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«¿Por qué nadie lo vio venir?» Los economistas y la recesión

Los economistas y la crisis financiera (2007-2008)

Antonio Torrero Mañas

Madrid: Marcial Pons, 2019

144 pp. 16 €

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La crisis económica conocida como «La Gran Recesión» o «La gran crisis del siglo XXI» ha hecho correr ríos de tinta sobre montañas de papel y llenado con kilómetros de escritura las pantallas electrónicas; y es de suponer que seguirá haciéndolo. En realidad, la crisis financiera a que se refiere el libro de Antonio Torrero fue sólo el detonante de un proceso recesivo que se prolongó, según los países y los sectores, hasta 2015 aproximadamente. El fenómeno alcanzó tales dimensiones que pronto se lo comparó con la Gran Depresión del siglo XX. Esta se extendió durante todo el decenio 1929-1939 y sacudió e hizo temblar los cimientos de las sociedades de aquel tiempo. Las repercusiones políticas de la Gran Depresión fueron terribles: en Alemania dieron el poder a Hitler y, de manera y por medios muy diferentes, en España a Franco. Contribuyeron a polarizar a los electorados del mundo entero y dieron una apariencia de respetabilidad a los regímenes políticos totalitarios que proliferaron por entonces, al tiempo que desprestigiaban y comprometían gravemente el modelo de liberalismo socialdemócrata que había empezado a generalizarse en la Europa de entreguerras. No cabe duda de que la Gran Depresión fue, a través de sus terribles secuelas sociales y políticas, el factor más importante en el estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Por todo esto, al desencadenarse la Gran Recesión, muchos ojos se volvieron hacia los años treinta del siglo pasado en busca de paralelos y enseñanzas. Y no cabe duda de que la comparación entre las dos crisis es fructífera en ambas cosas. Los paralelos son aterradoramente numerosos y las enseñanzas han sido realmente útiles. El problema, sin embargo, es que aún no entendemos bien muchos aspectos importantes de la Depresión, y lo mismo ocurre con la Recesión.

Hay que distinguir entre causas y efectos. Si bien las consecuencias de las catástrofes económicas parecen bastante claras, las causas, tanto de la Recesión como de la Depresión, son aún objeto de debate, frecuentemente acalorado. Una consecuencia evidente (aunque sin duda no la más grave) de la Depresión, de la Recesión y del debate sobre ellas, es que el prestigio de la profesión de economista no ha salido muy bien parado después de estas debacles. Anecdótica pero significativamente, se ha comentado mucho la sorpresa y el reproche de la reina de Inglaterra en una visita a la London School of Economics en 2008 ante la incapacidad de los economistas de prever y atajar la Recesión: «¿Por qué nadie lo vio venir?»

Tenía sin duda su razón la soberana, pero el problema de cómo predecir y atajar las crisis es más complicado de lo que parece a primera vista. Hay, en primer lugar, lo que a mí me parece una cuestión filosófica: la de que el tiempo, al menos en la dimensión en que transcurre la vida humana, es lineal. No se puede volver al pasado ni se puede reconstruir una realidad temporal paralela que nos permita conocer con los mismos detalle y verosimilitud con que conocemos la realidad presente una realidad condicional alternativa, la del «qué hubiera ocurrido si…» La inflexibilidad lineal de nuestro tiempo es absoluta: «El jardín de los senderos que se bifurcan» es una bella fábula de Borges que, por desgracia, no es más que eso: una fábula. Cada vez que, ante una disyuntiva, elegimos una de las alternativas, las restantes se esfuman para siempre y nunca sabremos con certidumbre cómo se hubieran desarrollado.

Resulta de lo anterior que predecir una crisis es prácticamente una contradictio in terminis; porque si alguien afirma que una crisis es inminente, y es creído, las autoridades económicas tomarán medidas para que esto no suceda. Esencialmente, concederán préstamos o intervendrán a los deudores en apuros para evitar que se produzcan las características suspensiones de pagos, que acostumbran a originar las reacciones en cadena que constituyen la esencia de las crisis financieras. Como consecuencia de esas medidas in extremis, la crisis no se producirá, por lo cual la acertada predicción habrá resultado equivocada. En otras palabras, para que la predicción de una crisis resulte acertada tiene que ser desoída; es decir, tiene que ser inútil. El problema, por tanto, no es principalmente de los economistas independientes, sino más bien de las autoridades económicas. Ahora bien, las autoridades económicas acostumbran a ser economistas o a tener un equipo de economistas que las asesoren. La profesión de economista, se mire como se mire, no queda muy bien parada tras la crisis, aunque esperar de ella que la predijera como un astrónomo predice un eclipse sea de una superficialidad que puede perdonarse a la reina de Inglaterra o al hombre de la calle, pero no a periodistas responsables o a políticos sensatos.

De todo lo anterior se deduce que la predicción económica es algo más complejo que la predicción astronómica, incluso más que las quinielas deportivas, o incluso más que las encuestas electorales, por dos razones fundamentalmente: porque la cantidad de variables implicadas en una crisis económica es muy grande y su influencia es, a su vez, variable; y porque la predicción misma puede afectar a la conducta de las variables implicadas: no sólo las autoridades económicas, sino incluso los agentes privados, como directores de bancos, financieros poderosos, o grandes empresarios nacionales y extranjeros, todos los cuales pueden modificar sus decisiones si prestan oído y dan crédito a las previsiones de los economistas y, de este modo, podrían desviar el curso de los acontecimientos.

Pues bien, a pesar de todas estas cualificaciones y matices, economistas y autoridades salen muy malparados en su prestigio tras una crisis como la de 2007, al igual que sucedió durante la Gran Depresión, cuando el gran profesor Irving Fisher y el presidente Herbert Hoover arruinaron sus reputaciones anunciando que la Depresión o no tendría lugar o sería muy breve. Lo mismo ocurrió más recientemente con varios economistas laureados con el premio Nobel (Robert Lucas o Eugene M. Fama) que no sólo no vieron venir la crisis, sino que afirmaron tajantemente que ésta no podía ocurrir porque los mercados eran eficientes y se autorregulaban. Lucas, en concreto, afirmó en 2003, en su discurso inaugural como presidente de la American Economic Association, que los ciclos económicos se habían acabado gracias a los grandes avances de nuestros conocimientos en la materia. Estos influyentes economistas, autores de las teorías relacionadas de los «mercados eficientes y autorregulados», y de «las expectativas racionales», y del concepto de «Gran Moderación» (el equilibrio económico estable que parecía haberse instalado desde la década de 1990 y que contrastaba con la turbulencia de la «Gran Depresión», fenómeno felizmente pasado para no volver), no sólo no advirtieron las señales de alarma que otros profesionales menos encumbrados sí detectaron, sino que convencieron a sus colegas y a las autoridades económicas y políticas de que los mercados financieros no necesitan regulación porque, precisamente, se autorregulan solos: son como los automóviles self-driving, en una palabra. Lo malo es que ya hemos visto que incluso los automóviles con piloto automático en ocasiones atropellan a un transeúnte o chocan contra una pared.

Veamos cómo diagnostica el problema Paul Krugman, otro economista también galardonado con el premio Nobel, pero de convicciones muy diferentes de las de sus citados cofrades:

La profesión económica perdió el rumbo porque los economistas colectivamente tomaron la belleza, revestida de impresionantes matemáticas, como si fuera la verdad. Hasta la Gran Depresión, los economistas en su mayoría se aferraron a una visión del capitalismo como sistema perfecto o cuasiperfecto. Esta visión era insostenible en una situación de desempleo masivo, pero al irse borrando el recuerdo de la Depresión, los economistas volvieron a su viejo amor de una visión idealizada de la economía en la que unos individuos racionales actúan en mercados perfectos, ahora decorados con vistosas ecuaciones. Por desgracia, esta versión romántica y aséptica de la economía cegó a los economistas sobre las numerosas posibilidades de fallos. Se negaron a ver las limitaciones de la racionalidad humana que a menudo dan lugar a burbujas y pinchazos; los problemas de las instituciones que fracasan; las imperfecciones de los mercados –en especial los financieros– que pueden causar caídas repentinas e imprevistas; y los peligros que acechan cuando los reguladores no creen en la regulación.

Algo muy parecido nos dice un gran historiador económico norteamericano, especializado en historia financiera, Barry Eichengreen:

Si bien Keynes se basaba sobre todo en un método narrativo, sus seguidores empleaban matemáticas para verificar sus intuiciones. A la larga, estas matemáticas adquirieron vida propia. Los académicos a la última adoptaron modelos con agentes prototípicos, racionales, previsores, en parte por su operatividad y en parte por su elegancia. En estos modelos con agentes que maximizan todo de manera eficiente poco puede fallar, a menos que el Estado lo estropee.

Lo grave de economistas tan encumbrados y nobelizados como Robert Lucas, Eugene M. Fama, Edward Prescott, y Myron Scholes, por tanto, no es que no fueran capaces de predecir la Recesión, algo que, como hemos visto, es muy problemático. Lo imperdonable es que, con su fe en los modelos y teorías convencionales en gran parte inventados por ellos mismos («expectativas racionales», «mercados autorregulados», «Gran Moderación»), allanaron el camino de una gigantesca recesión. El dogma que construyeron les cegó y ellos cegaron a legisladores, supervisores, banqueros y expertos. Los mercados plantean muchos más problemas de funcionamiento de lo que ellos creían. Y esto lo dice un economista como el que suscribe, que tiene bastante fe en la eficiencia de los mercados y en su tendencia hacia posiciones óptimas. Pero esta fe está condicionada por dos importantes cualificaciones: de un lado, la tendencia al monopolio; de otro, la interferencia política. Como ya advirtiera en su día el propio Adam Smith, los empresarios y comerciantes propenden hacia la colusión y el oligopolio en cuanto se presenta la ocasión. Además, hay actividades que, por razones técnicas, favorecen el monopolio, como el transporte por ferrocarril, el abastecimiento de agua o electricidad, y muchas otras donde hay economías de escala (es decir, donde las empresas grandes tienen ventaja competitiva sobre las pequeñas). En cuanto a los vínculos entre economía y política, es bien conocida la capacidad de las grandes empresas para obtener trato especial de los políticos, sobornando o amenazando a éstos; la connivencia entre la política y la gran empresa se da también frecuentemente a iniciativa del propio político, que exige ser sobornado para dar a los empresarios trato de favor.

Además de todo lo anterior, en el caso del mercado financiero existe una razón adicional para desconfiar de la pretendida autorregulación. En los mercados de bienes (y también, en gran medida, en los de servicios) hay límites físicos (los costes de producción) que permiten esa autorregulación. Los rendimientos decrecientes hacen que las funciones de costes marginales sean crecientes y pongan un límite a la capacidad de las empresas para vender sus productos a precios competitivos. Esta condición no se da en el mercado financiero. El crédito no tiene límite físico. Para un banco autorizado a emitir billetes, por ejemplo, no hay un límite físico relevante a la cantidad de billetes que puede emitir, y cada uno de esos billetes le reporta beneficio, de modo que, si por el banco fuera, emitiría hasta producir inflación galopante, como ha ocurrido en algunos casos. Por eso el Estado pronto empezó a poner límites a la cantidad de billetes que los bancos podían emitir; en definitiva, este mercado financiero no se autorregula: requiere intervención estatal para evitar la inflación. He elegido el ejemplo sencillo de los bancos de emisión, pero lo mismo ocurre con todos los demás instrumentos crediticios: letras, obligaciones (ahora llamadas «bonos», porque el inglés nos invade), avales, certificados de depósito, pólizas de crédito, pueden emitirse con un coste casi nulo y un beneficio casi asegurado. Para cuando los bancos y otras empresas financieras advierten que han emitido más de lo que el mercado podía soportar, las probabilidades de crisis ya son muy grandes, como ocurrió en 2007 con las llamadas «hipotecas basura» (subprime). Precisamente es la fuerza de la competencia la que en estos casos causa la debacle, ya que todos emiten por encima del volumen conveniente por la simple razón de que ven a sus competidores hacerlo. Y no es fácil para el prestamista percibir a tiempo la saturación del mercado, porque un cliente poco solvente está dispuesto a aceptar un crédito en buenas condiciones sin pensar un minuto en el riesgo que el banco corre al hacer el préstamo.

Estos son los problemas que plantea Antonio Torrero en este librito, breve pero enjundioso. El autor, catedrático emérito de Estructura Económica en la Universidad de Alcalá, lleva muchos años investigando sobre dos temas paralelos y complementarios: las crisis económicas y financieras, y la figura y la obra de John Maynard Keynes. El nexo entre ambos temas es evidente, porque la obra cumbre de Keynes, La teoría general del empleo, el interés y el dinero, es, entre otras muchas cosas, una teoría del ciclo: afirma el autor británico al comienzo del capítulo 22 que «nuestra teoría debe ser capaz de explicar los fenómenos del ciclo económico». Es bien sabido que Keynes es uno de los autores más denostados por los teóricos de los «mercados autorregulados»: no es de extrañar, porque el genio inglés sostenía que los mercados no se autorregulan y que es necesaria la intervención del Estado para evitar que se produzcan, o al menos para paliar, las crisis cíclicas.

Con un lenguaje bastante suave, Torrero adopta una actitud crítica hacia estos economistas antikeynesianos, a los que responsabiliza de la amplitud y profundidad de la recesión. Esto queda ya claro en la presentación del libro: «mi posición es bastante crítica, en términos generales, del papel que hemos desempeñado los economistas en la crisis […] el núcleo central de la profesión asistió al estallido de la crisis con asombro y estupor. Hubo, sin embargo, muy honrosas excepciones»; quizá por ello añade: «no estoy desencantado con mi profesión. Fuera de ella, sobre todo, se ha extremado la crítica […] sobre la aportación de los economistas, ya que no hemos logrado anticipar la catástrofe. Desde dentro de la disciplina, se tiene más comprensión de las limitaciones» (p. 15). Esta última frase, sin embargo, no parece muy convincente. Esta «comprensión» puede interpretarse como mero corporativismo. Los economistas, aunque haya entre ellos desacuerdo, no quieren tirar piedras al tejado propio y por ello prefieren matizar sus críticas. Ocurre en casi todas las profesiones, aunque, como hemos visto, hay también grandes profesionales, como Krugman y Eichengreen (y no sólo ellos, según se refleja en el libro que estamos comentando), que no se muerden la lengua a la hora de denunciar los errores de sus colegas.

Torrero despliega en su libro todo un arsenal de citas que ponen de manifiesto su profundo conocimiento y sus exhaustivas lecturas del tema. Y, aunque, como dije, el tono del autor es muy comedido, los textos que aduce muestran lo acerbo de los reproches que se han hecho a los teóricos de las «expectativas racionales» y los «mercados autorregulados». Hay quien dice (Nassim N. Taleb) que «los premios Nobel no son sólo un insulto a la ciencia; es que han expuesto al sistema financiero al riesgo de explosión» (p. 23). Y hay sarcasmos acerados, como el del historiador y economista sueco Lars Pålsson Syll: «Mi expectativa racional es que dentro de treinta años nadie sabrá quién fue Robert Lucas. Por el contrario, John Maynard Keynes será todavía conocido como uno de los maestros de la economía» (p. 62).

Los grandes maestros son, para Torrero, además de Keynes, Joseph Alois Schumpeter, Frank Knight (el autor de un libro precursor sobre riesgo, incertidumbre y empresa), y, sobre todo, Hyman Minsky, economista heterodoxo, seguidor de Keynes y discípulo directo de Schumpeter. Minsky fue el gran teórico de la inestabilidad de los mercados y, por tanto, un réprobo para la ortodoxia dominante en la profesión hasta la Gran Recesión. Murió once años antes de que ésta comenzara y confirmara empíricamente sus análisis sobre la inestabilidad. Y este es otro aspecto que Torrero (y no sólo él, ni mucho menos) reprueba en los teóricos de la autorregulación: que han prestado escasa atención al mundo real y a la contrastación empírica de sus elegantes elucubraciones. En conjunto, incluso antes de 2007, la evidencia real no ofrecía sustento fáctico convincente a sus teorías. La «Gran Moderación» no fue tan grande: la historia económica del último cuarto del siglo XX estuvo salpicada de crisis parciales en diferentes países que exigieron la intervención de los gobiernos. En realidad, los mercados autorregulados residían más en los departamentos de Economía de las universidades norteamericanas «de agua dulce», es decir, las situadas en torno a los Grandes Lagos, entre las que destaca, por supuesto, Chicago, que en las poblaciones, conurbaciones y centros económicos reales que las albergaban.

Y, sin embargo, la inercia intelectual e institucional, aun en medios académicos y profesionales tan admirados como los de Estados Unidos, es persistente. Señala Torrero, un tanto escandalizado, que, tras la Recesión, «la Fed [el banco central de Estados Unidos] no ha modificado sustancialmente su forma de operar, ni se ha debilitado en gran medida la confianza en los modelos que emplea». En cuanto a los economistas académicos, «la fama del colectivo neoliberal no ha sufrido lo que un observador externo al campo económico hubiera pronosticado con motivo de la crisis […] pese a [las] durísimas críticas, el núcleo central no se ha visto afectado» (pp. 61-63, passim). A las pocas semanas de recibir el regio rapapolvo, los economistas británicos dirigieron una carta colectiva a la reina pidiendo disculpas por sus graves errores. No espere nadie una palinodia similar de los economistas norteamericanos: su arrogancia y altanería son legendarios y a prueba de crisis.

El libro de Torrero (al que cabe reprochar una cierta precipitación en la redacción, que a veces le hace ser repetitivo e incluso contener numerosas erratas) constituye una guía breve y ágil para adentrarse en este mundo arriscado y turbulento de las polémicas entre economistas, polémicas consustanciales a la historia de esta ciencia, pero que se avivan cuando se producen acontecimientos dramáticos y globales como la Gran Recesión.

Gabriel Tortella es catedrático emérito de Historia e Instituciones Económicas en la Universidad de Alcalá. Sus últimos libros son La revolución del siglo XX  (Madrid, Taurus, 2000), Los orígenes del siglo XXI. Un ensayo de historia social y económica contemporánea (Madrid, Gadir, 2005), con Clara Eugenia Núñez, Para comprender la crisis (Madrid, Gadir, 2009) y El desarrollo de la España contemporánea. Historia económica de los siglos XIX y XX (Madrid, Alianza, 2011), con José Luis García Ruiz, Clara Eugenia Núñez y Gloria Quiroga, Cataluña en España. Historia y mito (Madrid, Gadir, 2016) y Capitalismo y Revolución. Un ensayo de historia social y económica contemporánea (Madrid, Gadir, 2017).

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