Una tormenta imperfecta

Lo cuenta en por menor Wikipedia, así que voy a resumir. El 29 de octubre de 1991, se formó una depresión atmosférica en la costa nordeste de Canadá que absorbió al huracán Grace —ya en su fase final— y acabó por convertirse en otro que no recibió un nombre propio. El nuevo huracán innominado se formó el 1 de noviembre con vientos de 120kms/hora. El número de muertes ocasionadas subió a trece y los daños se cifraron en 200 millones de dólares. Olas de hasta diez metros de altura batieron toda la costa este de Norteamérica desde Nueva Escocia hasta Florida y Puerto Rico. Gran desastre.

Por las fechas en que acaeció empezó a conocérsele como la Galerna Sin Nombre o Huracán Halloween (esa fiesta americana se celebra el 31 de octubre) hasta que en una conversación entre el autor Sebastian Junger y Robert Case, un meteorólogo del Servicio Nacional de Huracanes USA, se quedó con el de Tormenta Perfecta. El libro de Junger (The Perfect Storm: A True Story of Men Against the Sea; traducido al castellano por C. Baena en Debolsillo, Barcelona 2000) se convirtió en un superventas —más tarde, en una película de éxito— que narraba las historias de los marineros de la embarcación Andrea Gail, un pesquero con base en Gloucester, Massachusetts, que por azar se vieron atrapados por el monstruo y en él perecieron. Desde entonces lo de tormenta perfecta se ha convertido en un coloquialismo para referirse a una combinación azarosa e inusual de sucesos que, en su fusión, conforman un serio problema o una catástrofe.

Desde principios de junio los medios globales han tratado de convencernos de que algo así como esa tormenta perfecta se ha apoderado de la vida social y política en Estados Unidos. El presidente Trump, que parecía avanzar sin grandes trabas hacia su reelección el próximo 3 de noviembre de 2020, se ha visto enfrentado con un tsunami de grandes dimensiones que amenazan con enviarle al inglorioso basurero de la historia que acoge a los presidentes no reelegidos.

En poco más de dos meses han caído sobre él las consecuencias sanitarias y las muertes del virus de Wuhan; un fuerte desplome del PIB y los grandes aumentos del paro que siguieron; la vergonzosa muerte de George Floyd a manos de un policía de Minneapolis; amplísimas manifestaciones de protesta allí y en otras muchas ciudades de Estados Unidos, así como en otros países; disturbios que han sumido en el caos y la ruina a cientos de comerciantes de barrios no precisamente gentrificados; tiroteos contra policías y particulares que defendían sus negocios; peticiones para que se reduzcan los presupuestos de la policía que, a su vez, debería ser sustituida en sus funciones por grupos de trabajadores sociales; y hasta la formación de un miniestado que se pretende independiente en la ciudad de Seattle, del estado noroccidental de Washington, cuyo nombre, en horas veinticuatro, pasó de CHAZ (Capitol Hill Autonomous Zone) a CHOP (Capitol Hill Organized Protest). Está usted abandonando los Estados Unidos, rezaba un cartel a la entrada de CHOP, evocando el aviso paralelo del Check Point Charlie en el Berlín del Muro.

Cualquiera de los sucesos citados hubiera supuesto una seria prueba para cualquier gobierno estatal o federal enfrentado a movilizaciones semejantes. Los disturbios raciales de abril de 1992 en Los Ángeles con motivo del caso de Rodney Hill pusieron en serias dificultades al presidente George W. H. Bush, que no fue reelegido. En 2014 un policía de Ferguson, Missouri, tiroteó a Michael Brown con resultado de muerte y allí dio sus primeros pasos el movimiento BLM (Black Lives Matter). A pesar de ser el primer presidente negro, también Obama sufrió una seria caída de popularidad en aquel momento. ¿Cómo no comparar con una tormenta perfecta esta explosión a la enésima potencia bajo Trump?

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El 8 de noviembre de 2016 Donald J. Trump fue elegido presidente de Estados Unidos. Aquella noche andaba yo siguiendo los resultados en casa de un amigo que, como buen americano, se resistía a darme información sobre su voto, aunque, como el gato de Cheshire, dejaba que una sonrisa pérfida asomase a sus labios cada vez que CNN informaba de que Trump había ganado un nuevo estado. En aquella elección, Hillary Clinton ganó el voto popular (65.853.625 votos y 48,0% del total) frente a Trump (62.985.106 votos y 45,9%), pero el sistema americano otorga el triunfo según sean los resultados de un Colegio Electoral formado por electores ad hoc en un número similar al del total de miembros de la Cámara de Representantes —es decir, según el peso demográfico desigual de cada estado— más cien por los dos senadores que corresponden por igual a cada uno de los cincuenta estados, con un total de 531electores. El ganador en cada estado se lleva todos sus votos electorales, con lo que, pese a su peor resultado nacional, Trump se alzó con el triunfo por 304 delegados frente a los 227 de Clinton y se convirtió en el número 45 de los presidentes USA. 

El resultado dejó en un estado de inesperado pasmo y desasosiego a los seguidores de Clinton. La candidata demócrata aspiraba a hacer historia como la primera mujer elegida para el cargo; contaba con una amplísima experiencia política doméstica e internacional; había pregonado su propósito de profundizar en el capitalismo inclusivo del presidente Obama; defendía una ampliación de derechos para las mujeres, las minorías raciales y los colectivos LGTB. En suma, garantizaba la continuidad de las políticas globalizadoras defendidas por las principales élites económicas, políticas y culturales del país con las que —se suponía— coincidía una abrumadora mayoría de hombres y mujeres americanas.

Al nuevo presidente lo presentaron los grandes medios audiovisuales y escritos como un nacionalista sectario (Make America Great Again); un defensor de políticas populistas; enemigo del comercio internacional; adversario de las sociedades diversas y multiculturales; renuente hacia las minorías no blancas, trans o queer; y, especialmente, un sujeto carente de empatía hacia las mujeres que habían sufrido acosos sexuales y al que algunas acusaban de haber participado activamente en ellos. ¿Cómo entender que un gachó así hubiera podido vencer cuando los intereses de la mayoría y la razón respaldaban todo lo contrario?

La sorpresa que acarreó su victoria fue, pues, mayúscula y muy amarga para sus enemigos, entre los que no sólo se contaba una mayoría de votantes demócratas; también un importante número de never-Trumpers, antiguos miembros y votantes del partido republicano y numerosos conservadores. Para muchos de ellos la personalidad del nuevo presidente resultaba simplemente insufrible, y su triunfo, el de la ilegitimidad. Y no es que ese sentimiento fuera particularmente torcido. Donald J. Trump no es ninguna joya como persona, pero desde entonces sus rasgos idiosincráticos han oscurecido cualquier decisión suya, económica, política o internacional, por acertada que fuera. Y ha habido muchas así. Sin embargo, para sus numerosísimos detractores, esas predicadas faltas morales hacen innecesaria cualquier otra consideración. Haga lo que haga, lo que prima es su completa falta de legitimidad en el uso del poder.

En un libro reciente cuya venta la Casa Blanca ha tratado de impedir, John Bolton, un conservador respetado en el partido republicano, un halcón en cuestiones internacionales y, hasta hace poco, Consejero Presidencial de Seguridad Nacional, le ha retratado una vez más como falto de tacto, mal informado en cuestiones internacionales, presa de instintos personales ajenos a los principios que todo buen político necesita y exclusivamente interesado en ver el mundo a través del prisma de lo que es bueno para él mismo. «Trump es Trump», resume Bolton. «Caí en la cuenta de que pensaba que podía gestionar el poder ejecutivo y decidir las políticas de seguridad nacional basándose en sus intuiciones; de que fiaba a las relaciones personales los tratos con otros líderes internacionales; y de que en su cabeza siempre bullía como necesidad suprema y por encima de otra consideración, el brillo de su estrellato televisivo» (The Room Where it All Happened. A White House Memoir. Nueva York: Simon and Schuster, cap. 1). Lamentablemente Bolton, que ha tenido numerosas actuaciones brillantes durante su carrera, se ha dejado cegar mirando al dedo que apunta a la mala entraña de Trump sin tener en cuenta los objetos que el dedo señalaba.

A la postre, lo que cuenta es esa cerrada posición de que el presidente, como la bestia que obstruía la entrada de Dante en el infierno, «ha natura sì malvagia e ria/ che mai non empie la bramosa voglia/ e dopo ‘l pasto ha più fame que pria» [tiene una naturaleza tan malvada y ruin/que nunca sacia sus insaciables deseos/ y se muestra más hambriento después que antes de haber comido]. Para sus adversarios, Trump no puede respirar sin cometer una tropelía, ni obrar sin decidirse por el mal.

Las acusaciones de ilegitimidad presidencial arreciaron tan pronto como tomó posesión de su cargo y han pasado por dos momentos álgidos: la acusación de haber mantenido tratos ilegales (collusion) con la Rusia de Putin para ganar la elección presidencial y el proceso para proceder a su destitución (impeachment) en el Congreso.

Lo que se ha llamado Russiagate ha entretenido a Washington por más de dos años. Serían imposibles de resumir en un espacio tan escaso como éste los interminables meandros de esta intriga, aunque ello no deba servir de burladero para optar por una conclusión. En lo que sigue recojo y remito a la argumentación de Andrew McCarthy en un libro reciente y colmado de detalles comprometedores para la administración Obama (Ball of Collusion. The Plot to Rig an Election and Destroy a Presidency, Encounter Books. Nueva York y Londres 2019) que, en sus grandes líneas, coincide con un amplio número de textos publicados por Kimberley A. Strassel en The Wall Street Journal durante los últimos tres años. Ese curso de reflexión ha sido casi por completo ignorado en los grandes medios españoles, lo que me anima a resumirlo por mor de aportar un marco de referencia más amplio y, en mi opinión, más exacto, sobre lo sucedido desde que Trump ganó las elecciones.

«Este es el resumen de la verdadera historia de una colusión: en 2016 la administración demócrata del presidente Barack Obama puso los colosales poderes policiales del gobierno de Estados Unidos y a su aparato de inteligencia al servicio de la campaña presidencial de Hillary Rodham Clinton, del Partido Demócrata y de las élites progresistas del Beltway [Capital Beltway es el nombre de un cinturón de ronda de más de cien kilómetros que rodea la capital estadounidense]. El proyecto contaba con dos partes: un plan A —su verdadero objetivo— y un Plan B —la válvula de seguridad en caso de implosión del Plan A—, algo que toda aquella gente tan sobrada estaba segura de que no podía suceder […] El Plan A era conseguir la elección de la señora Clinton como presidenta de Estados Unidos. Eso requería exonerarla de forma notoria de algunas acusaciones bien fundadas de conducta delictiva que hubieran podido descalificarla políticamente. El Plan B era una póliza de seguros: una investigación que atara sin escapatoria posible a Donald Trump en el caso hipotético de que fuera elegido» (p. VII).

La primera fase del Plan A consistía en detener la incómoda acusación de que Clinton había destruido unos treinta mil emails del tiempo en que había sido Secretaria de Estado y había usado un ordenador no registrado en su Departamento. Esos mensajes formaban parte de su trabajo oficial y eran, por tanto, propiedad de los Estados Unidos, por lo que su escamoteo podía dar pie a una investigación criminal. James Comey, el entonces director del FBI, resolvió el asunto abriendo y cerrando una posible pesquisa a medida que se acercaba la fecha de la elección. Antes, en abril de 2016, el presidente Obama exoneró a Clinton porque, según él, su conducta no había puesto en peligro la seguridad nacional.

La segunda fase —que Clinton fuera elegida presidenta— acabó, como es sabido, en un sonoro fracaso que creó un problema adicional: iban a salir a la luz toda una serie de actuaciones de las que no habría quedado el menor rastro si Clinton hubiera ganado.

El Plan B comenzó a rodar en el verano de 2016. Según la campaña electoral de Clinton, Trump se había puesto de acuerdo con los rusos en una conspiración para robar la elección. ¿Por qué? Aparte de las disparatadas alabanzas que Trump había dedicado a Putin por voluntad propia, la acusación mantenía que Trump estaba envuelto en asuntos sucios —sexuales, financieros y posiblemente criminales— con las redes rusas de espionaje y podía ser sometido a chantaje por el Kremlin. En eso consistía el llamado Kompromat o información comprometedora.

Por si no la había o no pudiese encontrarse, la campaña de Clinton se encargó de generarla con el famoso informe Steele. Christopher Steele, saludado como un meticuloso investigador del MI6 británico, contaba con una exitosa ejecutoria en asuntos rusos, pero ya anticuada. En los Noventa, su red rusa había sido desmantelada y, desde entonces, su posición y sus informes dejaron de tener el mismo peso. Hacía, pues, veinte años que no había pisado suelo ruso cuando la agencia Fusion GPS le propuso la redacción de su informe. Fusion es una firma de investigación privada fundada por tres antiguos periodistas del Wall Street Journal y encabezada por Glenn Simpson, uno de ellos. Y Simpson puso a Steele en pista con fondos provenientes de la campaña electoral de Clinton, aunque no directamente. Su campaña y la dirección nacional del partido demócrata consignaron USD12 millones a la firma de abogados Perkins Coie en concepto de servicios legales y consultoría. De esa cantidad, Perkins Coie pagó 1,02 millones a Fusion que, a su vez, compensó a Steele con 168.000.

El informe afirmaba que a mediados de 2016 el régimen de Putin llevaba ya cinco años apoyando y asistiendo a Trump con informaciones perjudiciales para el partido demócrata. La fuente principal de Steele era —según el informe— un antiguo espía ruso de alto rango. El Kremlin podía, pues, usar esa información para chantajear a Trump. En su parte más provocativa, el informe atestiguaba la existencia de un vídeo en el que Trump disfrutaba de una lluvia dorada —micción como parte de otras actividades sexuales— a cargo de varias prostitutas en la misma suite del Ritz-Carlton moscovita y en el mismo lecho en que habían dormido Obama y su esposa. The horror, the horror.

El informe lo utilizaron de forma explosiva los medios anti-Trump pero quedó rápidamente desacreditado por la falta de corroboración de sus detalles. Steele reconoció al poco que no era una verdadera pieza de investigación, sino un informe en crudo, es decir, sin apoyo probatorio. Nada nuevo en el turbulento mundo de las campañas electorales. 

Pero, a partir de ese momento, la intriga deviene más interesante porque, además de su actividad de investigador privado, Steele se convirtió en un informador a sueldo del FBI. Y así su informe sirvió de puerta de entrada para lanzar una investigación de contraespionaje sobre la campaña electoral de Trump. Es decir, la principal agencia policial estadounidense se ponía en marcha para espiar y desacreditar al contrincante de Clinton.

El FBI combinó la operación Crossfire Hurricane y recurrió al tribunal FISC para legalizar lo que no era sino un uso perverso de sus atribuciones. FISC es el acrónimo de Foreign Intelligence Surveillance Court, un tribunal especializado y secreto facultado para investigar a ciudadanos americanos denunciados por actividades que pongan en peligro la seguridad nacional. Así fue como algunos personajes secundarios de la campaña Trump, como George Papadopoulos o Carter Page, fueron investigados desde mediados de 2016 hasta bien entrada la presidencia de Trump. Así fue como el general Michael Flynn, propuesto por Trump para ocupar el puesto de Consejero de Seguridad Nacional, se vio envuelto en una red de intrigas por funcionarios del FBI y aceptó hacerse culpable de haber mentido al FBI.    

Además de las sospechas lanzadas sobre Trump, esas actuaciones activaban la válvula de seguridad del plan B. Exigir aclaraciones al FBI podría suscitar consecuencias de gran calado y destrozar en su curso al nuevo presidente. El primero en soltar la bomba fue James Comey, el director del FBI. En un testimonio ante el Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes (20 de marzo de 2017) Comey confirmó lo que ya habían avanzado sus numerosas fugas confidenciales a los medios de oposición a Trump —que el FBI investigaba los intentos rusos de interferir en la elección presidencial para averiguar los eventuales lazos entre miembros de su campaña y el gobierno ruso y si se produjo algún tipo de coordinación recíproca-. Añadía Comey que, como todas las investigaciones de contrainteligencia, ésta incluiría una conclusión sobre la eventual comisión de delitos. Una acusación en toda regla contra el nuevo presidente y justamente lo contrario de lo que Comey había dicho a Trump anteriormente —que el presidente no era objeto de ninguna investigación—.

Trump fue una vez más Trump. No sólo destituyó a Comey sino que lo hizo de la forma más humillante y encrespó a sus opositores demócratas. El cobro de la póliza se lo endosaron a Robert Mueller, quien, tras una serie de sesiones borrascosas, fue designado special counsel (investigador legal especializado del Departamento de Justicia), haciéndose cargo en mayo 17, 2017, de una investigación que ya no descartaba su alcance como acusación criminal. Su nombramiento fue celebrado con grandes elogios hacia su neutralidad, rigor, independencia y buen hacer.

El informe final llegaría dos años (22 de marzo de 2019) y 30 millones de dólares después. Durante ese tiempo, el partido demócrata, muchos never-Trumpers y los grandes medios audiovisuales —con la excepción del Wall Street Journal y de la cadena Fox— mantuvieron vivo el rescoldo de una llama que, esperaban, acabaría por liquidar para siempre la carrera de Trump.

«Tras la destitución de Comey, Andrew McCabe —ahora director en funciones del FBI— abrió una investigación criminal formal contra el presidente Trump por presunta obstrucción a la justicia. Que fuera una hipótesis especiosa no resultaba especialmente importante. Lo que contaba era que el foco de la investigación saltaba dramáticamente [del contraespionaje] a la obstrucción: un acto potencialmente criminal y un abuso de poder por el que otros presidentes se habían enfrentado con un proceso de destitución (impeachment) […] La narrativa de colusión sembrada por el presidente Obama, abonada por las fugas de los servicios de inteligencia y mantenida por una sempiterna atención de los medios afines había alcanzado su objetivo […]  Aunque el informe del investigador especial fue incapaz de establecer una conspiración entre Trump y Rusia, abría el paso a un proceso de destitución en la Cámara de Representantes controlada por los demócratas» (McCarthy, p. 349).

Como así fue.

Tras la publicación del informe Mueller y tras muchos tiras y aflojas, los demócratas, que habían obtenido una mayoría de escaños en la Cámara de Representantes en las elecciones de 2018, encontraron finalmente su camino. El 31 de octubre de 2019, aprobaron iniciar el proceso de destitución del presidente Trump con 232 votos a favor y 196 en contra en un alineamiento partidario estricto. Se trataba de un brindis al sol porque, de acuerdo con la constitución USA, la Cámara formula los cargos y el Senado tiene que aprobarlos con una mayoría de dos tercios que nunca se había alcanzado en los dos intentos anteriores (Andrew Johnson en 1868 y Clinton en 1998 fueron absueltos; Nixon dimitió de su puesto en 1974 antes de que su destitución pudiese consumarse).

¿Cuáles eran los cargos contra Trump? Abandonada la tacha por colusión con Rusia, en la queja de un whistleblower (informante anónimo) se le acusaba de haber invitado al presidente de Ucrania a examinar un supuesto caso de corrupción que involucraba a un hijo del exvicepresidente Biden —ahora, por una de esas vueltas inesperadas de la Fortuna, su contrincante en las elecciones de 2020— recordándole de forma extemporánea la importancia de la ayuda de Estados Unidos a su país en cuestiones de seguridad. Tras las discusiones de rigor, la Cámara aprobó iniciar el proceso de destitución por (1) abuso de poder presidencial y (2) obstrucción de las labores del Congreso. Y, como era de esperar, los votantes favorables a la destitución en el Senado fueron 48/52 por el primer artículo y 47/53 por el segundo, con un senador republicano —Mitt Romney— sumado a la minoría demócrata. La decisión absolutoria final se adoptó en febrero 5, 2020.

Las encuestas del momento mostraban que, lejos de haber disminuido, la popularidad del presidente había aumentado.

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Y en eso llegó el virus de Wuhan, la muerte inicua de George Floyd, las manifestaciones de protesta y los disturbios con que abrí este blog: muchos analistas convienen en que a Trump le ha estallado en sus manos una tormenta perfecta. Las últimas encuestas de diversos medios apuntan que tiene grandes posibilidades de perder las elecciones de noviembre.

No me gustan las predicciones y menos en una situación tan volátil como la que hoy se vive en Estados Unidos. Falta aún mucho recorrido hasta noviembre y, desde hace tiempo, cada nuevo informe sobre la actuación del FBI se acerca más a la visión manipuladora y politizada que han reflejado McCarthy y Strassel y que es tan poco conocida entre nosotros. Quedan aún por delante las convenciones de ambos partidos. Habrá que ver si Biden tiene la capacidad física e intelectual necesaria para aguantar con bien la campaña electoral. ¿Cómo reaccionará la opinión pública si finalmente resulta que el poder presidencial va a estar de hecho en las manos de una vicepresidenta-regente, posiblemente negra? ¿Hasta dónde impondrá sus condiciones la poderosa izquierda sadernista que hace vibrar a una parte limitada de su partido, aunque no tanto al electorado?

Esas serán algunas de las cuestiones que exigirán atención en los próximos meses, en que la información de nuestros medios va a seguir el sesgo que le den los medios progresistas estadounidenses.

Trump está ahora en el centro de una tormenta. Posiblemente no sea todavía tan perfecta como nos quieren hacer creer.