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¿Cómo nos hicimos morales? Filogénesis de la moralidad humana

A Natural History of Human Morality

Michael Tomasello

Cambridge, Harvard University Press, 2016

208 pp. $19.95c

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El comportamiento moral es, en sentido estricto, un rasgo exclusivo de la especie humana. Es cierto que compartimos con otras especies de primates emociones de empatía, afecto y altruismo dirigidas hacia hijos, parientes y otros individuos con los que convivimos de manera intensa, y que dichos sentimientos están en la raíz de nuestra conducta moral. Pero la moralidad supone algo más. Por una parte, los seres humanos somos capaces de categorizar la conducta propia y ajena en términos de valor –buena o mala, justa o injusta– y formulamos juicios de esta naturaleza que confieren relieves morales al mundo, genuinas asimetrías valorativas. Tales juicios se sustentan en valores y normas adquiridos culturalmente, pero también, probablemente, en ciertas intuiciones morales cuya identidad y alcance se discute a menudo. Además, las normas y valores morales que regulan la vida de las sociedades humanas difieren en ocasiones de manera notable de unas culturas a otras, dotando a la moralidad humana de una sorprendente diversidad. Por otra parte, los humanos sentimos ira e indignación y deseo de castigar a otros individuos cuando actúan de manera que consideramos incorrecta y, al tiempo, culpa y vergüenza cuando somos nosotros quienes lo hacemos así, incorporando a nuestra experiencia moral una intensa dimensión emocional de extraordinarias consecuencias para la vida en común. Por último, las personas demostramos también un sentido de la corrección –del deber– que nos impele a realizar acciones por el mero hecho de considerarlas apropiadas, aunque a veces se opongan a nuestros intereses más primarios y se orienten a individuos o acciones que no nos competen o afectan directamente.

Este carácter singular y polimórfico de la moralidad humana ha convertido a esta en objeto de estudio en clave evolucionista desde los orígenes mismos del darwinismo. Darwin sospechaba que la conducta moral en nuestra especie había evolucionado mediante un proceso de selección entre grupos que permitió el desarrollo de sentimientos de simpatía y altruismo hacia los miembros del grupo propio, favoreciendo el bien común. Por su parte, su amigo Thomas Henry Huxley pensaba que la naturaleza humana era, como consecuencia del proceso de selección natural, primordialmente egoísta, de modo que la moralidad actuaba como una capa protectora de carácter cultural que mitigaba los excesos a que nos conduce nuestro egoísmo. Desde entonces, han sido muchos los autores que han abordado esta cuestión, sobre todo a partir de 1975, cuando el prestigioso sociobiólogo de Harvard, Edward O. Wilson propuso, en su conocido ensayo Sociobiología. La nueva síntesis, que debíamos trasladar temporalmente el estudio del comportamiento moral del ámbito de la filosofía al de la biología evolutiva.

Michael Tomasello, un psicólogo estadounidense, codirector del Instituto Max Plank de Antropología Evolutiva, experto en el análisis ontogénico de los procesos cognitivos implicados en el pensamiento y la conducta social de niños, chimpancés y otros primates, ha desarrollado, en el libro objeto de este comentario, una de las más originales e interesantes contribuciones al estudio de los orígenes filogenéticos de la moralidad humana. Tomasello asume el carácter singular de buena parte del comportamiento moral humano y trata de teorizar sobre cuáles han sido las transformaciones que han permitido a nuestros antepasados convertirse en primates auténticamente morales. Maneja para ello una buena cantidad de datos aportados en los últimos años por una amalgama de disciplinas como la antropología evolutiva, la neurociencia, las ciencias cognitivas y la psicología del desarrollo comparada, construyendo un relato atractivo y ajustado a las evidencias disponibles sobre la evolución de la conducta moral. Se trata de un ensayo corto, bien escrito y ameno, aunque a veces resulte un tanto exigente para un lector no experto.

Tomasello comienza por distinguir dos modalidades de comportamiento a las que aplicamos el calificativo de moral. Por una parte, etiquetamos como moral la conducta de un individuo que se sacrifica y trata de ayudar a otro teniendo como motivación sentimientos de simpatía y preocupación por el bienestar ajeno. Por otra, nos referimos a un comportamiento como moral cuando observamos a individuos que interactúan socialmente de manera equitativa, imparcial y justa. El primer tipo de conducta representa lo que Tomasello denomina moralidad de la simpatía («morality of sympathy»), presente también en otros primates. El segundo es característicamente humano y su evolución se produjo en dos etapas sucesivas: la primera de ellas dio origen a lo que el autor denomina moralidad de la equidad («morality of fairness») y la segunda a la moralidad de la justicia («morality of justice»). Recorramos de la mano de Tomasello ese proceso.

De los dos rasgos que hoy se admiten como base principal del éxito de nuestra especie, la cultura y la cooperación, Tomasello considera a esta segunda como la fuerza impulsora del proceso evolutivo que convirtió a nuestros ancestros en Homo moralis. Nuestra especie es ultracooperadora: depende para su supervivencia de las interacciones cooperativas que se establecen entre familiares, entre individuos afines y entre miembros de todo el grupo. Esta capacidad de cooperar eficazmente y con equidad con otros individuos del grupo, sean o no parientes o amigos, es responsable en buena medida del éxito adaptativo de nuestra especie y, para el autor, la ventaja que reporta promovió el desarrollo de mecanismos cognitivos que hicieron posible la moralidad humana. Tomasello denomina a su propuesta, que prima la cooperación como motor del cambio evolutivo, la hipótesis de la interdependencia.

Los primates actuales más próximos a nosotros, chimpancés y bonobos, tienen una intensa vida social. Además de cuidar y alimentar a sus hijos, muestran sentimientos de simpatía hacia otros miembros del grupo, lo que les lleva a prestar ayuda a parientes y allegados. Son comportamientos altruistas que han evolucionado mediante selección familiar y reciprocidad entre individuos que se conocen e interaccionan con frecuencia. Esta conducta es equivalente a la moralidad de la simpatía humana. Sin embargo, la racionalidad estratégica que dirige la vida social de estos primates es primordialmente competitiva, incluso cuando forman alianzas o coaliciones. Por ejemplo, son capaces de cazar en grupo a otros mamíferos, incluyendo otros monos, pero lo hacen de manera espontánea, por propio interés, al percatarse de que un individuo está tratando de dar caza a una presa, pero sin mostrar signos de una cooperación estructurada. Si tienen éxito en el empeño, el que consigue la presa no es dado a compartirla con los demás participantes, por lo que éstos, si quieren obtener parte del botín, han de proceder a un acoso continuado hasta que lo consigan. Tampoco dan muestras de enojarse si el que trata de beneficiarse no ha participado en la cacería. La vida social de los primates no humanos no necesita niveles más altos de cooperación ni otros estándares morales distintos de la simpatía.

Tomasello argumenta que la vida en la sabana de los primeros Homo, hace unos dos millones de años, exigió niveles más altos de colaboración para la obtención de comida. La cooperación para beneficio mutuo actuó como impulsor del desarrollo de una serie de capacidades cognitivas que hicieron posible la intencionalidad y la atención conjunta entre los individuos que colaboraban. Tomasello sugiere que hace, como mínimo, unos cuatrocientos mil años, estimulado por un escenario ecológico que propició la caza cooperativa en parejas, se produjo el desarrollo de una racionalidad estratégica cooperativa que reconoció la necesidad de interdependencia con aquel individuo con que se cooperaba. Cada uno tenía su papel en la colaboración y ambos eran conscientes de que solos, sin la colaboración del otro, no obtendrían éxito. El yo y el tú individual dejó paso a un nosotros conjunto.

Desde un punto de vista cognitivo, esta transición supuso la evolución de ciertas habilidades y motivaciones necesarias para participar en actividades cooperativas en al menos dos niveles distintos: por una parte, la capacidad de establecer objetivos conjuntos, es decir, objetivos en los que se precisa la interacción de dos individuos (al menos), y, por otra parte, la "atención conjunta", es decir, el seguimiento consciente, coordinado y reflexivo de ambos durante el desempeño cooperativo. Estos cambios, a su vez, exigieron un variado e importantísimo conjunto de modificaciones en diversos ámbitos, como la representación mental del otro y de sus pensamientos, el desarrollo de formas rudimentarias de comunicación ostensiva o la anticipación del comportamiento del individuo cooperador desde una perspectiva centrada en el otroEl lector puede encontrar explicado en detalle todo este conjunto de prerrequisitos cognitivos necesarios para la colaboración en parejas en un libro anterior de Michael Tomasello, titulado A Natural History of Human Thinking, Cambridge, Harvard University Press, 2014..

Ahora bien, esta nueva racionalidad estratégica no sólo supuso el control de lo que hace el compañero, esto es, si actúa o no de forma adecuada para conseguir lo que ambos pretenden de manera conjunta, sino también la posibilidad de escoger con quién se interacciona de manera cooperativa. De resultas de ello, el camino hacia una moralidad humana se fraguó en la búsqueda de una interacción preferencial con buenos colaboradores, capaces de hacer su trabajo y de procurar que el otro a su vez también lo haga. Cada individuo podía evaluar a su potencial colaborador y, al tiempo, se sabía evaluado por el otro, lo que comporta un respeto mutuo y un reconocimiento del mérito que poseía el otro para conseguir el objetivo propuesto. La intencionalidad conjunta transformó una mirada de primera persona en un punto de vista de segunda persona en el que los dos individuos de la pareja observaban y evaluaban lo que hacía cada uno para alcanzar el resultado buscado. De esta manera, la pareja pudo regular la actividad cooperativa, adoptando un punto de vista común, el de un agente único cuya opinión trasciende el punto de vista de cada miembro.

Para Tomasello, la internalización de este proceso conduce a que ambos miembros de la pareja desarrollen un sentimiento de responsabilidad de segunda persona hacia el otro, que se transforma en uno de culpa cuando no están a la altura de dicha responsabilidad beneficiosa. Esto refuerza la confianza de los dos agentes que interaccionan y favorece que se asuman más riegos en favor de una cooperación más rentable. Aun así, el pensamiento asociado a los procesos de atención conjunta es socialmente normativo sólo en un sentido muy localizado y limitado, circunscrito a las interacciones con el socio colaborador y no con un grupo social amplio o con una normatividad cultural objetiva. Para alcanzar ese nivel de compromiso moral (que podríamos llamar moral de tercera persona), todavía tendría que recorrerse un paso evolutivo más hacia la denominada por Tomasello «intencionalidad colectiva».

La autorregulación de la cooperación en parejas supuso así la aparición de la moralidad de la equidad, el segundo nivel moral que coexiste en nuestra especie junto con la moralidad de la simpatía. Tomasello recoge aquí como refrendo a sus tesis las ideas del filósofo Stephen Darwall, quien defiende el carácter esencialmente interpersonal de la obligación moralStephen Darwall, The Second-Person Standpoint. Morality, Respect, and Accountability, Cambridge, Harvard University Press, 2006.. El concepto de obligación moral presupone nuestra autoridad para exigir respeto a las otras personas y Darwall cree que el espacio legítimo para el reconocimiento de una exigencia moral es siempre, en última instancia, un espacio de segunda persona. La tesis de Darwall, controvertida en este punto, significa que la normatividad sustantiva de toda comunidad moral debe sostenerse sobre razones morales congruentes con las demandas características de la segunda persona, y no otras. El matiz que introduce Tomasello es que, desde una perspectiva filogenética, el sentido de obligación es previo a la existencia de una comunidad moral objetiva y surgió para regular la cooperación en parejas que trataban de obtener un beneficio mutuo. La necesidad de interdependencia para sobrevivir y la posibilidad de selección social de los compañeros de interacción contribuyeron a que los individuos que desarrollaron las habilidades cognitivas implicadas en esa percepción de la cooperación en clave de segunda persona tuviesen más éxito reproductivo. El primer paso y más importante hacia la moralidad humana estaba dado.

La segunda etapa de ese camino se produjo hace unos ciento cincuenta mil años, cuando los grupos de humanos modernos se hicieron más grandes y se estructuraron en tribus con culturas diferentes que competían por los recursos disponibles. Esto dio lugar a una mentalidad de grupo en la cual los individuos fueron conscientes de que eran dependientes del grupo en mayor medida que el grupo lo era de ellos. Esto facilitó un sentimiento de simpatía y lealtad hacia los miembros del grupo propio y, al tiempo, uno de distanciamiento y desconfianza hacia los de otros grupos. Las interacciones se organizaban a partir de una intencionalidad colectiva y por mutuo acuerdo. Las actividades colectivas, desde fabricar armas o herramientas hasta cuidar a los niños, eran concebidas de manera similar por cualquier individuo competente en cada cultura. Surgió así en cada comunidad un punto de vista objetivo, imparcial, independiente de quiénes fuesen los individuos concretos considerados, sobre cómo interpretar el mundo y sobre el modo correcto de proceder y hacer las cosas. Los individuos nacían en una cultura y recibían un conjunto de valores y normas transmitidas culturalmente por otros individuos, pero que eran percibidas como algo objetivo que condicionaba el modo de actuar para ser considerado virtuoso. Los humanos modernos, además de autorregular su comportamiento cooperativo en parejas, fueron capaces entonces de hacerlo también a nivel colectivo, asumiendo las normas e instituciones presentes en su cultura. A la moralidad de la equidad le acompañó la moralidad de la justicia. Se trata ahora de una moral percibida como objetiva, de tercera persona, igual y compartida por todos los miembros del grupo.

Tomasello, siguiendo las teorías de la coevolución genética y cultural de Robert Boyd y Peter Richerson, considera que el motor que permitió la evolución de este nuevo tipo de moralidad fue consecuencia de la interacción entre cooperación y cultura. La competencia propició un proceso de selección cultural entre grupos, de manera que aquellas comunidades que desarrollaron valores, normas e instituciones que favorecían el comportamiento del grupo como un agente colectivo homogéneo tenían más posibilidades de prosperar y eliminar a las otras, ya fuera físicamente, ya, en la mayor parte de los casos, por una propagación más eficaz de su imaginario cultural. Dentro de cada comunidad, los individuos que mejor se adaptaban a las normas que regulaban la cooperación y la vida social tuvieron más éxito. Se promovió de este modo una suerte de instinto tribal que favoreció la cooperación dentro del grupo, el respeto a las normas que lo rigen y el castigo de los infractores.

Las normas culturales por sí mismas no crean moralidad. La moralidad de las normas surge en tanto en cuanto conecten con las actitudes de simpatía y equidad que nuestros antepasados desarrollaron mucho antes de ser humanos modernos. La coexistencia de los tres niveles de moralidad mencionados es fuente de conflicto y de la aparición de dilemas morales. La moralidad objetiva, aquella que marca el modo correcto en que han de comportarse los individuos de una comunidad, puede entrar en conflicto con la simpatía que experimentamos hacia nuestros seres queridos y que nos conduce, en muchas ocasiones, a comportamientos nepotistas alejados de la equidad. Además, en el momento en que un individuo juzga la conducta de otro en términos morales, adopta una perspectiva de segunda persona que introduce elementos de subjetividad que pueden sesgar el contenido del juicio moral.

Tomasello apoya sus hipótesis en un conocimiento profundo del saber disponible sobre estas cuestiones, y lo hace sin inundarnos de referencias bibliográficas, sino a partir de una síntesis inteligente de los datos más relevantes. Destaca, sobre todo, la evidencia procedente de los estudios de psicología del desarrollo con niños, chimpancés, bonobos y orangutanes, en buena medida fruto de las investigaciones llevadas a cabo por el propio autor y su equipo. Nos enteramos así de que los niños se comportan como auténticas máquinas de cooperación, capaces de mostrar intencionalidad conjunta y comunicación activa sobre los procesos cooperativos, de dividir con equidad los beneficios, de controlar la actividad de los otros niños con que colaboran y de escoger los compañeros con quienes prefieren interaccionar, mientras que los chimpancés y otros primates no pueden. En una línea de pensamiento próxima a la psicología piagetiana, Tomasello describe la transformación que experimentan los niños en su conducta moral en torno a los tres años. Los menores de esa edad muestran preocupación por el bienestar de los otros niños y signos inequívocos de equidad a la hora de repartir recompensas; sin embargo, no muestran capacidad para una intencionalidad o un compromiso colectivo ni responden ante las normas sociales como sí hacen los mayores. Tomasello sugiere que los primeros muestran signos claros de que ya poseen los rudimentos de la moralidad de la equidad, mientras que los segundos exhiben una capacidad para la moralidad objetiva basada en la interiorización de normas colectivas.

La principal debilidad de un proyecto tan ambicioso como el llevado a cabo por Tomasello estriba en la dificultad de contrastar empíricamente lo afirmado, siquiera de manera indirecta. No es de extrañar, por tanto, que algunos investigadores hayan cuestionado distintos aspectos del modelo sobre el que su autor lleva años trabajando. Por ejemplo, la importancia que Tomasello otorga a la cooperación para beneficio mutuo como motor de la moralidad específicamente humana, dejando la conducta altruista relegada a formar parte de la moralidad de la simpatía, se considera poco realista. En el momento en que quienes cooperan para beneficio mutuo sean más de dos, la estrategia más favorable desde el punto de vista evolutivo puede ser la de un individuo egoísta que se aproveche del trabajo de los demás. Para evitar esto, la evolución de la cooperación debe considerar como un elemento central la lucha contra el egoísmo, algo que Tomasello soslaya en este libro al reducir la cooperación a parejas. Sin embargo, en nuestra opinión, esta objeción no es demasiado relevante, porque la selección social de los compañeros de interacción y la posibilidad de ostracismo o de castigo a quienes incumplen la tarea conjunta, algo que está muy presente en las tesis de Tomasello, puede ser suficiente para eliminar este problema cuando se incrementa el número de los que cooperan.

Se ha criticado también el modelo de selección cultural entre grupos de Boyd y Richerson como mecanismo responsable del instinto tribal que promueve el altruismo dirigido hacia los individuos del propio grupo. Sin embargo, tal y como los utilizan dichos autores y el propio Tomasello, tampoco esta objeción parece seria. La selección cultural entre grupos debe entenderse como un mecanismo complementario y potenciador del altruismo intragrupal en un escenario evolutivo en el que el castigo a quienes incumplen las normas puede ser suficiente para promover la implantación de cualquier conducta, altruista o no. En nuestra opinión, el aspecto más endeble de la propuesta de Tomasello es precisamente el hecho de que tanto la cooperación para beneficio mutuo como la cooperación colectiva podrían explicarse entre individuos con la capacidad cognitiva similar a la humana y a la de nuestros antepasados homininos sin necesidad de que fuesen individuos auténticamente morales. Es verdad que con moralidad el proceso parece más sencillo, pero no resulta estrictamente necesariaNosotros hemos defendido la tesis, en nuestro libro ¿Quién teme a la naturaleza humana?, de que un paso previo a la cooperación para beneficio mutuo en clave moral, de la que habla Tomasello, fue la capacidad de categorizar conceptualmente la conducta aprendida como favorable o desfavorable, como adecuada o inadecuada, y de transmitir culturalmente dicha categorización entre padres e hijos. Esta transmisión de información es una forma de cooperación que beneficia a los hijos y que promovió el desarrollo de la capacidad para la atención conjunta. La capacidad de aprobar y reprobar la conducta ajena transformó el aprendizaje social hominino en un sistema de herencia acumulativo, necesario probablemente para el desarrollo de la cultura lítica achelense hace ya un millón y medio de años. Después, esta interacción valorativa sobre cómo actuar se extendió entre los integrantes de los pequeños grupos de individuos que trataban de colaborar entre sí para beneficio mutuo..

En cualquier caso, más allá de la discusión de estos u otros aspectos técnicos, la filogenia moral trazada por Tomasello es una aportación de altísimo interés para filósofos, antropólogos y sociólogos interesados en la reflexión ética. En primer lugar, porque existe y puede ser perfilada una historia natural de la moral sin caer en el reduccionismo biológico que tanto preocupa a humanistas y científicos sociales. La moral sustantiva es necesariamente un producto cultural, como tantos otros, aunque en ella existen decisivos vectores evolutivos universales (empatía, altruismo, cooperación, ostracismo, reputación, emociones morales, tribalismo, etc.), cuya presencia es el resultado de nuestra particular historia filogenética. La moral es, pues, azar y necesidad.

En segundo lugar, la obra de Tomasello permite comprender, y atenuar hasta cierto punto, la perplejidad e inquietud que nos produce a todos la experiencia moral, tanto en el sentido íntimo como intelectual. Si algo caracteriza la experiencia moral es la dificultad de articular coherentemente y sostener en el tiempo nuestros criterios morales. O, simplemente, de hacerlos explícitos y elegirlos. A menudo sentimos que nuestras máximas y valores chocan con nuestros intereses e inclinaciones, o que las normas colectivas que nos hemos dado nos resultan extrañas e insostenibles. La moralidad es vivida sin excepción como un espacio conflictivo en el que pugnan diferentes tensores irreconciliables. Y si esto sucede en el ámbito de la experiencia íntima y social, otro tanto ocurre con el campo de la sesuda reflexión metaética, en la que el abanico de interpretaciones acerca de la naturaleza de lo moral y sus manifestaciones lingüísticas resulta abrumador, a veces cómico. Es posible, en consecuencia, que la única manera de encontrar algo de luz y serenidad en todo ello pase por conocer y asumir en su radicalidad el origen natural de nuestros sentimientos morales y las fuerzas encriptadas en ellos. La complejidad de la moral, vivida y pensada, no es otra cosa que el reflejo del bricolaje evolutivo del cual es producto nuestra mente y, en ella, de las sucesivas oleadas que han transformado nuestras emociones y nuestra cognición. Resulta indispensable asumir su origen e incorporarlo conscientemente a nuestra filosofía moral y a nuestros esfuerzos pedagógicos pues, sin ello, ninguna ingeniería social podrá jamás reconciliar nuestra naturaleza y su más extraordinario producto: la cultura.

Laureano Castro Nogueira es catedrático de Bachillerato y profesor-tutor de la UNED. Es coautor, junto con Luis y Miguel Ángel Castro Nogueira, del libro ¿Quién teme a la naturaleza humana? (Madrid, Tecnos, 2016, 2ª ed. revisada) y, en colaboración con Carlos López-Fanjul y Miguel Ángel Toro, del libro A la sombra de Darwin. Las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003).

Miguel Ángel Castro Nogueira, filósofo y doctor en Antropología, es autor, en colaboración con Luis Castro y Julián Morales, de los libros Metodología de las ciencias sociales (Madrid, Tecnos, 2005) y Ciencias sociales y naturaleza humana (Madrid, Tecnos, 2013).

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