Finales de película
Los finales perfectos sólo existen en el cine. Quizá dejan una huella tan duradera en la memoria colectiva porque nos hacen soñar con un mundo donde los buenos triunfan o, en el peor de los casos, fracasan con dignidad. ¿Quién no recuerda el final de ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, Frank Capra, 1946), con George Bailey (James Stewart) leyendo la dedicatoria escrita por Clarence, su ángel de la guarda, en un viejo y gastado ejemplar de Tom Sawyer? Interpretado por el entrañable Henry Travers, Clarence le recuerda que los hombres con amigos nunca fracasan. Y es cierto. Al menos en la película, donde todos los amigos de George acuden a ayudarle en su hora más trágica, entonando la vieja canción escocesa «Auld Lang Syne», que celebra los lazos de afecto y comunidad. ¡Qué bello es vivir! es un cuento de hadas en el que la intervención de un ángel evita el suicidio de George, desesperado por la expectativa de la ruina, el escándalo y la cárcel. Su tío Billy (un magnífico Thomas Mitchell) ha extraviado ocho mil dólares de la pequeña compañía de empréstitos que dirige, casi una entidad filantrópica que presta dinero a bajo interés y construye viviendas sociales para familias de escasos recursos.