Tres poemas sobre el silencio

¿Cómo soportar el peso del amor? Inmenso como el mundo,
ligero como una esfera de hadas o como un reflejo en el agua,
su color irisa nuestra memoria y envía un estremecimiento a la lejana
floresta del silencio. Pues nada hay que pueda salvarnos
del peso de la vida, y sólo lo más ligero, el olvido de sí,
posee la capacidad de elevarnos hasta el reino sublime.
¿Es aquí, quizá, donde camina el unicornio? ¿Es aquí donde encuentra
bajo la tibia lluvia, el encantado círculo de plata
donde una joven espera, con infinita paciencia, sentada en una silla
tallada en el tronco del árbol del oído? Un cuerno rosado
brota, como un feliz pensamiento, de su frente.
Y en el imposible, su ausencia se hace real,
tan real como un deseo irrealizado, e igual de fuerte.

II

¡Oh, mantenerse callado al lado de alguien a quien amamos tanto
que sólo cerrar los ojos puede ayudarnos a verle por completo!
¡Oh, los grandes, graves, silencios del amor, cuando una música
parece armarse en el sol, entre las hojas amplias como estrellas!
¡Oh, amar tanto que sólo el silencio pueda comunicar la dicha
que sentimos, y sólo el sol, los árboles y la naturaleza nos basten!
¿Acaso no implica amar a una mujer o a un hombre amar toda la tierra?

III

Tú, que escuchas a la entrada del bosque,
apoyada en el puño la frente pensativa.
Tú que creas el silencio,
señor de la nada y del espacio,
milagroso dador del estío.
Pues lo que sueñas no se añade
al mundo, sino que se resta,
y lo que miras entra en lo invisible
y se queda allí, deshecho,
igual que la música de un arpa
entra en el cuerpo del que escucha
y lo deja atravesado con sus cuerdas.
No tiene voz tu voz,
sólo sabes decir ausencia,
ausencia y vacío, olvido y sueño.
Pero en tu sueño nace un río.
Nacen cisnes y espadas.
Nace un dios.
Oh, dios del silencio, que creas
el mundo con tu escucha.
No nos respondas nunca,
aunque el deseo de hacerlo sea fuerte,
pues una sola palabra tuya
podría destruirnos.