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Vislumbres de la India

El ministerio de la felicidad suprema

Arundhati Roy

Barcelona, Anagrama, 2017

Trad. de Cecilia Ceriani

520 pp. 24,90 €

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Han pasado veinte años desde que Arundhati Roy publicó El dios de las pequeñas cosas, aquella notable primera novela que se hizo con el premio Booker, recibió los elogios de críticos y colegas (nada menos que John Updike la llamó «deslumbrante»), se tradujo a más de cuarenta idiomas y acabó vendiendo unos ocho millones de ejemplares en todo el mundo. Así las cosas, El ministerio de la felicidad suprema, la segunda novela de la autora, llega envuelta en interrogantes y expectativas. Pero Roy ha explicado con sencillez el porqué del paréntesis: «La ficción toma su tiempo», ha dicho en una entrevista reciente. Y no se trata de que el tiempo se le haya pasado esperando la llegada de la ficción. En estos dos decenios, las realidades socioeconómicas de su país la han llamado a dedicarse al activismo político, centrarse en el periodismo y publicar media docena de colecciones de ensayos y artículos sobre temas como la independencia de Cachemira, el nacionalismo hindú o la construcción de nuevas centrales eléctricas que, con sus presas, dejaron miles de hogares anegados en la India.

La veta humanitaria, sin duda, ha hecho mella en El ministerio de la felicidad suprema. Técnicamente, la nueva novela es tan exuberante como la primera, pero nada tiene de sus floreos de realismo mágico (aquellos mellizos telepáticos, por ejemplo), ni del pintoresquismo kitsch que, por momentos, acercaba El dios de las pequeñas cosas a las producciones de Bollywood. Mientras que la mirada es más realista, la ambientación se ha trasladado de la idílica región de Kerala, en el sur del país, a dos de sus múltiples focos de conflicto político: Delhi y Cachemira. Asimismo, Roy ha dejado atrás el género de la saga familiar, el ámbito por excelencia de las novelas indias, para estudiar las vidas de cuatro individuos cercanos cuyos destinos mutan según sus simpatías políticas. Hay también un elenco variopinto que incluye a un despiadado oficial del ejército indio, un «intocable» que se hace pasar por musulmán, dos niñas expósitas, varios insurgentes, familias rotas y una hijra (palabra hindi correspondiente a «hermafrodita», «transexual» o «tercer sexo») llamada Anyum, que al principio encuentra un hogar en una comunidad de pares y, después de un acontecimiento traumático, se retira a vivir en un cementerio.

Dada la diversidad, El ministerio de la felicidad suprema puede parecer varias novelas en una, y lo cierto es que su horizonte narrativo tarda en definirse. Pero la multiplicación es deliberada. Cerca del final, un personaje lee en un poema: «¿Cómo contar una historia hecha añicos? Convirtiéndote un poco en todos. No. Convirtiéndote un poco en todo». Y no cabe duda de que a Roy le interesa fragmentar la perspectiva, quizá porque una sociedad tan diversa como la india sólo puede reflejarse con los «espejos rotos» por los que abogaba ya hace años Salman Rushdie. La narración empieza por Anyum, cuya historia atraerá como un imán a las demás. Anyum nace hermafrodita, se cría como varón y se define como hijra en la pubertad. Sin pensárselo dos veces, decide someterse a una intervención quirúrgica para extirpar sus órganos masculinos, y por fin se siente «como si se hubiera disipado la niebla en la que había estado envuelta». Aun así, el resultado queda por debajo de las expectativas, y en adelante deberá vivir en un cuerpo que no se adecua del todo a sus deseos. Otra hijra hace una lectura política de su condición: «Los disturbios entre musulmanes e hindúes, la guerra entre India y Paquistán, son cosas externas […]. Pero en nuestro caso […] llevamos dentro de nosotras los disturbios. Llevamos dentro la guerra. Llevamos dentro el conflicto indo-paquistaní».

En el simbolismo no siempre tácito de la novela, la moraleja es doble: ni el conflicto interior ni el exterior encontrarán pronto una solución muy satisfactoria, y es probable que los intentos de resolverlo conduzcan a compromisos difíciles de asumir. Si bien la historia sobre Anyum ejerce toda la fascinación propia de un mundo hermético y no exento de tragedia, Roy parece conocer mejor el terreno de las luchas políticas de su país y el vecino (en su reciente libro Espectros del capitalismo, publicado en español por Capitan Swing, pueden leerse crónicas escalofriantes sobre Cachemira). Es notable el modo en que la novela gana en hondura y penetración cuando nos alejamos de Anyum y nos acercamos a las vidas no menos problemáticas de los demás personajes. Los cambios de perspectiva desempeñan un papel importante. Mientras el primer tercio se narra en una tercera persona convencional, de pronto pasamos a la voz en primera de un tal Biplab Digupta, funcionario del Departamento de Inteligencia indio y casero de S. Tilottama, una excompañera de la carrera de Arquitectura y actual espíritu libre. No casualmente, Tilo, como la llaman sus conocidos, es el gran amor de otro excompañero, el insurgente cachemir Musa Yeswi. Y hay un cuarto en discordia, Nagaraj Hariharan, también enamorado de Tilo y también metido en política, en calidad de periodista de renombre secretamente al servicio del gobierno indio.

A lo largo del resto de la novela, los cruces entre los cuatro se multiplican en un presente difuso y, por medio de analepsis, en el pasado reciente. La narración recurre a las distintas personas del verbo y a inserciones de documentos, cartas, dietarios, recortes de periódicos, testimonios y confesiones, creando una polifonía intrincada y no siempre fácil de armonizar en la lectura. Además, en la historia de los cuatro se entrevén algunos de los episodios más cruentos de la historia reciente de la India, como la guerra en Cachemira o la masacre por motivos políticos que se produjo en Gujarat en 2002. Roy sabe dosificar los detalles que sólo pueden obtenerse sobre el terreno: no se ahorra sus conocimientos sobre los métodos de tortura utilizados por el ejército, pero aun en situaciones menos terribles aporta datos reveladores. En un momento dado, por ejemplo, refiere el accidente de un camión que se ha salido de la carretera y ha matado a tres hombres dormidos en un arcén. ¿Y qué hacían esos hombres dormidos allí? «Habían descubierto que los humos del gasoil de los tubos de escape de los camiones y autobuses eran un eficaz repelente de los mosquitos, lo que les protegía de la epidemia de fiebre de dengue que ya se había cobrado centenares de vidas en la ciudad». Esta observación fugaz es más elocuente sobre las inequidades sociales que un largo análisis.

La elocuencia de Roy nunca queda en entredicho, pero su facilidad de palabra, su deseo de incluir en la narración todo lo que sus personajes dicen o piensan, puede ser un problema. Algunas secciones no encajan en el conjunto y Roy tampoco es inmune al cliché: se oye «un silencio sepulcral», o alguien da un abrazo «como si su vida dependiera de ello». Incluso en la primera parte, cuando el relato está menos agitado por la emoción, hay pasajes excesivos o superfluos. Al describir el cementerio donde vive Anyum, Roy decide contarnos los diversos destinos de sus ocupantes. En una de las tumbas, anota, yace Renata Begun, «una bailarina de la danza del vientre de Rumanía que creció en Bucarest soñando con la India y sus diferentes danzas clásicas». La voz narradora se explaya: «Cuando tenía sólo diecinueve años cruzó el continente haciendo autoestop hasta llegar a Delhi, donde conoció a un gurú de la danza kathak que la explotó sexualmente y le enseñó muy poca danza. […] El nombre artístico de Renata era Mumtz. Murió joven, después de un amor frustrado con un estafador profesional que se esfumó con todos sus ahorros. Ella siguió adorándolo a pesar de todo. Se desquició, intentó hacer hechizos y convocar a los espíritus», etcétera (hay otras cuatro páginas de descripciones de tumbas).

Este tipo de escritura tiende a ser alabada por su imaginación. Pero lo cierto es que responde al facilismo de la imaginación, a la incontinencia de pergeñar historias sin peso específico con unos pocos detalles y asociaciones más o menos libres. Puede comprobarse lo sencillo que es imaginando en dos trazos el destino de una amiga de juventud de Renata, a la que podríamos llamar Sofia Carterscu, cuya historia incluiría una pasión desenfrenada por el tango, un viaje realizado en circunstancias dudosas a Buenos Aires, largas noches en ciertas tanguerías de Almagro, un romance turbulento con un guitarrista uruguayo cocainómano y… Pero dejémoslo. Por esta vía no llegamos a retratos, sino a caricaturas. Y las caricaturas son lo contrario del análisis novelesco. En descargo de Roy debe decirse que suele utilizar la brocha gorda en la periferia de su novela, pero el ejemplo de Renata Begun también nos alerta sobre uno de sus problemas narrativos recurrentes: dedicar demasiado espacio a cuestiones de poca importancia, sin crear el suficiente para las que más lo merecen. El conflicto interior de Anyum, sin ir más lejos, está poco explorado: cuesta creer que a nadie le llevara «tres minutos» decidir una operación de sus genitales, por muy seguro que estuviera de su identidad de género. También hay algo mecánico en alguien como Biplab Digupta, tan presto a declarar que se siente «muy orgulloso de ser funcionario del gobierno de la India».

Los ejemplos citados se vinculan con un defecto del que Roy daba muestras en su novela anterior y que en esta no hace más que acrecentarse: su inclinación a glosar las situaciones dramáticas en forma de narración y a hacer de la narración un drama. De lo primero tenemos muestras, una vez más, en la sección sobre Anyum, cuya entera relación con su padre se resuelve diciendo que a este último «se le partió el corazón y nunca se recuperó»; o en el enamoramiento de Biplab por Tilo, que se le confía al lector sin que nunca se muestren sus motivos ni sus momentos claves. Lo segundo se ve en un pasaje como el siguiente, que habla de Cachemira: «La muerte estaba por doquier. La muerte lo era todo. Carrera. Deseo. Sueño. Poesía. Amor. La juventud misma. Morir se convirtió en otra forma de vida. Los cementerios brotaron en parques y prados, junto a arroyos y ríos, en los campos y en los bosques». Ni que decir tiene que ese lamento se basa en un estado de cosas real, pero los sustantivos remachados por puntos, así como las tres construcciones paralelas siguientes (esto y lo otro, aquello y lo de más allá), se parecen demasiado a grandes gestos escénicos, remedos de emoción allí donde las solas circunstancias serían lo bastante emotivas.

Pese a esos excesos retóricos, la novela se redime gracias a su enorme curiosidad por los hechos humanos. Como en sus mejores ensayos, Arundhati Roy parece dispuesta a indagar en todas las versiones, todos los móviles de una acción; rara vez se limita a emitir un juicio sin fundamento, e incluso hace un esfuerzo notable por narrar los actos inenarrables de algunos personajes. En ello se esconde, sin duda, una forma de ética. En El ministerio de la felicidad suprema, una obra que explora los estratos sociales más diversos, que imagina con la misma atención a sijs, hindúes y musulmanes, hombres, mujeres y transgéneros, la autora acaba presentando una forma de utopía personal, como si quisiera enseñar que la ficción puede dar cabida a todo el mundo, con la esperanza de que realidad haga lo propio un día de estos.

Martín Schifino es crítico literario y traductor. Entre sus últimas traducciones figuran las de E. B. White, Ensayos de E. B. White (Madrid, Capitán Swing, 2018); Patricia Highsmith, Once y La casa negra (Barcelona, Anagrama, 2018); y Ursula K. Le Guin, Contar es escuchar (Madrid, Círculo de Tiza, 2018).

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