Un viento se levanta

En la cartelera de Madrid coinciden estos días (mientras escribo estas líneas, al menos) dos películas que mantienen puntos de vista absolutamente contrapuestos acerca de lo que debe ser el cine, del papel del arte en nuestras vidas, de la relación entre el dolor y la belleza, de las maneras de contar una historia –o de no contarla–, o de cómo funciona la imaginación. Una película de belleza cristalina y extasiada e hiriente frente a otra que, deliberadamente, reniega de cualquier elemento que pudiera resultar sospechoso de embellecimiento (y ya sabemos que, para ciertas mentes absolutistas y carpetovetónicas, la belleza tiende a ser reaccionaria).

Empezaré por la última, que es la nueva película de Jaime Rosales, Hermosa juventud, cuyo título es la única ironía que se permite su autor en una obra desértica que evita cuidadosamente cualquier elemento artístico –pues no los hay ni en su concepción ni en su realización– del que pudiera derivarse algún tipo de goce para el espectador. Creo que este fenómeno es demasiado obvio, demasiado explícito, como para evitar la sensación de que se ha rehuido premeditadamente cualquier elemento susceptible de ser considerado mera retórica, como si pudiera distraerse al espectador del trascendental mensaje que está ofreciéndosele, a poco que se construyera una escena o se decidiera un encuadre. En Hermosa juventud no hay ni trama (más allá de una serie de estampas repetitivas que se acumulan en el tiempo), ni construcción de personajes (uno puede muy bien decidir que va a trabajar con personajes planos, o escasamente interesantes, pero entonces el interés de la obra debe estar en la mirada que sobre ellos proyecta el artista), ni planificación de las escenas (se pone la cámara en un sitio cualquiera, y se mueve un poco según quién hable, pero no hay ningún esfuerzo previo en pensar cuál es la manera más eficaz de construir la escena, ni tampoco, claro está, qué aporta al conjunto de la película). Por no haber, no hay ni música. El único esfuerzo por construir un significado consiste en que la anécdota con a que se abre la película (la pareja de novios recurre al porno casero para obtener algún dinero) se repite en su cierre (esta vez en Alemania, para cerrar el círculo vicioso de desesperanza: «También allí te van a joder», parece ser el mensaje de la película). Seguro que no es así, pero algo pasa cuando la sensación que se tiene al ver la película es que no se ha trabajado artísticamente en ninguno de sus elementos, de que se ha optado por la improvisación como estrategia para evitar lo artístico. Los diálogos son banales, hablan de unas cosas igual que podrían haber hablado de otras, como si el director les hubiera dicho a los actores que dijeran lo primero que se les pasara por la cabeza. Las escenas se alargan innecesariamente –esos planos incongruentes de la M-30 de vez en cuando, que no parecen tener otro propósito que inflar el metraje– y se repiten una y otra vez, sin enriquecer la película. La única concesión a un lenguaje mínimamente artístico se da cuando se recurre a los whatsapps y a los dibujos animados de los juegos de los teléfonos móviles para narrar el progreso del argumento, y, por lo visto, esas partes las encargó Rosales a un conocido profesional del porno casero (como ejemplo de oxímoron, está a la altura del barojiano «pensamiento navarro»). Dicho de otro modo, el trabajo de esta película no está ni el guión, ni en la fotografía, ni en la banda sonora, ni en el argumento. Por ejemplo, en la película se apuntan de vez en cuando posibles conflictos, se señalan posibles caminos narrativos, pero nunca se resuelven o se continúan (uno esperaría, después de la escena del porno amateur, que algo se siguiera de ahí, que los familiares o los amigos se enteraran, por ejemplo, pero nada de eso sucede; en otra escena, el chico protagonista recibe una cuchillada, y decide contratar a unos matones para vengarse de su agresor, quien, a su vez, anuncia represalias que nunca vemos: de modo siempre deliberado, se anuncian posibles historias que se abandonan). El único esfuerzo consciente que puede apreciarse es el de eliminar cualquier rastro de elaboración artística. Podrá decirse que precisamente eso es lo original de la película. También, que no se trata de una «obra de arte», concepto burgués, reaccionario y anticuado, sino de una denuncia. O que se trata de no adornar un mensaje que, por su propia naturaleza, es pesimista, para no perjudicar su didactismo. Que no se me oculta, claro: esos personajes abúlicos, sin cultura ni intereses, son víctimas de una sociedad que los ha creado. No creo que películas como Hermosa juventud les ayuden a enriquecerse interiormente, que es lo que realmente necesitan.

La otra película es la testamentaria El viento se levanta, el último regalo del maestro Hayao Miyazaki. Estamos ahora en el polo opuesto al universo que propone Rosales en su cinta. Aquí lo que rezuma cada escena, cada dibujo, cada detalle, cada expresión, cada frase, es un canto a la infinita belleza posible que tienen el mundo y la vida. Mucha gente confunde lo bello con lo bonito, pero Miyazaki –y sus espectadores– no lo hacen. En el mundo de las películas del genio japonés hay siempre dolor y enfermedad, destrucción y muerte, soledad e injusticia, pero hay también una mirada tan profunda y enternecida a la realidad de las cosas y de los seres humanos que el par de horas que pasamos en ellas nos ha hecho mejores a nosotros y, por lo tanto, también al mundo que habitamos (que, por cierto, es exactamente lo contrario de lo que consigue Hermosa juventud). En El viento se levanta –el título proviene de unos versos de Paul Valéry que se citan en la película– hay guerra, hay desastres naturales abrumadores (el terremoto de Tokio de 1923), hay un amor lento y difícil como todos los amores verdaderos, que apenas nace es cercenado por la enfermedad, y hay también muchas de las obsesiones personales de Miyazaki, como el volar y los aviones (la película interesará mucho a quienes gusten del diseño de aviones, o a los ingenieros aeronáuticos), la dialéctica entre la naturaleza, por un lado, y la cultura o lo artificial por otro, o los sinuosos e imprevisibles giros que imprime el destino en las vidas de los hombres, simbolizados en el quebradizo vuelo de un avión de papel. En cada fotograma de esta película hay tanta densidad de significado, tanta hermosura concentrada (las cortezas de los árboles, por ejemplo, dibujadas con un amor infinito por el detalle), que la experiencia nos deja exhaustos y felices. No sé si será de verdad la última obra de Miyazaki, como él mismo ha anunciado. Casi nunca me fio de estas declaraciones (de hecho, creo recordar que ya dijo lo mismo tras el estreno de Ponyo en el acantilado), ni les encuentro mucho sentido. ¿Qué sabemos nosotros de cuándo nos arrebatará la musa? El primer verso, la primera imagen, los primeros acordes, nos los dan los dioses. Pero sí sé que las películas de Miyazaki han iluminado muchos rincones de la realidad, y también sé, aunque tantos prefieran ignorarlo o desmentirlo, que, si algún papel tiene la belleza en nuestra experiencia literaria o personal, o de cualquier otra clase, es precisamente ése que abunda en las películas de Hayao Miyazaki. Paradójicamente tal vez, y para desolación de tantos, El viento se levanta transforma el mundo de un modo mucho más profundo y permanente de como lo hacen propuestas del tipo de Hermosa juventud. Y lo mismo podría decirse de sus contrapartidas literarias, particularmente en el mundo de la novela, que parece ser el último campo en que transcurren estas batallas. Pero eso quedará para otro día.