
Melancolía
El padre Bosco cada vez se acercaba más a menudo al barrio de Argüelles. Allí había pasado parte de su juventud, preparándose para ser sacerdote, y ahora que había superado los sesenta, experimentaba la necesidad de cuidar sus recuerdos.
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El padre Bosco cada vez se acercaba más a menudo al barrio de Argüelles. Allí había pasado parte de su juventud, preparándose para ser sacerdote, y ahora que había superado los sesenta, experimentaba la necesidad de cuidar sus recuerdos.
Uno de esos lunes lluviosos de enero que parecen una oda a la melancolía el padre Bosco se acercó a Madrid a realizar unas gestiones y cuando terminó, se dirigió a Argüelles con la esperanza de hablar con Jorge, otro sacerdote, al que conocía desde el seminario.
Nadie sabía con certeza quién había incendiado el Convento de la Santa Cruz de Villaescusa de Haro. Durante la guerra de independencia, las tropas francesas se habían acuartelado entre sus muros. La soldadesca no mostró ningún respeto hacia el recinto sagrado. Saqueó sus bienes, se mofó de los frailes, tarareó canciones obscenas y escupió blasfemias. Los dominicos aguantaron las ofensas con humildad cristiana, pero en su interior bullía la misma desolación que experimentó san Agustín cuando se enteró de que había caído Roma. Los estragos causados por las huestes de Napoleón dejaron al convento herido de muerte: paredes ahumadas por las hogueras encendidas para combatir el áspero frío del invierno, puertas y muebles chamuscados para alimentar el fuego, cristales rotos
La nostalgia es una poderosa fuerza. Casi nadie se resigna a que el ayer se pierda del todo, especialmente cuando aparece la vejez y el futuro no cesa de encogerse. Quizás por eso el padre Bosco se acercó a su viejo barrio, aprovechando una visita a Madrid
Moisés llegó al pueblo en autobús. Aunque había cumplido noventa y tres años, bajó del vehículo sin ayuda y cargó con el equipaje sin signos de fatiga. Avanzó por el pueblo con una maleta con ruedas y una bolsa de viaje colgada de la espalda.
Tiene razón –contestó jovialmente el médico, con los auriculares colgando del pecho-. No hago caso de esas cosas. La vida pende de un hilo que siempre está a punto de romperse. Por eso es absurdo renunciar a lo que te proporciona placer.
Sin embargo, era un pusilánime, como pudo comprobar Marga cuando le retó a ponerse los guantes de boxeo y subir al ring. Mario aceptó, pensando que no corría ningún peligro, pero cuando ella le sorprendió con un violento uppercut en la mandíbula, retrocedió gimoteando
Algar de las Peñas no crecía. La mayoría de los vecinos superaban los sesenta años y los pocos jóvenes que aún vivían en el pueblo anhelaban marcharse cuanto antes. Solo había una docena de niños, hijos de varios matrimonios de mediana edad que trabajaban en la hostelería de localidades cercanas.
Bajé del autobús a las tres de la tarde. En plena ola de calor, Algar de las Peñas ofrecía una tregua. En relación a Madrid, había cuatro grados menos. Treinta y cuatro en vez de treinta y ocho. Cuatro grados representaban una gran diferencia
El padre Bosco se sentó con Julián en una de las mesas que Martín solía colocar en el exterior apenas llegaba el verano. El cielo parecía una lámina azul cuidadosamente pulida. Las cigüeñas de la iglesia arreglaban sus nidos con la minuciosidad de un orfebre medieval
Desposeído de su paisaje originario, al exiliado le queda la memoria, el motivo que corona la arquitectura narrativa de la novela desde la dedicatoria –a la madre–, al título del libro –ese museo berlinés que sirve de refugio sentimental a sus excompatriotas coexiliados–
Dante escribió su Comedia a la mitad del camino de su vida. Es decir, alrededor de los treinta y cinco años. Dado que yo he superado los sesenta, podría decir que comienzo a escribir un diario en el tramo final de mi existencia
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