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La República incómoda

Libertad secuestrada. La censura en la prensa en la Segunda República

Carmen Martínez Pineda

Málaga, Última Línea, 2018

251 pp. 15,95 €

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La Segunda República española estaba a punto de cumplir un año de vida. Corría el mes de marzo de 1932 y la presidencia del Consejo de Ministros estaba ocupada por el republicano de izquierdas Manuel Azaña. En el gabinete no estaban ya representados ni la derecha ni el centro republicanos. La nueva Constitución apenas llevaba tres meses vigente. Tras su aprobación no se había celebrado un referéndum ni se habían convocado elecciones. Esta era la voluntad de la coalición de republicanos de izquierdas y socialistas; querían tiempo para impulsar lo que consideraban desarrollos constitucionales indispensables sin tener que pasar por las urnas. No obstante, las oposiciones empezaban a denunciar que las Cortes no representaban a la opinión; e incluso la derecha católica no republicana había iniciado una campaña a favor de la revisión de algunos artículos de la Constitución. Mala forma, pues, de echar a andar la consolidación democrática, sin conocer el estado de la opinión tras el debate constituyente y sin saber si, como denunciaban sus críticos, la Carta Magna tenía muchos y fervientes opositores.

El Gobierno no desconocía estos inconvenientes. De hecho, a la par de la Constitución, Azaña había hecho aprobar también una Ley de Defensa de la República. A tenor de ese nombre y de su articulado, el presidente parecía convencido de que la «salud del régimen» era frágil. Se daba, pues, la paradoja de que las garantías democráticas podían constituir un riesgo para la República si servían para amparar los derechos de sus enemigos. Por eso el Gobierno llevaba ya varias semanas empleándose a fondo contra la citada campaña revisionista de las derechas, aunque también le preocupaba la extrema izquierda. Y así, por ejemplo, sus gobernadores civiles suspendían mítines conservadores de forma preventiva o amparaban a los simpatizantes radicales de los partidos de la izquierda gubernamental para que convocaran huelgas y otros actos de boicot contra esa campaña.

Pero la «salud del régimen», enfrentada al formalismo democrático, exigía algo más que control gubernativo sobre el derecho de asociación o manifestación; también hacía indispensable que el Gobierno se tomara muy en serio otro campo de acción: el control de lo que se podía decir y debatir en público. Y es aquí donde la libertad de expresión y, por consiguiente, la libertad de prensa, parecían un problema. Azaña, en esto, no inventaba nada, aunque era un alumno aventajado; de hecho, la República había arrancado de forma elocuente: en su primera semana de vida, el Gobierno provisional, presidido por el republicano católico y conservador Niceto Alcalá-Zamora, había dejado claro, por boca de su ministro de Gobernación, Miguel Maura, que la libertad de expresión tendría como límite la protección y consolidación del nuevo régimen.

De este modo, a la altura de marzo de 1932 ya había habido tiempo para comprobar que tanto un ministro de la Gobernación de la derecha republicana como Maura, como otro de la izquierda republicana, Santiago Casares Quiroga –titular de ese departamento en el gabinete de Azaña–, no vacilaban en enviar a los gobernadores civiles órdenes estrictas para restringir las libertades de manifestación y expresión en nombre de la propia República cuando así lo consideraban necesario. Una de las manifestaciones más llamativas en esos días era la prolongada suspensión de varios periódicos ordenada por el Gobierno y que ya llevaba activa varias semanas. Paradójicamente, de los tres primeros meses de vigencia de la Constitución, casi dos lo habían sido con algunos de los principales medios conservadores cerrados. Esto había motivado la extraña confluencia de las firmas de republicanos de centro y liberales como Alejandro Lerroux, Miguel Maura o Melquíades Álvarez con otros diputados de las derechas como José María Gil-Robles o Cándido Casanueva en una proposición incidental presentada en las Cortes el 9 de marzo de 1932. En esta se rogaba a la Cámara se sirviera «declarar que no debe continuar la suspensión de periódicos que no hayan sido condenados por resolución judicial». El debate parlamentario subsiguiente fue tan intenso como interesante para calibrar el modo en que la izquierda azañista entendía las limitaciones del concepto de democracia, pero también para ver a José María Gil-Robles, futuro líder de la CEDA, denunciando con dureza «la política dictatorial» del Gobierno so pretexto de que la «suspensión indefinida» de algunos periódicos era una «coacción» para que el resto de la prensa moderara «sus ataques al Gobierno» o sostuviera «un ministerialismo vergonzante» (Diario de Sesiones de las Cortes, núm. 132, 9 de marzo de 1932)

El control gubernativo de la libertad de manifestación y expresión también hizo acto de presencia durante el segundo bienio, después de que las elecciones generales de noviembre de 1933 dieran un vuelco a la composición de las Cortes. Aunque en este caso se dio la paradoja de que aquellos que Azaña había identificado como enemigos del régimen eran ahora quienes apoyaban a ejecutivos del centro republicano para tomar medidas gubernativas. Bien es verdad que esto pasó, sobre todo, a partir de octubre de 1934; y que ocurrió en un contexto muy diferente: el que sucedió a una insurrección armada protagonizada por socialistas y republicanos catalanes contra el Gobierno de la República.

Que la limitación de la libertad de prensa fue practicada de forma abusiva por algunos gobiernos en los cinco años que duró la República antes de la guerra no es un hecho desconocido por la historiografía. Que eso formó parte de ese paquete más amplio de restricción gubernativa de la libertad en nombre de la libertad y en defensa del nuevo régimen tampoco es un secreto. Cierto es que no pocos historiadores han pasado de puntillas sobre este asunto, por lo que tiene de problemático, para sostener que la República fue la primera democracia normalizada de la historia contemporánea española, sobre todo si se tiene en cuenta la prolongada vigencia de los estados de excepción.

En todo caso, que en la Segunda República se practicó la censura sobre la prensa, y no de forma aislada y puntual, era conocido. Primero, porque basta leer un periódico, por ejemplo, de la primavera de 1936, para ver decenas de huecos en blanco o grabados con la expresión «Visado por la censura». Segundo, porque los estudios sobre la movilización partidista y la violencia política han mostrado hasta qué punto los gobernadores y los alcaldes podían ser una palanca del ministro de la Gobernación para asegurarse de que nadie contara noticias o emitiera opiniones que el ejecutivo no consideraba adecuadas en determinadas circunstancias. Y, tercero, porque el asunto de las restricciones a la libertad de prensa, además de comentado en algún libro general de historia del periodismo en España, ha sido tratado de forma específica en la monografía de Justino Sinova publicada en 2006 por la editorial Debate: La prensa en la Segunda República española. Historia de una libertad frustrada. Ya en ese volumen hay muestras significativas de la forma en que, en algunos casos, los ministros de distintos gobiernos republicanos dieron instrucciones a sus subordinados provinciales para que impidieran el libre ejercicio de la crítica política y la movilización partidista. En ese sentido, la información al respecto que arroja la documentación de Gobernación disponible en los archivos nacionales, incluido el Archivo General de la Administración, era conocida.

Por consiguiente, el trabajo que acaba de publicar Carmen Martínez Pineda, Libertad secuestrada. La censura de prensa en la Segunda República, fruto de una tesis doctoral defendida en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense, no llega para ocupar un espacio hasta ahora inexplorado. Su autora afirma que la documentación de archivo con la que puede seguirse la acción de la censura durante la Segunda República «ha permanecido hasta ahora en el más completo olvido» (p. 235). Es una afirmación comprensible en quien ha dedicado varios años de su vida a una investigación doctoral, pero resulta exagerada. Más adecuado sería decir que la censura no había sido estudiada con el propósito con que lo ha hecho Martínez Pineda, esto es, reconstruir las etapas y los procedimientos que utilizaron los distintos gobiernos para practicarla. Y este es un propósito relevante, por lo que no es necesario exagerar sobre la novedad de las fuentes.

El principal mérito de este libro es poner el foco de atención sobre el hecho de que, según la autora, «todos los gobiernos republicanos vulneraron la libertad de expresión mediante una política de prensa basada en el control y en la censura previa» (p. 235). Ese «todos» y la forma y contexto en que lo hicieron es, sin duda, una cuestión polémica. No obstante, es un hecho cierto que la República empezó y acabó con gobiernos que justificaron esa vulneración. Miguel Maura se estrenó como ministro de Gobernación el 15 de abril de 1931 advirtiendo a los periodistas sobre la «sanción fulminante» que caería sobre ellos si publicaban «informaciones tendenciosas» o «noticias tergiversadas», siendo su departamento, claro está, quien debía interpretar la tendenciosidad y la tergiversación. (Justino Sinova, La prensa en la Segunda República española, p. 45) Y varios años, elecciones y gobiernos después, pocas semanas antes del inicio de la Guerra Civil, el Gobierno de Santiago Casares Quiroga, de la izquierda republicana, si bien no fue demasiado eficaz desmantelando las conspiraciones militares, sí lo fue controlando la censura de prensa y persiguiendo a los medios regionales que lograban sortearla.

Martínez Pineda ha escrito un libro breve y documentado sobre un asunto conocido pero interesante; un tema incómodo para muchos historiadores de los años treinta, porque pone de manifiesto que la democracia republicana tuvo un déficit significativo en algo tan esencial como la libertad de prensa y las garantías judiciales que deberían haberla acotado y preservado. Su primera aportación sustantiva es de orden general: ha querido demostrar, utilizando las circulares dirigidas desde Madrid por el ministro de la Gobernación, que ningún ejecutivo renunció a intentar controlar la publicación de información y opinión en la prensa tanto nacional como regional y local. Porque, además, como es de sobra conocido, el abuso desmesurado de los estados de excepción facilitó la arbitrariedad.

En segundo lugar, se ha atrevido a rascar en una dimensión casi ignorada para medir la calidad de la democracia republicana: ha sugerido que no hubo garantías reales para la independencia judicial, pues los ministros de Gobernación no dudaron en utilizar a los fiscales y, sobre todo, a su red de gobernadores para conseguir que los jueces ratificaran a posteriori algunas decisiones arbitrarias sobre control y secuestro de publicaciones. No obstante, la autora sólo aporta en ese sentido algunas pruebas documentales fragmentarias que no permiten asegurar que esa fuera una práctica regular y que siempre lograra lo que se proponía.

El libro de Martínez Pineda está construido con la información que proporcionan decenas de telegramas dirigidos desde Madrid a los Gobiernos Civiles de la República, todos ellos custodiados en los depósitos del Archivo Histórico Nacional y el Archivo General de la Administración. Su principal propósito es hacer una historia de cómo y por qué se hizo un uso regular de la censura gubernativa sobre la prensa. Desde el principio no oculta su opinión sobre el comportamiento de los dirigentes de esos años en materia de libertad de prensa: «una aspiración tan lícita como la de velar por la protección de la República derivaría muy pronto en la coartación de derechos fundamentales. Ese fue el límite que sobrepasaron los gobernantes republicanos de todos los signos políticos» (p. 19).

La autora aporta documentos para demostrar que la censura no fue una acción puntual de un gabinete concreto acosado por circunstancias excepcionales. No obstante, cabe preguntarse si un loable intento de mantener el equilibrio de juicio no la ha llevado a minusvalorar las enormes diferencias de situación política en las que se tomaron esas medidas. Puede ser verdad, como ella señala, que el «problema de todos los partidos que ocuparon el poder hasta el estallido de la Guerra Civil fue discernir entre la excepción y la costumbre», de tal forma que «todos» terminaron abusando y aplicaron «una política de arbitrariedad gubernativa sobre todas las publicaciones que cometieran la osadía de opinar en contra de cualquier disposición del gobierno». Pero no lo es menos que las circunstancias de cada decisión fueron muy diferentes. Basta, en ese sentido, recordar que no era lo mismo impedir la publicación de noticias que perjudicaban al gobierno o atacaban al presidente de la República, simplemente por debilitar la capacidad de crítica de los adversarios, que controlar la publicación de información en un contexto de extrema gravedad para la pervivencia del Estado de Derecho.

Así, cabría diferenciar claramente unas situaciones de otras. Ciertamente el Gobierno republicano de Alejandro Lerroux restringió la libertad de expresión después de octubre de 1934, pero lo hizo tras una gravísima insurrección revolucionaria, el mayor desafío a la legalidad republicana hasta ese momento y que provocó más de mil muertos y el estado de guerra en varias zonas del país. Aunque diferente, un gobierno anterior, presidido por Manuel Azaña, tuvo que derrotar un intento de golpe de Estado en agosto de 1932, manteniendo luego suspendidas varias publicaciones importantes de la derecha que consideraba sospechosas. Podría debatirse si en ambas situaciones las autoridades se extralimitaron, pero no cabe duda de que no fueron en nada similares a otras en las que, sin mediar tan graves amenazas, los ministros de la Gobernación decidieron perseguir aquellas informaciones que, simplemente, reforzaban a la oposición. Sobre esto último es paradigmático el caso del dirigente de la izquierda republicana, Santiago Casares Quiroga. Si no hubiera sido por una historiografía en general amable con esa tendencia ideológica, este habría pasado a la historia como un eficaz verdugo de las libertades: primero, como ministro de la Gobernación durante los primeros meses de 1932, tratando de boicotear la movilización católica a favor de la revisión de la Constitución; y, segundo, en la tensa primavera de 1936, haciendo todo lo posible para que los gobernadores controlaran la prensa, tan férreamente que incluso llegaron a vigilar la forma en que se difundía la información sobre los debates parlamentarios.

Otro caso llamativo es el de una circular con fecha de 29 de marzo de 1935, enviada por el ministro de la Gobernación, el republicano radical Eloy Vaquero, en plena crisis de gobierno con motivo de la discusión sobre la conmutación de las penas de muerte impuestas en consejos de guerra a dirigentes socialistas por la revolución asturiana. Su contenido, que Martínez Pineda reproduce tras una referencia desordenada al contexto –el gabinete había entrado en crisis ese mismo día 29, antes de la circular–, pone de manifiesto la determinación del ejecutivo para impedir el libre ejercicio del derecho a la información so pretexto de controlar las presiones sobre el presidencia de la República: «Sírvase ?decía el ministro a sus gobernadores? extremar vigor censura e intervención en prensa y radio para evitar toda noticia, información o comentario perturbe tramitación crisis y signifique coacción para el Poder [se refería al presidente de la República] que ha de restaurarla». Además, llevaba a exigir a sus subordinados que no consintieran «otras opiniones sobre personas o soluciones probables que aquellas hagan los jefes grupos consultados» por el presidente de la República (p. 165).

Con esta y otras cuantas circulares que Martínez Pineda ha rescatado en su libro, cualquier lector atento se dará cuenta de que algo no cuadra en el habitual discurso sobre los buenos y los malos que, supuestamente, lidiaron en los años treinta para, respectivamente, fortalecer o debilitar la democracia republicana. En esa línea, es conocido de sobra el esfuerzo recurrente de no pocos historiadores por presentarnos a la izquierda republicana como un ejemplo de esforzado compromiso ético con una España moderna y más democrática, atrapada entre el radicalismo revolucionario de las izquierdas obreras y el reaccionarismo de las derechas no republicanas. Ante esto, la información recogida por Martínez Pineda resulta reveladora. Como señala, no es que puedan encontrarse uno o dos ejemplos del modo en que el Gobierno de Manuel Azaña se empleó para impedir que los periódicos conservadores no pudieran publicar información y opinión con plena libertad: es que «se repetían con frecuencia» casos como el que relata para las primeras semanas de 1932, en plena reorganización de la opinión contraria a algunos artículos de la Constitución. No le bastó al dirigente alcalaíno con privar a la ciudadanía de un referéndum constitucional, sino que las órdenes que su ministro Casares hizo circular entre sus gobernadores no dejan mucho espacio para la duda. El 20 de enero de 1932, el director de El Día de Palencia protestaba ante el Gobierno de Azaña porque el gobernador de su provincia le había exigido que no diera cobertura alguna a aquellos ciudadanos o asociaciones que estuvieran protestando por la aplicación de la nueva normativa sobre los símbolos religiosos en las escuelas. En un ejercicio que en nada casa con la forma habitual de contarnos la política azañista durante el llamado «bienio reformista», el gobernador de Palencia había dado instrucciones precisas y elocuentes al director susodicho: «sírvase V. abstenerse de publicar […] todo cuanto refiérese a las manifestaciones de los pueblos con respecto a la retirada de las Escuelas públicas de las imágenes y símbolos religiosos» (p. 70).

No es sorprendente que algunos historiadores respondieran a estas informaciones explicando que el Gobierno de Azaña se enfrentaba al peligro de que las derechas no republicanas y los católicos contrarios a la libertad religiosa se movilizaran y organizaran, poniendo en peligro las «reformas» republicanas. Pero, como advierte Martínez Pineda, no estamos ante «el gesto aislado de un gobernador arrogante y autoritario». Porque el gobierno de Azaña no estaba permanentemente enfrentado a un peligro para la seguridad del nuevo régimen. De hecho, este libro sostiene que «Antes de la entrada en vigor de la Ley de Orden Público, que permitiría el establecimiento de la censura previa, el gobierno de la coalición republicano-socialista se sirvió, con carácter transitorio, de tácticas previas de control informativo, algunas sutiles y otras muy directas» (p. 72).

Con todo, la cuestión va más allá y tiene una clara relevancia para la correcta comprensión de la democracia republicana, algo que trasciende el análisis de la autora: la coalición de izquierdas que respaldó el grueso del diseño constitucional de la Segunda República y gobernó durante el año y medio posterior concebía la democracia como un ejercicio de afirmación de una «revolución republicana» que, para asegurarse tanto sus resultados como su pervivencia, exigía que las nuevas autoridades se emplearan con determinación contra todo aquel que la pusiera en cuestión. En definitiva, que la democracia pluralista debía ser encorsetada en el concepto de democracia revolucionaria, es decir, con competencia disminuida y controlada so pretexto de la salud del régimen. Esta historia de la censura escrita por Martínez Pineda viene a confirmar que la libertad democrática y la revolución republicana no eran compatibles. Y, si no, que se lo digan al director de un periódico granadino al que el Gobierno de Azaña multó en mayo de 1932 por cometer la «imprudencia» –en palabras de la autora– de contar de «forma lacónica» una «algarada callejera» que se produjo después de un mitin del ministro socialista Fernando de los Ríos. O al de otro diario de Baleares, sancionado con mil pesetas de la época por reproducir literalmente un texto enviado por un exministro de Chile al presidente de la República española en el que el primero cometía el grave atentado contra la democracia de criticar la disolución de la Compañía de Jesús (pp. 79 y 81).

Martínez Pineda podría haber profundizado más en los diferentes contextos en que se aplicó la censura y se restringió la libertad de información. Y podría haberse documentado mejor para evitar análisis políticos tan desacertados como el de considerar que el «levantamiento de octubre de 1934 fue el resultado de dos factores: la precariedad laboral […] y la inestabilidad política» (p. 134). Pero ha mostrado que la «salud» del régimen fue utilizada demasiadas veces como una excusa para restringir la libertad. Y puesto que esta última era indispensable para asegurar que los ciudadanos se organizaran y movilizaran para preparar la competencia en las urnas, es evidente que la historia de la democracia republicana no fue tan modélica como algunos sugieren. Para empezar, durante el llamado «bienio reformista», en el que algunos casos incómodos son elocuentes. Como el del diputado socialista Joaquín García-Hidalgo, un periodista tan radicalizado que acabaría en las filas comunistas. En febrero de 1932, uno de los días que los diputados liberales y conservadores habían protestado en las Cortes por el régimen de excepcionalidad que, según ellos, aplicaba a la prensa el Gobierno de Azaña, García-Hidalgo le dijo a Miguel Maura: «Yo opino que todos los periódicos de derecha, sin excepción, deben ser suprimidos. Y además entiendo que deben ser eliminados de la política esos señores de la derecha».

Manuel Álvarez Tardío es catedrático de Historia del Pensamiento y los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Rey Juan Carlos. Es autor de Anticlericalismo y libertad de conciencia. Política y religión en la Segunda República Española (1931-1936) (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002), El camino a la democracia en España. 1931 y 1978 (Madrid, Gota a gota, 2005), Gil-Robles. Un conservador en la República (Madrid, Gota a Gota, 2016) y, con Roberto Villa García, El precio de la exclusión. La política durante la Segunda República (Madrid, Encuentro, 2010) y 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular (Barcelona, Espasa, 2017).

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