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Lenguaje y biología

Biolingüística

LYLE JENKINS

Cambridge University Press, Madrid, 368 págs.

Trad. de Cristina Piña Aldao

Fundamentos genéticos del lenguaje

ÁNGEL LÓPEZ GARCÍA

Cátedra, Madrid, 256 págs.

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En sus últimos escritos, Noam Chomsky, fundador de la gramática generativa y máximo representante del enfoque biologicista en el ámbito de la lingüística teórica, insiste en una idea que formuló por primera vez hace ya varias décadas para trazar una clara línea divisoria entre dos maneras distintas de concebir el lenguaje y las lenguas. Para muchos estudiosos, las lenguas son códigos compartidos, entes sociales externos a las mentes de los hablantes. Para Chomsky y sus seguidores, en cambio, las lenguas constituyen, ante todo, estados (relativamente estables) de la mente de los individuos: hacen hincapié en que el lenguaje es una propiedad del código genético de la especie. Desde esta perspectiva internista, el lenguaje se trata como un sistema biológico más, como un «órgano mental», y la lingüística y la biología van de la mano dando lugar a una nueva disciplina, la biolingüística, el estudio de los fundamentos biológicos del lenguaje.

Cuando analizan las propiedades de un órgano del cuerpo, los biólogos buscan respuestas, al menos, para las siguientes preguntas: a) ¿cuál es la anatomía, la organización morfológica estable, de dicho órgano?; b) ¿cuáles son sus funciones, su fisiología?; c) ¿cómo se desarrolla en el organismo (ontogénesis) y cómo apareció en el curso de la evolución (filogénesis)?, y d) ¿cuáles son los procesos bioquímicos que determinan su estructura y su funcionamiento? La biolingüística se hace preguntas parecidas con respecto al «órgano mental» del lenguaje: a) ¿en qué consiste el conocimiento lingüístico de los individuos?; b) ¿cómo se usa?; c) ¿cómo adquiere este conocimiento el niño que aprende su lengua materna y cómo surgió la facultad del lenguaje en la especie?, y d) ¿cómo están materializadas las lenguas y la facultad del lenguaje en el cerebro y en el código genético, respectivamente?

Jenkins, en su Biolingüística, investiga algunos aspectos de estas cuestiones, para las que reconoce que «sólo tenemos respuestas parciales en el estadio actual de nuestros conocimientos», y ofrece una visión de conjunto integradora de un floreciente campo de estudio, consustancialmente multidisciplinar, en el que confluyen las aportaciones de la lingüística teórica, la lingüística computacional, la neurolingüística, la biología molecular y la genética con los resultados de los estudios sobre la adquisición del lenguaje, las afasias, la comunicación animal, las lenguas de signos de los sordos, los pidgin y las lenguas criollas o la producción y la percepción del habla.

Dedica Jenkins una parte sustancial de su libro a comentar distintas propuestas sobre la evolución del lenguaje y llega a la conclusión de que se debe hacer uso de otros instrumentos de análisis, además de la combinación de las mutaciones al azar y la selección natural, para dar cuenta de cómo surgió la facultad del lenguaje en la especie. En su opinión han de tomarse en consideración dos factores adicionales: el posible impacto de las leyes físicas, que imponen límites al cambio evolutivo y provocan la aparición de determinados rasgos sin valor adaptativo alguno, y la existencia demostrada de casos de «cambio de función», en los que una característica de un organismo que se desarrolla en un principio para satisfacer determinadas necesidades acaba sirviendo para algo bien distinto. Para Jenkins, como para el propio Chomsky, el lenguaje humano podría ser un caso de «cambio de función» de ciertas propiedades combinatorias, como la «productividad» (esto es, la capacidad de formar un número infinito de secuencias a partir de un número finito de elementos). Estas propiedades, en un principio, no guardarían relación alguna con el lenguaje, pero finalmente pasarían a ser empleadas para la comunicación y la expresión del pensamiento.

Una parte especialmente interesante de este libro es el capítulo dedicado a los estudios recientes sobre el soporte genético de las capacidades lingüísticas de los seres humanos. Todo parece indicar, subraya Jenkins, que no existe un único gen dedicado en exclusiva al lenguaje, como las malas divulgaciones y las críticas interesadas podrían hacernos creer. Sí es cierto, en cambio, que la metodología de la genética ha alcanzado un nivel de desarrollo en el que ya se puede empezar a pensar seriamente en investigar el contenido de los genes que están implicados en el lenguaje.

En un libro de reciente aparición, Ángel López García aborda también la cuestión de los fundamentos genéticos del lenguaje, pero lo hace desde un ángulo original, distinto del enfoque estándar que representa Jenkins y que, como acabamos de ver, se centra en el estudio de las propiedades de genes concretos. El punto de partida de su libro coincide con uno de los supuestos centrales de la biolingüística: tan solo si existe una facultad del lenguaje, una gramática universal, inscrita de algún modo en el código genético de la especie, se puede explicar cómo es posible que el niño que aprende su lengua materna llegue a poseer un conocimiento lingüístico extremadamente rico y estructurado a partir de una experiencia lingüística empobrecida. Lo que no está aún demostrado, señala López García, es cómo se materializa la facultad del lenguaje en el genoma de los seres humanos.

Con el objetivo de justificar la idea de que la capacidad lingüística es innata y está incorporada, por tanto, en el código genético, desarrolla el autor una hipótesis que no duda en calificar de audaz: el genoma suministra una base estructural para el código lingüístico. Dicho de otro modo, las formas del código genético prefiguran las formas del código lingüístico. Al plantear esta hipótesis, López García retoma la conocida metáfora lingüística con la que los genetistas ilustran y divulgan sus descubrimientos: imaginemos que las bases nucleotídicas son como letras, que se reúnen para formar palabras (los codones), que se combinan a su vez para formar párrafos (los exones)… y así sucesivamente hasta conformar un libro repleto de información, el genoma. Pero el autor nos advierte que lo que está proponiendo no es una analogía más o menos metafórica, sino que, para él, esa similitud de pautas formales constituye el fundamento genético del lenguaje, por lo que su propuesta refina y extiende las equivalencias entre las leyes y categorías genéticas y las leyes y categorías lingüísticas. Encuentra, así, correlatos genéticos para un buen número de unidades y propiedades exclusivas de las lenguas humanas: unidades como la palabra, las distintas categorías léxicas (nombre, verbo, adjetivo, adverbio/preposición), la frase, la oración, el texto, las categorías con que en lingüística se designa a los sujetos implícitos de un verbo como venir en vendré y en Juan quiere venir; propiedades como la concordancia, la coherencia semántica, la cohesión sintáctica, la estructura de constituyentes, la recursividad, la variación entre lenguas según parámetros, las fases en la evolución lingüística del niño y otras varias, entre ellas, incluso, la creatividad (esto es, la capacidad de producir y entender un número potencialmente infinito de expresiones nuevas que no responden de manera uniforme a los estímulos y que son apropiadas a la situación). Concluye López García que «así se entiende perfectamente que los seres humanos tengan una ventaja considerable a la hora de adquirir una lengua».

Esta propuesta, sin duda novedosa y sugerente, tiene dos puntos débiles. El primero de ellos es que al menos algunas de las correspondencias estructurales entre el código genético y el código lingüístico no quedan justificadas, en nuestra opinión, de manera concluyente. El segundo, que, aunque se demostrara la existencia de dichas correspondencias, quedaría sin respuesta una pregunta clave: ¿por qué los sistemas de comunicación de otras especies carecen de las propiedades del lenguaje humano, habida cuenta de que los correlatos de tales propiedades están presentes en el código genético de todos los organismos?

Es del todo imposible revisar aquí todas y cada una de las correspondencias que se establecen entre las formas del código genético y las formas del código lingüístico, tarea que, por otra parte, tan solo podría realizar alguien que fuera un experto tanto en lingüística como en genética, pero sí quisiéramos comentar una correlación que inspira todas las demás: el pretendido paralelismo entre las bases y las palabras, por una parte, y los codones y la estructura de la frase, por otra. Como es sabido, las cuatro bases nucleotídicas del ARN –adenina (A), uracilo (U) (tinina en el ADN), citosina (C) y guanina (G)–, forman, mediante variaciones con repetición de cuatro elementos tomados de tres en tres, sesenta y cuatro secuencias (4 3 = 64), llamadas codones. De ellas, tres representan señales de terminación de un mensaje genético y las sesenta y uno restantes tipifican un aminoácido. Pues bien, piensa López García que las bases equivalen a las palabras y los codones a las frases. Y sostiene, además, que la segunda base de un codón es el correlato genético del núcleo de frase. Lo atribuye a que «según cuál sea la segunda base podemos predecir […] el comportamiento del aminoácido que traduce el codón al que aquella pertenece», tanto más cuanto que la primera y la tercera base equivalen, por su parte, al especificador y al complemento de las frases. Si el lector entiende por complemento, en una frase cualquiera, lo que entendía en el bachillerato, no irá muy descaminado; se llama especificador a lo demás, siempre que dependa del mismo núcleo que el complemento. Por lo menos en muchos casos, como en los famosos descubridores de la doble hélice : núcleo, descubridores; complemento a su derecha, especificador a su izquierda. Pues bien, las primeras bases, como los especificadores, son indiferentes a las cualidades del núcleo y las terceras bases, como los complementos, presentan patrones de variabilidad. Pero no acaban aquí las equivalencias. Según López García, los aminoácidos cuya segunda base es U, A, C o G prefiguran, respectivamente, las frases nominales, las frases verbales, las frases adjetivales y las frases adverbiales/preposicionales.

A nuestro entender, la analogía entre los codones y las frases es, en el mejor de los casos, parcial. Las diferencias entre los codones y las frases son sustanciales. Veamos brevemente tan solo algunas de ellas. En primer lugar, el lenguaje no admite las variaciones con repetición. Se puede aplicar, por tanto, a la analogía entre codones y frases lo que López García dice con respecto a la equiparación tradicional de las bases con las letras y de los codones con las palabras: «los codones del código genético se parecen bien poco a las palabras de una lengua. En ningún idioma existen palabras como uuu (fenilalanina), aaa (lisina), ggg (glicina) o ccc (prolina)». Pero tampoco existen frases de esta clase en ningún idioma. En segundo lugar, citando de nuevo a López García, «como en los organismos sólo son operativos unos veinte aminoácidos, se sigue que muchos de estos tripletes han de ser sinónimos (por ejemplo, GCA, GCC, GCU y GCG significan alanina)». No hay lugar, en cambio, para los «tripletes sinónimos» en el ámbito de la construcción de frases. En tercer lugar, no son sólo cuatro las categorías de las lenguas naturales. Existen también otras categorías menores, las llamadas «categorías gramaticales»: determinantes, conjunciones, verbos auxiliares, términos de grado, etc. En cuarto lugar, las frases no están formadas necesariamente por tres miembros: pueden perfectamente tener dos, o sólo uno, como también pueden tener (muchos) más. Las frases se incrustan, además, unas dentro de otras: un verbo, por ejemplo, puede tomar como complemento no un nombre, sino un sintagma nominal, cuya posición de complemento puede estar ocupada, no por un adjetivo, sino por un sintagma adjetival, etc. No se encuentra nada ni remotamente parecido en la configuración de los codones. Por último, el orden de las bases en los codones es rígido, mientras que el orden «especificador+núcleo+complemento» está frecuentemente sujeto a variación sin que resulte con ello alterada la naturaleza de la frase. «No hay que exagerar la importancia de esta conclusión [las semejanzas entre el codón y la frase]», nos advierte López García. Y, ciertamente, esa es también la impresión que tiene el lector.

Pero aun suponiendo que fueran ciertas todas las correlaciones investigadas, debería darse una explicación, como decíamos, para el hecho crucial de que el ser humano haga un uso especial de las pautas formales del código genético que le está vedado a las demás especies. Piensa López García que «el mecanismo de la replicación genética prefigura la dualidad "cadena/análisis de la cadena" que está en la base de la conciencia metalingüística» y sugiere que «es esta conciencia la que le permitirá [al niño] utilizar adecuadamente todas las pistas formales que le ofrece el genoma para construir una gramática». Esta idea no resuelve realmente el problema que hemos planteado, sino que lo reformula de manera más precisa: habría que explicar ahora por qué el ser humano hace un uso especial del mecanismo de la replicación genética que le está vedado a las demás especies. La única solución imaginable para este problema ha de buscarse en las propiedades específicas del código genético de la especie humana. En consecuencia, la propuesta de López García debe ser completada, en cualquier caso, con los resultados de los estudios «clásicos» sobre los fundamentos genéticos del lenguaje, que se ocupan, como nos muestra el libro de Jenkins, del contenido y la interacción de genes concretos. I

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