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La literatura según Jaime Gil de Biedma

El pie de la letra. Ensayos completos

Jaime Gil de Biedma

Barcelona, Lumen, 2017

704 pp. 23,90 €

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Además de ser un gran poeta, Jaime Gil de Biedma fue un magnífico ensayista. En 1980 apareció un volumen que reunía todos sus ensayos, El pie de la letra, con una segunda edición ampliada en 1994. Ahora, la editorial Lumen publica una nueva edición a cargo de Andreu Jaume, quien aporta numerosas novedades respecto a las dos anteriores y sigue muy de cerca la intención del autor. Este dejó en la agencia literaria de Carmen Balcells una carpeta con la indicación precisa «Textos a incluir en una segunda edición de El pie de la letra», escritos todos ellos en la década de los ochenta.

El esquema que sigue esta tercera edición respeta la estructura muy calculada que el libro ya ofrecía en 1980 y en 1994. Un orden que dice mucho del poeta y que va desde una época inicial de aprendizaje, en la que aquel trata de buscar modelos diferentes a los que dominaban por entonces en España, hasta el momento en que ya ha dejado de escribir poemas y se aleja de la necesidad de justificar sus afinidades o sus rechazos. La primera parte de El pie de la letra incluye los textos escritos entre 1955 y 1962. Se abre con el prólogo que Gil de Biedma escribió para su traducción, en Seix Barral, de Función de la poesía y función de la crítica, de T. S. Eliot. Según el editor, Andreu Jaume, la elección de ese estudio es ya «toda una declaración de intenciones». Después de pasar un semestre en Oxford (1953), Gil de Biedma se aproxima con interés cada vez mayor a la poesía inglesa (al propio Eliot, a los metafísicos –John Donne, especialmente?, a W. H. Auden, Stephen Spender o Louis MacNeice) y da un giro importante en sus preferencias, marcadas hasta entonces por los poetas simbolistas franceses y los españoles de la generación del 27, en especial Jorge Guillén. Sobre su poesía publicó Gil de Biedma un ensayo (Cántico: el mundo y la poesía de Jorge Guillén, 1960; es la segunda parte de El pie de la letra) en el que orienta su propia reflexión en una línea muy diferente a la estilística de Dámaso Alonso, Amado Alonso y Carlos Bousoño. Para él, serán decisivos los ensayos La poesía de la experiencia (1957), de Robert Langbaum, al que se refiere por primera vez en el artículo «Sensibilidad infantil, mentalidad adulta» (Ínsula, 1959), y La mano del teñidor (1962), de W. H. Auden. A partir de ellos, Gil de Biedma prestará una atención prioritaria a los aspectos formales y técnicos y, sobre todo, se alejará de criterios esencialistas (algo que ya podemos advertir en el prólogo al ensayo de Eliot).

A partir de aquí puede entenderse mucho mejor la evolución de la poesía de Jaime Gil de Biedma y sus relaciones con la tradición inmediata: desde una clara admiración por Guillén, visible en los poemas juveniles (Según sentencia del tiempo, incluso Las afueras), su aprendizaje lo lleva a otra forma de entender la creación poética que el autor barcelonés define en el prefacio a Compañeros de viaje (1959) («Puestos a escoger entre nuestras concepciones poéticas y la fidelidad a la propia experiencia, finalmente optamos por esta última») y en el poema «Arte poética», del mismo libro: «Palabras, por ejemplo. / Palabras de familia gastadas tibiamente». Por otra parte, el ensayo «Emoción y conciencia en Baudelaire» (1961) revela la importancia que tuvo el autor de Les fleurs du mal en la formación poética de Gil de Biedma. Completan esta primera parte algunos artículos y reseñas publicados en la revista Ínsula a finales de la década de los cincuenta: «De artes poéticas», «Dos novelas de Robbe-Grillet» y una inteligente aproximación al primer libro de poemas de Carlos Barral, Metropolitano, en 1958. «Encuentro con Vicente al modo de Aleixandre» (1958) apareció en Papeles de Son Armadans.

Los textos incluidos en las secciones tercera («Variedades») y cuarta, escritos entre 1964 y 1988, reflejan la amplitud de miras de Jaime Gil de Biedma, que hace la siguiente anotación sobre «Variedades»: en estos trabajos, escribe el autor, «distraigo una obsesión que me tuvo poseído durante años: cómo se hace para hacer un buen poema». El título es muy acertado, pues encontramos en esta sección –y en la siguiente? semblanzas literarias (Alfonso Costafreda, Ángel González, Alberto Jiménez Fraud y Natalia Cossío –«Wellington Place», 1983? o Juan Gil-Albert, en dos ocasiones), presentaciones (Los conjurados, de Borges), reseñas (Mi vida secreta), prólogos (a la poesía de Espronceda, a Joan y Jacint Reventós: Dos infancias y la guerra), conversaciones (un diálogo con Carlos Barral, Juan Marsé y Beatriz de Moura que apareció en la revista Camp de l’Arpa), noticias de estrenos teatrales (desde Chéjov a Els Joglars: La torna y su polémica, en plena Transición). También la narración de una visita a Picasso en los años sesenta («Monstruo en su laberinto»), un divertido repaso de los locales barceloneses en la época de la gauche divine («Revista de bares») e incluso la crítica a un delirante manifiesto que firmaron algunos «intelectuales» contra la enseñanza en catalán (1981).

Encontramos aquí algunos ensayos fundamentales para entender no solamente la perspectiva del escritor, sino la situación de la literatura española en los años sesenta y setenta. Es el caso de «Carta de España (o todo era Nochevieja en España al comenzar 1965)»: el poeta barcelonés constata cómo se han hundido definitivamente las ilusiones de transformar la realidad por parte de los escritores opuestos a un régimen que se ha asentado con los «Veinticinco años de paz», el desarrollismo y los planes de estabilización; una sensación muy similar a la que transmitía el poema de Ángel González «Preámbulo a un silencio», escrito por las mismas fechas. Casi veinte años posterior, «La imitación como mediación, o de mi Edad Media» (1984) aborda la complicidad con Gabriel Ferrater en torno a la literatura medieval, tan distinta del desbordado «líquido verbal» del Renacimiento, la distancia que ambos establecen respecto a ciertos prejuicios consolidados en esa línea imaginaria que podía ir desde Mallarmé hasta los poetas de la generación del 27 y, finalmente, explica con detalle el origen de algunos poemas como «A una dama muy joven, separada», la sextina «Apología y petición» y «Albada».

En diferente sentido tiene su importancia «J. R. J.: notas a un centenario», por el derribo de algunos tópicos casi inamovibles acerca de la trayectoria de Juan Ramón Jiménez. Muy personal –e igualmente desmitificadora? es la semblanza de Ezra Pound, publicada inicialmente en México (1973). Y, por supuesto, destacan los tres artículos centrados en Luis Cernuda. Jaime Gil de Biedma publicó en La Caña Gris un ensayo, «El ejemplo de Luis Cernuda», que era, según él, un gesto de agradecimiento: «Al fin y al cabo, si Luis Cernuda está vivo, si la literatura, entre otras muchas cosas, es una forma de relación personal, ¿por qué no cumplir con un elemental deber de gratitud y educación, acusándole recibo de su obra?» Y, sin embargo, este «acuse de recibo» contenía una buena dosis de crítica, no a la obra de Cernuda, sino al modo de asumir la herencia de la Generación del 27. En 1962, los poetas del medio siglo habían fijado ya suficientemente su proyecto y, a pesar de reconocer el magisterio de aquella importantísima generación, se rebelaban contra ciertos cánones establecidos por ella. La peculiaridad de Cernuda, según Gil de Biedma, residía «en la actitud o tesitura poética del autor implícita en cada verso, en cada poema, que es radicalmente distinta de la de sus compañeros de promoción, y no demasiado frecuente en la historia de la poesía española […]. El poema, sus poemas […] parten de la realidad de la experiencia personal. Son, por así decir, poéticos a posteriori». Cernuda se distancia del principio estético que, desde Mallarmé a los poetas del 27, e incluso a los poetas sociales de la inmediata posguerra, parecía indiscutible: el proceso de formalización o de abstracción de la experiencia, que convierte a esta última «en categoría formal del poema» y la anula «en cuanto experiencia real para resucitarla como cuerpo glorioso, como realidad poética purgada ya de toda contingencia».

Gil de Biedma reconoce la influencia decisiva que han ejercido los poetas del 27 sobre la poesía posterior, una especie de dominio que afecta incluso a quienes quieren reaccionar contra ellos. A la hora de iniciar un proyecto distinto, la trayectoria de Luis Cernuda es «el ejemplo más próximo, la más inmediata cabeza de puente hacia el pasado», porque, según concluye Gil de Biedma, «no influye, enseña» y, sobre todo, «nos ayuda a liberarnos de los grandes poetas del 27». Pero también existen divergencias entre Gil de Biedma y Cernuda, claramente expresadas en uno de los dos ensayos que Gil de Biedma escribe sobre el poeta sevillano en los años setenta, «Como en sí mismo, al fin» (el otro es un estudio previo a la edición de Ocnos y Variaciones sobre tema mexicano, 1977). Aquí empieza a cuestionarse la leyenda de malditismo y marginación cultivada, en parte, por el propio Luis Cernuda, es decir, la proyección del poeta como personaje, su «desmesura absorbente», que contrastaba con «su manera de concebir y realizar el poema, muy contemporánea, muy próxima». La ironía, un rasgo importante en la obra de Gil de Biedma, está ausente en Cernuda, que sólo se reconoce en su «dimensión de hijo de dios». Al margen de la distancia que mantiene Gil de Biedma respecto a esa imagen sacralizada ?romántica en su origen? del poeta, sus consideraciones sobre la influencia de Cernuda en los poetas de la generación del cincuenta son muy precisas: «No es que, de la mañana a la noche, unos cuantos jóvenes descubriéramos en Cernuda a un gran poeta ignorado –pues ignorado no era, a pesar de cuanto él dijese?, sino que su obra de madurez nos llegaba en el momento justo […]. La proximidad era genuina, consistía en algo más que en personales afinidades –de temperamento poético en Brines, de admiración por la tradición poética inglesa en Valente y en mí?, porque se percibía asimismo en otros poetas contemporáneos nuestros, y desde antes de 1958 […]. El parentesco no resultaba tan sorprendente como nuestras actitudes de entonces lo hacían parecer; si Cernuda asume la realidad de la experiencia común y de la propia identidad vecinal sin reconocerse en ellas, nosotros, en nuestra poesía, intentábamos asumir una y otra, para reconocernos».

Cierra la cuarta sección de El pie de la letra el prólogo que Gil de Biedma escribió para la traducción al catalán que hizo Àlex Susanna de Fours Quartets, de T. S. Eliot, en 1984. Poeta de sensibilidad europea, formado en Baudelaire, Corbière, Laforgue y los simbolistas menores, Eliot es «traducible», pero «nada fácil de traducir» y, añade Gil de Biedma, su obra ha tenido más suerte en las versiones al catalán (Joan Ferraté, el propio Àlex Susanna) que en las versiones al castellano (Vicente Gaos, José María Valverde), «duras y sin ritmo», sujetas en exceso a la literalidad del texto. Gil de Biedma enlaza aquí con su fascinación inicial por Eliot –recuerda que se sabía de memoria los Cuartetos?, explica aspectos históricos y técnico-formales de estos poemas en los que Eliot parece ejercer un «ministerio público de su vida interior» y los compara acertadamente con los Landscapes de tema norteamericano. Después de repasar sus difíciles circunstancias vitales, su conflictivo matrimonio, Gil de Biedma afirma que Eliot llevó a cabo en Four Quartets «una recomposición de sí mismo».

Una de las grandes aportaciones de esta tercera edición de El pie de la letra es el apartado «Textos dispersos», con la inserción de algunos trabajos que se publican aquí por vez primera. «Pedro Salinas en su poesía», un artículo juvenil publicado en Laye (1952), demuestra una sorprendente madurez y un conocimiento a fondo de la poesía de la generación del 27. Salinas definía el amor como una aventura hacia el Absoluto: «Del amor como tema literario» era un capítulo del libro sobre Jorge Guillén que Gil de Biedma suprimió de la primera edición de El pie de la letra por considerarlo demasiado «orteguiano» (en la edición de 1994 figuraba como Apéndice I); además de Guillén, vuelven a aparecer en este capítulo Salinas, Proust y el propio Ortega y Gasset. Muy interesante es el texto inédito (hasta ahora) «Dos buenos libros de poesía: José Agustín Goytisolo y Claudio Rodríguez» (1959), que iba a publicarse en una revista del exilio publicada en Bruselas, Nuevas Ideas. En él se ofrecen las claves de una poesía social no vulgarizada ni panfletaria: «Salmos al viento es el primer exponente de una poesía social en la que el acierto poético, completo y sin reservas, es consecuencia directa de la adopción por el poeta de una posición consistentemente realista». Ese realismo se asienta en la preocupación formal y en el contraste lingüístico a través de cual Goytisolo resuelve el problema del coloquialismo. Sin embargo, y a pesar de que Claudio Rodríguez alcance en Don de la ebriedad «la pasión intensa y sostenida, la precisión en el verso y la deslumbrante belleza» que indudablemente destacan en el panorama de la poesía española de principios de los años cincuenta, al final se imponen «una cierta monotonía y limitación de conjunto»: el libro de Claudio Rodríguez es el resultado de una experiencia adolescente (de nuevo el esquema «sensibilidad infantil/mentalidad adulta»: el autor tenía diecinueve años cuando escribió este libro). La poética escrita para la antología Poesía social (1965), de Leopoldo de Luis, es muy coherente con lo que Gil de Biedma había expuesto en el prólogo a Compañeros de viaje: el autor no cree en la «expresión incondicionada de la subjetividad», sino en la relación con el mundo de la experiencia común, así como en la distancia que ha de establecer el poeta con el lector y consigo mismo. La poesía, según él, «no es comunión, sino conversación, diálogo».

Cierran el volumen algunos textos circunstanciales, como la presentación de la novela La muchacha de las bragas de oro (premio Planeta en 1978), de Juan Marsé, el prólogo a Norte magnético, de Pedro Luis Ugalde (1980), una curiosa presencia –el texto «Aire, nada»? en el catálogo de la exposición «Otros abanicos», la contribución a un homenaje a Ángel Crespo en 1985 y el borrador, en facsímil, de una conferencia sobre Jorge Manrique. Llaman la atención, en este apartado, dos lecturas poéticas realizadas en Oviedo (1981) y en la Residencia de Estudiantes de Madrid (1988), imprescindibles por las reflexiones que va haciendo Gil de Biedma sobre sus poemas. «Lean ustedes a Jorge Guillén» (1984: el año de la muerte del autor de Cántico) enlaza con aquella fascinación inicial que dio origen al ensayo de 1960, pero con una distancia temporal que excluye cualquier atisbo de mitificación. Por último, el texto «Genio y figura: lord Byron» (1988) supone el desplazamiento hacia una frivolidad muy inteligente, bien visible en otros ensayos de Jaime Gil de Biedma, como «Revista de bares». Lord Byron sería «un personaje para las revistas del corazón inventado avant la lettre». «Asusta pensar –añade Jaime Gil? en lo que hubiera hecho Hola con lord Byron; valía él solo por toda una jet set».

Sólo he visto en esta tercera edición de El pie de la letra dos errores. El primero, la fecha del texto «Monstruo en su laberinto»: no puede ser de 1964, puesto que en él se habla del «inminente referéndum en España», que se celebró en diciembre de 1966 (no en 1967, como señala erróneamente una nota). El segundo, cuando se dice en una nota que el valenciano Francisco Brines «es uno de los poetas de la generación del 27» (p. 502). Al margen de estos dos deslices, la edición resulta muy correcta.

Antonio Jiménez Millán es poeta y catedrático de Literaturas Románicas en la Universidad de Málaga. Sus últimos libros son Promesa y desolación. El compromiso en los escritores de la Generación del 27 (Granada, Universidad de Granada, 2001), Inventario del desorden (1994–2002) (Madrid, Visor, 2003), Poesía hispánica peninsular (1980–2005) (Sevilla, Renacimiento, 2006) y Clandestinidad (Madrid, Visor, 2011).

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