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Los entresijos del dinero

El dinero de los demás. El verdadero negocio de las finanzas

John Kay

Barcelona, RBA, 2017

Trad. de Javier Sanjulián y Anna Solé

432 pp. 25 €

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El dinero de los demás (Other People’s Money) fue publicado en 2015 en el Reino Unido, obteniendo muy favorable acogida. Ahora RBA lo ha editado en español, lo que nos parece una acertada iniciativa que contribuirá a un debate de calidad sobre estos temas financieros, propensos a ser tratados con generalidades y apriorismos. En esta reseña nos proponemos comentar algunos aspectos de un libro particularmente denso –a pesar de estar redactado en un lenguaje accesible para un lector no especializado– y que se detiene en prácticamente la totalidad del amplio abanico de los problemas que afectan a la banca y al sistema financiero en general. Probablemente es el libro más ambicioso de los publicados por su autor, John Kay.

Dividiremos esta reseña en tres apartados. En primer lugar, conviene introducir siquiera brevemente al autor. A continuación nos detendremos en el contenido del libro, como guía para el potencial lector. Por último, terminaremos con una reflexión de índole general y más personal que afecta a la naturaleza de las reformas acometidas por los poderes públicos en materia de mercados e instituciones financieras a raíz de la crisis de 2008.

El dinero de los demás no es un bestseller mediático de crítica fácil sobre el sistema financiero a raíz de la reciente crisis. John Kay es bien conocido en el Reino Unido. Colaborador en Financial Times desde 1995, donde tiene una columna semanal, escritor respetado con varios libros, académico, profesor en Oxford y profesor invitado en la London School of Economics, ha sido consejero de Halifax de 1994 a 2004, así como consultor privado y autor del Informe sobre el mercado de capitales en el Reino Unido, por encargo del Gobierno británico, en 2012. En 2014 recibió la Orden del Imperio Británico con la distinción de Comandante. Entre sus libros cabe destacar The Truth About Markets (2003) y Obliquity (2010), ninguno de los cuales, que sepamos, ha sido traducido al español, de ahí la oportunidad de la aparición de El dinero de los demás, que contribuirá al conocimiento de su autor en nuestro país y a mejorar la información y discusión sobre estos temas.

John Kay, nacido en Edimburgo en 1948, es heredero de esa tradición liberal escocesa que podría remontarse a David Hume y Adam Smith. Un liberalismo templado, filtrado por una cultura humanista influida por Isaiah Berlin. En este sentido, Obliquity es quizá su libro más personal y en el que decanta su pensamiento liberal e independiente, muy en la línea, repetimos, de Berlin y su conocida dicotomía entre el zorro y el erizo (The Fox and the Hedgehog, 1953), claramente a favor del primero, por el pensamiento pragmático y plural frente al dogmático y profundo. Sirva este apunte simplemente para enmarcar al autor en unas coordenadas de referencia para aquellos lectores que inicien la lectura de El dinero de los demás sin un conocimiento previo de John Kay.

Entrando en materia el libro que nos ocupa, se propone analizar no la crisis de 2008, sino la transformación del sistema financiero en su doble vertiente de la banca y los mercados de capitales. Se trata de una transformación que se acelera en los años noventa, pero que tiene sus inicios en los setenta y principios de los ochenta con un cambio en el paradigma que sostuvo el crecimiento y la estabilidad de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En 1973, Estados Unidos da por finalizada la – más teórica que real– relación fija del dólar con el oro, lo que significa la aparición de los cambios flotantes. En 1986, con el llamado Big Bang, se liberalizan los mercados financieros británicos, poniéndose fin a la tradicional separación entre banca y agentes de mercado. En 1999 sucede lo mismo en Estados Unidos con la abolición de la Glass-Steagall Act, vigente desde 1933. En pocos años se consolidan grandes conglomerados financieros, bancos universales, con actividad en todos los mercados. Todo ello conduce a lo que John Kay denomina «financiarización» (financialisation). Un crecimiento desorbitado de la actividad financiera en relación con la actividad real, con la producción, con la inversión: en definitiva, con el nivel del PIB. Esta sobreactividad no ha tenido como consecuencia una mayor o mejor oferta de servicios financieros para los usuarios finales de los mismos; antes al contrario, el mercado se ha poblado de productos más opacos, complejos y los riesgos han aumentado considerablemente, al igual que los costes, tanto a nivel individual como a nivel global, como consecuencia de los rescates con dinero público de las entidades crediticias inviables, rescates asumidos por el Estado que paga el ciudadano por medio de sus impuestos.

El libro se estructura en tres partes, de las que las más interesantes son la primera y la última. En la primera, John Kay repasa cómo hemos llegado hasta lo que hoy es el sistema financiero del mundo occidental, un sistema caracterizado por una creciente sofisticación y opacidad, por la invención de mecanismos de transferencia de riesgos, por el aumento del apalancamiento, por la generación de beneficios contables –muy discutibles en función de la valoración de los activos–, dando lugar a altísimas remuneraciones a un número muy limitado de ejecutivos. Este panorama contrasta fuertemente con la tradicional actividad bancaria: la toma de depósitos y la concesión de créditos. Hoy en día, una parte fundamental de los ingresos bancarios proviene de comisiones a la clientela y de márgenes en posiciones de mercado (trading). En toda la argumentación de Kay hay un enfoque de back to basics, o vuelta a los fundamentales, a un tiempo donde el banquero a nivel local era una institución semejante al médico y el banco era tan fiable como el hospital. La crítica tiene cierto peso pero, desgraciadamente, no parece posible volver atrás. Volveremos sobre esto al final de esta reseña.

La segunda parte se dedica a lo que podríamos llamar las funciones del sistema financiero y, en este sentido, resulta un completo curso elemental, quizás algo reiterativo, de finanzas. Del sistema financiero, el ciudadano de a pie espera encontrar un mecanismo eficiente de pagos; un intermediario que canalice los ahorros hacia proyectos de inversión, incluido el acceso a la vivienda; un gestor independiente de su patrimonio; y, finalmente, un conjunto de medios fiables de cobertura de riesgos, como seguros básicos de vida, de enfermedad, de pensiones, etc. En líneas generales, y salvando el mecanismo de pagos –claramente más eficiente que el de hace unas décadas e incluso algunos años, ligado a los avances en la tecnología de la información–, el resto de actividades adolecen bien de una sobreactividad y sofisticación no muy útil para el usuario final, bien de una carestía en forma de comisiones que perjudica claramente al usuario. De tal forma que la generación de beneficios de las entidades financieras resulta más de una transferencia de renta desde el usuario que de una genuina creación de valor. Y no sólo esto: el problema es que conduce a un aumento del riesgo sistémico al concentrarse en actividades con elevada volatilidad, en principio asociadas a una mayor rentabilidad.

La parte final, a nuestro modo de ver la más interesante, se centra en el tema de la regulación y en diversas medidas y propuestas de reformas. Es imposible aquí ir más allá de un brevísimo apunte, que puede quedar en caricatura, aunque de ninguna forma es esta la intención en un tema tan complejo. Para intentar cierto orden, y dentro del espacio limitado de esta reseña, distinguiremos las principales ideas y recomendaciones de John Kay de un comentario más general y de carácter personal que cerrará estas líneas.

El punto de arranque de John Kay es que el sector financiero no es en esencia diferente de cualquier otro sector económico. Por lo tanto, debe evaluarse en función de su utilidad como proveedor de servicios demandados por la clientela. El problema radica en que en estos mercados suceden dos cosas. Por un lado, el consumidor se comporta muy frecuentemente de manera no racional. Este es un tema bien conocido sobre el que no se requiere mayor reiteración. Desde la concesión del premio Nobel de Economía en 2002 a Daniel Kahneman, doctor en Psicología, los economistas deberíamos adoptar una actitud bastante más prudente y modesta. Unido a esto, los mercados financieros no son perfectos en el sentido marshalliano, ni tampoco transparentes. La información es asimétrica y la posición del consumidor no es igualitaria. En segundo lugar, los agentes en el sistema financiero, particularmente la banca, actúan en dos niveles: como vehículos del sistema de pagos, donde la liquidez es primordial; y como agentes en todo lo demás, tomando posiciones en los mercados (trading) o como intermediarios en el proceso de financiación (incluyendo cuando actúan por cuenta propia). Si ha de preservarse el mecanismo de pagos, se entra rápidamente en contradicción con estas otras actividades que lo ponen en riesgo. En el caso de bancos sistémicos (too big to fail), el riesgo es tal que la disciplina de mercado no puede operar libremente. A pesar del énfasis de John Kay de un retorno a los principios (back to basics), su aplicación resulta extremadamente difícil. El enorme crecimiento, en estos últimos años, de los niveles de endeudamiento, especialmente público, pero también de las economías domésticas en mayor medida que de las empresas, no es un fenómeno ajeno a políticas monetarias muy laxas con tipos de interés muy bajos, prácticamente nulos en términos reales, y abundante suministro de liquidez. John Kay no entra apenas en este tema en lo que sería el pilar macro o, dicho en lenguaje más técnico, macroprudencial frente al microprudencial. En concreto, se centra en este último, aunque su escepticismo sobre una regulación excesiva o intrusiva podría abarcar también el primero. La regulación, tal como está planteada actualmente, es más un problema que una solución. Es muy crítico con ciertas normas contables y, en general, con el enfoque de Basilea III. La alternativa propuesta recoge un abanico de medidas de las que comentaremos a continuación las que creemos son más sustantivas.

Primera, y quizá la más importante: es mejor dejar caer un banco que mantenerlo artificialmente en funcionamiento con inyecciones de liquidez, o rescatarlo vía recapitalización con fondos públicos (lo que equivale a su nacionalización). Esto se postula incluso para grandes bancos: por tanto, la decisión de cerrar Lehman Brothers fue acertada. En segundo lugar, la tasa Tobin no solucionaría el exceso de activismo (trading) en los mercados financieros, sean de activos o de derivados, ya que no hay consenso entre Estados Unidos y la Unión Europea para su aplicación. Provocaría una deslocalización de estas actividades sin ningún resultado global. Tercera: resulta imprescindible fraccionar los actuales conglomerados bancarios tal como se hizo en 1933 con la Glass-Steagall Act. La especialización mejoraría la confianza en los intermediarios financieros, disminuyendo el riesgo global y estabilizando los mercados. Cuarta: la responsabilidad de los fraudes y, en general, de actuaciones ilícitas debe ser personal y no institucional. Han de evitarse situaciones de exculpación gracias a la pantalla corporativa. Los altos directivos deben tener una responsabilidad directa en las actuaciones de sus empresas. En este punto, Europa va claramente a la zaga de Estados Unidos.

Hasta aquí un breve resumen de la posición de John Kay, que, como decimos, precisaría de mayores matizaciones, pues el tema es complejo y el libro denso y bien articulado. Terminaremos estas líneas con una reflexión de carácter general y es la siguiente. Han transcurrido casi ciento cincuenta años desde que, en 1873, Walter Bagehot, en Lombart Street, sentase las reglas de una banca sana. Uno de sus principios básicos era que el Banco Central sólo debe prestar en línea de urgencia (lending of last resort) contra colateral de primera calidad y a tipo de interés superior al del mercado monetario. Esto tiene su lógica y la ha tenido durante más de cien años, siempre que se den dos condiciones: 1) una liquidez global limitada; 2) una clara distinción entre problemas de liquidez y problemas de solvencia. Esto ya no es así. La banca de nuestros días tiene acceso prácticamente ilimitado a la liquidez del Banco Central y los bancos ya no quiebran a consecuencia de pánicos ante sus oficinas. La banca está relativamente muy concentrada y muy apalancada, de tal forma que el objetivo primario es la estabilidad del sistema o, dicho más concretamente, la salvaguardia de los depósitos de la clientela, no sólo por razones éticas, sino también económico-financieras. El grado de monetización de la economía, en el sentido de activos financieros (depósitos, fondos de inversión, fondos de pensiones, posiciones en derivados, etc.) sobre el PIB es infinitamente mayor que en épocas pasadas, de tal forma que una crisis financiera puede tener un impacto muy relevante en el sector real, puede extenderse rápidamente y contenerse difícilmente. El sistema de garantía de depósitos es meramente un primer dique, insuficiente si no cuenta con el respaldo explícito o implícito del Estado. Por lo tanto, aunque lo lógico sería permitir mayores grados de libertad de actuación del mercado, el riesgo a una debacle financiera no es insignificante. De ahí la tesitura a que se enfrentan las autoridades que, por un lado, han liberalizado la actuación de los agentes financieros, de la banca en particular, pero al tiempo no permiten que actúe la disciplina natural del mercado. Y tanto más si se trata de bancos de cierta dimensión, sistémicos (too big to fail). En consecuencia, se recurre a la regulación micro, exhaustiva, de la operativa y de los riesgos (Basilea III) y a la protección macro a través de la actuación del Banco Central, con políticas monetarias cada vez más acomodaticias. El riesgo aquí es la inflación, pero en esta dinámica es perfectamente asumible, pues supondría simplemente una transferencia de recursos de los consumidores, en definitiva de los depositantes, a los bancos. Un precio, un impuesto-sombra, relativamente bajo en defensa de la totalidad del sistema.

En definitiva, el sistema financiero moderno se parece mucho a un servicio público intervenido, en el que las tomas de decisiones micro –asignación de recursos vía préstamos-depósitos, la composición del balance– se dejan en manos de los gestores, pero bajo una estricta supervisión del regulador. El mercado funciona sólo parcialmente. La liquidez es abundante y procede, principalmente, no del mercado monetario, sino del Banco Central. El énfasis se traslada de la liquidez a la solvencia, esto es, a los ratios de recursos propios ponderados por los riesgos del balance. Capitalización y control de riesgos. Los bancos ya no caen por un pánico ante sus oficinas, sino por una decisión, más o menos reglada, del regulador. Esto es así tanto en Estados Unidos como en Europa.

Es difícil volver atrás: más bien imposible. Quizás, en efecto, un sistema más competitivo ofreciese unos estándares de productos financieros de más calidad y a mejor precio. Pero la dinámica expuesta parece imparable. Esto no implica que no se pueda o no se deba hacer nada diferente, o que las críticas de John Kay sean infundadas. En concreto, deberían explorarse vías que abran mayores espacios a la competencia, simplificando la regulación y aumentando la confianza y la buena gobernanza interna de mercados e instituciones.

Carlos Pérez de Eulate es economista del Banco de España.

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Ficha técnica

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