Verdades y mentiras

No ganamos para sustos. En las últimas semanas, el panorama político español se ha visto agitado por la belicosa disposición que algunos de sus actores mantiene de forma sistemática hacia los fundamentos institucionales de la democracia liberal. Hace una semana, con ocasión de la investidura del presidente del Gobierno, una manifestación acusaba de «ilegítimo» al sistema en su conjunto; dos semanas atrás, el acto que Felipe González y Juan Luis Cebrián tenían previsto protagonizar en la Universidad Autónoma de Madrid hubo de ser suspendido por la acción de un nutrido grupo de activistas. Este último incidente confirma una triste tendencia global: la demanda de que las universidades sean «espacios seguros», libres de ofensa a la sensibilidad de los estudiantes, está convirtiéndolas en «espacios inseguros» para el debate de ideas y la integridad física de quienes las encarnan. Malos tiempos para la retórica.

En principio, se trata de dos discusiones diferentes: la relativa a la legitimidad democrática y la que se ocupa de la esfera pública como marco para la búsqueda intersubjetiva de la verdad. No obstante, ambas comparten un mismo núcleo: la posibilidad misma de establecer verdades públicas. Dejando para otro día la discusión sobre la legitimidad –que no solamente se relaciona con el par verdadero/falso, sino también con el binomio justo/injusto–, me gustaría reflexionar brevemente sobre el segundo de estos asuntos. Es decir, sobre la ambigua y paradójica naturaleza de la verdad democrática. De ello se ha hablado ya en nuestros medios de comunicación: José Álvarez Junco reivindicaba las virtudes del free speech y denunciaba la tradición antiliberal española a partir de las tesis de John Stuart Mill, mientras que Máriam Martínez Bascuñán recurría a Hannah Arendt para sostener que la verdad es políticamente «despótica» por cercenar la libertad de opinión y resulta, por tanto, incompatible con la democracia. Sobre este particular mantuvo después un jugoso intercambio en Twitter con Víctor Rocafort, también teórico político, que matizaba que la propia Arendt distingue entre verdades de hecho y verdades políticas. Desde luego, no es lo mismo decir que Alemania exterminó a seis millones de judíos que sostener que el aborto debería ser libre sin restricciones. La propia Arendt ironizaba sobre lo primero, diciendo que ella no se llevaba consigo a la calle sus libros de referencia sobre el nazismo a fin de refutar a los negacionistas.

Nos encontramos aquí, a bote pronto, con tres problemas diferenciados, pero relacionados estrechamente entre sí. A saber: la posibilidad de la verdad; la producción social de las verdades públicas; y la relación de la democracia –y el liberalismo– con la noción misma de verdad. Es obvio que cada uno de ellos daría para escribir un puñado de volúmenes, pero pueden hacerse algunas observaciones superficiales que nos ayuden a bosquejarlos, siquiera sea como invitación a una exploración más concienzuda.

El problema de la verdad no es precisamente nuevo. Recordemos los pasajes del Evangelio de San Juan en los que, ante la afirmación que hace Jesús de Nazaret según la cual él es la Verdad, con mayúsculas, Pilatos se pregunta: Quid est veritas? (Juan, 18:38). Nada, claro, que no hubieran anticipado los sofistas con su empleo táctico del lenguaje, denunciado no menos célebremente por George Orwell siglos después en su interesante –aunque algo sobrevalorado– ensayo sobre el lenguaje político: un lenguaje que hace que «las mentiras suenen verdaderas y el asesinato respetable». Algo que subrayaba el mismísimo Hobbes, quien veía en la duplicidad natural del lenguaje la causa de que la especie humana sea mucho menos predecible que las demás. De la compleja relación entre lenguaje y realidad arranca también la tradición filosófica antifundacionalista, que encuentra un incómodo vacío detrás de la «verdad» y tiene su más interesante expresión política en el pragmatismo de Richard Rorty. Martínez Bascuñán aludía también a él, por medio de la frase que da título a un volumen de entrevistas: «Cuida de la libertad y la verdad se cuidará sola». En otras palabras: crea las condiciones para la libre búsqueda de la verdad y esta terminará por prevalecer.

A decir verdad, la frase no es la más exacta representación del pragmatismo que Rorty, a partir de la obra de antecesores tan ilustres como John Dewey, perfeccionó. Y no lo es porque sugiere que hay una verdad que terminará por prevalecer, cuando la tradición pragmática se caracteriza precisamente por cuestionar las verdades objetivas, estableciendo, en cambio, una relación estrecha entre la práctica social y el gradual descubrimiento público de verdades, por tanto, asimismo públicas. Esto vale también para la propia filosofía, que Rorty entiende menos como una búsqueda de la verdad universal y más como una práctica cultural consistente en la «crítica de las críticas». Digamos que Rorty ha asumido la lección nietzscheana y nos llama a abandonar el «confort metafísico» denunciado por el pensador alemán, proponiendo así que aceptemos que nuestras verdades no son menos verdades que las defendidas por los demás. Si es que no hay un referente trascendental, en fin, quid ist veritas? No es que Rorty descrea del progreso moral; es sólo que lo hace depender de la imaginación moral más que del desvelamiento racional de las verdades universales. A su juicio, lo importante es aumentar la solidaridad humana y acabar con la crueldad, no «dar con la clave» ni tener razón.

Huelga decir que la acusación de relativismo se ha elevado en innumerables ocasiones contra estas tesis, por los motivos habituales. Y es indudable que si de ningún «vocabulario final» puede decirse que sea verdadero o falso, ¿cómo podríamos preferir uno u otro? Más aún, si el objetivo de nuestro autor es acabar con la crueldad, ¿no es éste ya un programa político fundado en una verdad universalizable? Pero me interesa menos aquí explorar estas aporías que ahondar en la paradoja de la verdad democrática, o, quizá mejor dicho, liberal-democrática. Porque si la posición relativista se lleva hasta el frontispicio mismo de la vida pública, afirmándose allí que no hay tal cosa como la verdad, ¿no perdería sentido el debate público? Renunciar a la verdad nos destensa, confinándonos al interior de comunidades de significado cerradas en sí mismas, atrincheradas en su verdad. Rorty acierta al prestar la debida atención a la sospecha nietzscheana, enfatizando la importancia de la imaginación y la empatía como mecanismos civilizatorios. Sin embargo, su reticencia a admitir la posibilidad misma de la verdad –o, al menos, de un cierto tipo de verdades– parece complicar la justificación de la sociedad liberal que él mismo defiende.

Asoma aquí, plena de aparentes contradicciones, la concepción de la verdad propia del liberalismo; o aquella que podemos destilar a partir de la tradición liberal. Hay que tener en cuenta que una sociedad pluralista y democrática no puede tener una relación pacífica con la verdad. Ni que decir tiene que nos referimos a verdades morales y políticas, antes que a verdades de hecho; algo que también vale para el significado de los hechos, tan disputable él mismo como indisputable son los segundos allí donde se conocen con certidumbre. En cuanto a las verdades científicas, son por principio tales, pero ni siquiera la más establecida de ellas puede permanecer a resguardo de la debida. Pero que las sociedades liberales no puedan en modo alguno tener una relación pacífica con la verdad, sino que en ellas, por el contrario, la disputa en torno a la verdad será la norma más que la excepción, no equivale a decir que esas mismas sociedades renuncien a la verdad. Por el contrario, esta aparece como una frágil entidad más perseguida que encontrada, además de provisional allí donde se la encuentra; una entidad, por tanto, paradójica en su simultánea afirmación y negación. Porque si las verdades pasaran a ser indisponibles, el antidogmatismo que nos vacuna contra las falsas verdades o las verdades caducadas perdería todo su sentido. Desde este punto de vista, tiene sentido que el liberalismo propenda por igual al pesimismo antropológico y al optimismo social: los hombres son falibles y a menudo miserables, pero las sociedades terminan por progresar material y moralmente.

El cuidado de la libertad permitirá a la verdad cuidar de sí misma, decíamos. Desembocamos así en una descripción de la esfera pública –en sentido amplio– como el espacio donde contrastamos distintas pretensiones de verdad y llegamos a conclusiones provisionales sobre la vigencia de cada una de ellas. De ahí la importancia de la libre expresión y asociación, entre otras garantías constitucionales. John Stuart Mill defendía apasionadamente esa libertad, que entendía ligada a la posibilidad del autodesarrollo individual, y dejaba notar la influencia de Tocqueville en su advertencia sobre la opinión pública mayoritaria y su presión sobre los diferentes. Es decir, los excéntricos fuera de norma que serán en Rorty estandartes de diferencia y, con ello, de progreso moral. Pero, ¿tan seguros estamos de que la verdad emergerá si cuidamos de la libertad? ¿Y si sucede lo contrario?

Se plantea aquí, en primer lugar, el problema de las condiciones sociales e institucionales que hacen posible la búsqueda democrática de la verdad, por suponerse que la mayor inclusividad producirá también mejores resultados epistémicos. La esfera pública habrá de aglutinar al mayor número de voces y opiniones distintas. Pero no todas, claro, son oídas por igual. Viene a la memoria el conocido pasaje inicial del Juan de Mairena:

La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.
AGAMENÓN: Conforme.
EL PORQUERO: No me convence

Aunque hay distintas interpretaciones posibles de este texto, Machado parece querer decirnos que una cosa es la existencia de la verdad y otra la posibilidad de que esa verdad sea públicamente expresada, en razón de la desigual capacidad que tienen unos y otros de hacerse oír: por eso el porquero recela del reconocimiento que se le hace en la afirmación inicial, consciente como es de que a él no se le atiende igual que a Agamenón. Algo que, como se sugirió aquí alguna vez, atañe también a los productores carismáticos de opinión en las esferas públicas contemporáneas, que gozan de indudable ventaja –especialmente entre los suyos– a la hora de captar la atención de los demás. Dicho de otro modo, el poderoso puede serlo por silenciar de facto al subalterno o por ser las condiciones de recepción de sus palabras distintas a las de este último. Rafael Sánchez Ferlosio lleva al extremo esta sospecha cuando insinúa que quizá también el niño que grita aquello de que el emperador está desnudo ha sido pagado por el propio emperador. ¡Filigranas del soberano! Sucede que no sólo miente el poderoso, como un vistazo a las redes sociales viene a demostrar.

Por desgracia, es imposible garantizar que todas las voces podrán ser oídas en igualdad de condiciones. De hecho, la multiplicación de las posibilidades expresivas que las redes traen consigo han convertido el diálogo público en un poliálogo en el que cada voz tiene asignada una menor cuota expresiva, porque son más los que pueden tomar la palabra: de ahí el lenguaje breve, directo, coloquial que predomina en ellas. Pero también aquí hay diferencias, que naturalmente se reproducen con más intensidad en los medios tradicionales: hay, por cada columnista, millones de aspirantes frustrados. En este marco, la teoría política de las últimas dos décadas ha hablado de la utilidad de los «contrapúblicos», que son esferas públicas marginales que plantean ideas o presentan identidades distintas a las dominantes. Algo que las redes, con su extraordinaria capacidad de alojar y compartimentar comunidades de distinto tipo, ha reforzado. Podría parecer que la esfera pública pierde así unidad y se fragmenta, dificultando la confrontación entre verdades ahora más escondidas: un temor que ha expresado, entre otros, Jürgen Habermas. Pero la realidad parece no confirmar este pesimismo, mostrándonos un debate público más vivo que nunca en el que las identidades subalternas tienen más presencia que nunca. Podríamos decir así que la sociedad liberal crea sus propios antídotos por medios inesperados: no ha sido ninguna innovación institucional la que ha provocado esta intensificación del pluralismo, sino una novedad tecnológica –la digitalización–, que a su vez ha emergido y prosperado en sociedades abiertas y no cerradas.

No está escrito en ninguna parte que los distintos públicos dirán la verdad o la buscarán sinceramente; tampoco que revisarán sus verdades cuando sean sometidas a una crítica convincente. Muchas causas pueden aducirse para explicar este punto ciego: la búsqueda del poder, la ceguera ideológica, las resistencias psicológicas: o, en otro plano, la búsqueda sensacionalista de la audiencia. Tampoco es de extrañar, ya que la verdad –su búsqueda– resulta muy exigente. Jesús de Nazaret proclamó con solemnidad que la verdad nos hará libres (Juan 8:32), pero lo que nos libera de verdad es la mentira: poder decir cualquier cosa y de cualquier manera sin sentirnos concernidos por su coherencia, verosimilitud o intensidad lógica. Así como poder aferrarnos a nuestras creencias, llenas de recompensas emocionales, al margen de su credibilidad.

En cualquier caso, no hay mejor solución que la planteada por Mill y Rorty: una libertad cuidadosa de sus propias condiciones de ejercicio, donde la libre expresión carezca de más limitaciones que las exigidas por la protección de los derechos fundamentales. Si alguien tiene una alternativa mejor, habrá de presentarla. Pero no parece que hacer callar a los demás –¡aun en nombre de la verdad!– sea una de ellas.