Toque a degüello (y II)

Desde luego, la idea de que el mal –el origen del mal– está relacionado con la transgresión no es precisamente original. Se encuentra en los textos fundacionales de la mayor parte de las culturas, cuyas alegorías representan a menudo a un ser humano o a un dios que desafían la autoridad establecida y reciben el correspondiente castigo por ello. Nadie ha expresado esto con más concisión que John Milton en su Paraíso perdido, al poner en boca de Lucifer la siguiente justificación para su rebeldía contra el Altísimo: «Mejor reinar en el infierno que servir en el cielo». De donde se deduce también que la transgresión está relacionada con el poder: con el deseo de tenerlo y exhibirlo.

Va de suyo que estas narraciones fundacionales son compendios antropológico-morales cuyos mandatos son, en gran medida, racionalizaciones de comportamientos ya observados en las sociedades a las que se dirigen. «Creced y multiplicaos» es menos una prescripción que el reconocimiento de una práctica existente, es decir, su legitimación. Dicho de otra manera, el vínculo entre la transgresión y el mal no es descubierto por estos textos, sino confirmado por ellos. Y es un vínculo, como puede verse, atemporal.

Pero, si el mal es una tentación, ¿de dónde proviene su atractivo? La respuesta que vamos a ensayar aquí es engañosamente simple: de la propia norma que establece la prohibición. Es la norma misma, con su sola e inevitable existencia, la que produce la tentación de traspasarla. Desde su promulgación, la prohibición establecida por la norma atrae nuestra atención, como si nos desafiara a vulnerarla. Hablamos, claro, de prohibiciones fundamentales, relativas a la muerte o el adulterio, no de saltarse un formulario durante un trámite administrativo o hablar con el cuñado para que nos retiren una multa de tráfico. Simultáneamente, el transgresor, aquel que se decide a incumplir la norma, se separa de la comunidad y adquiere con ello un atractivo propio que contribuye poderosamente a la estetización del mal. Si éste viene además justificado por ideales políticos o utopías religiosas, yendo más allá del mero crimen, la singularidad de quien lo perpetra es aún mayor y su aura más poderosa.

Mutatis mutandis, esto vale para Eva en el Jardín del Edén tanto como para los yihadistas del Estado Islámico. Naturalmente, no es el único factor que explica el comportamiento de estos últimos, pero contribuye a explicarlo. Hablamos, en muchos casos, de jóvenes europeos de clase media que han viajado a Irak y Siria atraídos por la promesa de una identidad tradicional, que promete curarlos de la crisis de aburrimiento que los atenazaba en Londres o París. Hay aquí ecos del deseo de guerra que movía a muchos jóvenes –no pocos poetas y artistas– en los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial. Son, faltaría más, seres humanos, aficionados bizarramente a hacerse selfies con los gatitos que los acompañan en el frente: gatos a los que alimentan con un biberón antes de degollar a un prójimo. Estos felinos vienen a ser, así, el equivalente de la sonata de Schubert que escuchaba el proverbial dirigente nazi del Lager mientras los hornos crepitaban en el exterior: la brizna de humanidad que nos desconcierta.

En el texto al que nos referíamos la semana pasada, el filósofo británico John Horton arranca de la pregunta sacramental del catolicismo sobre las pompas del mal (más gráfica en lengua inglesa: «Do you reject the glamour of evil?») para indagar en su atractivoJohn Horton, «The Glamour of Evil: Dostoyevsky and the Politics of Transgression», en Bruce Haddock et al. (eds.), Evil in Contemporary Political Theory, Edimburgo, Edinburgh University Press, 2011.. Para Horton, la cultura popular demuestra que la secularización no ha hecho mella en la fascinación por el mal: la transgresión es la transgresión, se lleve a cabo ante Dios o ante instituciones rigurosamente kantianas. La transgresión implica el traspaso de fronteras socialmente reconocidas al margen de normas igualmente aceptadas o conocidas. Y cuando se hace a gran escala, como el mal radical al que venimos refiriéndonos, es, ante todo, audaz: equivale a un manifiesto.

Manifiesto, cabe añadir, que no sirve de nada si nadie lo lee. De ahí las decapitaciones grabadas y difundidas por el Estado Islámico: amplificación del crimen mediante su escenificación. En este sentido, la discreción con que los nazis llevaron adelante la llamada Solución Final, aunque quizá necesaria para poder llevarla a término, demuestra una especial sofisticación, una madurez en la maldad de la que carecen los yihadistas: estos últimos necesitan pavonearse ante el mundo, mientras los primeros se concentraban en su propósito criminal con celo administrativo. Adolf Eichmann es un funcionario del mal, no su dandy. Pero hay muchos otros dispuestos a serlo: no nos faltan ejemplos.

Ahora bien, hay que andar con cuidado. Es verdad que algunos estetas del mal lo han sido genuinamente, como parte de un proyecto de realización personal ligado a los delirios expresivos del Romanticismo. Pero en muchos casos, ¿no es la estetización del transgresor un producto de la mirada que los demás arrojan sobre él? Toda vida ajena adquiere una cualidad estética por el solo hecho de ser contemplada a distancia; no digamos ya una vida que se diferencie de las demás. El transgresor, aquel que se decide a incumplir la norma, se separa de la comunidad y adquiere con ello un atractivo propio que contribuye poderosamente a la estetización del mal. Si éste viene además justificado por ideales políticos o utopías religiosas, yendo más allá del mero crimen, la singularidad de quien lo perpetra es aún mayor y su aura, más poderosa.

A su vez, la ficción suele reforzar el atractivo de la transgresión. Por ejemplo, Buenaventura Durruti ha desaparecido detrás de su romantización popular y literaria; lo mismo puede decirse de muchos terroristas europeos del último tercio del siglo pasado, de los guerrilleros palestinos o, antes, de Jesse James. Si sumamos a esto la influencia poderosísima de la ficción cinematográfica y televisiva, podemos concluir que la cultura posmoderna ha convertido el mal en un fenómeno a la vez banal y excepcional: ordinario por la aparente normalidad de su ocurrencia, pero atractivo en virtud de su radicalidad. ¡Qué cool es la Baader-Meinhof! Dado que somos seres psicobiológicos que viven también en un mundo de representaciones y códigos culturales, no puede minusvalorarse la importancia de esa estetización.

¿No es significativo que tengamos memoria del mal y no del bien? Recordamos genocidios, magnicidios, psicópatas; olvidamos a los justos borgianos que cultivan su jardín o buscan una etimología. Pero es que el modo en que ambos –el bien y el mal– son representados parece desempeñar un papel determinante en su recepción. Horton cita a la Simone Weil de La levedad y la gracia:

El mal imaginario es romántico y variado; el mal real es siniestro, monótono, estéril, tedioso. El bien imaginario es aburrido; el bien real es siempre nuevo, maravilloso, embriagador.

Que no exista la «tentación del bien» sería, así, un efecto literario con profundos efectos sobre la realidad. Y, por eso mismo, la distancia entre el mal imaginado y el mal real puede tener consecuencias inesperadas para sus protagonistas. Rara vez estamos preparados para las consecuencias de nuestras acciones, que inauguran una nueva realidad para la que no sirven los mapas que traíamos con nosotros: hacemos algo y ya estamos en otro lugar.

En su última película, Night moves, pendiente de estreno en España, la directora norteamericana Kelly Reichardt relata la historia de tres jóvenes norteamericanos que se mueven en los círculos del ecologismo radical en el estado de Oregón. Hartos de la ineficacia de su pedagogía de la ejemplaridad, deciden dar un paso adelante y convertirse en ecoterroristas, volando una presa con una bomba. Sin embargo, ejecutada la acción, se ven enfrentados a sus consecuencias morales, agravadas con la muerte accidental de un campista. Sencillamente, la idealización previa del acto transgresor deja paso a una realidad difícil de asimilar. Se trata de jóvenes sinceramente idealistas, no de profesionales de la ideología; de ahí su fragilidad posterior. Son, puede decirse, víctimas del amateurismo moral.

Esta película es interesante porque nos habla del juego entre la representación imaginaria de la violencia y su realidad práctica en el marco de sociedades liberales donde la pacificación civil convive con una abundante representación cultural de la violencia. Ya se ha señalado que la existencia de la norma engendra la tentación de vulnerarla, lo que se traduce en un constante coqueteo con ella, que acaba, indefectiblemente, salvo para aquellas normas que pasan inadvertidas y cuya obediencia cae en el terreno de la costumbre, en su transgresión. A menudo, como sucede en la película, quien flirtea con la transgresión experimenta una mezcla de atracción por el abismo y vértigo a sus pies; pero la tentación de saltar es difícil de vencer.

Nuestra sociedad, pese a prohibiciones menores (como la de fumar en espacios públicos) que crean en algunos observadores la sensación de estar siendo severamente privados de su libertad, no puede calificarse sino de libertaria. En la esfera moral y de las costumbres, pocos obstáculos encuentra el individuo para hacer aquello que desee. Se realiza así en nuestra época el viejo grito rabelaisiano: ¡Haz lo que quieras! En este contexto, a la vez liberal y pluralista, la transgresión no desaparece, sino que adopta un carácter retórico al desplazarse al mercado y la cultura. Es allí donde somos diferentes, únicos, excepcionales. Y donde podemos practicar transgresiones imaginarias: comprando sin tasa, pintándonos el pelo de verde, coleccionando affaires, obsesionándonos con el running, renovando el armario, pintando grafitis, llevando cincuenta tatuajes o abrazando causas políticas radicales. Si somos artistas, metemos una vaca en formol. Pero resulta que nadie –o casi nadie– se escandaliza.

Que la transgresión sea confinada en el espacio cultural es una ventaja de la sociedad liberal, una conquista civilizatoria. Pero esta técnica de domesticación –probablemente el resultado de procesos no intencionales– no funciona a la perfección. Por cada mil ciudadanos prosaicos, hay un héroe del subsuelo. Y es que la prosa de la democracia bienestarista puede ser tediosa para quienes se inclinan hacia el vivere pericolosamente. Para éstos, por circunstancias diversas que pueden incluir algún tipo de marginación sociopolítica, el individualismo expresivo recién señalado –la adopción de un estilo de vida que nos diferencia de los demás– puede no ser suficiente. En esa tesitura, uno puede convertirse en el acróbata que vindica Peter Sloterdijk en su penúltima obra: un sujeto que se ejercita constantemente en el plano espiritual, a fin de mejorarsePeter Sloterdijk, Has de cambiar tu vida. Sobre antropotécnica, trad. de Pedro Madrigal, Valencia, Pre-Textos, 2012.. Pero también puede adoptar un estilo de vida verdaderamente transgresor, orientado a la práctica sistemática del mal, para diferenciarse así de los demás mediante su aniquilación o sometimiento. La destrucción era mi Beatriz.

De ahí que en este contexto libertario quede un resto de transgresión no sublimado, que encuentra en el mal radical un medio para su realización. Porque, si todo está permitido, salvo la vulneración de los derechos fundamentales y la violación de algunos tabúes de especie (como el incesto), ¿cómo transgredir, sino a través del mal radical? Y si es posible, a la vista de todos: no hay transgresión sin testigos. Súmense a lo dicho factores como la globalización, la nostalgia del absoluto, el deseo de comunidad y el fanatismo religioso y, trazando un paralelismo con los bancos de resentimiento a los que alude el propio Sloterdijk, nos encontraremos con bancos de nihilismo de muy difícil gestión. Allí es donde alguien da un día el paso que no creía posible y, al escuchar el toque a degüello, empuña con firmeza el cuchillo, que ha aprendido a manejar, y sale a la llanura.