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El nacionalismo español como nacionalismo banal: ¿es nacionalista el sentido común?

Ondear la nación. Nacionalismo banal en España

Alejandro Quiroga y Ferrán Archilés (eds.)

Granada, Comares, 2018

240 pp.

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Un libro como el que va a ocuparnos constituye un quebradero de cabeza para el reseñista por, al menos, tres motivos que trataré de explicar con brevedad. El primero, el más obvio, es un problema común a todo comentario de una obra de estas características, en la que participan doce autores, responsables de once artículos distintos que se incorporan en forma de capítulos siguiendo un impreciso orden cronológico y abarcando un amplio lapso que comienza en 1800 para tratar el lenguaje y la gramática en las raíces del liberalismo decimonónico (Xavier Andreu) y termina en nuestros días, con la auscultación de la serie televisiva Cuéntame y la estrategia de Podemos (José Carlos Rueda Laffond). No es sólo cuestión de amplitud cronológica –al fin y al cabo relativa? sino del contenido mismo de esos capítulos que parten de una estrategia común, pero después se despliegan en múltiples trayectorias.

Así, por citar un ramillete representativo, hallan cabida aquí tanto el análisis de las fiestas cívicas de la revolución liberal (Jordi Roca) como el examen meticuloso (Ferrán Archilés) de las ideas de región y nación en una obra precisa de un novelista determinado (Arroz y Tartana, de Vicente Blasco Ibáñez); en las páginas siguientes se aborda el tratamiento de la nación en el cine durante la dictadura de Primo de Rivera (Marta García Carrión) y, luego, la exploración de esa misma temática en la prensa republicana de los años treinta (Pilar Salomón); y, en fin, además de explorar el nacionalismo franquista en un par de trabajos (Claudio Hernández Burgos, Andrea Geniola), el noveno capítulo (David Parra y Josep Ramon Segarra) rompe el orden cronológico con un recorrido por el «aprendizaje de la nación» en varios proyectos pedagógicos de la España contemporánea, en tanto que la siguiente aportación (Vega Rodríguez-Flores) enjuicia el nacionalismo y el internacionalismo del comunismo español durante la Transición.

Creo que no hacen falta más especificaciones para dejar clara la dificultad de pergeñar una reseña que rinda cuentas de ese heteróclito entramado. Es cierto que el sustrato es la aplicación de esa óptica de nacionalismo banal a distintos contextos de la España contemporánea, pero, por lo ya dicho, es fácil comprender que la materialización concreta diluye ese designio en la antedicha panoplia de trabajos heterogéneos. Por otro lado, los artículos están sólidamente documentados y rayan a más altura de la habitual en una obra de estas características. Razón de más para que el reseñista lamente esa imposibilidad de entrar a fondo en la discusión pormenorizada de los elementos que integran un libro estimulante por muchos conceptos.

Estimulante, que es el adjetivo que deliberadamente acabo de emplear, no quiere decir persuasivo ni convincente. A nivel formal, algunos de los autores incurren en el vicio de un lenguaje árido y abstruso que hace fatigosa la lectura. En cuanto al contenido propiamente dicho, la sensación es agridulce, por lo que luego diré. En todo caso, bien está aceptar la provisionalidad que reclaman los editores en la propia introducción, en el sentido de que el libro «no pretende cerrar ningún debate ni dar por probado un nuevo relato sobre la “banalidad” de la nación española», sino tan solo aportar «algunas herramientas para la discusión académica y servir de estímulo para futuras investigaciones». Si es así, nada que objetar.

Pero aquí es donde entra en juego el segundo factor que enuncié al empezar este comentario. Desde mi punto de vista, el problema estriba en el punto de partida, es decir, en el propio concepto –«nacionalismo banal»– que los autores tratan de aplicar o implementar en los diversos capítulos. Aunque, planteado como hipótesis de trabajo, lo cierto es que la lectura completa de los diversos estudios arroja una impresión contrapuesta, como si de lo que se tratara en el fondo es de apuntalar con la selección de hechos concretos y con argumentaciones más o menos discutibles una decisión tomada de antemano, es decir, de forma apriorística: que en todas las variables examinadas –ya sean mentalidades, ideologías, doctrinas, movimientos o regímenes? existe siempre un basamento común que, evidentemente, no es otro que ese nacionalismo banal. De este modo, lo que falla no es el contenido específico o la base empírica de cada uno de los trabajos, sino el significado y sentido último que quiere darse a cada una de las aportaciones para que constituyan en su conjunto, a los ojos de un lector poco crítico o ideológicamente entregado de antemano, un testimonio indubitable de la permanente presencia del nacionalismo banal en la España contemporánea.

Me queda por enunciar el tercer motivo que hace complicada esta reseña, que afecta ahora no al alcance y significación del libro en sí, como en el punto anterior, sino al marco en que debe moverse este mismo comentario crítico que me dispongo a escribir. Por un lado, el contenido del libro se atiene escrupulosamente a lo que ya se anuncia en la propia contracubierta: es incuestionable que se trata de «una obra basada en investigaciones originales y pioneras» y también que es «una obra plural». Puede concederse incluso que no hay «una única tesis de fondo», aunque ya aquí habría que matizar que sí una convergencia nada casual en sus conclusiones, como ya he adelantado. Pero las últimas frases de esta escueta presentación ya toman partido claramente, a despecho de todo lo anterior, afirmando taxativamente que «se ha construido en España, y además de manera muy eficaz [la cursiva es mía], una identidad nacional que no se presenta como nacionalista pero que sin embargo tiene todos los rasgos del “nacionalismo banal”». El que calla otorga, dice el refrán: dar por bueno que identidad nacional es igual a nacionalismo, aunque sea sólo para aplicarlo a la historia contemporánea de España, tiene una trascendencia que desborda el ámbito puramente académico. El dilema que se plantea entonces es si este comentario debe discurrir por los cauces convencionales o asumir las implicaciones políticas que tiene –no para el mejor conocimiento del pasado, sino para nuestro conflictivo presente? el uso del sintagma «nacionalismo banal».

Esto nos lleva inevitablemente, antes de dar más pasos, a decir unas cuantas palabras sobre el origen y sentido de dicha conceptuación. La etiqueta de nacionalismo banal fue acuñada por un teórico de la psicología social, Michael Billig, cuya obra de referencia, Banal Nationalism, data de 1995. El planteamiento de Billig tuvo pronto un considerable eco en otras ciencias sociales, con seguidores y detractores que pugnaron por criticar, restringir o adaptar la formulación en sus respectivos campos, desde la sociología a la política, desde la antropología a la historia. Como todas las acuñaciones de raigambre nacionalista, el uso de esa conceptuación se generalizó para el reconocimiento del presente y para la prospección del pasado (y dentro de este para las más diversas etapas históricas) y se extendió a los más diversos países a lo largo y ancho del globo, desbordando así el planteamiento primigenio de su creador y generando una considerable polémica entre los especialistas. Recordemos brevemente que el propósito original de Billig era tan solo caracterizar el conjunto de ideas, creencias, símbolos, actitudes, rutinas y disposiciones que comparten de manera habitual y cotidiana los ciudadanos que se sienten integrados en una determinada comunidad con identidad propia. En otras palabras, y entendiéndola en su más amplio sentido, estaríamos hablando de una cultura nacional. Que tal cosa existe en los países asentados –y en otros muchos que no lo están tanto? es irrebatible. Que a eso se le llame nacionalismo, por una parte, y banal, por otro, es bastante más discutible, como pronto se encargaron de poner de relieve los críticos de Michael Billig.

Como sucede con otros muchos conceptos o acuñaciones de las ciencias sociales, la propia imprecisión del sintagma constituye, paradójicamente, la causa principal de su difusión y éxito. Nacionalismo banal podía significar muchas cosas –algunas incompatibles entre sí? y, bien utilizado, podía servir a las causas más diversas. En nuestros lares, no es de extrañar que la obra de Billig fuera traducida primero al catalán, a las alturas de 2006. La versión en español se demoraría aún ocho años, hasta octubre de 2014, fecha en la que por fin se decidió a sacarla un modesto sello editorial, Capital Swing. La verdad es que, ya por aquel entonces, el conocimiento de la obra de Billig o, por lo menos, la familiaridad con el concepto de marras se había generalizado entre los investigadores españoles, como recuerda Alejandro Quiroga en su muy documentado artículo sobre «el impacto de Banal Nationalism en España». No esconde Quiroga que Banal Nationalism fue desde el principio un libro polémico por múltiples razones, desde las puramente terminológicas antes aludidas a otras más complejas derivadas de su funcionalidad –o, mejor dicho, ausencia de ella? a la hora de esclarecer procesos de nacionalización que nada tienen que ver entre sí por razones políticas o culturales. Dicho en plata, resulta cuando menos abusivo aplicar ese criterio urbi et orbi, como si pudiera explicarse con él todo fenómeno de cohesión o integración nacional independientemente de los países concretos y las circunstancias espaciotemporales en que tenga lugar.

La objeción más repetida y, desde mi punto de vista, la más importante –porque de aquí proceden todas las demás? que se ha hecho al planteamiento de Billig señala que el proceso de nacionalización que contempla su teoría es vertical y, más específicamente, de arriba abajo. Por decirlo en términos más inequívocos, en la cosmovisión del teórico británico se mantiene –cuando menos implícitamente? que la aculturación nacionalista es un proceso que de un modo u otro desencadena y alimenta el Estado, que sería el elemento claramente activo, en tanto que el conjunto social, los ciudadanos, se mantendrían en un estadio de cierta pasividad, como meros receptores de las iniciativas del poder. Soy consciente de que he simplificado mucho, y me disculpo, porque Billig introduce matizaciones que enriquecen ese esquema, pero para el punto al que queremos llegar es imprescindible subrayar las líneas esenciales. Por lo pronto, lo primero que se deduce de esas premisas es la más que dudosa operatividad del concepto para caracterizar aquellas comunidades o aquellos Estados que no disponen de los mecanismos de transmisión a los que estamos acostumbrados en el mundo actual en las sociedades desarrolladas. El paso siguiente es una carga de profundidad para los historiadores: ¿hasta qué punto tiene, pues, sentido la utilización del utillaje conceptual del nacionalismo banal para explicar y entender esas sociedades del pasado que no conocían nuestros modernos medios de comunicación y adoctrinamiento?

Llegados a este punto, resituemos la cuestión. Billig idea la fórmula de nacionalismo banal para dar cuenta del proceso de nacionalización que se produce en las sociedades modernas, en las que el Estado tiene una capacidad inédita para llegar a las conciencias de todos los individuos. Estos se reconocen como elementos integrantes de un conjunto –una identidad colectiva– merced a un arsenal de símbolos y pautas que comparten poco menos que inconscientemente. Ahora bien, esto mismo implica que la banalidad del proceso desaparece cuando existe un conflicto identitario, sea de las características que fuere. Dicho en otros términos, no podría hablarse de nacionalismo banal cuando se agitan o manipulan conscientemente los emblemas nacionales, bien para aglutinar los propios, bien para marcar territorio frente a los ajenos. En rigor, por tanto, en contra de lo que quizá hayan podido pensar los lectores más ajenos a la polémica, no existiría, por ejemplo, nacionalismo banal en la instrumentación que hace el independentismo catalán de sus elementos identitarios, por citar un caso bien candente.

Pero esta restricción del concepto, lejos de resolver todos los dilemas, nos conduce a un escenario más perverso, y yo diría que a algo muy parecido a un callejón sin salida. Si la especificación de lo que es nacionalismo banal se hace a costa de diferenciarlo del nacionalismo explícito y consciente, ello significa que lo verdaderamente característico del primero es su condición refleja e involuntaria. El nacionalismo banal sería tan natural e irresistible como el aire que respiramos varias veces por minuto. Si Monsieur Jourdain se expresaba en prosa sin saberlo, todos sin excepción seríamos también nacionalistas sin saberlo. ¿En qué me diferenciaría yo, que no me siento nacionalista, de otro que sí considero que lo es o, más claramente aún, de un tercero que –para que no quepa duda alguna– sí se reputa nacionalista e incluso tiene a gala serlo? En el fondo, ¡en nada! Según esta perspectiva, seríamos propensos a ver el nacionalismo en el ojo ajeno y no la viga nacionalista en el propio. El nacionalismo sería siempre el sentimiento o la ideología de los otros, mientras que el nuestro pasaría por ser «sentido común» o lo cubriríamos pudorosamente con vistosos ropajes. Así, la vinculación afectiva a nuestro país o la disposición a defenderlo suele recibir el nombre de patriotismo, pero, en el fondo, no sería más que nacionalismo internalizado.

Estaríamos, por tanto, ante un determinismo implacable: queramos o no, nos guste o no, lo reconozcamos o no, todos somos nacionalistas. Cual si fuera una maldición o, sencillamente, una ley natural, como nuestra condición mortal, el ser humano estaría impelido a ser, pensar y actuar en clave nacionalista. La tosquedad del planteamiento no es óbice para que constituya uno de los argumentos predilectos de los nacionalistas confesos en los debates y conflictos identitarios. Nada extraño hay en ello. Más sorprendente, en cambio, es que un sector considerable de la historiografía y las ciencias sociales haya dado cobijo al argumento, pese a su condición atemporal y esencialista. De hecho, para volver a tomar nuestro hilo conductor, el nacionalismo banal de Billig conduce inexorablemente al mismo terreno, al mantener de una u otra forma que el nacionalismo –de manera inconsciente, eso sí? es consustancial a la sociedad humana. Dejando ahora de lado otras consideraciones, el problema más obvio es que tal ampliación –casi universal en la práctica? de lo que entendemos por nacionalismo difumina sus perfiles y lo convierte en inane. Hubiera bastado para evitarlo echar mano de un más variado utillaje conceptual: por ejemplo, diferenciar nacionalismo o nacionalista de identidad nacional o proceso de nacionalización. Por esa vía hubiera sido más fácil el entendimiento sobre unas bases mínimas.

Los autores de Ondear la nación reconocen todas esas dificultades y, en muchos casos, reservan sus reflexiones iniciales al comienzo de sus respectivos capítulos para trazar un estado de la cuestión en términos analíticos y conceptuales. Otra cosa muy distinta es que después logren preservar la coherencia entre esos planteamientos teóricos y su aplicación a los casos y situaciones que estudian. Citaré varios ejemplos para aclarar lo que quiero decir. El libro comienza aludiendo a unas fotos de adolescentes celebrando las victorias de la selección española en el Mundial de fútbol en julio de 2010. El diario ABC dedicaba al asunto la portada y un amplio artículo. Los autores comentan que el reportaje periodístico «contenía grandes dosis de un nacionalismo español conservador, que presentaba el despliegue de banderas constitucionales como un hecho normal en un país moderno en el que los jóvenes, aparentemente despolitizados, habían “superado” la Guerra Civil y la dictadura franquista por la vía del desconocimiento». Es decir, si no he entendido mal, que el jolgorio por el triunfo de la Roja (había que evitar el nombre maldito) expresaba un nacionalismo español –conservador, claro, esto es casi una redundancia? que desplegaba banderas como si fuera un hecho normal, mostrando una aparente despolitización y una pretendida superación (entrecomillada en el original) de nuestra guerra civil, aunque no era más que puro desconocimiento.

Atención, porque, siguiendo a Billig, los editores recuerdan que no cualquier uso extraoficial de los símbolos nacionales es nacionalismo banal. Si yo saco la rojigualda en el balcón de mi casa en apoyo del artículo 155 soy un nacionalista español convicto y confeso. Si la pongo porque no encuentro otra cosa mejor para celebrar que Rafael Nadal ha vuelto a ganar el Campeonato Roland Garros soy un nacionalista banal. Espero que con este ejemplo se me comprenda mejor si digo que buena parte de los problemas del libro vienen cuando los autores pretenden ser fieles a la conceptuación de Billig, mientras que el volumen se hace más interesante en las partes en que los autores se distancian del teórico británico o simplemente muestran lo difícil que es detectar un nacionalismo banal en contextos políticos caracterizados por la ausencia de libertad, como el franquismo. Aun así, como la directriz común a todos los participantes es la de encontrar nacionalismo banal a toda costa, no hace falta decir que en todos los casos los autores llegan a conclusiones similares, certificando en sus respectivos ámbitos de estudio la presencia de dicha actitud. De este modo, hasta el Partido Comunista de Santiago Carrillo resulta ser un consumado ejemplo de nacionalismo español, banal y explícito al mismo tiempo: «¿por qué no deberíamos considerar nacionalista a un partido que participaba de una identidad nacional compartida y que la transmitía a través de su discurso, de su programa y, en definitiva, de su proyecto político?» (p. 224).

El intento de transponer –a menudo de modo literal? la teoría y el pensamiento de Billig a la realidad española da lugar en ocasiones a una jerga pretenciosa y hasta casi ininteligible, al menos para este reseñista. Reproduzco un breve párrafo para que juzguen ustedes: reconociendo la dificultad de trasladar «el concepto de nacionalismo banal de Billig al siglo XIX» español, Jordi Roca considera que «algunas de sus intuiciones sobre la génesis de la nación se revelan útiles para reinterpretar la Revolución Liberal. La primera de ellas es que la esencia del nacionalismo es “universal” y “particular” desde la génesis de la nación, y que la visibilidad de uno u otro sólo depende de cuál es el hegemónico y de cómo el principio nacional es presentado como razonable. En segundo lugar, considerar que las identidades nacionales hunden “sus raíces en el seno de una poderosa estructura social que reproduce las relaciones hegemónicas de desigualdad”. Por último […], la necesidad de los ciudadanos de tener una nacionalidad que les reconozca su individualidad legal y política es lo que promueve una creatividad vinculada a la “comunidad imaginada”; en la medida en que se consolida el Estado-nación, “la imaginación acaba inhabituada” y la modificación del lugar que esta ocupa se vuelve inimaginable» (p. 46).

Una consideración espinosa para terminar, retomando un apunte del principio. Este es un libro académico, dirigido básicamente a los especialistas, escrito por investigadores universitarios que emplean un lenguaje técnico poco o nada accesible para el gran público. No es una obra de divulgación ni un ensayo generalista sobre el nacionalismo, ni mucho menos una obra combativa en ningún sentido. Por lo que a mí respecta, los autores están absolutamente libres de toda sospecha acerca de sus intenciones últimas: sólo les mueve la voluntad de conocer más y mejor una de las realidades más controvertidas del mundo contemporáneo. Siendo así las cosas, el reseñista podría poner punto final de un modo aséptico a este comentario diciendo la verdad: que se trata de un libro muy interesante por múltiples conceptos, con todas las reservas ya expuestas y que no voy a repetir. Esa verdad no sería, empero, toda la verdad y hurtaría al lector de hoy día la alusión a la incómoda realidad del contexto político y social –nacional, en última instancia? en el que aparece un libro de estas características.

Si, como quiere el pensamiento progresista, nada es neutral en el marco histórico, no podemos desconocer ni silenciar la importancia que tiene la difusión –aunque sea a pequeña escala– de una formulación como la del nacionalismo banal en esta España zarandeada por una profunda crisis de repudio a la identidad común en amplias zonas de su territorio. Grosso modo, la consecuencia inevitable sería la caracterización de la identidad nacional española como nacionalismo español. El paso siguiente, bien fácil, aunque no se plantee en este libro, es establecer una vinculación entre ese nacionalismo español y un pasado oscurantista –o, como mínimo, casposo– que empezaría en los Reyes Católicos y la España imperial, y terminaría en el nacionalcatolicismo del franquismo. ¿Cómo no aspirar entonces a construir una identidad nacional alternativa, menos contaminada, más moderna, llámese catalana o euskalduna? Insisto en que esto no se halla de ninguna manera en el libro, pero en el capítulo primero, escrito por uno de los editores, Alejandro Quiroga, se deslizan un par de datos que pueden servir para la reflexión. El primero, una cierta especificidad española en la recepción del concepto de nacionalismo banal: así, mientras que «Banal Nationalism no ha sido traducido ni al francés, ni al alemán, ni al italiano», en «España […] la obra de Michael Billig ha sido utilizada en numerosas investigaciones históricas» o, como se dice en términos similares pocas líneas antes, «Banal Nationalism ha dado para mucho». El segundo dato, tomado, como he dicho, del mismo autor, es una concreción utilitarista de ese mismo diagnóstico: «Banal Nationalism le ha servido a la historiografía española para negar las diferencias entre patriotismo y nacionalismo». La aplicación de este criterio al caso español y, sobre todo, su traslación interesada al convulso contexto actual, tiene unas consecuencias –no solo teóricas? que sería hipócrita ignorar. Los nacionalismos periféricos necesitan hablar de tú a tú con ese adversario al que se empeñan en catalogar como nacionalismo español. La mera aceptación de este planteamiento constituiría un triunfo en toda regla y el primer paso indispensable para conseguir sus objetivos.

Rafael Núñez Florencio es Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Sus últimos libros son Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Madrid, Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo: del 98 al desencanto (Madrid, Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Madrid, Marcial Pons, 2014).

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