenwald eran judíos» (p. 269Como sabe cualquiera que haya estudiado el Holocausto, los campos de exterminio en que se asesinó industrialmente a la población judía estaban en Polonia. En Buchenwald se calcula que murieron o fueron asesinadas unas cincuenta y seis mil personas, de las que once mil ochocientas eran judías, frente a quince mil prisioneros de guerra soviéticos y un número desconocido, pero muy elevado, de presos políticos.). Fráncfort jamás fue «la segunda ciudad de Alemania» (p. 83), ni Adolf Loos «arquitecto de la Bauhaus» (p. 405). Un shibboleth no es una «doctrina anticuada» (p. 277), sino un santo y seña (Jueces 12, 4-6), en alemán y en castellano. Dejo abierta la procedencia de fórmulas como «agárrense el sombrero» (p. 101) antes de despachar en un par de párrafos la teoría de la alienación de Marx y el fetichismo de la mercancía, o la asociación de Walter Benjamin con Homer Simpson (p. 201): es una opción de estilo, aunque se acerque peligrosamente al infantilismo pop que denunciaba la Escuela de Fráncfort. Algunos chistes tienen su gracia: tras lamentar que Adorno no coincidiera con Ludwig Wittgenstein en Oxford (dada la negatividad congenial de ambos), Jeffries recuerda que si Wittgenstein atacó con un atizador a Popper, «cualquiera sabe lo que le hubiera hecho a Adorno» (p. 221).

Pero estos errores y cierto descuido en la composición no merman el interés del libro. A pesar de todo su diletantismo, Jeffries juega limpio: lo que ensaya no es una exégesis académica, sino una lectura operativa que ponga en valor la actualidad de un modelo de pensamiento muy ligado al contexto en que surgió, pero al que la exacerbación de la sociedad de consumo ha dotado aún de más pertinencia. Y su estilo quizá no sea el peor para afrontar la esquiva escritura laberíntica de Benjamin o la de Adorno, para quien «en un texto filosófico, todas las frases deberían estar igualmente cerca del centro»Minima Moralia, ed. cit., p. 79.. Jeffries no se atiene a esa exigencia, y su abordaje a ras de tierra y con altibajos podría acercar a un público más amplio a la potencia crítica de Fráncfort.

Tres ejes recorren este estudio bajo su estructura algo rapsódica: la degradación de la experiencia, el análisis de la cultura de masas, y el «quietismo político» de la teoría crítica. Están estrechamente ligados y trazan el arco menos esotérico de la dialéctica. La primera quizá sea la intuición central de Benjamin: «La experiencia se ha devaluado. Y tal parece como si siguiera cayendo en un abismo sin fondo» (p. 99). La estructura cada vez más reificada de la sociedad y el fetichismo mercantil subyuga a las masas hasta un punto que ni siquiera Marx previó. La originalidad de Benjamin consistió en volver la mirada al consumo y a sus restos sobrantes. «Analizando viejos fetiches de productos e innovaciones hoy obsoletas, tal vez podríamos liberarnos de nuestros fetiches actuales […]. Meditando en [sic] nuestras pasadas decepciones, acaso podríamos liberarnos de decepciones futuras». «Pero Benjamin, en parte debido a que sus textos de la década de 1930 fueron absorbidos por un agujero negro terminológico, nunca lo consiguió. Esto ejemplifica una verdad más general: Walter Benjamin y la Escuela de Fráncfort nunca liberaron del infierno a las víctimas del capitalismo, sino que se convirtieron en críticos cada vez más cáusticos y elegantes del mismo» (p. 132).

Benjamin le concedería a Scholem que sus textos eran «contrarrevolucionarios» (p. 193). Pero su idea de la redención encierra otro potencial, como supo ver bien Terry Eagleton: «En una de sus sentencias más agudas, Benjamin comentó que lo que impulsa a hombres y mujeres a rebelarse contra la injusticia no es el sueño de liberar a sus nietos, sino el recuerdo de la esclavitud de sus ancestros» (p. 197). La evocación de sedimentos del pasado sirve de acicate a la emancipación.

Otra cosa es si sus análisis de la cultura de masas ayudan a activar esas latencias emancipadoras. Benjamin, como su amigo Bertolt Brecht, atribuía potencial revolucionario a un tipo de arte disruptivo que, al generar extrañamiento, reventara la superficie engañosa de la realidad. Le fascinaban las disonancias y el montaje y atisbó en el cine el arte ideal para la agitación; en manos de las productoras de Hollywood, sirvió exactamente para lo contrario. Ya en California, Adorno y Horkheimer no tuvieron empacho en comparar esa fábrica de sueños edulcorantes con el totalitarismo nazi; la sañuda reprobación que hace Adorno del jazz resulta una de sus aportaciones más endebles y atrabiliarias. «Adorno, aunque nunca intimó con Brecht, era un espíritu afín, un crítico tipo Agente Naranja que lo calcinaba todo a su paso. A veces hasta a sí mismo» (p. 155). Jeffries defiende a ratos a Adorno de la acusación de elitismo, alegando que «lo que ellos defendían no era ni el arte elevado ni la baja cultura, sino el arte que exponía las contradicciones de la sociedad capitalista en lugar de dejarlas al lado» (p. 258). Pero señala con razón que fue incapaz por temperamento «de ver en la cultura popular un foco de resistencia contra esa cultura afirmativa», como harían en Birmingham los intelectuales detrás del Centro de Estudios Culturales (p. 259). Su «infatigable negatividad» hizo que Karl Popper lo calificara de «vacuo e irresponsable» y Jean-François Lyotard de «diabólico» (p. 277): no hace falta llegar a esos extremos para cuestionar su ensañamiento. El propio Adorno lo hace en un pasaje muy honesto, al recular de su famoso dictum sobre la poesía y admitir que, a diferencia del grueso de la población alemana, a él lo atormenta un complejo de culpa personal: «El sufrimiento perenne tiene tanto derecho a la expresión como tiene un hombre torturado a gritar, por lo tanto puede haber sido un error decir que después de Auschwitz era imposible escribir poesía. Sin embargo, no es errado lanzar la interrogante menos cultural de si después de Auschwitz es posible continuar viviendo; especialmente si alguien que escapó por casualidad, alguien que por derecho debió morir, puede seguir viviendo […]. Esta es la dramática culpa que carga aquel que no murió» (p. 309).

El trasfondo biográfico tiene un gran peso en los pensadores de Fráncfort, como resalta Stuart Jeffries. Su lectura edípica, eso sí, no resulta excesivamente convincente, salvo para quienes optaron por recuperar las raíces judías frente a sus padres asimilados (caso de Leo Löwenthal o Gershom Scholem). «No todos los intelectuales de Fráncfort tuvieron tales confrontaciones con sus progenitores» (p. 65); Adorno en particular estuvo siempre muy unido a sus padres. Y en cuanto a Horkheimer, que es en quien se detiene Jeffries, a su padre no le suponía un desdoro que el hijo renunciara a heredar sus fábricas y prefiriera convertirse en catedrático de Filosofía, por muy izquierdistas que fuesen sus ideas; peor fue que Max se acostara con su secretaria personal y acabara casándose con ella (p. 50). Bastante más edípica fue la relación de Horkheimer con el fundador del Instituto Felix Weil, que es de quien vivió toda su vida: aunque Horkheimer lo relegara y se atribuyera todo el mérito (incluso económico) en la gestión del Instituto, fue Weil quien renunció al grueso de su herencia para garantizar la autonomía de la instituciónGesto que Horkheimer comenta sucintamente en carta a Adorno: «Lix ha vuelto a demostrar ser el sincero amigo que siempre ha sido para nosotros», citado por Jeanette Erazo Heufelder, Der argentinische Krösus. Kleine Wirtschaftsgeschichte der Frankfurter Schule, Berlín, Berenberg, 2017, p. 162.. Otros apuntes biográficos no llevan demasiado lejos, como el reportaje previo que recicla Jeffries y en el que se aviene a rebatir la peregrina tesis de Stephen Schwartz según la cual Benjamin habría sido asesinado por agentes de Stalin (pp. 243 y ss)Objeciones más fundadas a la versión oficial del suicidio las aporta, desde la ecuanimidad del candor, el documental de David Mauas Quién mató a Walter Benjamin (2005). Una reconstrucción cabal en castellano puede encontrarse en Carlos Taibo, Walter Benjamin. La vida que se cierra, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2015..

Más incisiva es otra cuestión recurrente del libro: el grado de compromiso real de los pensadores de Fráncfort y su esterilidad política. Para Jeffries, «los neomarxistas de la Escuela de Fráncfort eran monjes modernos que trabajaban retirados de un mundo que no podían transformar y de una política en la que no podían influir ni en sueños», y «jamás se ensuciaron los puños en las luchas políticas» (p. 93). Esto es bastante injusto: como toda empresa humana compleja, la revolución (o, si se prefiere, la transformación social) requiere de una división del trabajo, y la dedicación teórica no implica hipocresía o cobardía; tampoco a Marx o a Lenin se les hubiese ocurrido dejar de ir a la biblioteca para repartir pasquines. Otra cosa es la toma explícita de distancia con la intervención; para Adorno, «resulta difícil incluso firmar llamados con los que uno simpatiza porque en su inevitable deseo de tener repercusión política, siempre contienen algún elemento de falsedad. […] La falta de compromiso no es necesariamente un defecto moral, sino que puede incluso ser moral porque significa insistir en la autonomía de los criterios propios» (p. 336). Hasta Herbert Marcuse, el intelectual de Fráncfort encumbrado como referente por el movimiento de protesta estudiantil en los años sesenta, era muy pesimista al respecto de la viabilidad del compromiso: «A la luz de una sociedad unidimensional, carente de un sujeto revolucionario plausible, lo único que quedaba era lo que Marcuse, tomando prestado el término del surrealista André Breton, llamó La Gran Negativa, que según él mismo admite es políticamente impotente» (p. 361).

En este punto cobra especial relevancia el capítulo que Jeffries dedica a Jürgen Habermas, que invierte ese quietismo pesimista y entronca con la tradición voluntariosa de la Ilustración. Tras haberse pasado medio libro apostillándolo de «antiguo miembro de las Juventudes Hitlerianas» (observación fuera de lugar para alguien nacido en 1929), Jeffries rinde pleitesía a la incansable voluntad de intervención en el debate público de Habermas, sin suscribir por ello su teoría de la acción comunicativa (que seguramente es tan estéril en lo político como las diatribas de Adorno contra Igor Stravinsky) ni dejar de verlo como alguien «al que se le ha acabado el tiempo, un modernista utópico viviendo en una distopía posmoderna» (p. 429). Optimismo y pesimismo, en fin de cuentas, no son sino actitudes vitales, seguramente caracterológicas, y nada dicen sobre la exactitud de un diagnóstico social y las opciones que inaugura. Lo que resulta una traición al método dialéctico es cerrar en falso el análisis de la realidad en torno y deleitarse en sentencias dictadas más bien por el temperamento y la biografía. Jeffries acierta en reivindicar la vigencia de la teoría crítica en un entorno social cada vez más mediatizado por Internet y su cultura a la carta, donde queda excluida la sorpresa y los hallazgos y gustos ya sólo se retroalimentan como bajo «un condón de alta tecnología contra la contaminación por ideas que pudieran cambiar nuestra visión del mundo» (p. 447). Y acierta asimismo al cuestionar la pujanza emancipadora de un estilo de crítica que denuncia con perspicacia la complicidad con lo existente, pero proscribe la positividad.

Adorno había sentenciado (en Minima moralia): «No hay salida del enredo. Lo único que resulta responsable es denegarse el abuso ideológico de la propia existencia, y por lo demás comportarse en privado con la modestia, discreción y falta de pretensiones que impone no ya la buena educación, sino más bien la vergüenza de que en el infierno todavía le quede a uno aire que respirar»Ed. cit., p. 29.. Es ciertamente discutible que ésa sea la única opción responsable. Una alternativa poco acomodaticia la apunta Italo Calvino en Las ciudades invisibles: «buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio»Las ciudades invisibles, trad. de Aurora Bernárdez, Madrid, Siruela, 2005, p. 171..

Ibon Zubiaur ha sido profesor de Literatura Española en la Universidad de Tubinga (2002-2008) y director del Instituto Cervantes de Múnich (2008-2013). Es autor de La construcción de la experiencia en la poesía de Luis Cernuda (Kassel, Reichenberger, 2002) y ha traducido, entre otros, a autores como Christoph Martin Wieland, Adalbert Stifter, Rainer Maria Rilke, Ludwig Hohl, Brigitte Reimann e Irmtraud Morgner.

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