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¿Lo que piensa Vox?

Una defensa del liberalismo conservador

Francisco José Contreras

Madrid, Unión Editorial y Centro Diego de Covarrubias, 2018

171 pp. 12,48 €

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En un texto breve y sencillo, aunque ni mucho menos ralo en ideas, Francisco José Contreras, profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Sevilla, nos presenta el «liberalismo conservador» que defiende y que le ha inspirado en anteriores breves libros o ensayos. Por lo manifestado por él mismo a los medios, coincide con el núcleo del ideario de ese nuevo partido político denominado Vox que tanta polvareda ha levantado con su reciente éxito andaluz. Un doble agradecimiento entonces: por su valor propio como obra que informa acerca de una determinada versión del conservadurismo autocalificada como liberal (luego cuestionaremos esa connotación) y, además, porque nos ayuda a entender de manera más nítida el universo mental en que se mueve aquella nueva fuerza política, más allá de las borrosas apelaciones al «ultraderechismo» o «fascismo» de los que la tildan sus oponentes. La lectura de este libro nos explica el porqué de la insistencia de Vox (aparte de su nacionalismo centralista) en cuestiones morales como la ideología de género, el aborto, el divorcio, la familia tradicional y otras con similar referencia a la ética personal.

Armado de un lenguaje terso y preciso, y con una exposición rica en referencias bibliográficas, el libro de Contreras aporta rápidamente al lector una idea acerca de qué es el «liberalismo conservador» que defiende, en qué ámbito de referencias y de pensamiento se inscribe, cuál es su diagnóstico de los males de las sociedades democráticas liberales contemporáneas y cuál la terapia preconizada para ellos. Aunque hay que señalar que el autor se manifiesta en ocasiones muy pesimista acerca de la posibilidad de enderezar el rumbo suicida que las sociedades liberales modernas adoptaron según él hace ya tiempo. Sesenta años en concreto: «Estimo que a partir de 1965 se ha producido un retroceso en los derechos fundamentales debido a la generalización del aborto, la fragilización de la familia (que lesiona los derechos de los niños) y el crecimiento desmesurado de la presión fiscal y el peso del Estado». La fecha, es claro, tiene sobre todo sentido para el mundo anglosajón: Vietnam, revuelta universitaria, sexualidad desinhibida, jipis, crisis racial, prensa adversa al establishment, estanflación.

Lo señalamos rápido: poco tiene que ver el liberalismo conservador de Contreras con lo que ha sido históricamente el liberalismo conservador europeo y, particularmente, el español. Sabido es (ahí están los análisis de Pedro Carlos González Cuevas) que el pensamiento político conservador o derechista hispano se escindió desde el siglo XIX en dos grandes corrientes: la teológico-política, con franca inclinación hacia el autoritarismo (que fue hegemónica en la etapa republicana y triunfó en la Guerra Civil); y la propiamente liberal-conservadora, inspirada en el doctrinarismo francés, que conoció su época de esplendor con la Restauración canovista y luego se prolongó en Eduardo Dato y Antonio Maura, para desaparecer largo tiempo tras el fracaso de Niceto Alcalá-Zamora y Miguel Maura. Pues bien, ninguna referencia ni conexión intelectual entre aquel liberalismo conservador (que, según algunos, resucitó brevemente con Aznar alrededor de 2000) y el que nos describe y elogia este libro. Contreras se limita en un comentario de pasada a arrojar a todo el conservadurismo continental al baúl colectivo del puro reaccionarismo tipo Louis de Bonald o Joseph de Maistre. Lo suyo es de progenie exclusivamente anglosajona, y sobre lo que existió antes en España hemos de suponer que lo mismo da el liberalismo de Cánovas que el tradicionalismo de los carlistas. Estamos ante un conservadurismo que se presenta como nuevo y sin resabios del clásico liberalismo español.

El liberalismo conservador de Contreras se remonta a Edmund Burke o Lord Acton, pero, más en concreto, se reconoce e inspira en el movimiento intelectual, moral y político de los «neoconservadores» norteamericanos, con alguna incrustación británica. Sus referencias son Robert. P. George, Samuel Gregg o Roger Scruton (y, más al fondo, Daniel Bell) en el ideario; y un mix de la economía y valores de Ronald Reagan y de la preocupación moral de George Bush en lo político práctico. «Moral»: esa es la palabra clave. Porque si el liberalismo conservador europeo nació en el siglo XIX de una preocupación esencialmente política, la que suscitaba el progresivo acceso de las masas a la esfera pública a través de los espasmódicos procesos de democratización de los Estados liberales clásicos, el pensamiento neoconservador estadounidense aporta una visión característicamente cultural de la profunda crisis en que, según él, se halla la sociedad occidental contemporánea más o menos desde los años sesenta del xx y que, según su diagnóstico, sería, más que ninguna otra cosa, una crisis espiritual: la progresiva pérdida de vigencia de sus valores originarios causada por una moral hedonista y relativista y por una educación corrompida (Peter Steinfels). Los problemas de ingobernabilidad de las sociedades occidentales no tendrían que ver con los mecanismos de funcionamiento político del sistema, con los cuales los neocon están básicamente satisfechos, sino con los efectos morales deletéreos sobre la sociedad causados por la conjunción de fuerzas tanto económicas como ideológicas. Por un lado, observan una deriva relativista del credo liberal, que ha mutado en algo distinto del liberalismo original (este es el factor ideológico); por otro, el propio éxito del desarrollo capitalista habría provocado la destrucción de las virtudes morales de austeridad y contención a que ese capitalismo debe su existencia (el factor económico). Y es que el liberalismo, tanto el político como el económico, contenía un germen autodestructivo cuya manifestación se ha hecho visible desde los años sesenta (en el Occidente democrático). Si a ello le sumamos la deriva socialdemócrata del Estado de bienestar, que crea individuos que «viven del Estado» en lugar de «vivir en el Estado», y que propicia demandas y reclamaciones imposibles de satisfacer por un «Estado sobrecargado», se tiene un diagnóstico completo del desfallecimiento moral y, consecuentemente, político de nuestras sociedades.

Este diagnóstico lo formula Contreras desde un telón de fondo más amplio: Occidente ha abandonado la que llama la «concepción clásica del mundo», que proporcionaba una visión teleológica y teísta del cosmos madurada ya en la Antigüedad clásica y culminada en el cristianismo. El materialismo filosófico (ateo) que (re)introdujo Hobbes fue el responsable directo de la pérdida de espiritualidad de los individuos y las sociedades modernas. Por eso ambos reclaman, para sobrevivir, una vuelta a la tradición de la «antropología hilemorfista» que aúna a Platón, Aristóteles, Santo Tomás y el resto de la tradición propia de Occidente.

Pero vayamos por partes. La primera corresponde a la cuota de responsabilidad en el desastre que le toca al liberalismo tal como comúnmente ha evolucionado. Afirma Contreras que el liberalismo original sufrió una mutación dañina o degenerativa en un momento de su evolución que puede cifrarse, por ejemplo, en John Stuart Mill y su doctrina sobre el valor de la libertad individual. Por obra de Mill, el liberalismo dejó de suponer un «ecosistema moral» en el que pudiera crecer la verdadera libertad. La mutación encontró su foco en la valoración de la libertad o la autonomía del ser humano como bien en sí mismo, y de la sociedad como el ambiente necesario para que la personalidad humana pueda florecer en toda su diversidad. Se formuló la libertad como una capacidad de decidir que era buena por sí misma, con independencia de las elecciones a que diese lugar («the choice for the sake of choice», la califica Samuel Gregg). Ello fue un grave dislate al no condicionar el valor de esa autonomía al contenido positivo o negativo de las decisiones que adopta el individuo. Tan grave que ha terminado por crear un tipo de individuo carente de referencias objetivas de valor, que sólo atiende a su propio deseo, y por ello es relativista, hedonista y carente de raigambre moral. Porque la libertad no consiste sin más en decidir en ausencia de coacción, dice nuestro autor, sino en «decidir bien», en elegir lo correcto, lo valioso.

Y, ¿qué es eso bueno que debe decidirse? ¿Cómo identificar lo correcto? ¿Quid de lo valioso? La respuesta, según los neoconservadores (liberales), nos la proporciona rauda la urdimbre moral tradicional de nuestra sociedad, es decir, la tradición, la naturaleza, la costumbre y, al final, la religión. En los términos que se usaban en mi juventud ya lejana, esto se expresaba con el apotegma de que una cosa es la libertad y otra muy distinta el libertinaje. Según el neoconservadurismo, nos hallamos sumidos en este segundo desde que degeneró el liberalismo original.

El liberalismo está muy bien en política y en economía, dice Contreras, pero en materias morales relevantes (para los neoconservadores lo relevante de verdad es la bioética y la familia) hay que ser conservador. En este punto, el conservadurismo se pone como algo distinto del liberalismo, como un límite a su aplicación. Sin ese límite, si las instituciones tradicionales de las formas familiares, las relaciones afectivas, los derechos del no nacido y la reproducción no se cuidan y conservan, decae el propio «ecosistema moral» que hace posible la auténtica libertad.

El último peldaño de esta degeneración liberal moderna lo ejemplifican los «liberales igualitarios» o «socialdemócratas» (John Rawls o Ronald Dworkin) que defienden una intervención activa del Estado en la economía para corregir las deficiencias provocadas por el azar del nacimiento o de la fortuna. Error. El Estado debe limitarse en principio, según los neoconservadores, a garantizar la paz jurídica, unas pocas regulaciones imprescindibles, las infraestructuras que no pueda asumir el sector privado, el control sanitario de los productos y algún bien público más (pocos, subraya el autor). En lo demás debe dejar en paz a la economía. Y ello porque no solamente genera ineficiencias cuando interviene, sino porque al hacerlo degrada aún más la urdimbre moral de la ciudadanía al convertirla en una clase subsidiada atenta sólo a la reclamación y consumo de más y más «derechos».

En el ámbito del pensamiento conservador contemporáneo propio de los Estados Unidos, se distingue entre «neoliberales» y «neoconservadores». Los primeros incurrirían en un economicismo un tanto chato y estarían preocupados simplemente por la deriva intervencionista del Estado; en lo fundamental, reclamarían soluciones sólo económicas: una regulación mínima y la libertad máxima de empresa. Los neoconservadores aportan una visión más amplia, al señalar el contenido esencialmente cultural y moral de la crisis, y al apelar no sólo a un Estado muy parco en lo regulatorio de la economía, sino también a un Estado que ayude a corregir la deriva destructora en que está sumida la sociedad estadounidense desde los años sesenta. Esta distinción crea polémicas, guerras de escuelas y reclamaciones de progenies. Dentro de ellas hay que entender las páginas que dedica Contreras a discutir si Friedrich Hayek era, en el fondo, conservador o un sencillo neoliberal, asunto que se resuelve a favor de lo primero, aunque sea asumiendo el particular carácter de la tradición como práctica espontánea autorregulada, algo de relativo interés para quien se sitúa fuera de esta querella interna.

Nuestro autor quiere demostrar que su liberalismo conservador es el auténtico liberalismo, el original. Y, para probarlo, acude a los founding fathers y señala así, por ejemplo, cómo John Locke propuso una teoría de los derechos individuales que no se basaba en el egoísmo individual, sino en el mandato de Dios y en la ley natural: «Dios ha concedido al hombre la libertad para que cumpla Sus leyes». Lo cual es cierto, pero poco significativo, pues la forma en que Locke enhebró una teoría que era tan individualista y egoísta como la de Hobbes con una concepción religiosa no pasa de ser sino una de sus incongruencias. Y no mejor juicio merece, en mi opinión, el recurso a Montesquieu y su apelación a la virtud cívica como fundamento de las repúblicas (antiguas), pues el francés no defendió para su tiempo una república, sino una monarquía como la inglesa con su doux commerce como palanca de convivencia. Al final, la reclamación de la herencia de la autenticidad en el campo intelectual para el liberalismo conservador se vuelve una tarea bastante arbitraria y caprichosa en la que domina un acusado presentismo. Usar de ideas o frases parciales de este o aquel autor para unas circunstancias que no son ya, ni de lejos, las vividas por él: pensamiento sin contexto.

Pero vayamos a la veta política de este liberalismo conservador, más allá de su progenie y de su diagnóstico sobre el estado de postración moral de la sociedad contemporánea. Lo interesante es la terapia que preconiza: en concreto, su afirmación de que la crisis cultural y moral no se arregla prescindiendo del Estado, sino precisamente usando de él para reparar los daños que el capitalismo y el relativismo han provocado. «El desmantelamiento del Estado de bienestar no convertirá por sí solo a los niños en buenos ciudadanos», dice David Blankenhorn. Tampoco se trata sólo de que el Estado «saque sus sucias manos de la educación y la familia», añade Contreras. Eso ya no basta para que se regenere el ser humano. El Estado debe ser beligerante. ¿Cómo? Por un lado, impulsando algunos rasgos del republicanismo (la virtud ciudadana contra el abandono hedonista y el lujo corruptor), y algunos otros del comunitarismo (hay que optar a favor de unos «yoes situados» en una urdimbre cultural colectiva en lugar de unos individuos atomistas), pero, sobre todo, se requiere el activismo protagonista del Estado para conseguir que las personas adopten planes de vida objetivamente buenos. Bondad que viene definida por su adecuación a una cosmovisión tradicional, teísta y espiritual que tenga claro que ciertas instituciones deben conservarse en su forma «natural» (la familia, las relaciones de género, la reproducción) y «austera» (meritocracia, ahorro, satisfacción diferida, contención). En este punto, el liberalismo conservador de Contreras da el paso de defender abiertamente un Estado paternalista o perfeccionista que tome a su cargo el deber y la responsabilidad de hacer que los ciudadanos opten por las mejores decisiones (opción que, desde el comunitarismo, defendió ya, cautelosamente, Joseph Raz). Con precaución, sugiriendo que a veces basta con pequeños «empujones», o con mantener como privilegiada ?por defecto? una determinada regulación de la institución familiar para hacerla más atractiva e incitar así al bien. La precaución, sin embargo, es intermitente, porque el autor se atreve a defender la beligerancia estatal para regenerar el marco moral y cultural anterior al inicio del declive. Es decir, da el paso de preconizar lo que Kant calificaba como el mayor despotismo imaginable: el del gobierno que cree saber cuál es la vida buena que precisan sus súbditos y por ello se la impone.

Tránsito éste que es inevitable cuando se arranca de la asunción de que existe un orden moral objetivo que es cognoscible por los sabios y que está encarnado en concreto en una naturaleza humana tradicional; que ese orden moral objetivo, además, está revelado por Dios e infundido en la racionalidad substantiva común. Y que la libertad posee un valor sólo instrumental, es decir, vale sólo si sirve para que el sujeto escoja lo objetivamente bueno. Pero todo ello hace que el lector se pregunte si no nos hemos salido franca y paladinamente del liberalismo, de cualquier liberalismo, y hemos ingresado en otro credo radicalmente diverso. Yo así lo considero. Para no añadir una argumentación que sería cansina, me remito a Tocqueville: «Quien se pregunta para qué sirve la libertad es porque tiene alma de siervo».

Vayamos, pues, a la otra causa de la degeneración: que es, precisamente, el propio capitalismo. En una crítica que inicialmente podría suscribir también el marxismo, los neoconservadores afirman que el capitalismo es el culpable de la alienación sobrevenida del sujeto, debido a que el sistema económico ha crecido apoyándose precisamente en la explotación de unas pautas de conducta personal que, sin embargo, no pueden reproducirse. En lugar de los sujetos originales que practicaban la austeridad, el ahorro, el esfuerzo y la contención en la satisfacción, el capitalismo que esas virtudes hicieron posible nos ha traído unos sujetos consumistas, hedonistas, infantiloides e insaciables. El juerguista nocturno de Daniel Bell venció al disciplinado empresario diurno: la vertiente hedonista-consumista del capitalismo ha terminado prevaleciendo sobre su dimensión competitivo-productiva. El Estado de bienestar no es sino el monstruo final a que nos ha llevado ese consumismo.

De esta constatación de los efectos disruptivos del sistema capitalista sobre la urdimbre moral de la sociedad no deducen los neoconservadores, como sería lógico esperar, una propuesta para abandonarlo, o por lo menos para corregir sus efectos (lo que sí hacían los clásicos conservadores europeos). No, la libertad de propiedad y empresa que están en la base del sistema deben conservarse axiomáticamente y cualquier intervencionismo estatal sobre ella está proscrito. No parece sino que la libertad individual en el campo económico es buena por sí misma, a diferencia de lo que sucede en el moral o cultural. Esta es una de las más llamativas contradicciones del pensamiento neoconservador, que en el fondo obedece a una previa opción estratégica (ideológica) que no se declara abiertamente: la de no cuestionar los fundamentos y funcionamiento del sistema económico y, sobre todo, su estructuración actual. Al mundo económico no parece aplicarse la crítica conservadora de que lo valioso no es la libertad, sino las opciones que se eligen, ni la de que existe un orden natural y tradicional que permite determinar cuáles son las opciones valiosas y cuáles no. El intérprete no puede menos de preguntarse cómo es posible sostener tal escisión sin sufrir cortocircuitos mentales. Porque hay una disonancia cognitiva muy fuerte entre poner como intocable un sistema económico al que se considera causante de la ruina de la tradición y de la calidad moral de las personas, y defender al tiempo el valor objetivo de esa tradición.

Restaurar la tradición en lo moral y cultural, nada menos: esa es la propuesta neoconservadora. Y hacerlo conservando el sistema material que la arruinó, nada menos también. Para ello, echando mano del carácter sociogénico de la moral, se recuerda que todo Derecho Positivo incorpora al final una moral social, de manera que se trataría sólo de incorporar hoy a las instituciones jurídicas la moral tradicional sexual y familiar abandonada para extenderla de nuevo en la sociedad. Un movimiento que contradice frontalmente el que se ha producido en Occidente, donde la moral tradicional encarnada en el Derecho Positivo ha sido poco a poco demolida por una moralidad crítica (H. L. A. Hart), pero que es congruente con el conservadurismo del autor. Lo difícil será encontrar los medios políticos para que Occidente decida libremente esta vuelta atrás, aunque en ello está este (neo) conservadurismo (no) liberal.

José María Ruiz Soroa es abogado. Sus últimos libros son Seis tesis sobre el derecho a decidir. Panfleto político (Vitoria, Ciudadanía y Libertad, 2007), Tres ensayos liberales. Foralidad, lengua y autodeterminación (San Sebastián, Hiria Liburuak, 2008), El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2011) y Elogio del liberalismo (Madrid, Los Libros de la Catarata, 2018).

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