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Constitucionalismo contemporáneo y Constitución Europea

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El presente texto es, en lo sustancial, el de mi colaboración al Libro-Homenaje al magistrado del Tribunal Constitucional Luis Ortega, prematuramente fallecido.

1. La «Constitución Europea»

Para la mayor parte de los ciudadanos europeos de nuestro tiempo, las finalidades que dan sentido al proceso de integración tienen una naturaleza fundamentalmente económica y es la ciencia económica, no la jurídica, la que ha de guiarlo. Como es bien sabido, no siempre fue así, ni debiera ahora ser así. En los comienzos de este proceso, la economía era instrumento al servicio de una finalidad más alta: evitar nuevas guerras, asegurar la paz en Europa mediante una reestructuración jurídico-política del continente, una «apertura» constitucional de los Estados europeos que diese lugar a un nuevo sistema de relación entre ellos. Por eso ha podido decirse que ese proceso no comenzó en los Tratados de Roma o París, sino mucho antes, en las Constituciones promulgadas tras el final de la guerra en todos los Estados fundadoresHauke Brunkhorst, «The beheading of the legislative power. European constitutionalisation between capitalism and democracy», en John Eric Fossum y Agustín José Menéndez, (eds.) The European Union in Crises or the European Union as Crises?, p. 596.. Pronto, ya en la década de los sesenta del pasado siglo, esa finalidad última pasó, sin embargo, a segundo plano y la economía dejó de ser instrumento para convertirse en objetivo real del proceso de integración. Las exigencias económicas o, más precisamente, la racionalidad propia de la economía de mercado, habían de primar, en consecuencia, sobre cualesquiera otras. El Derecho seguía siendo imprescindible, pero sólo como forma, como «lengua del poder», y las categorías jurídicas que obstaculizaran o entorpecieran la integración económica habrían de ser abandonadas o reformuladas para acomodarse a ella. Una tarea que sólo los jueces pueden llevar a cabo.

La audaz «constitucionalización» jurisdiccional de los Tratados a partir de las sentencias de los casos Van Gend & Loos o Costa versus ENEL hizo posible el avance de la integración económica, el paso del mercado común al mercado único y de las Comunidades a la Unión, pero a costa de eliminar algunos componentes sustanciales del concepto de Constitución. Los Tratados son «Constitución» porque sus normas son de aplicación directa y prevalecen sobre las estatales, sea cual fuere su rango, no porque emanen del poder constituyente de una inexistente soberanía nacional o porque su validez se apoye en la pretensión de positivizar un Derecho más alto, un higher law. Esta Constitución «funcional» sólo tiene una legitimidad democrática derivada de la de los Estados, «señores de los Tratados», y son también las Constituciones nacionales las que garantizan los derechos en el seno de las respectivas sociedades. En esa función, la «Constitución» europea puede complementarlas, pero sólo en su propio ámbito de actividad, en el ejercicio de sus competencias, que no son universales, como las de los Estados, sino competencias de atribución al servicio de finalidades específicas. Unas puramente políticas, pero poco apremiantes, como las de asegurar la paz en una Europa que vive bajo la protección militar de los Estados Unidos, o formuladas en términos vagos y remitidas a un futuro más o menos lejano, como la de realizar una unión «cada vez más estrecha», pero de cuyo contenido concreto sólo se conocen con precisión los límites que en ningún caso ha de traspasar, pues «la Unión no es una Federación». Otra, no desprovista de consecuencias políticas, pero de naturaleza económica, que es el objeto directo de los Tratados y requiere la acción inmediata y cotidiana de las instituciones europeas y de los Estados miembros, es la integración de estos en un mercado único con plena libertad de circulación de bienes, capitales, servicios y personas.

Para servir a esta finalidad, el contenido de la Constitución europea ha de apartarse también del que es propio de las Constituciones nacionales. Aunque regula, de modo más bien sumario, la organización del poder y los procedimientos de creación del Derecho, el texto de los Tratados está integrado en su mayor parte por normas que regulan cuestiones que las Constituciones nacionales suelen dejar en manos del legislador o de la Administración, dejando así a la política un amplio margen de libertad para darles soluciones distintas. En la Unión Europea, elevadas a rango constitucional las normas que las regulan, esta libertad de los políticos apenas existe, ya que la decisión última sobre estas cuestiones no les corresponde a ellos, sino a los jueces.

Esta jurisdiccionalización del proceso de integración económica, cuyas consecuencias políticas son cada vez más perceptibles, no es para Dieter Grimm la causa única de la falta de legitimidad democrática de las instituciones europeas, pero sí la más ignorada. Para ponerle remedio (y mientras esto no se haga, no podrán remediarse las demás), bastaría a su juicio con privar de rango constitucional a todas aquellas normas de los Tratados que por su naturaleza no deberían tenerlo, devolviendo así a los órganos políticos el poder que hoy queda en manos de los juecesDieter Grimm, «The Democratic Costs of Constitutionalisation: The European Case», en European Law Journal, vol. 21, num. 4 (julio de 2015), pp. 460-473. Para Grimm, la aplicación más importante y más perturbadora de esta técnica es la que se ha producido al transformar las cuatro «libertades económicas» en derechos subjetivos que cabe invocar ante los jueces nacionales.. Y órganos políticos son fundamentalmente los Parlamentos nacionales o los Gobiernos que han de responder ante ellos, cuya función legitimadora no puede ser suplida por el Parlamento Europeo, cuya capacidad representativa es muy limitada.

A juicio de Jürgen HabermasJürgen Habermas, «Democracy in Europe: Why the Development of the EU into a Transnational Democracy Is Necessary and How It Is Possible», European Law Journal, vol. 21, num. 4 (julio de 2015), pp. 460-473., pp. 546-557., la propuesta de Grimm «choca con la realidad de la globalización, que cada vez restringe más la capacidad de acción de los Estados nacionales». El remedio al déficit de legitimación de la Unión no puede alcanzarse por ello podando su actual «Constitución», sino sustituyéndola por una auténtica Constitución emanada de un doble poder constituyente: el de los ciudadanos europeos y el de los pueblos de Europa. A reserva de un análisis más detallado que aquí no puedo acometer, el remedio que Habermas propone para Europa, además de alambicado y basado en la discutible hipótesis de una ciudadanía europea, parece claramente insuficiente. Si la globalización limita la capacidad de acción de los Estados nacionales en general, y no sólo de los que son miembros de la Unión Europea, la «constitucionalización de Europa» no resuelve el problema que plantea la interdependencia entre la Unión y el resto de los Estados del mundo, que ciertamente no podrá remediarse extendiendo a todo el planeta lo que se propone para Europa.

Como el propio Habermas afirma, «la heteronomía se hace inevitable cuando el cuerpo de ciudadanos que elige representantes y legitima sus decisiones no coincide con el conjunto de ciudadanos afectados por ellas» y, siendo éste un fenómeno universal, la Teoría del Estado y de la Constitución no puede construirse dejando de lado esta noción. Se trata de una heteronomía que, a diferencia de la colonial, ha de ser igualitaria, basada en la libre aceptación de la interdependencia, en la necesidad de actuar de común acuerdo, en la recíproca limitación de las soberanías nacionales. Entendida la soberanía, es claro, como categoría jurídica, pues, como poder real, pocos Estados, si alguno, han sido jamás soberanos ni puede ser por entero recíproca la limitación.

En definitiva, el problemático constitucionalismo europeo es sólo una manifestación especialmente aguda del problemático constitucionalismo contemporáneo, reflejo a su vez del cambio de la realidad, de las transformaciones experimentadas en la relación entre Estados y, por tanto, también en el seno de estos desde la Primera Guerra Mundial, pero sobre todo desde la Segunda.

2. Las transformaciones del Estado

a) La protección internacional de la paz y los derechos humanos

La honda modificación que la creación de la ONU produjo en el sistema de Westfalia dio lugar en la época a una abundante literatura sobre la crisis del Estado. Tres cuartos de siglo después, esta literatura ha caído en el olvido y se da por consumada la transformación que la organización jurídica de la comunidad internacional ha operado en la naturaleza de los Estados, cuyo número es hoy mayor que nunca. El Estado soberano sigue existiendo, pero su «soberanía» es la propia del Estado miembro de una comunidad internacional organizada, muy distinta de aquel hipotético mundo hobbesiano en el que el Derecho de cada cual no tiene más límites que los del propio poder. Las diferencias de poder real entre Estados formalmente iguales no han desaparecido, pero el poder no es ya la medida del Derecho. Los Estados siguen teniendo el monopolio de la violencia dentro de su propio territorio y la facultad de usarla los unos frente a los otros, pero han perdido la libertad de hacerlo con arreglo a su propio criterio y el poder para definir en exclusiva la legitimidad de la violencia en el orden interno.

El artículo 2 (4º, 5º y 6º) y el capítulo VII de la Carta prohíben el uso o la amenaza de la violencia en las relaciones internacionales, si no es como defensa frente a la agresión, y otorgan a las Naciones Unidas (realmente, a su Consejo de Seguridad) la facultad de utilizar la fuerza contra los Estados infractores, etc. Es cierto que, pese a la igualdad formal de los Estados, que la Carta también consagra, la probabilidad de que un Estado infractor sea sancionado es inversamente proporcional a su poder, y es nula en el caso de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Y que, en consecuencia, la obligación no pesa por igual sobre todos. Pero esta debilidad del sistema no equivale a su inexistencia y todos los Estados, incluidos los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, intentan conseguir la autorización de éste antes de recurrir a la fuerza para defenderse de otros o forzarlos a cumplir sus obligaciones.

El Estado soberano sigue existiendo, pero su «soberanía» es la propia del Estado miembro de una comunidad internacional organizada

Obligaciones que no son ya sólo obligaciones frente a Estados determinados, nacidas de los Tratados o del Derecho Internacional común. Junto a ellas, y en cierto modo por encima de ellas, los Estados tienen hoy obligaciones frente a la comunidad internacional en cuanto tal. Obligaciones erga omnes impuestas por normas de ius cogens en cuya creación no han participado y que no pueden derogar sino a través de otra norma aceptada por todos los demás miembros de la comunidad internacional, y que protegen bienes comunes a toda la humanidadUlrich K. Preuss, «Disconnecting Constitutions from Statehood», en Petra Dobner y Martin Loughlin (eds.), The Twilight of Constitutionalism?,  Oxford, Oxford University Press, 2010, pp. 44-45..

No son normas perfectas, porque su sanción no asegura su cumplimiento, pero esta imperfección no implica su invalidez. Ni la Declaración Universal de 1948 y el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, que forman ya parte del ius cogens, ni las Convenciones Regionales de protección de los Derechos Humanos impiden la violación de estos, pero los Estados violadores, que no pueden negarlos ni definirlos a su arbitrio, pueden ser denunciados por ello por sus propios ciudadanos y sancionados de diversos modos, incluso, en el caso de violaciones especialmente graves, mediante el empleo de la fuerza, dirigida contra el Estado mismo, o empleada sin su autorización dentro de su propio territorio, en el caso de los Estados «fallidos»Esta intervención está prevista tanto en la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio de 1948 (en vigor desde 1951), como en el Estatuto de Roma de 1998 (en vigor desde 2001) que ha creado el Tribunal Penal Internacional..

Hoy ya nadie ve en el reconocimiento del individuo como sujeto del Derecho Internacional, en la reducción de la libertad de acción de los Estados y en la erección de la comunidad internacional en un sujeto superior a todos ellos una crisis del Estado, sino un nuevo modo de ser que no altera su naturaleza ni pone en riesgo su estructura jurídico-política, basada en una Constitución que organiza el poder, establece sus límites y fundamenta tanto su legalidad como su legitimidad.

b) Universalización de los mercados y neoliberalismo

Pero, junto a esta transformación producto de un proceso por así decir idealista y deliberado, está en curso desde el último cuarto del pasado siglo otra, en apariencia no deliberada, aunque sí impulsada por la versión neoliberal de la economía de mercado, que es producto de la necesidad en que se ve el Estado de hacer frente a fuerzas que actúan por encima de las fronteras nacionales. Es una crisis que afecta a todos los Estados, pero no a todos por igual, puesto que es muy distinta la capacidad que unos y otros tienen para enfrentarse a los riesgos derivados de la globalización; especialmente la de los mercados, pero también la de la información, e incluso la del crimen organizado.

El mercado global requiere regulaciones que exceden de los límites territoriales del Estado y da lugar a la aparición de actores transnacionales que escapan a la jurisdicción de estos. Para hacer frente a esta necesidad se han creado organizaciones sectoriales, la más importante de las cuales es seguramente la Organización Mundial del Comercio (OMC), dotadas de sus propios órganos de solución de conflictos y de la posibilidad de imponer sanciones de distinto género, pero más frecuentemente económicas.

Pero, más que estas sanciones, de muy limitada eficacia para ordenar la conducta de los actores transnacionales, se busca en nuestro tiempo lograrlo por otras vías. Entre ellas, la de asociarlos a los organismos encargados del «gobierno» mundial del sector o la de negociar con ellos la regulación aplicable. Este es el meollo de la llamada «gobernanza». Un paso más allá se va cuando son entidades privadas las que asumen el gobierno del sectorEl ejemplo más conocido es seguramente el del ICANN (Corporación de Internet para la Asignación de Nombres y Números, por sus siglas en inglés), una sociedad privada sin ánimo de lucro que administra el sistema de dominios de Internet., o las encargadas de adoptar decisiones que condicionan profundamente su funcionamientoUn buen ejemplo es, a mi juicio, el de las agencias de rating. Las normas sobre el Mercado de Valores, tanto en Estados Unidos como en Europa, imponen a las entidades financieras la obligación de atender las valoraciones que hacen de los títulos de deuda, pública o privada estas agencias puramente privadas y que tienen entre sus principales accionistas a los fondos que invierten en estas deudas. Los esfuerzos que a uno y otro lado del Atlántico se han hecho para regularlas (Ley Dodd-Frank y Reglamento (UE) núm. 462/2013) muestran muy claramente el debilitamiento de la distinción entre lo privado y lo público propia de nuestro tiempo..

En ámbitos más restringidos, en primer lugar el financiero, la prevención de riesgos y solución de crisis ha sido encomendada por los Estados a instituciones puramente burocráticas (Fondo Monetario Internacional, Organización Mundial de la Salud, Bando Mundial, Comité de Basilea, etc.), cuya legitimidad se apoya, más que en su origen, en la capacidad técnica que se les atribuye. Esta tendencia de ámbito mundial se manifiesta con especial intensidad en Europa, donde se ve reforzada por el intento de crear instituciones supranacionales que permitan la acción conjunta de los Estados miembros.

El «ejercicio en común» del poder de los Estados determina un profundo cambio en el equilibrio constitucional entre los distintos poderes, que en el caso de los sistemas parlamentarios casi llega a invertirse, situando al Ejecutivo por encima del legislativo. Además de ello, impulsa una reorientación de sus políticas para adecuarlas a las exigencias del mercado; la externalización del poder del Estado no es el origen de tal reorientación (disminución de los impuestos, con el consiguiente cambio en el sistema de financiación, reducción del sector público, privatización, sustitución de la justicia social por la justicia de mercado, etc.), pues ésta viene de la revolución neoliberal de los años ochenta, pero sí la vía más eficaz para llevarla a cabo a través de políticas de austeridad que los Gobiernos pueden presentar como inevitablesWolfgang Streeck y Armin Schäfer (eds.), Politics in the Age of Austerity, Londres, Polity, 2013..

3. Constitución, soberanía nacional y democracia: la reelaboración del concepto

Es la innegable realidad de que vivimos en un mundo de Estados interdependientes e insertos en un mercado global que restringe el ámbito de la política la que obliga a replantear la teoría tradicional de la Constitución. De acuerdo con su concepción «moderna» y normativa alumbrada en las grandes revoluciones de las que surge el Estado Constitucional y definida en el célebre artículo 16 de la Declaración de 1789, la Constitución disciplina por entero la organización y el funcionamiento del poder para asegurar la libertad de los ciudadanos y su emancipación: para emanciparlos sobre todo respecto del poder político «feudal», pero también de los poderes sociales basados en privilegios. En la amplia medida en que el Estado se ve hoy obligado a compartir con otros su poder, su actuación desborda el marco de la Constitución nacional, que, en consecuencia, no puede cumplir ya la función emancipadora que es su razón de ser. El actual debate sobre el constitucionalismo pretende desvelar las razones de esta incapacidad y eventualmente reelaborar esa concepción moderna de Constitución, sin alterar su naturaleza ni privarla de su normatividad.

Un primer paso en esta tarea es acotar el alcance de esa normatividad, revisando la diferencia radical que la teoría tradicional introduce entre dos concepciones de la Constitución: la «moderna» y «normativa» frente a la «antigua» o histórica, simplemente descriptiva. En la primera, la Constitución es un texto escrito, producto de un acto deliberado que persigue la limitación del poder mediante una Ley Fundamental de la que deriva la validez de todo el Derecho positivo, pero cuya propia validez no depende de norma previa alguna, sino de ser expresión de la voluntad del «pueblo». La existencia previa del pueblo como unidad de decisión requiere, sin embargo, un acto o un proceso histórico (no una simple hipótesis constructiva como la del contrato social) al que ha de atribuirse un contenido jurídico, «normativo», gracias al cual se convierte en «pueblo» lo que de otro modo sólo sería multitud: la Constitución «histórica» es condición de posibilidad de la moderna: esta organiza el poder, pero es aquella la que crea el demos, la nación, el pueblo que lo dota de legitimidad.Martin Laughlin, «What is Constitutionalisation», en Petra Dobner y Martin Laughlin (eds.), op.cit. pp. 51-52. Pero no sólo condición de posibilidad. La dependencia de la Constitución «moderna» respecto de la «antigua» se extiende también al contenido. Es innecesario recordar el valor ejemplar atribuido a la Constitución histórica inglesa en la obra de Montesquieu, por ejemplo.

Pero esta confluencia entre lo antiguo y lo nuevo en la delimitación del pueblo no niega, sino que da por supuesto, y más bien refuerza, el principio básico del constitucionalismo tradicional, de acuerdo con el cual el fundamento de la supremacía de la Constitución «moderna», de su validez como norma suprema, como Lex Superior, no deriva de ninguna norma suprapositiva, sino de ser producto directo de la soberanía nacional o popular, de ser obra del poder constituyente. Y, como es evidente, es esta vinculación entre Constitución y soberanía nacional el centro del debate entre quienes sostienen que las Constitucionales nacionales son indispensables para garantizar la libertad de los ciudadanos y quienes, por el contrario, piensan que una ordenación del poder desvinculada de las «soberanías nacionales» no implica la destrucción de la idea de Constitución como salvaguardia de la libertad, sino un modo nuevo y más eficaz de realizarla, depurándola del innecesario y perturbador voluntarismo de la teoría tradicional.

Es bien sabido que la teoría del poder constituyente choca en la mayor parte de los casos con la experiencia histórica real y encuentra grandes dificultades para justificar la perpetuación en el tiempo del dominio de la generación fundadora sobre las siguientes, pero desde la perspectiva «triunfalista» del nuevo constitucionalismo no son éstas sus mayores debilidades. Su defecto capital está en la relación causal que en ella se establece entre Pueblo y Constitución. La noción de poder constituyente, aun reducida a la condición de mera hipótesis constructiva, lleva a una concepción voluntarista y estrictamente positivista, que no vincula la existencia de la Constitución a un contenido que asegure la libertad de la sociedad, la garantía de los derechos ni la democraciaMattias Kumm, «The Best of Times and the Worst of Times: Between Constitutional Triumphalism and Nostalgia», en Petra Dobner y Martin Loughlin (eds.), op. cit., pp. 208 y ss..

Ha de ser, por el contrario, la capacidad para preservar la libertad, garantizar los derechos y realizar democracia el único fundamento de una concepción adecuada de Constitución que, de un lado, permita negar la constitucionalidad de una organización arbitraria o tiránica del poder, por mucho apoyo popular que tenga, y, del otro, extenderla a estructuras de poder de un ámbito mucho mayor que el del Estado-nación, a organizaciones internacionales como la ONU, o supranacionales, como la Unión Europea. Una concepción normativista y no soberanistaUlrich K. Preuss, op.cit., p. 45., en la que la supremacía de las normas constitucionales no derive de su origen, sino de su eficacia para organizar un poder que no se impone por el recurso a la violencia legítima, sino porque los sujetos a él admiten su pretensión de no tener otra finalidad que la de proporcionarles seguridad y bienestar, le reconocen la capacidad de hacerlo y confían en su compromiso de respetar sus derechos.

En esta concepción, la naturaleza constitucional de las normas no viene de la voluntad de la que nacen, sino de su adecuación a un higher law, lo que inevitablemente evoca el célebre «retorno del iusnaturalismo». El argumento que Mattias Kumm aduce para negar que se trate de un retorno de ese género es el de que este higher law se reduce a la exigencia de que el Derecho y la política dejen fuera la teología y las concepciones omnicomprensivas del mundo, y decisiones y normas sean producto de un procedimiento que sus destinatarios puedan identificar con una deliberación colectiva entre individuos libres e igualesMattias Kumm, op. cit., p. 213. Kumm propone la denominación de «constitucionalismo práctico» (practice constitutionalism) para designar este constitucionalismo desligado de la soberanía, en contraposición a lo que llama «estatalismo democrático» (democratic statism)..

La distinción radical entre este higher law rawlsiano y el iusnaturalismo racionalista ha llevado a decir que esta concepción de la Constitución no sólo no es soberanista, sino tampoco normativista; que, en ella, la legitimidad del poder ya no es normativa, sino cognitiva. Pero dejando de lado esta ardua cuestión, lo que sí resulta evidente es que este giro copernicano deja escaso espacio para la democracia, que sólo puede existir dentro de un ámbito delimitado, de un demos, y es ésta una condición que hasta ahora sólo los Estados cumplen. Aunque los signos de los tiempos no son alentadores, no es imposible que algún día exista un demos europeo, pero sólo como resultado de una evolución de ritmo geológico cabe imaginar un demos universal. Un constitucionalismo que prescinde de la soberanía nacional es un constitucionalismo que no requiere de democraciaPetra Dobner, «More Law, Less Democracy? Democracy and Transnational Constitutionalism», en Petra Dobner y Martin Loughlin (eds.), op. cit., pp. 143-146.. Y no sólo por la imposibilidad de realizarla fuera del Estado, sino porque en un mundo globalizado la democracia pierde parte de su razón de ser, de su justificación como instrumento indispensable para afirmar la libertad del individuo como miembro de la sociedad, como modo de realización de la autodeterminación colectiva. Este es uno de los puntos centrales del debate.

El argumento contra la democracia parte, paradójicamente, de un principio democrático. El procedimiento democrático, adecuado en muchos contextos, es inadecuado e injusto cuando da lugar a decisiones que afectan significativamente a quienes no forman parte del grupoMattias Kumm, op. cit., p. 205.. La noción de heteronomía, que Alexander Somek banaliza al caricaturizarla como «dogma favorito del europeísmo burgués», es realmente una pieza clave en la teoría del nuevo constitucionalismo. Si el «procedimiento adecuado» (due process) del que depende la validez y fuerza de obligar de las decisiones ha de ser tal que, como propugna Kumm, sus destinatarios puedan equipararlo a una deliberación entre individuos libres e iguales, por definición no será el democrático cuando la decisión haya de afectar sustancialmente a quienes no pueden tomar parte en él. Como el principio básico de ese nuevo constitucionalismo es el de que, prima facie, la norma internacional prevalece sobre las nacionales, el ámbito en que el «estatalismo democrático» puede seguir operando es muy reducido y muy subordinada la función que ha de desempeñar dentro de élJunto a este principio básico, Kumm menciona, además del «due process», otros dos principios auxiliares: el de subsidiariedad, que ha de operar en ambas direcciones, y el de respeto a los derechos..

4. El Constitucionalismo dual: heteronomía, democracia y mercado

Casi nadie niega la indispensabilidad de las Constituciones nacionales ni propone su eliminación, pero casi nadie niega tampoco su incapacidad para disciplinar por entero el ejercicio del poder. La única alternativa a la resignada aceptación de que nos encontramos en el ocaso del constitucionalismo es, en consecuencia, saludar su aurora en una nueva forma, como Constitucionalismo dual. Algunos autores consideran que la dualidad es transitoria, o que ha sido exagerada, porque al acentuar la legitimidad burocrática o tecnocrática de las instancias internacionales transnacionales se ignora el hecho de que estas reposan sobre una legitimidad política derivada de las Constituciones nacionales a través de una cadena de acuerdos internacionales. O incluso, en sentido contrario, que la supuesta dualidad es ilusoria y, en realidad, no existe, porque tampoco el poder de los Estados nacionales está democráticamente legitimadoPetra Dobner, op. cit., pp. 149-154.. Pero, en ambos casos, la negación de la dualidad es poco convincente, porque se logra sólo acudiendo a concepciones de la legitimidad democrática, demasiado tenue una y excesivamente radical la otra.

La dualidad implica una tensa coexistencia entre dos niveles diversos de constitucionalismo que difieren por la relación que guarda cada uno de ellos con el principio democrático, pero que tienen el mismo ámbito de aplicación. La dualidad es la compleja estructura de lo que Alexander Somek llama la «Constitución cosmopolita», una expresión que utiliza como título de un libro excelenteAlexander Somek, The Cosmopolitan Constitution, Oxford, Oxford University Press, 2014. Mi reseña conjunta de este libro y del volumen editado por Petra Dobner y Martin Loughlin se publicará en el núm. 105 de la Revista Española de Derecho Constitucional. y que no designa «una Constitución “más allá del Estado nación”, como la de la Unión Europea o ciertas formas de “constitucionalismo societario” sino […] la Constitución de los Estados nacionales en una situación de compromiso (engagement) internacional»Alexander Somek, op. cit. p. 140..

Según el análisis de Somek, en este estadio «cosmopolita», el constitucionalismo va desligándose poco a poco del Estado-nación, junto al cual surgen unas estructuras de poder internacionales o transnacionales que en su conjunto forman lo que Hegel llamaba el «Estado externo», un aparato burocrático racional, integrado por instituciones destinadas a prevenir riesgos y hacer frente a las crisis, que respeta los derechos, pero que no tiene como objetivo específico su protección ni la realización de la autodeterminación colectiva, y que tampoco procede de ella, sino de la conjunción de conductas individuales. Asegura el funcionamiento del mercado y, con él, la de una sociedad civil internacional concebida como una «comunidad política de individuos privados» (prívate polity) «cuya actuación está orientada por intereses particulares»La naturaleza «privada» de los intereses se refiere a su origen, no a su finalidad. Son «privados» porque quienes se los proponen lo hacen por razones propias, no por su condición de miembros de un «pueblo». Su finalidad puede ser puramente altruista, como en Greenpeace, Amnistía Internacional, Médicos Sin Fronteras, Organización Mundial del Comercio Justo o, en fin, los millares de organizaciones no gubernamentales dedicadas a la cooperación en muy diversos ámbitos., no por un inexistente interés «público».

En este sistema multinivel de protección de los derechos y «gobernanza», la existencia de los Estados nacionales es indispensable en la medida en que la coerción sigue siendo necesaria para garantizar el cumplimiento de las decisiones adoptadas en otros niveles, o para la persecución de objetivos ajenos a los de estos, con los que no han de interferir. La democracia queda así limitada a lo puramente interno; las elecciones, útiles cuando sirven para confirmar las decisiones de niveles superiores, son nocivas en caso contrario y eventualmente, como ha sucedido más de una vez en la Unión Europea, han de ser repetidas hasta que arrojen un resultado «correcto».

La legitimidad del poder de las instituciones internacionales o transnacionales, en las que ocupan un lugar destacado las entidades financieras, no deriva de la democracia, sino de su adecuación a la racionalidad del sistema que gobiernan (es decir, especialmente, la racionalidad del mercado). La creencia en tal adecuación descansa, sin embargo, únicamente en la «interpasividad» de los miembros de la sociedad, en la tácita aceptación de la idea de que, dada la complejidad del mundo, el individuo no puede pretender decidir por sí mismo ni buscar la decisión ajena que juzga más acertada. Ha de contentarse con optar por la menos arriesgada y el único camino para ello es hacer lo que todos hacen: aceptar las decisiones adoptadas por esas instancias en las que pasivamente todos confían.

El triunfo del neoliberalismo hace imposible mantener la imagen ideal de la unidad del pueblo, supuesto indispensable de la representación virtual

En este nuevo constitucionalismo, la Constitución ya no es la norma que incorpora los principios básicos del sistema y asegura de este modo su unidad, sino un conjunto de principios a los que atenerse para resolver los conflictos entre los distintos actores, que por definición siguen siendo dueños de sus propias decisiones, puesto que no hay por encima de ellos ninguna autoridad común. De este modo, sostiene Somek, se reintroduce en el concepto de Constitución un componente «político», y la solución de los conflictos está en función de la relación de fuerzas entre los distintos actoresAlexander Somek, op. cit. , p. 237..

En esta sociedad de cosmopolitas, «ciudadanos del mundo» o «extranjeros en su propio país», vinculados con éste o con el lugar en que viven sólo por razones de conveniencia personal, de comodidad o provecho, la «autodeterminación colectiva» sólo podría lograrse de manera mediataLa representación, que es indispensable para la autodeterminación colectiva de los miembros de una sociedad, sólo puede ser mediata o «virtual» para quienes no lo son, aunque se vean afectados por decisiones adoptadas en nombre de la misma. Somek plantea en su libro un extenso desarrollo de esta compleja idea., a través de las decisiones de un «pueblo» nacional en el que los extranjeros estuvieran virtualmente representados. El triunfo del neoliberalismo, que proyecta en el seno de las sociedades nacionales las acusadas diferencias que genera un capitalismo sin freno, hace imposible, sin embargo, seguir manteniendo la imagen ideal de la unidad del pueblo, supuesto indispensable de la representación virtualSomek acoge la tesis de Wolfgang Streeck y se remite a distintos trabajos de este. La exposición más completa del pensamiento de Streeck puede verse ahora en Buying Time. The Delayed Crisis of Democratic Capitalism, Londres, Verso, 2014)..

A juicio de Somek, la doble faz –política y administrativa– de esta Constitución refleja la tensión que dentro de ella subsiste entre estos distintos planos y que ha llegado ya a «un punto en el que la integración dialéctica se convierte en negativa. La totalidad sólo puede ser vista como unidad mintiéndose a sí misma», negándose a admitir que el «pueblo» que es el supuesto básico de la integración ha dejado de existir como resultado de la escisión en clases y del hecho de que los miembros más afortunados de cada sociedad se relacionan con ésta como «cosmopolitas internos», no como parte de un cuerpo de ciudadanos. El «pueblo» ha dejado paso a una sociedad que guarda alguna semejanza con las que servían de base a la idea de Constitución mixta, dividida entre el reducido número de los afortunados que se consideran suficientemente gobernados por las instituciones, internacionales o transnacionales, guiadas por una racionalidad sistémica, y la multitud de los desposeídos, que sólo pueden recurrir al Estado para enfrentarse a las consecuencias de esta racionalidad.

Para resolver esta tensión, concluye Somek, hay teóricamente tres vías posibles: la de un liberalismo cínico que, para evitar que los desposeídos se conviertan en un Lumpenproletariat rebelde, los pacifica proporcionándoles los «recursos suficientes para adquirir juegos, porno y drogas»Alexander Somek, op. cit., p. 282.; la de un nuevo leninismo, una dictadura soberana que se enfrente al poder de las altas finanzas y las instancias transnacionales, aunque haya de hacerlo sin contar con el apoyo de quienes, a la larga, se verían favorecidos por ese enfrentamiento; y, por último, la de aprovechar los restos de representación política que aún quedan en el Estado para restablecer y salvaguardar las instituciones de la libertad social.

En la práctica, la segunda de estas vías es imposible, porque no contamos con alternativa alguna al capitalismo. La primera –posible e, incluso, probable– es éticamente inaceptable. Sólo queda la tercera: apelar al Estado, aunque «sin olvidar el principio de subsidiariedad y la ayuda que la cooperación internacional puede prestar a la autodeterminación política»Idem, ibidem.. Fiel a su proclamado hegelianismo, en el agudo análisis que Somek hace de la tensión inherente a la relación entre Estado y mercado o, si se quiere, entre democracia y capitalismo, la sociedad civil se convierte simplemente en campo de batalla entre intereses particulares: ein geistiges Tierreich, un reino animal del espíritu, una colectividad carente de unidad moral y en la que el interés de los fuertes se impone al de los débiles. Sólo a través del Estado se transforma esa colectividad dispersa en unidad moral, en totalidad capaz de proponerse fines referidos a la sociedad en su conjunto y no a sus miembros, de perseguir el interés general o común.

Este «estatalismo» hegeliano puede ser entendido, sin embargo, de diversos modos, atendiendo, entre otras cosas, a los diferentes modos de distinguir lo particular de lo general. El que Somek adopta, en el que lo particular parece identificarse con lo egoísta, lo lleva a pasar por alto el hecho de que en la sociedad civil, nacional o internacional, existen actores cuyos intereses «particulares» son puramente altruistas. La vigorosa presencia que tienen en nuestros días organizaciones no estatales como Amnistía Internacional, Human Rights Watch, Greenpeace, Oxfam Intermón, Médicos Sin Fronteras o tantas otras, evidencia la inexactitud de esa identificación. También es, a mi juicio, esta visión deformada de la sociedad civil la que lo impulsa a describir como una de las vías posibles para salir de la tensión la de un liberalismo cínico que, para evitar que los desposeídos se conviertan en un Lumpenproletariat rebelde, los pacifica proporcionándoles los «recursos suficientes para adquirir juegos, porno y drogas». Lo cierto es que, aparte de las nacidas en el seno de la sociedad, ya desde mediados del siglo XIX hay instituciones públicas de beneficencia que intentan ayudar a los más menesterosos y que el «liberalismo compasivo» del Estado «benefactor», existente hasta la aparición del Estado «social», no era sólo un instrumento para prevenir la revolución, sino también expresión de un cierto grado de solidaridad y de exigencia moral. Incluso un defensor tan extremado del liberalismo capitalista como Hayek considera que toda «gran sociedad» ha de asegurar a todos sus miembros una renta mínima que garantice la satisfacción de sus necesidades elementalesFriedrich A. Hayek, Law, Legislation and Liberty. The Political Order of a Free People, Chicago, The University of Chicago Press, 1981, vol.  III, pp. 55 y ss..

Lo que Hayek, y con él liberalismo radical de nuestro tiempo que se guía por su doctrina, consideran absolutamente inaceptable no es la beneficencia, sino «el mito de la justicia social»Ibidem, pp. 10, 55, passim., el intento inmoral de corregir las desigualdades generadas por el mercado, la persecución de la igualdadIbidem, pp. 142, 169, passim., que es precisamente el objetivo que define al Estado social, el criterio que lo distingue del Estado benefactor. Por ese motivo, esta infravaloración hegeliana de la sociedad civil en la que Somek incurre al describir la situación de las nuestras es en buena medida superflua. No es un mayor grado de bienestar lo que éste persigue, sino la emancipación de la sociedad respecto de las fuerzas ciegas del mercado para hacer a los hombres plenamente libresIbidem, p. 283: «Si es correcta la hipótesis hegeliana, de la que este estudio parte, de que sólo somos plenamente libres en el contexto de un sistema libre de relaciones sociales, es necesario proteger la libertad de este sistema frente a las fuerzas irracionales de una interdependencia mutua no planificada. No es posible la emancipación sin acción política y por ello el Estado-nación es hoy más indispensable que nunca»..

Aunque las críticas a la «cultura tecnológica» en que se inscribe el capitalismo han ganado fuerza en estos últimos años, es cierto que, como afirma Somek, no contamos en la actualidad con ningún modelo económico alternativo y que, en consecuencia, la única vía posible es la que ofrece la restauración del Estado social. Posible, pero no fácil. Como sería absurdo pensar en una acción concertada de todos los Estados del mundo –una acción tan universal como el mercado–, el esfuerzo por imponer la justicia social sobre la justicia de mercado será siempre «particular», de unos Estados concretos, asociados o no entre sí. Y puesto que este esfuerzo implica necesariamente una desviación mayor o menor respecto de la racionalidad económica, sólo puede tener éxito si las dimensiones del mercado al que se circunscribe, o las características específicas de las correspondientes sociedades, hacen posible compensar o soportar la pérdida de competitividad en el mercado mundial que esa desviación eventualmente comporte.

Ningún Estado europeo, ni siquiera los de los países nórdicos, que hasta el momento han preservado mejor que los demás la justicia social, parece capaz de llevar a término este esfuerzo con probabilidades de éxito. La restauración del Estado social sólo es imaginable al amparo de la Unión Europea.

5. Entre el cosmopolitismo de segundo grado y la zona de libre comercio

Como se ha recordado más arriba, Alexander Somek aplica la calificación de cosmopolitas a las Constituciones de los Estados nacionales de nuestro tiempo, insertos en una situación internacional de compromiso que les obliga a actuar en común o a delegar su poder en instituciones internacionales o transnacionales, no Constituciones «más allá del Estado-nación, como la de la Unión Europea», o a ciertas formas de «constitucionalismo societario».

Alexander SomekEl criterio utilizado por Somek para distinguir las Constituciones cosmopolitas de las que no lo son es la naturaleza estatal del ente constituido y el conjunto queda así perfectamente delimitado. Pero lo que las define como cosmopolitas y diferencia las Constituciones nacionales de nuestro tiempo de las del pasado es la función que realmente desempeñan en la vida del Estado y, desde esta perspectiva, la delimitación se hace menos clara, pues en el heterogéneo conjunto de las Constituciones no cosmopolitas hay por lo menos una que se encuentra en una situación muy semejante a la de aquéllas. Como estructura regional con finalidades ideales específicas, pero que en persecución del objetivo inmediato de la unidad de mercado absorbe o dirige la acción de los Estados «integrados» en las relaciones comerciales y económicas (y no sólo en ellas) con el resto del mundo, la Unión se encuentra en una situación de compromiso internacional semejante a la de los Estados mismos y su Constitución, que es, cabría decir, una Constitución cosmopolita de segundo grado que ha de hacer posible mantener un ámbito político de libertad que preserve la identidad frente a la universalidad. Y desde su fundación hasta el presente, elemento importantísimo de esa identidad ha sido el «modelo social europeo» que pretende corregir con la justicia social los efectos de la «justicia» del mercado.

A diferencia de los Estados, la Unión no tiene, sin embargo, un «pueblo» propio que a través de ella pueda actuar como totalidad; los europeístas optimistas, como Habermas, piensan que tal pueblo existe o está en trance de formación, pero ni el más radical de ellos se atrevería a afirmar que el poder de la Unión pueda legitimarse sin el apoyo, directo o indirecto, de los pueblos de los Estados. No es imposible que la necesidad de hacer frente a enemigos comunes vaya fortaleciendo el sentido de identidad del pueblo europeo y su voluntad de autodeterminación para emanciparse de la pura racionalidad económica a fin de sustituir la justicia del mercado por la justicia social, pero sería necio desconocer los obstáculos que se oponen a ello. O mejor, quizás, el gigantesco obstáculo del que nacen todos los demás: la inexistencia del grado de solidaridad indispensable para aceptar el sacrificio del propio interés en aras de los ajenos. A la quiebra de la unidad de las sociedades nacionales denunciada por Somek se ha unido o acentuado tras la crisis la de la incipiente sociedad europea, escindida ahora entre países ricos y países pobres, acreedores y deudores.

Pero si la Unión Europea no puede realizar el Estado social, sí puede y debe hacer posible su realización por parte de los Estados. Para reducir en la medida de lo posible las consecuencias económicamente disfuncionales de las políticas redistributivas y, sobre todo, para ofrecerles un marco constitucional que las haga posibles. Desgraciadamente, la dirección por la que la Unión avanza desde el Tratado de Maastricht, pero sobre todo en su reacción frente a la crisis, parece ir en sentido contrario: hacia la transformación en una zona de libre comercio de capitales y mercancías, aunque en lo que toca a aquéllos poco le resta por hacer. Por fortuna, como muestra un reciente artículo de Agustín J. MenéndezAgustín José Menéndez, «¿Constitución o camisa de fuerza? De las nuevas reglas fiscales al “Estado amortizador”», en Teoría Política. Nuova Serie. Annali V (2015), pp. 189-221., hay ya muchos empeñados en la lucha por revertirlo.

Francisco Rubio Llorente ha sido presidente del Consejo de Estado, vicepresidente del Tribunal Constitucional y director del Centro de Estudios Constitucionales.

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