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Una globalización más

Global gay

Frédéric Martel

Madrid, Taurus, 2013

Trad. de Núria Petit

336 pp. 21 €

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La madrugada del 28 de junio de 1969, la policía de Nueva York entró en el Stonewall, un bar del Greenwich Village. El Stonewall era un local de mala reputación, con conexiones con la mafia, y era conocido porque entre su clientela había numerosos chaperos, travestis y alcohólicos. Parece ser que la primera intención de la policía era requisar el alcohol que se vendía allí ilegalmente, pero la noche terminó peor de lo habitual en esta clase de redadas, con trece personas detenidas y doscientos expulsados del bar. La operación acabó en un altercado: muchos de los desalojados lanzaron de todo a la policía, incluidos, dice la leyenda, zapatos de tacón de aguja, y los disturbios prosiguieron durante varias noches. Hubo centenares de heridos. En los cristales del local, medio rotos después de la violencia, se encontró escrita una inscripción hecha por los manifestantes: «Legalize gay bars».
Visto ahora, no parece un inicio muy prometedor –muchos homosexuales lo consideraban un lugar sucio y poco recomendable–, pero lo cierto es que la resistencia a la toma del Stonewall fue el principio de la lucha moderna por los derechos de los gays. En los años sesenta se habían producido infinidad de protestas y demandas de derechos –algunas de las cuales se tradujeron en serias articulaciones políticas, como en el caso de los negros estadounidenses, y otras en informales redes de activistas demasiado maximalistas para dejar huella en la política–, y las relacionadas con la discriminación de los gays tomarían forma dentro de esa tradición, también oscilando entre quienes querían utilizar las herramientas que les proporcionaba el sistema y los que querían participar desde fuera del mainstream, desde una bohemia contestataria. Pero, fuera como fuese, lo cierto es que medio siglo después las reclamaciones de derechos de igualdad por parte de los gays están encima de la mesa, ocupan un lugar importante en la agenda política de muchos países y ahora, en un giro que probablemente fuera impensable hace poco, son un emblema del Occidente liberal en sus reclamaciones a los países que no respetan los derechos humanos.

Este giro es la historia que cuenta Global gay, un largo, militante y excelente reportaje sobre la situación de los homosexuales, sus formas de vida y los derechos de los que gozan en un amplio puñado de países. Frédéric Martel, el autor, viaja a casi todos los rincones del mundo –de Nueva York a Teherán, de Madrid a Johannesburgo, de París a Tokio– para hablar con las comunidades gays de todos esos lugares, comparar su situación y contrastar sus estrategias. Sin embargo, si Global gay puede llamar la atención por la segunda palabra de su título, buena parte de su contenido hace referencia a la primera. El libro es, por supuesto, un análisis de las formas de vida de los gays en el mundo, pero también es, casi en igual medida, una inteligente reflexión sobre cómo está desarrollándose una cultura pop global, sobre cómo Occidente es el principal generador de esa cultura y sobre cómo el resto de países oscilan entre el abrazo y el rechazo de esa nueva e híbrida realidad.

Y es que los gays son parte de la vanguardia occidentalista en el resto del mundo. No sólo porque muchos homosexuales en Asia o África admiren las libertades que los gays tienen aquí, sino también porque tienden a vestir ropa occidental –calzoncillos Calvin Klein o camisetas Abercrombie & Fitch, prendas muchas veces falsas–, a escuchar música occidental –de los sonidos disco de la Motown a Lady Gaga, muchas veces en versiones piratas– o a hacer de Facebook o Twitter –o de versiones locales de estas redes– sus principales herramientas de conexión, sea ésta política, sentimental o erótica. Eso ha hecho que numerosos políticos, sobre todo en África y partes de Asia, puedan seguir reprimiendo la homosexualidad con argumentos nacionalistas, afirmando que ese «mal» no es autóctono, sino una muestra más del imperialismo americano y europeo y su deseo de destruir culturas ajenas mediante infiltraciones odiosas y decadentes. Y también ha provocado una curiosa hibridación cultural entre aquellos gays –chinos, japoneses, del Sudeste asiático– que quisieran serlo plenamente sin por ello romper las tradiciones culturales y aun religiosas de sus países.

Martel pone énfasis en el modo en que la cultura gay se ha articulado mediante la industria del ocio. Los centros de reunión de gays pueden ser en Nueva York distendidos y caros restaurantes que sirven brunch a una clientela gay musculada que es bienvenida, en parte, por su alto poder adquisitivo, sin ninguna clase de consideración política. En China la cultura gay prolifera, y la represión es habitual, pero lo más normal es que las autoridades permitan locales de encuentro, con música pop y banderas con el arco iris, siempre y cuando no vean en todo eso una forma de articulación política que ponga en riesgo la ideología dominante. En Irán la represión es constante, y muchas veces se confunde interesadamente la homosexualidad con la pederastia para condenar a muerte a gays, aunque en otros casos se toleren lugares de socialización –a veces con música, que está muy restringida en el país–, siempre que, de nuevo, no impliquen la organización política. Los casos de Arabia Saudí y buena parte de África –con la ambivalente Sudáfrica como excepción– son directamente horribles, y su odio hacia los homosexuales es atroz y violento. Cuba, pese a su retórica aperturista, sigue siendo un mal sitio para ser gay –el retrato que hace Martel de una casa de citas para hombres es estremecedor–, a diferencia de otros lugares de Latinoamérica, como Argentina y Ciudad de México, donde el matrimonio entre homosexuales es legal. Pero en todos los casos, como cuenta Martel, lo gay sigue siendo un movimiento con dos grandes rostros visibles: la diversión nocturna y la reivindicación política.

En Occidente, sin embargo, parecería que la lucha por los derechos de los homosexuales está ganada o lo estará en breve. La discriminación por orientación sexual es un delito y, en muchos países, se ha legalizado el matrimonio homosexual. Las organizaciones homosexuales han sabido interactuar con las grandes instituciones políticas –de los gobiernos locales o nacionales a la ONU– y han conseguido, mediante la presión política y mediática, que muchos representantes abracen su causa. Como explica uno de los capítulos del libro, así fue, por ejemplo, como se consiguió que Obama hiciera suya la causa del matrimonio gay o que la ONU decidiera denunciar a muchos de los países miembros que hostigan a esta minoría. En ese sentido, el movimiento gay ha alcanzado muchos de sus objetivos cuando ha sido consciente de que debía articularse siguiendo los cauces normales de la política –lobbies, medios de comunicación, interlocución con el poder– y dejar en segundo plano las reivindicaciones puramente festivas o las provocaciones. Por supuesto, los gays de medio mundo no tienen esa posibilidad y su única opción es resistir, no meterse en política o, como hacen algunos valientes, asumir las consecuencias de salir del armario en un entorno hostil o o directamente bárbaro.

Las luchas gays en Occidente van por buen camino, pero es imposible saber si a medio plazo lo harán también en el resto del mundo. Martel es un liberal y reconoce la superioridad del modelo democrático laico frente a otros. De hecho, su libro es una perspicaz demostración de cómo las sociedades democráticas, aunque sea con mil dificultades y oponentes, pueden ir asumiendo reivindicaciones que no ponen en riesgo la convivencia esencial, aunque sin duda violan las convicciones morales y religiosas de muchos que no tienen otro remedio que tratar, con los mismos medios que sus oponentes, de ganarles en la batalla de la opinión y la influencia. Es muy probable que cierta ostentación hedonista de parte de la comunidad gay haya hecho creer a parte de los conservadores que la suya es una batalla esencialmente frívola y poco relevante. Creo que no lo es, aunque no disfrute necesariamente con sus desfiles histriónicos y sus exhibicionismos sexuales. Pero incluso para una mentalidad conservadora, diría, es mejor que una minoría relevante de la sociedad asuma compromisos a largo plazo como son la familia, la crianza y los proyectos económicos compartidos a que siga viviendo en la semipenumbra del gueto o en la agradable pero insuficiente superficialidad pop. Las democracias van entendiéndolo y no por ello se han roto sus sociedades. Ojalá pronto lo asuman las demás formas de gobierno –del comunismo a la teocracia–, que siguen sin tener en cuenta esa vieja idea ilustrada de la libertad individual. Sería una forma más de buena globalización.

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