Velos de ignorancia (y II)

Arrancábamos la entrada de la pasada semana con la imagen de la anciana árabe a la que tres policías franceses obligaban a quitarse su burkini en plena playa, preguntándonos si una escena así era digna de pasar a la Historia de la Emancipación Universal. Y la respuesta que aventurábamos es que no. No, porque esa acción policial ejercía violencia sobre alguien cuyo régimen de percepción –su modo de ver la realidad– prescribe esa elección indumentaria: la señora cree ser libre o renuncia a su libertad, pero en todo se presenta en el espacio público con un atavío coherente con su adscripción cultural. Sería necesario demostrar que viste esa prenda contra su voluntad para que el despojamiento forzoso pueda ser considerado emancipador. No sería descabellado pensar que ese conflicto puede plantearse más crudamente a mujeres árabes más jóvenes, que se han socializado ya en un medio más hibrido que sus abuelas. Pero necesitamos prueba de esa constricción; mientras no la tengamos, es posible incluso comparar el uso del burkini con el gasto en maquillaje, si entendemos que ambas prácticas son el resultado de fuerzas heteronormativas que vulneran nuestra capacidad para –valga la redundancia– ejercer libremente nuestra libertad.

Ahora bien, en el interior de una sociedad abierta resulta imposible saber si una persona está siendo verdaderamente libre o no; entendiendo por tal un grado suficiente de autoconciencia que le permita elevarse por encima del pack que forman su socialización y sus influencias. Autonomía es reflexividad: distancia crítica con los propios apegos, afectos, razones. También escepticismo, tal como lo define Odo Marquard: disposición a aceptar la propia contingenciaOdo Marquard, Apologie des Zufälligen, Stuttgart, Reclam, 2008, p. 8.. Vale decir, el hecho de que somos de una manera, pero podríamos haber sido –o ser aún– de otra. Huelga decir que se trata de un estándar exigente que, a buen seguro, no podrían cumplir ni la anciana del burkini ni la suscriptora del Vogue. O sí, quién sabe. No hay manera de comprobarlo, y por eso el ideal de la sociedad liberal pluralista es que todos los ciudadanos tengan igual oportunidad de convertirse en sujetos autónomos, hagan o no por aprovecharla. Si bien se mira, lo mismo sucede con la información política en una democracia: el ciudadano debe tener acceso a ella, pero que acceda o no ya es asunto distinto.

De modo que la tarea es doble. Por una parte, definir de manera precisa la «opresión» como obstáculo insalvable para el ejercicio de la autonomía y preguntarnos por el efecto que ciertas prácticas culturales específicas, en este caso el burka, tienen sobre el espacio democrático. A continuación, habrá que meditar sobre el modo en que el dilema correspondiente pueda resolverse, asumiendo de entrada que las objeciones filosóficas no siempre encontrarán soluciones políticas condignas.

Vaya por delante que una mirada realista a la subjetividad individual encontrará innumerables agujeros en cualquier individuo, si medimos a éste con arreglo al ideal kantiano que lo dibuja como autónomo a fuer de racional. Sabemos hoy mucho más que antes sobre las limitaciones de nuestra racionalidad y la fuerza de nuestros afectos, entre cuyas expresiones se cuentan los sesgos perceptivos, la sensibilidad a los enmarcados y narrativas, o la adscripción inconsciente a tribus morales cuyos dogmas hacemos nuestros frente a cualquier rival. Entre las respuestas teóricas a esta concepción emergente del sujeto –sujeto en un doble sentido, pues– se encuentra la de Sharon Krause, quien aboga por reformular la libertad individual asumiendo que el agente posee una muy limitada agencia o capacidad de actuar librementeSharon Krause, Freedom Beyond Sovereignity. Reconstructing Liberal Individualism, Chicago y Londres, The University of Chicago Press, 2015.. ¡No somos nadie!

No vamos a detallar aquí las tesis de Krause, pero sí nos serviremos de una de sus recomendaciones: definir la libertad como un concepto –y una práctica– multidimensional que admite distintas acepciones según cuál sea el aspecto de la misma en que nos fijemos. Así, junto a la definición liberal de la libertad como ausencia de interferencia, o la republicana, que la ve como ausencia de dominación, Krause propone entenderla, asimismo, como ausencia de opresión. Si la dominación es personal, la opresión se refiere más bien a las condiciones sociales y políticas de carácter impersonal que, de manera sistemática e injusta, impiden u obstaculizan significativamente la agencia de ciertas personas. Pensemos en la desigualdad económica severa, o la marginación de determinados grupos sociales. Parece razonable incluir ahí aquellos códigos culturales que, de manera también sistemática, limitan la agencia de algunos de sus miembros; en este caso, la mujer dentro de la cultura islámica. En la medida en que esos códigos –normas morales, a veces jurídicas, sobre lo preferible y lo permisible– se transmiten intra- e intergeneracionalmente de manera espontánea, pueden considerarse un obstáculo impersonal; sobre todo, si decimos que el obstáculo no es un aspecto de la cultura, sino la cultura misma en su conjunto. A esto último podría oponerse que la cultura islámica no es tan homogénea como sus críticos tienden a pensar, y admite distintas interpretaciones doctrinales, no obstante lo cual es razonable concluir que la mujer carece en ella de las libertades de que goza –o ha conquistado– en el mundo occidental. Y que la observancia de las normas indumentarias islámicas podría considerarse, aunque difícilmente demostrarse, como una manifestación de ese particular tipo de opresión.

Supongamos entonces que el uso del burka constituye un supuesto de opresión que limita la libertad de las mujeres que se ven obligadas a llevarlo, o asumen pacíficamente que lo natural es hacerlo en el marco de una forma de vida –en el sentido wittgensteiniano– en la que han sido socializadas. ¿Tiene eso alguna otra consecuencia sobre la vida democrática, dejando a un lado las posibles implicaciones para la seguridad colectiva que el Ministerio del Interior correspondiente habrá de evaluar y la posible inquietud que genere en unos ciudadanos sensibles ante la posibilidad de nuevos atentados? Es aquí donde hace acto de presencia un argumento distinto a los anteriores, que se refiere a las posibilidades del diálogo público en las democracias pluralistas que se fundan, precisamente, sobre la capacidad de distintos grupos sociales o étnicos para entenderse entre sí.

Ya anticipábamos que la única solución al hecho del pluralismo es la aporía del pluralismo liberal, o sea, la imposición a todas las concepciones del bien o culturas que coexisten en un mismo espacio social de un conjunto de reglas de matriz liberal que establecen la vigencia de un conjunto de derechos fundamentales y de procedimientos para organizar el proceso político a partir de los principios de representación democrática y conversación pública. Ninguna comunidad, contemplada de forma aislada, apostaría por semejante solución. Porque, en palabras de José Luis Pardo:

Toda comunidad es, por definición, estrecha de miras, en la medida en que su punto de vista es siempre el de «los nuestros» (frente al de los Otros, al de los demás) y, mientras no se enfrenta a otras comunidades en el terreno de la igualdad de derechos que garantiza el espacio público, la estrechez de estas miras no es ni siquiera sentida como tal, sino simplemente experimentada como «lo natural», el «sí mismo» (o el «nosotros mismos», o «lo nuestro») e incluso «lo que Dios manda»José Luis Pardo, La regla del juego. Sobre la dificultad de aprender filosofía, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2004, p. 423..

Para que sea posible la comunicación entre comunidades en el espacio público, añade Pardo, hemos de encontrar una regla que sea aceptable para todos, pero esa regla no la encontramos en el interior de la comunidad, ya que no es una regla lógica, sino dialógica, que emerge de la comunicación con el otro. Sin embargo, esa necesidad de diálogo no se limita a la fijación inicial de la reglas comunicativas, sino que se extiende al debate sobre otros muchos aspectos de la convivencia; algunos de ellos, sobrevenidos o coyunturales, como la fricción producida en la coexistencia con el islam a raíz de los atentados perpetrados en su nombre. Y es en este punto donde podemos cuestionar que el burka sea, propiamente hablando, una prenda democrática. En otras palabras, si su empleo es compatible con las exigencias del espacio democrático donde los ciudadanos se encuentran para, al menos en potencia, dialogar entre sí. Es claro que me refiero a los encuentros informales más que a procedimientos deliberativos institucionalizados. Si una lectora de Vogue y una mujer embutida en un burka se encuentran, ¿es este un encuentro democrático ordinario?

Hay razones para dudarlo. Diana Coole ha llamado la atención sobre la desatención que han padecido aquellos aspectos de la «situación ideal de habla» –aquella que está llamada a propiciar la comunicación racional entre individuos razonables, de acuerdo con las teorías deliberativas– que no tienen que ver con el habla, sino con la situación intersubjetiva. Y nos recuerda que los ciudadanos poseen cuerpos que se expresan y relacionan entre sí. Son cuerpos que poseen poder, un poder desigualmente distribuido entre distintos sujetos: los hay seductores y carismáticos, como los hay tímidos y vulnerables. Dice Coole:

Esta dimensión cobra vida de manera especial cuando los individuos o los grupos se encuentran cara a cara, pues son muchos los modos en que sus cuerpos comunican mensajes a los demás y en que son, a su vez, empleados para excluirlos o darles la bienvenidaDiana Coole, «Experiencing Discourse: Corporeal Communicators and the Embodiment of Power», British Journal of Politics & International Relations, vol. 9, núm. 3 (agosto de 2007), pp. 413-433 (p. 430)..

Cualquier debate, viene Coole a decirnos, se ve precedido por formas de saludo que transmiten mensajes corporales de distinto carácter; lo mismo puede decirse la presencia, la gestualidad, la indumentaria. Su conclusión es que «hay muchas formas materiales por medio de las que los cuerpos de los hablantes se expresan y son experimentados por sus interlocutores, tanto si hablan como si escuchan»Ibídem, p. 423.. Desde este punto de vista, ¿qué expresa el burka, qué clase de signo es, qué indica a los potenciales hablantes? No sería forzar el pie insinuar que el burka dice poco, pero lo dice con fuerza: dice que la religión islámica, al menos en una de sus versiones, se niega a dialogar con personas que no pertenezcan a la umma o comunidad de creyentes. Si el signo denota algo, es una mezcla de silencio y cierre al exterior: un movimiento de introspección radical hacia el interior del propio régimen de percepción. Incluso materialmente, quien viste el burka posee un campo de visión reducidísimo, que simboliza la existencia de una barrera, si no una jaula, de hecho, dada la forma de rejilla que suele adoptar la apertura frontal a la altura de los ojos. Todo lo cual sugiere que no estamos ante el más democrático de los atuendos.

Sin embargo, eso tampoco significa que su prohibición sea aconsejable o deseable. Los principios filosóficos se relacionan con complejas realidades sociales que producen problemas políticos para los que no siempre existe una «solución» propiamente dicha; porque no podremos considerarla tal si su aplicación provoca más problemas de los que resuelve. En este caso, una restricción aún mayor de la libertad de las mujeres en cuestión, que acaso no podrían salir de casa en absoluto; y acaso un sentimiento de agravio en el conjunto de la comunidad islámica que podría ser contraproducente. Dejemos a un lado la contradicción en que podría incurrir una vulneración de la libertad en nombre de la libertad. Ya se señaló que prohibir no es la única alternativa existente; también cabe tolerar una práctica que nos parece moralmente reprobable: para eso, conviene recordarlo, sirve la tolerancia. Tal como recuerda Sebastián Escámez, los orígenes remotos del concepto se encuentran en la «condescendencia con lo ominoso» de que hablaba la escolástica cristiana medievalSebastián Escámez, El pensamiento liberal contemporáneo sobre tolerancia. Autores, orígenes y contexto, Ciudad de México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2014, p. 6.; descripción que encaja de manera óptima con la oscuridad del burka. En el contexto liberal-democrático, pues, se tolera aquello que disgusta; siempre y cuando no vulnere los derechos fundamentales cuyo cumplimiento no es disponible. Es evidente que bien podría ser el caso allí donde una mujer no desee vestir el burka, pero sea obligada a ello por su marido; igual que una mujer occidental puede encontrarse con que su marido, como decía memorablemente Telva en cierta ocasión, pase de disfrutar la «minifalda de novios» a exigir «la maxifalda de casados». Mientras no medie denuncia ante los tribunales, la ausencia de libertad no puede darse por supuesta.

Llegados a este punto, el manual del pluralismo liberal nos dice que incluso la más cerrada de las cosmovisiones acabará viéndose influida por el contexto –liberal, pues– en que se desenvuelven sus miembros, en contacto, aun tangencial, con otras cosmovisiones. Se produciría así una suerte de erosión por el roce que contagiaría a los miembros de cada tribu moral, educándolos en la tolerancia mutua. Idealmente, este proceso consistiría en el paulatino descubrimiento de que ninguna comunidad posee un vocabulario final que pueda ser validado como universalmente válido; es decir, una inyección de escepticismo por la revelación de la propia contingencia. Ésa es la solución de Richard Rorty, al que invocaba hace unas semanas Juan Claudio de Ramón relación con este mismo tema: pensar en términos de igualdad entre formas de vida inconmensurables cuyo contacto hace las veces de persuasión en los valores asociados a la convivencia pacífica y la tolerancia del otro. Más aún, es la historia misma de las relaciones entre las sociedades occidentales y las demás la que ha inoculado en la conciencia de las primeras –notablemente sofisticada– una «duda reflexiva» sobre el dolor ajeno y las instituciones llamadas a paliarloRichard Rorty, Contingency, Irony, and Solidarity, Cambridge, Cambridge University Press, 1989, p. xvi.. Porque fuimos colonialistas, en una palabra, no queremos volver a serlo; tampoco en el interior de «nuestras» sociedades. De esos velos ya nos despojamos y preferimos pecar por defecto que por exceso. Es comprensible.

Ahora bien, esta solución no deja de presentar dificultades. La primera es que convendría someter a análisis empírico el grado en que los aspectos más antiliberales de otras culturas se ven en la práctica de verdad erosionados a través de su contacto con otras; puede que no sea el caso. Las culturas no son cajas negras selladas herméticamente al exterior, sino entidades susceptibles de influencia, pero esa influencia es en ocasiones insuficiente para limar las aristas más punzantes de algunas de ellas. Cuestión distinta es determinar la causa de que así suceda: no es fácil enamorarse de la modernidad occidental si uno malvive en la banlieue.

El segundo es el riesgo del relativismo cultural, que late en el Rorty que más mira al segundo Wittgenstein: el que nos habla de las «formas de vida» inconmensurables entre sí; es decir, las comunidades culturales que no pueden compararse recíprocamenteLudwig Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen, Berlín, Suhrkamp, 2010.. Si las distintas comunidades se justifican en sí mismas, en su existencia, porque no hay ningún punto de referencia exterior que permita evaluar la corrección o incorrección de sus principios y prácticas, nada diferenciaría una sociedad liberal, democrática y pluralista, de una sociedad tradicional, autoritaria y monista. Algo que carece de sentido, al menos desde un punto de vista democrático. Para quienes deduzcan de aquí que Occidente practica el entreguismo con «lo ominoso», en este caso el islam, convendría recordar que el marco liberal-pluralista tiene truco. Y lo tiene porque, como ya se ha sugerido, no es neutral ni se limita a establecer procedimientos formales de diálogo o respeto mutuo.

Por el contrario, contiene una fuerte carga moral que responde a los principios básicos de la ilustración filosófica, debidamente corregida en sus excesos: los derechos fundamentales, la libertad de expresión en el espacio público, el reconocimiento de la dignidad básica del individuo y de la inviolabilidad de la esfera íntima, la existencia de una prensa libre, la independencia de los tribunales, la separación de las autoridades política y religiosa… Aun si las consideráramos meras mercancías occidentales o ficciones etnocéntricas, no dejan de poseer un valor superior a sus alternativas. Ya sea uno esencialista o pragmático, los principios de la sociedad abierta son los que mejor sirven a los fines de organizar una sociedad capaz a un tiempo de proteger a los individuos y respetar sus culturas, mientras crea las condiciones para la gradual transformación persuasiva de ambos. Por esa razón, la mejor respuesta ante el burka sigue siendo –a pesar de su carácter dudosamente democrático– la combinación de tolerancia y seducción: tolerancia ante lo que nos repele y seducción de un estilo de vida más atractivo que sus rivales. Y dejemos que la abuela, mientras tanto, se bañe como quiera.