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La realidad son realidades

El ojo del cielo

Manuel Gutiérrez Aragón

Barcelona, Anagrama, 2018

176 pp. 16,90 €

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Se sugiere en la nueva novela de Manuel Gutiérrez Aragón una disparidad entre historias contadas con imágenes móviles, videográficas, e historias escritas: «Cualquier historia leída y releída muchas veces termina por convertirse en una historia de amor. No así las que pasan en la tele, que permanecen inalterables cuantas veces se ven», apunta Valen, una de las protagonistas y narradoras de El ojo del cielo, y no sé si piensa en la profundidad de sentidos que puede proyectar sobre las palabras, en cada lectura, la imaginación de quien lee. «Algunas partes de esta historia las recuerdo bien, y otras me sorprenden como nuevas cuando las vuelvo a leer», dice Ludi Pelayo, otro de los personajes-narradores del cuento. La voz de El ojo del cielo es itinerante, casi una voz-cámara: se mueve entre cuatro personas, cambia de plano y de punto de vista, pero siempre parece empezar o desembocar en Ludi, el novio de Valen, casado y con dos hijas, que vuelve una y otra vez como narrador imprevisto. Introduce la tercera persona, reconstruyendo quizá, o así lo supongo, toda la historia a partir de lo que alguna de las tres hermanas protagonistas contó o le contó alguna vez.

Hubo otro Ludi, Ludivino Pelayo, héroe y narrador de Cuando el frío llegue al corazón (2013). Los dos Ludi viven en el mismo espacio geográfico, en los valles del Pas, en las mismas montañas, antigua morada de dioses huidos (es también el mundo de la película de Gutiérrez Aragón que prefiero, El corazón del bosque, de 1978). Pero no pueden ser el mismo Ludi, porque el Ludi de Cuando el frío llegue al corazón pertenece a los años cincuenta del pasado siglo, cuando salía de la adolescencia, y el de El ojo del cielo puede tener treinta o treinta y tantos años en el siglo XXI, es profesor de instituto y cronista del periódico local.

Al padre del primer Ludi se lo llevó la policía franquista por motivos políticos; las heroínas de El ojo del cielo tararean canciones de 2008, Single Ladies, de Beyoncé, y Womanizer, de Britney Spears, además de un viejo estribillo de Alan Parsons («I am the eye of the sky, looking at you»), aprendido de los soldados del escuadrón de vigilancia aérea del Pas. «La esfera del radar que el cuartel de la OTAN mantiene en lo más alto de aquellos montes de pacíficas vacas y antiguos dioses» vigila en los nuevos tiempos, reflectante como una esfera de «verbena o bailongo». Para un adolescente de la época del primer Rudi, el ojo del cielo sería el ojo que lo ve todo, omnipresente, inserto en el triángulo divino de las iglesias y las estampas católicas. Cabe, sin embargo, otra posibilidad: los dos Ludi serían un único Ludi y gozarían de la intemporalidad de los seres mitológicos.

El héroe de Cuando el frío llegue al corazón y las heroínas de El ojo del cielo comparten un mismo rasgo: uno y otras han sufrido la pérdida temporal, quizá definitiva, del padre; en el primer caso, encarcelado por oponerse al régimen franquista, y, en el segundo, buscado por estafador. La mano de la justicia provoca en las dos novelas la ausencia paterna, rompe el orden habitual de las cosas y desencadena la acción. Margarita, la madre, y sus tres hijas, Valen, Bel y Clara, son el núcleo de El ojo del cielo, empeñadas en superar las circunstancias y salir adelante. Deberán resistir al asedio de un acreedor poderoso –un banco de dimensiones internacionales–, ganarse la vida con el campo y las vacas, y entenderse con su propia sentimentalidad y su nueva situación de viudedad y orfandad, rodeadas sólo por hombres, sean aliados o antagonistas. Han dejado la casa de la ciudad, en vías de desahucio, para irse en invierno a la casa de verano, «casa de soledad y viento […] ring familiar», en la montaña. «Cabaña del fin del mundo», la llama la menor de las hijas, Clara, de diez años. Cuando no es escenario de malos modos en familia, reina en la casa un silencio nocturno, aunque sea de día. Huele a vacas en el dormitorio de las niñas, sobre el establo.

La criatura más secreta de la casa es la madre, la única que no cuenta lo que vive o siente. Ejercen de narradoras las hijas: Valen, la primogénita, se ve cada vez más igual a su madre, con quien, mirándose al espejo, supone que discute: «Con la leche que mamé me envenené de ti […]. Te veo con los ojos que son de padre». Bel, buena estudiante en el instituto, fuerte de carácter y «encantada de alejarse de cualquier sitio en que estuviera», se siente escritora: «Un día pondré estas palabras por escrito, y haré como que pertenecen a la ficción, para que Clara, Valentina y mamá no se vean reflejadas en la historia». Como el Ludi de Cuando el frío llegué al corazón, está en ebullición adolescente, mental y sexual. La menor, Clara, introduce, con el padre perdido, el componente fantástico.

El padre fue un honrado heladero ambulante que, bajo el peso de las deudas, falsificó letras de cambio firmadas por personalidades como la duquesa de Alba, Curro Romero o Julio Iglesias, habituales en su colección de fotos de celebridades del Hola. A punto de ser detenido, huyó una noche para seguir dedicándose a lo de siempre, «a lo que se dedican los pasiegos cuando salen de los montes», al vagabundeo. Sólo dejó un fantasma: en la mudanza, al mover un armario, las hijas descubrirán un álbum de fotos con todas las fotos arrancadas menos una. Aparecen la madre, las tres niñas y la sombra del fotógrafo, a quien las niñas identifican con el padre huido.

El ojo del cielo se levanta sobre un mundo pleno de materialidad, pero casi evanescente, en peligro de extinción o transformación radical ante un ogro que cierne su garra colonizadora o reestructuradora sobre la comarca entera: el Banco de Santander, el primer adversario de Margarita y sus hijas. El tono es de comedia y Manuel Gutiérrez Aragón incluso recurre al viejo uso de los nombres parlantes, esos nombres propios cargados de sentido, que se ajustan al carácter y los actos del individuo que los lleva, resumiéndolo como una caricatura o una descripción sumarísima.

El apoderado del banco todopoderoso se llamará Lobo Menudo, desde la escuela enamorado de Margarita, la mujer a la que el banco, además de denegarle un préstamo hipotecario para los estudios de su hija Bel, quiere quitarle legalmente la casa del monte y la de la ciudad. Macho Sañudo («de intención rencorosa y cruel», define sañudo el Diccionario de la Real Academia), alias El Estudiante, será el malvado del cuento, eterno alumno de la Facultad de Veterinaria, además de exhibicionista, traficante de semen de toro y espía del Banco de Santander bajo la máscara de investigador antropológico de la vida pasiega: el conocimiento sistemático de la comarca quizá contribuya a un futuro plan de remodelación económica o, por lo menos, sirva para «introducirse en el remoto mundo de los pasiegos e indagar sobre sus ahorros y tesoros ocultos». Al correveidile del pueblo le dicen Colombo, por su gabardina y su purito sempiternos a la manera del mítico policía de serie televisiva. Vendedor ambulante de ojo y oído detectivescos, Colombo propaga rumores: ha vuelto el heladero huido; lo han visto una noche, «al atardecer, entre dos luces», aunque la habladuría parta del Estudiante, que no conoció al Heladero.

El criado contratado por Margarita para que ayude en las faenas del verano ostenta el pomposo nombre de Abderramán, que tiene menos de califa, o de personaje de leyenda o fábula oriental, que de encantador o cuentacuentos de plaza africana. «Hombrecillo de barba gris y mirada negro carbón», también será Ab el Moro, marroquí, o eso parece, «presencia benéfica», según la primogénita Valen. Abderramán siega, forra –mano invisible– los cuadernos de la estudiante de la casa, y le cuenta a la niña Clara (otro nombre parlante) la historia del Heladero de Tánger, que desde la medina ascendió a los palacios: fue la alegría culinaria en la fiesta del millonario Forbes en honor de su novia, Liz Taylor, con asistencia, entre otros, de los príncipes de Marruecos, Mick Jagger, Jimmy Carter, Henry Kissinger, y los magnates Gianni Agnelli y Emilio Botín. Abderramán parece tan propenso a las celebridades como lo fue el padre de Clara. Su heladero fantástico se convertirá en heladero del rey de Marruecos para que la envidia asesina del cocinero real se ciña sobre sus marmitas de helados. Y en ese momento se interrumpe el encantamiento: el maullido de la gata despierta a las vacas, irrumpen el tráfico y el motor del autobús de los soldados, y la realidad se entromete en el mundo hechizado de la fábula. Continuará.

Hace unos años, hablándole de su cine a Carlos F. Heredero, Manuel Gutiérrez Aragón esbozaba un modo de hacer basado en forzar los límites del realismo mediante la superposición de realidades (incluso contradictorias entre sí) sin salirse de la realidad. De vuelta a la novela, más allá de las diferencias entre una historia videográfica y una escrita, en El ojo del cielo esta lógica de superposición de realidades produce un efecto de dislocamiento, de humor o parodia, desde el desagradable y diabólico Macho Sañudo, de «cejas puntiagudas y sonrisa torcida», en su Centro de Inseminación Artificial, Palacio del Semen dividido en nueve círculos como el Infierno dantesco, a Clara, la niña de diez años un tanto especial, que cuida las vacas, vigila a forasteros y vecinos, y cojea por el llano, no por el monte. La gente la toma por tonta y la familia, aconsejada por el apoderado del banco («puede rendir más que una vaca»), utiliza su supuesta incapacidad intelectual irreversible para burlar a las autoridades, conseguir becas y evitar desahucios por la vía rápida. El humor puede recordar al de un caricaturista como El Roto: cuando Bel le confiesa a su novio del instituto que apoyará su petición de beca en la incapacidad de su hermana pequeña, el chico le dirá: «Qué suerte tienes. Nosotros sólo somos pobres».

Desde la primera página sabemos que Clara, la supuesta tonta, acabará siendo «propietaria de la mejor marca de helados de España». A sus diez años, aparte de transmutarse en pájaro y otras especies animales, ya sabía vender helados desde una furgoneta en Smart City, Esmarsiti (que es casi un anagrama distorsionado de Santander: Samtersisi), y salir en los periódicos vendiéndole un cucurucho a un premio Nobel de Física. El ojo del cielo se mueve entre la agradable trivialidad del paso de los días, siempre amenazada, y la posibilidad cotidiana de lo fantástico maravilloso. De lo íntimo se salta a lo inmediatamente sensorial: por ejemplo, en el entierro final que reúne a la madre y las hijas en torno a una tumba, se juntan en Valen, la primogénita, el dolor de los zapatos nuevos, de luto, y el íntimo «dolor ceremonioso y solemne», fúnebre.

En ese juego de deslizamientos entre planos de realidad, el elemento temporal, histórico, marcado por la época –el criado marroquí, el brasileño-angoleño primer novio de Bel, los monaguillos ecuatorianos que asisten al cura ante el ataúd, los grafitis en las paredes del cementerio, la base de la OTAN, las guarniciones marroquíes en el Sahara–, se funde con lo fabuloso atemporal, donde concurren, incluso, los Rosencrantz y Guildenstern de Hamlet, comprimidos en un solo individuo, o puede producirse un milagroso episodio de anagnórisis («aspecto importante de todo drama serio», como advierte alguna enciclopedia), cuando acaso se descubra la verdadera identidad de uno de los protagonistas del cuento. Y quizá no falte ni un homicidio, si es que no se trata de un asesinato, quién sabe. Lo dice el narrador principal: «Ni el radar es capaz de captar todo lo que se mueve, ni ningún narrador es tan omnisciente para acabar con todas las incertidumbres del relato». El ojo del cielo es un ejemplo de fluidez, liviandad y claridad. Y también de economía o capacidad de elipsis. Lo dice la voz que suena al final del último cuento: «Hay que salir a tiempo de las historias, si no serían como la vida».

Justo Navarro ha traducido a autores como F. Scott Fitzgerald, Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007), El espía (Barcelona, Anagrama, 2011), El país perdido. La Alpujarra en la guerra morisca (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013), Gran Granada (Barcelona, Anagrama, 2015) y El videojugador. A propósito de la máquina recreativa (Barcelona, Anagrama, 2017).

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